lunes, 23 de marzo de 2020

Volveremos a abrazarnos





Todo se detuvo en un instante.
Las risas, los abrazos, los besos.
Los paseos bajo la lluvia.
Los sueños.
Ya no volvimos a ver el mar
Ni caminamos de la mano
Por el viejo puerto.
Todo nuestro mundo, en un instante,
Se quedó lejos.
Envuelto por lo incierto
Encerrado en su celda
De temores, sueños rotos y silencios.
Encadenados a la ausencia.
Añorando el contacto, la presencia
Los besos y los abrazos.
Lo encuentros.
Añorando los paseos
Por el viejo puerto.
Cogidos de la mano.
Libres, despreocupados.
Sin miedo.

Pero eso fue hace tiempo…


Alguien gritó: ¡Me niego
A ser esclavo de mi miedo!
Otro respondió, desde su encierro:
¡Salgamos a la luz, miremos el cielo!
Y uno más clamó:
¡No nos dejemos vencer!
¡Cantemos, riamos, soñemos!
¡Celebremos la vida con estruendo!
Y el eco de sus voces
Llegó a mil rincones y luego
A diez mil más y a millones.
Y todas las voces fueron una
Y todas a una gritaron ¡Venceremos!
Y desde todas las esquinas
Del mundo
Resonaron las canciones y las risas,
Y volvieron los besos
-de lejos- y los deseos
Y los sueños.
Y los abrazos virtuales
Y los “te quiero“.
Y el mundo detenido,
Alejado de sí mismo
Prisionero de su miedo
Volvió a la vida
De nuevo.


Y yo juro por mi vida
Que todo esto pasará.
Y que cuando todo haya pasado
Volveremos a abrazarnos
Y a besarnos y a tocarnos.
Volveremos a sentir el mar
Y cogidos de la mano
Pasearemos por el viejo puerto.
Y volveremos a soñar
Y a reír y a cantar los versos
Que hoy escriben mis dedos
Dictados por mi corazón.
Y volveremos a sentir la lluvia
Bañando nuestros cuerpos
De vida y de deseo.
Y ya no temeremos al silencio
¡Nunca más!
Ni a la soledad ni al miedo.
Y te juro que jamás, jamás
Nuestro amor volverá
A ser de lejos.

jueves, 19 de marzo de 2020

¡Con dos quiñones! De menda a Mendo y de Mendo a Pedro.


Hace mucho, mucho tiempo, una tarde de junio de 1961, se estrenó en la cartelera madrileña una obra cinematográfica emblemática, estrambótica, simbólica, epigramática, cómica, dramática, hiperbólica, poética, satírica, paródica y muy simpática. Una obra genial e inmortal sobre un menda llamado Mendo que escribió otro menda llamado Pedro, quien vivió, ripió y murió... con dos quiñones.


No sabemos si el estreno tuvo lugar en la sesión de las siete y media (su inocencia no debería ignorar a esta hora, querido lector o lectora, que «las siete y media a más de una hora es un juego; y un juego vil que no hay que jugarlo a ciegas, pues juegas cien veces, mil, y de las mil, ves febril que o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!»); lo que sí sabemos es que la película, desde que levantó el telón, tuvo un éxito arrollador de público, que es el éxito que importa; y no tanto de crítica, aunque éste importa siempre menos, especialmente al público, que suele ser más crítico con la crítica que la crítica con la película.

El caso es que a la genialidad inmortal de la inmortal obra de Muñoz Seca se le añadió en esta ocasión la genialidad de Fernán Gómez, director, guionista, protagonista y cronista de aquesta historia de venganzas, amoríos, cabras, toros, mansos, cuernos, bardos, magdalenas, emparedados, judías, moras (de la morería), traiciones, pendones, trapalonas, canelos, duelos y nobles que se suicidian. La principal aportación de la versión cinematográfica fue, precisamente, el profundo respeto hacia la obra teatral; tan profundo y tan respetuoso que mantuvo intacto el formato teatro, e incluso lo potenció. En efecto, Fernando Fernán Gómez, que en un principio desestimó el encargo, supo sacar provecho como nadie del texto y del espíritu del Don Mendo original; rodó en escenarios teatrales de lo más delirante (decorados de cantoso cartón piedra, llamas de papel celofán, lanzas de goma, castillos de tela, nubes colgadas del cielo…), incluida la presencia del apuntador; las batallas resultan hilarantes por lo ridículas y los exteriores son tan escasos y absurdos que canta que fueron impuestos al director por los productores para “dar más apariencia cinematográfica”, y que el director obedeció... a su manera.


El texto es íntegramente el original, con sus ripios desternillantes (decís-querís, quizás-zas, insidia-falsidia-suicidia, escuchad-abad-piedad-adalid-edad-hablad-david-decid-hablad), sus incesantes juegos de palabras (los Toros y los Mansos, “por aquí; ¡por Alá!”, “para asaltar torreones dos Quiñones son pocos; hacen falta más… quiñones”), su mofa-homenaje al teatro histórico dramático español (los lances y escarceos, el honor, la venganza... ¡por mi dama, vive Dios!), el espectacular dominio del castellano, puro malabarismo lingüístico (“mora de la morería, mora que a mi lado moras, mora que ligó tus horas a la triste suerte, mora que a mis plantas lloras...”; “y me arrulo y me atribulo y mi horror no disimulo”), la prodigiosa puesta en escena (esos cuernos del decorado que van ‘persiguiendo’ al de Toro; esas torturas de cosquillas y ducha; esa escabechina final en la cueva moruna) y el toque moderno, que de extemporáneo se vuelve intemporal (“para lavar del baldón la mancha que nos agravia, ¡henos de Pravia!... Señores, ¡vaya jabón!”). Todo bañado de una absurda y encantadora irrealidad, que es, en el fondo, lo que le da vida y pleno sentido a la obra. Y de diálogos inmortales que recitan de memoria generaciones de espectadores (“puñal de puño de aluño, /puñal de bruñido acero, /orgullo del puñalero /que te forjó y te dio bruño”).

Mención aparte merecen los actores, que bordan sus personajes con teatral seriedad: desde el propio Fernán Gómez (un don Mendo a la altura de Saza o Gómez Bur, que lo fueron en el teatro), un jovencito Juanjo Menéndez (el de Toro), el siempre único Antonio Garisa (el rey) o la bellísima y olvidada Paloma Valdés (Magdalena); y, claro, todo el elenco de secundarios.

Al final, tras la suicidia muerte de Don Mendo (“sabed que menda es Don Mendo y que Don Mendo mató a menda”) y la de Azofaifa y la de Magdalena y la de Don Nuño y la de Don Pero y hasta la del apuntador (quien, por cierto, muere dos veces en la obra)... cae el telón. Digno colofón para ese sincero y rendido tributo a una obra de teatro que fue y es una de las grandes genialidades de nuestra escena (estrenada en el Teatro de la Comedia en 1918, es una de las cuatro obras más representadas de todos los tiempos en España). Y que en la versión cinematográfica logró dar una nueva vuelta de tuerca a su genialidad, parodiando la versión teatral original, que a su vez parodia el teatro “de honor” de Lope y Calderón; o sea, una astracanada de la astracanada.


Empero, lo que hoy consideramos, más de un siglo después de su nacimiento (fue escrita en 1912), obra cumbre del teatro cómico patrio, no siempre tuvo tal dicha y aprecio. Y es que, en esta España nuestra de envidias y tristezas, se ha tendido históricamente –y a menudo histéricamente- a menospreciar el género cómico. En el caso del teatro de don Pedro Muñoz Seca la injusticia es doble, pues además de cómico fue de derechas, y eso intelectualmente ha de resultar imperdonable. Pero la inteligencia, la genialidad, la visión de su prolífica obra superó sin problema sesgos, envidias y críticas destructivas, porque su teatro ha sido, generación tras generación, amado y aclamado por el público, que en su butaca es el rey. Y también fue admirado por insignes colegas, como el mismísimo Valle Inclán, quien declaró: "Quítenle al teatro de Muñoz Seca el humor; desnúdenle de caricatura, arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un monumental autor de teatro".
Y es que desde que estrenó su primera obra, en 1901, hasta su trágica muerte en los albores de la guerra civil, fusilado en Paracuellos por católico y monárquico, Muñoz Seca fue, siempre y ante todo, un autor de teatro; un humorista de ley, un cómico, en el mejor sentido de la palabra; y un hombre fiel a sus principios, a su patria y a su Dios. “A Muñoz Seca no lo mató la barbarie, lo mató la envidia.”, afirmó Jacinto Benavente. Pero está equivocado don Jacinto, porque en realidad a Muñoz Seca, como a Don Mendo, no ha logrado matarlo aún ningún menda.


Ingenio a secas.

Muñoz Seca tenía siempre presto el ingenio, 24 horas y a pleno rendimiento. Cierto día, un crítico literario le preguntó cuáles eran, a su juicio, las cinco plumas más insignes de las letras españolas contemporáneas, a lo que contestó: “Don Miguel de Unam-uno; Benito Pérez Gal-dos; Miguel de Cervan-tres; Luca de Tena, don Tor-cuatro; Benavente, don Ja-cinco”. Incluso a las puertas de su propia muerte, el humor era más poderoso que el odio enemigo:“Podréis quitarme las monedas que llevo encima –inquirió a sus verdugos- podréis quitarme el reloj y las llaves, podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, y es el miedo que tengo”. Y es que, don Pedro, tenía los quiñones bien puestos.




lunes, 16 de marzo de 2020

El peor de los tiempos. El mejor de los tiempos.



«Era el mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos». La célebre frase que inicia la novela de Dickens Historia de dos ciudades bien podría aplicarse –salvando las distancias con la Revolución Francesa- al momento que nos ha tocado vivir. Este aquí y ahora en el que también se entrecruzan «la edad de la sabiduría y la de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación». Un tiempo en el que, de pronto, nos hemos dado cuenta de que «todo lo poseíamos pero no teníamos nada». Aunque nuestra reclusión más o menos forzosa pero limitada tirando a breve –no lo olvidemos- poco tiene que ver con los dieciocho eternos años que el padre de Lucía Manette permaneció preso en la Bastilla; y menos aún nuestros conectados y confortables hogares del s. XXI, tan infinitamente alejados de la mazmorra 105 de la torre norte de la infecta prisión parisina.


El invierno de la desesperación


Pero, volviendo al principio, lo cierto es que nos ha tocado vivir el peor y el mejor de los tiempos. El peor, porque en un mundo globalizado e híper conectado como el presente, un bichito que nace a 9860 kilómetros -en un país recién abierto al mundo- nos llega a la misma velocidad que un envío de Amazon Prime y se expande con la misma letal eficacia que un vídeo viral de gatitos o el fake ruso de turno. Y contagia de locura, incredulidad y desesperación al mundo entero, país por país, ciudad por ciudad, calle por calle. Nos ha pillado en pelotas, la emergencia. No sabemos qué hacer o dejar de hacer, cómo actuar, quién y por qué, o para qué. Nos dejamos llevar por el pánico y el caos, los más, o por el sentido común y la cordura, los menos. Y mientras unos arrasan el súper en busca de provisiones como si esto fuera Beirut –lo del papel higiénico sigue siendo un misterio insondable- otros se van de terrazas; mientras unos se encierran en casa bajo siete llaves otros aprovechan para escaparse a la sierra, que ahí se está la mar de bien. Y mientras los países cierran sus fronteras y encierran a sus gentes, el maldito bicho se va colando -imparable, impredecible- por todos y cada uno de los recovecos de nuestras vidas. Cuerpos, mentes y almas se contagian a velocidad de vértigo. Porque igual que el bicho expande su vírica contaminación, los medios de comunicación, los whatsapps y las redes, con su mix de verdades, exageraciones y falsedades, expanden el miedo y la confusión. La sobreexposición a la información sobre el virus es tan fatal para la mente como el propio virus para el cuerpo. Ahí también se debería recomendar la contención. 

Y lo peor de este peor de los tiempos no es la enfermedad en sí –entendámonos, el coronavirus no es la peste bubónica, ni el cólera, ni el tifus, ni el ébola- sino el letal efecto dominó que afecta a la economía globalizada e híper conectada en la que vivimos. Y eso no ha hecho más que empezar. Solo cabe esperar -porque obviamente no está en nuestras manos- que gobiernos, bancos mundiales, grandes entidades financieras y demás responsables de la cosa estén a la altura. Porque si no lo están nos vamos todos de cabeza a un pozo sin fondo. Sé que es mucho pedir, pero quien no llora no mama. Y esta es una buena razón para llorar.



La primavera de la esperanza


Pero también nos ha tocado vivir esta crisis mundial en el mejor de los tiempos. Y, ya puestos, en el mejor de los países. Porque las condiciones de nuestra reclusión (con wifi, Netflix, houseparty, Amazon o la compra a domicilio) no son precisamente las de otros tiempos lejanos, ni siquiera décadas atrás. Quedarse en casa no es ir la guerra a la que fueron enviados nuestros abuelos; la escasez de papel higiénico y de otros –no muchos- bienes de primera necesidad no es el estado de racionamiento que vivieron nuestros padres en la posguerra. Y las avalanchas en los hipermercados tampoco son comparables –la sola comparación da hasta vergüenza- con la tragedia diaria de los cientos de miles de personas –repito, personas- que hoy, marzo de 2020, huyen de la guerra, la miseria o el fanatismo. Que tratan de escapar de una muerte segura e inminente, por enfermedad, por inanición, por bala o por una bomba en la cola del súper.

Y en el mejor de los países. Porque en España tenemos el mejor sistema sanitario público del mundo, los mejores profesionales y los mejores hospitales. Públicos y privados, que aquí están todos a una. Aunque le pese a más de uno, y de una. La entrega, la profesionalidad, el compromiso y la sensatez que están demostrando, la esperanza que nos contagian cada día y el ejemplo de sacrificio que nos están dando a todos en su heroica lucha son sencillamente espectaculares. Y esto es extensible a otros héroes expuestos como el personal de las líneas aéreas (que ha reunido estos días a muchas familias,incluida la mía, con riesgo evidente), las farmacias, los comercios de todo tipo que permanecen abiertos para que podamos sobrevivir, los mensajeros y conductores, los transportistas, las fuerzas del orden y un largo etcétera de profesionales que ayudan a contener la locura.

Ante esta lección, también a nosotros nos toca estar a la altura, más allá de los aplausos en la terraza. Es lo único que se nos está pidiendo. Algo tan sencillo como pensar en el otro, ser conscientes del riesgo, ser humildes y obedientes; y también aprender a tener paciencia, adaptarse a una nueva forma de ver la vida, el trabajo, la familia. Sosegar el paso. Retomar aficiones. Replantearse prioridades. Repensar lo que es de verdad necesario y lo que es perfectamente prescindible. Recogerse, mirar hacia dentro, volver a lo esencial. Y, por favor, no dejar de contagiarnos ese sentido del humor tan nuestro, tan ingenioso, tan genial. Y tan necesario. En eso, incontinencia total.
  
La pregunta que cabe hacerse ahora es: ¿estamos a la altura? O, mejor, desde el interior de cada uno: ¿estoy a la altura? Porque, no lo olvidemos, el precio de la libertad colectiva es el ejercicio de la responsabilidad individual. Poner todos y cada uno la parte que nos corresponde, que es ínfima.

Si todos respondemos, el final de esta historia llegará antes, y será un final feliz. Porque, eso tampoco lo olvidemos nunca, tenemos mucha suerte de vivir en el mejor de los tiempos, en el mejor de los países.






sábado, 14 de marzo de 2020

Los 33 de San José. La luz dentro del túnel




El 5 de agosto de 2010, treinta y tres hombres quedaron atrapados en la mina San José, Chile. Durante 17 días permanecieron incomunicados y casi (casi) fueron dados por muertos. Después de dos meses de entierro en vida y tras un espectacular rescate, los 33 vieron la luz. Lo que se vivió ahí dentro, en el interior de esa gigantesca y profunda tumba y en el interior de esas treinta y tres almas sin esperanza, fue desvelado por el único periodista que tuvo acceso directo a ellos. Gracias a él, todos pudimos conocer la historia y, lo que es más importante, aprender la lección. Una historia incluida en mi libro "La muerte del egoísmo".

En la despiadada película El Gran Carnaval del maestro Billy Wilder, Chuck Tatum (Kirk Douglas) es un periodista de poca monta y menos escrúpulos que acaba en un pueblo perdido del desierto de Nuevo México. La suerte le sonríe cuando el indio Leo Mimosa queda atrapado en una mina. Rescatarlo puede ser cuestión de horas, pero Tatum convence al ambicioso sheriff y al corrupto capataz del equipo de rescate para que realicen el salvamento de forma que dure varios días y dé tiempo a convertirse en jugosa noticia. Un hombre enterrado vivo en las entrañas de la roca; una esposa desconsolada e impotente; unos hombres jugándose el tipo por rescatarlo; y un cronista que tiene acceso en exclusiva al condenado, que incluso se convierte en su único amigo, para contar la historia día a día, minuto a minuto, resuello a resuello. La cosa funciona, al principio: empiezan a llegar visitantes curiosos, primero en coches, luego en caravanas, en autobuses, en tren. Se montan cientos de tiendas de campaña junto a la mina, y después tiendas de souvenirs y puestos de comida rápida y atracciones de feria y hasta una noria. Miles y miles de voyeurs indolentes llegados de todo el estado; y Tatum, el narrador, saboreando el éxito de la jugada.
Al final, claro, Leo muere (“¡El circo ha terminado! ¡Váyanse a sus casas!” brama Tatum, desde lo alto). Y el público de este gran carnaval de miserias hace que lo siente y se retira, decepcionado, a la gris rutina de sus vidas. Y el periodista sin alma (y sin noticia) acaba siendo devorado por el monstruo ambicioso y perverso que él mismo ha creado. Y también por el último atisbo de su propia conciencia.


Hace diez años, en agosto de 2010, treinta y tres mineros quedaron atrapados en las entrañas de otro desierto, el de Atacama, en Chile. Como en la película de Billy Wilder, también un periodista tuvo acceso exclusivo a los mineros y realizó una brillante crónica desde primerísima línea; mantuvo conversaciones privadas con los protagonistas, se reunió con el equipo de rescate y con los médicos y fue el primer periodista que consiguió entrevistar al líder de los mineros, Mario Sepúlveda. Pero, al contrario que el perverso Chuck Tatum, Jonathan Franklin no se aprovechó de la tragedia, ni alargó el rescate para estirar su noticia, ni traicionó la confianza de los hombres atrapados; ni provocó su muerte. Franklin, simplemente, fue testigo de excepción de esta hazaña de supervivencia y esperanza, de lucha épica contra el miedo, el calor sofocante, la desesperación, la enfermedad e incluso el fantasma del canibalismo. Una historia que conmocionó al mundo y que el periodista estadounidense afincado en Chile escribió en formato de novela con el sucinto título de “Los 33” (y cuya versión cinematográfica protagonizó Antonio Banderas). 

Jonathan Franklin nos introduce en las profundidades de la mina San José para descubrirnos cómo se vive minuto a minuto sepultado a 622 metros durante 70 días y 70 noches; la forma de organizarse, qué roles y tareas se asignaron o el sistema de racionar los recursos (apenas un par de bocados de atún enlatado cada 48 horas); cómo soportaron los primeros 17 días, en que estuvieron incomunicados y dados por muertos (el Gobierno planificaba ya un funeral de Estado, cuando salió de las entrañas de la tierra ese sucinto mensaje: “Estamos bien en el refugio los 33”); y también con qué heroica confianza soportaron sus familias la angustia, la impotencia y la incertidumbre ("Enterrados quizás... Vencidos nunca" rezaba una de sus pancartas); o la celeridad y acierto con que actuó el Gobierno de Chile, asesorado por la NASA, para organizar el rescate (cuando sólo había un 2% de posibilidades de encontrarlos con vida), que supuso el mayor desafío tecnológico de las últimas décadas. Y, sobre todo, cómo lograron sobreponerse al instinto de supervivencia individual y formar una piña que fue, en realidad, lo que los mantuvo cuerdos y vivos. “Sepúlveda tuvo una visión. Se creyó elegido por Dios para ser líder y que aquellos 33 hombres estaban destinados a salvarse. Muchos de sus compañeros reconocerían después que a su fuerza, optimismo y locura se agarraron todos para salir de allí” escribe Franklin. La mujer de Sepúlveda, Elvira, añade: “Me dice en las cartas que es el líder, el que manda. Me dice que es el Corazón Valiente. Siempre fue combativo”. Un líder nato que logró mantener la unidad y, lo que es más importante aún, el orden y la calma en una situación extrema.



Y fue también fue su profunda fe, su confianza en la voluntad de Dios lo que afianzó ese sentimiento de comunidad y unión; hablaban incluso de Jesucristo como el minero número 34. “Nosotros ahí clamamos a un Dios vivo y Él nos respondió”. Una devoción que se plasmó, por ejemplo, en el especialísimo regalo que hicieron llegar al papa Benedicto XVI, mientras aún permanecían en la mina: una bandera de Chile firmada por los 33 mineros, como símbolo de “la esperanza con que millones de personas en todo el mundo confiamos a Dios su vida". Y es que el milagro del desierto de Atacama cambió sus vidas, como pudieron comprobar los mil millones de personas que siguieron por televisión el espectacular rescate, la noche del martes 12 de octubre: del primer al último de los 33, todos vestían una camiseta en la que se leía “Gracias, Señor”.

El rescate fue un rotundo éxito, desde que comenzó a las 23:19 del martes, apenas transcurrieron 22 horas y 42 minutos hasta que emergió de las profundidades de la roca viva la estrecha cápsula “Fénix 2” con el último de los heroicos mineros, Luis Urzúa, el jefe de turno (y otra de las personas clave en la buena resolución de la tragedia). Las imágenes del reencuentro de los 33 con sus familias, los abrazos, las lágrimas incontenidas, la alegría desbordada, la felicidad plena, dio la vuelta al mundo. Y la historia quedó como un maravilloso ejemplo de supervivencia, de compañerismo y de esperanza, de tesón y valentía. Y de profunda fe.

Lo cierto es que, según reconocieron los propios mineros, todos salieron de aquella mina más religiosos que cuando entraron, porque “creímos en Él y Él nos respondió”. A diferencia del minero de El Gran Carnaval, los 33 de San José confiaron en quien tenían que confiar. Ellos vieron la luz antes de salir del túnel.

 .





lunes, 9 de marzo de 2020

Lo que el viento se llevó / rosas al aire arrojadas


El 30 de junio de 1936 se publicó una de las novelas más legendarias, más vendidas y más traducidas de la literatura americana. Tres años después, esa novela se convertía en una de las películas más legendarias, más taquilleras y más grandes del cine americano. Para muchos, la más grande de todos los tiempos.




Margaret Mitchell, periodista de carácter y dama del Viejo Sur, tardó diez años en escribir su obra inmortal —que, por cierto, comenzó por el capítulo final y luego fue completando de manera más o menos desordenada—. Y aunque no tenía especial intención de publicarla, y cuando lo hizo no aspiraba a vender más de cuatro o cinco mil ejemplares, sólo unos meses después de ese 30 de junio, en Navidad, ya se habían vendido un millón de copias; un año después ganó el prestigioso Premio Pulitzer de novela; después vinieron otros premios y luego el celuloide y, finalmente, el mito. Con el tiempo, se ha convertido en uno de los best sellers más vendidos de todos los tiempos: 28 millones de ejemplares en más de 300 países y en 27 idiomas.


Las primeras palabras —del medio millón que contiene el libro— nos dan una pista clave de su éxito: «Scarlett O´Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton». Ése tal vez sea el secreto, el embrujo que Escarlata O’Hara ha ejercido a lo largo de siete décadas sobre millones de lectores en todo el mundo, de todas las culturas, de todas las épocas. Y junto a Escarlata, unos personajes más grandes que la vida, un retrato de la Historia Americana —y por extensión, universal— preciso y fascinante; una historia rebosante de Amor, Odio, Honor, Familia, Guerra, Celos, Miseria, Grandeza, Lucha, Valor, Felicidad, Drama, Romanticismo, Orgullo, así, todo en mayúsculas. Porque todo en esta novela está escrito en mayúsculas, y todo lo que se generó a su alrededor también. Sobre todo, claro, la magnífica y mayúscula adaptación cinematográfica.


La película más grande jamás filmada

David O. Selznick, siguiendo su instinto de productor y los consejos de su editora, Kay Brown, había vislumbrado la grandeza que encerraba esa historia de amores y guerras y honor y esclavos y Escarlata y Rhett y Ashley y la Tierra Roja de Tara. Y, al contrario que la protagonista, no lo dejó “para mañana”. Compró los derechos de la novela por 50.000 dólares, una cifra récord para la época, y comenzó a planificar la película más grande jamás filmada. Una tarea que resultó tan monumental y tan fabulosa como la propia película.

Y es que desde su pre-producción, Lo que el viento se llevó se convirtió en un fenómeno social, que trascendió lo puramente cinematográfico —hasta se comercializaron perfumes, cremas y camisas con el nombre de la película—; y no era para menos: más de 15 guionistas trabajaron en la adaptación de la novela  —finalmente Sidney Howard firmó el magnífico texto definitivo—; 5 directores pasaron por el set de rodaje —Reeves Eason, Sam Wood, William Cameron Menzies, George Cukor y Victor Fleming, el único acreditado—; a lo largo de dos años de casting, 1400 desconocidas y 100 estrellas realizaron pruebas para el ambicionado papel de Escarlata que se llevó la inglesa Vivien Leigh —entre otras, Joan Crawford, Paulette Godard, Lana Turner y Katharine Hepburn—; para el espectacular incendio de Atlanta, se utilizaron 7 cámaras —todas las disponibles— y se quemaron los descomunales decorados de King Kong y Rey de Reyes; y para la grandiosa escena de la estación, la mitad de los miles de soldados heridos eran muñecos —no había llegado aún la era digital—. Después de 3 años de preproducción y 125 días de rodaje , la obra magna de Selznick —auténtico artífice de la película— se estrenó el 15 de diciembre de 1939 en la ciudad de Atlanta, con la suntuosidad de una coronación; el alcalde declaró tres días de fiesta oficial. El año siguiente batió un nuevo récord al ganar 8 Oscars, incluyendo película, director, actriz principal y guión.

Y si la novela había sido un éxito sin precedentes en Estados Unidos, el fenómeno que supuso la película fue inconmensurable en todo el planeta. De hecho, es la única película que no ha dejado de proyectarse ni un solo día en alguna parte del mundo desde su estreno. Y es que jamás volverá a hacerse una película tan perfecta como ésta, tan completa: con un guión magistral, fidelísimo a la novela original; una banda sonora maravillosa, unos decorados espectaculares, unos personajes profundos, conmovedores e inolvidables, una fotografía bellísima en novedoso Technicolor, unos actores en estado de gracia —todos: Vivien Leigh, Clark Gable, Leslie Howard, Olivia de Havilland, Thomas Mitchel y, claro, Hattie MacDaniel, la oscarizada y entrañable Mamita—, un dominio de las emociones prodigioso, unas secuencias épicas y unas frases memorables, que han trascendido la novela y la película para formar parte de nuestras propias vidas.
En fin, una forma de hacer y entender el Cine que ya no se estila. Y que nos hace rememorar aquellos tiempos pasados que tal vez fueron mejores y el viento se llevó. Como lamenta Ernest Dawson en su poema Cynara, en donde Margaret Mitchell halló el título de su novela: «Lo que el viento se llevó / rosas al aire arrojadas / que vuelan alborotadas / para que, en su danza, olvides / tus lirios, hoy ya marchitos».

Afortunadamente, siempre nos quedará el DVD.

El embrujo de Escarlata en el Palafox

Una tarde de Navidad de 1980, hace ya más de treinta años, mis padres me llevaron al Cine Palafox ("El mejor cine de Europa"); por aquellas fechas se proyectaban en Madrid no pocas películas estupendas para un quinceañero, naturalmente más para ver y disfrutar con amigos que con los jefes. Así, lo que vieron mis ojos ese día no fue El liguero mágicoAterriza como puedas, ni siquiera Forajidos de leyenda o El imperio contraataca; no, afortunadamente lo que vi aquella tarde adolescente en el Palafox fue una oportuna reposición de Lo que el viento se llevó. En pantalla gigante, con todo su espectacular esplendor, palomitas dulces y el obligado intermedio tras la inmortal secuencia bajo el roble crepuscular y ese escalofriante «A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre...». Aquel día, y para siempre, me enamoré perdidamente del CINE. Casi tanto como Escarlata de la tierra roja de Tara.

domingo, 8 de marzo de 2020

Bosco Gutiérrez Cortina. 257 días en un agujero de 1x3 metros



Bosco es un arquitecto mexicano de gran éxito en su país. Es también hijo, hermano, esposo y padre de nueve hijos. Una familia tan grande como unida, a la que no vio durante los 257 días ­—con todos sus minutos y todos sus segundos— que permaneció secuestrado. Pero en la que no dejó de pensar uno solo de aquellos instantes de encierro. Gracias a esa fuerza moral que le dio su familia, a su propia fuerza interior y a su profunda fe, Bosco sobrevivió a su secuestro. Y aprendió, a lo largo de aquellos eternos, terribles 257 días, lo que de verdad importa; en esta vida y en la otra. Una historia de supervivencia extrema de la que Bosco sacó una lección positiva, y que forma parte de los Congresos de Valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa desde su primera edición.


Un agujero de un metro de ancho por tres de largo


En 1990 Bosco Gutiérrez Cortina tenía 33 años y en México aún no había comenzado la epidemia de secuestros que invadió el país unos años después. En realidad, Bosco sólo había conocido dos casos. Él fue el tercero. Ese miércoles, 29 de agosto, empezó el día acudiendo a misa muy temprano, a las ocho de la mañana. A la salida se dirigió hacia su coche, sin prisa; antes de que le diera tiempo a abrir la puerta, unos fuertes brazos lo sujetaron por detrás y la culata de un arma le golpeó con violencia en la boca; su siguiente recuerdo es el interior de una camioneta, el sonido de una sirena de policía (los secuestradores se hacían pasar por judiciales) y el traqueteo del vehículo recorriendo las calles de Ciudad de México a toda velocidad. No veía nada, le habían cegado los ojos con unas gafas de esquiar pintadas de negro. También le cortaron la ropa con un cuchillo y lo dejaron desnudo, tirado en el suelo de la camioneta. Su mente se debatía en un torbellino de miedo e incertidumbre, en completo shock: no era capaz de llorar, ni siquiera de rezar. Solo piensa que lo van a matar.

Desnudo y esposado pasa al maletero de otro coche y, tras varias dolorosas horas de camino, le tumban en un catre. Tratan de quitarle el anillo, pero se resiste. Es lo único suyo que le dejan; la ropa, las medallas, el reloj, todo se lo han quitado ya. También las gafas tintadas. Sus secuestradores le fuerzan a abrir los ojos: todos van vestidos de blanco y ocultan sus rostros tras capuchas blancas. También ve el agujero en el que permanecerá encerrado no sabe cuánto tiempo: un metro de ancho por tres de largo y uno noventa de alto; tres paredes recubiertas por un friso de plástico blanco; la cuarta pared es una puerta de madera, dividida en dos mitades, la de arriba con una ventana. El suelo, de linóleo. Una bombilla en el techo, que los secuestradores encienden y apagan a su antojo. Una cámara, que vigilará y grabará cada minuto de su tortura. Y una música insistente, machacona, a todo volumen, que suena una hora tras otra. Sin descanso.


¡Soy un mierda!


“Yo tiendo a ser positivo. Pienso, esto lo resuelven mis hermanos en 15 días”. Sabe que los otros dos secuestros duraron apenas 20 días. “La distancia era corta, esa ilusión te tranquiliza. Pero entonces llegó un golpe fortísimo: un interrogatorio escrito en el que me pedían el nombre de mi esposa y el de mis hijos, amigas de mi esposa, apodos de los niños, la peluquería, el súper, la guardería… Lo más sagrado: mi familia”. Bosco se niega a aportar los datos de su familia, tratando de protegerlos. Pero los secuestradores no empezarían las negociaciones hasta que lo hiciera. No hay prisa, la decisión estaba en sus manos. El combate interior de Bosco es cruento. “¿Qué hago? ¿Les entrego a Gaby y a mis hijos? Eso sería como traicionarles” Al final decide revelarles lo que podrían averiguar fácilmente. Ante este acto de rendición, el secuestrador sonríe; Bosco es entonces consciente de lo que ha hecho, y cae al suelo, derrotado. “¡Dios mío, soy un mierda, un traidor, un cobarde!... Mi cabeza quedó confundida en esta realidad absurda que no tenía nada que ver conmigo. No sabía dónde estaba, ni lo que era real. En la oscuridad repasaba con mis manos la desnudez de mi cuerpo… ‘¿Estarás muerto? ¿O quizá estás en el purgatorio?’, me repetía mi conciencia.  ‘¡No seas tonto!’ respondía mi propia Voz interior, ‘¡Estás secuestrado!’”. Desnudo, maloliente, debilitado, perdido. Permanece en tal estado una semana, desparramado por el suelo, física y moralmente. Su estado es tan deplorable que los secuestradores se asustan, piensan que se les muere allí mismo.





Bosco, ofréceme el whisky

Uno de ellos se asoma por la ventana y le ofrece un trago. Por reanimarle. Escribe en la libreta (no hablan, se comunican por escrito o por señas): ‘¿Qué quiere?’ Bosco, dudoso, responde: ‘Pues… un whisky’. ‘¿Y cómo lo quiere?’ Bosco se anima; parece que el estímulo funciona. ‘Pues deme un vaso alto, así, de puro whisky sin agua, con un hielo grande’. Y en su interior ruega “¡Por favor, que sea verdad, que no sea una broma!”. Tres horas —o diez minutos— después reaparece el secuestrador con el “desproporcionadamente anhelado” vaso de whisky. Es lo primero fresco que siente después de 15 días a oscuras, casi sin moverse. Se queda paralizado ante la visión.

“Me arrastré a gatas hasta la puerta, alargué la mano y cogí el vaso. Con mucho cuidado. No quería derramar ni una gota. Volví a mi rincón, al otro extremo del zulo, y comencé un culto al whisky. Lo olía, lo tocaba, jugueteaba con él, lo paseaba despacio por mis labios, por mis mejillas… ¡era un placer! Y entonces la voz de mi conciencia —Dios— me dijo: ‘Bosco, ofréceme el whisky’ Y yo, ‘no me pidas eso; te ofrezco el secuestro; el whisky no, por favor. Es lo único que puede salvarme’. Y la voz: ‘el secuestro no depende de ti, ofréceme el whisky’. Esa lucha interna duró unos minutos;  finalmente, ocultando mi acción a la cámara de vídeo, derramé el whisky en el excusado. Me quedé sentado, tembloroso, sintiéndome como un estúpido, pero también sentí una gran satisfacción. Fue un pequeño triunfo”. En un trozo de papel que había sobrado del interrogatorio anota: “15 de septiembre, hoy vencí en mi primera batalla. Whisky flush, sigo siendo libre, dueño de mis actos… ¡y no soy un mierda!”


Estar perfecto


A partir de esa victoria, de ese instante glorioso, la mentalidad de Bosco gira radicalmente. Su inteligencia empieza a funcionar, y su voluntad también. Esa noche —o día— duerme tranquilo. Cuando despierta, come por primera vez desde su secuestro. También reza por primera vez. Decide que lo único que tiene que hacer, su única responsabilidad, es cuidar su salud; estar perfecto de alma y cuerpo para el momento de su liberación. Lo contrario sería una traición a su familia. Escribe en la pared: “Estar perfecto”. Es su meta, y desarrolla un plan de vida para alcanzarla:

            “1. Salud Mental. Libérate de la angustia. Acepta la situación, empezando por tu cuartito.El cuarto es tu hogar. Es lo que hay. Ordénalo y límpialo; Aquí cubeta del agua, aquí libros, aquí vasito, aquí boli. Eres el rey de este pequeño universo. Control del tiempo. Ejercicios de memoria.

            “2. Salud Física. Cuidar la alimentación. Hacer ejercicio”

            “3. Haz Algo. Aprovecha el tiempo, que es oro incluso aquí. Dividir el día y hacer algo en cada momento”.


Siete maratones


Los propios secuestradores le confundían ofreciéndole desayuno, comida o cena indistintamente; inventó un sistema para controlar los días en la oscuridad, haciendo hoyuelos en las paredes y calculando el tiempo según la duración de la casete (la música que sonaba ininterrumpidamente día y noche provenía de una casete, que se daba la vuelta cada media hora). Escribe: “Primera casete: media hora de ofrecimiento del día (santos, fallecidos, familia…); Segunda casete: desayuno (cereales, fruta y té); Seis casetes (tres horas) de ejercicio al día —al principio hasta le cuesta andar, después de 15 días inmóvil; pero pronto puede recorrer los tres metros sin apoyarse en las paredes; acaba corriendo siete maratones de 42 días cada uno—. Y así sucesivamente, hasta completar todas las horas del día: Oración y misa (“en algún lugar del mundo, en este momento, se está celebrando una misa”); Comida: fruta, carne o pescado, verduras sin sal; yogur y fruta para cenar (“una dieta buena, sencilla, barata y práctica; nunca la variaron y nunca enfermé”)…

Para ejercitar la memoria dedica media hora al día a pensar en cosas ajenas al secuestro (arquitectura, música) y a recordar juegos, canciones, poesías o acontecimientos familiares que hubieran ocurrido en los últimos años. Va rellenando su memoria y descubre, de paso, que hay que vivir la vida con mayor intensidad. “Desde hoy quiero aprovechar cada día que me quede para sacar todo el jugo al tiempo”. Escribe infinidad de cartas a su esposa, Gaby, y a sus hijos. Probablemente no lleguen a leerlas nunca, pero a él le hacen tanto bien.
También empieza a conocer y distinguir a sus anónimos guardianes, y adjudica un apodo a cada uno: TKT, el jefe; el Greñas, el Teques, el Anteojitos, el Muchacho… Reconoce hasta sus pasos y sabe quién está de guardia, tras la puerta, a cada momento.



Me agarré a mi fe con uñas y dientes


La organización de su vida en el zulo da notables resultados, tanto para su salud mental como para su salud física. Su fe también le ayuda a mantenerse vivo. “Me agarré a mi fe con uñas y dientes y no la solté. Todo lo hacía rezando, porque no rezar en aquellos momentos era perder el tiempo. Creer en Dios es eso, aceptar Su voluntad y no discutirla”. Si Él había permitido que le ocurriera aquello, sería por alguna buena razón.

En octubre ya llevaba dos meses secuestrado, y las negociaciones no parecían avanzar con demasiada fluidez. Tuvo un sueño. Se vio en el infierno, y junto a él había un tipo que le insultaba porque no le habló de Dios en vida, y por su culpa estaban los dos ahí abajo. Se imaginó que el tipo era uno de los secuestradores y se dijo “pues que por mí no quede”. Decidió hacer apostolado con sus carceleros, primero a través de la oración (octubre: un Rosario diario por ellos), luego de la mortificación (noviembre: dejó el azúcar y la sal) y finalmente de la acción (diciembre: invitarles a leer la Biblia, que algunos aceptaron y otros no).


Feliz Navidad

Llegó el día de Navidad y Bosco se derrumbó; extrañó a sus hijos más que nunca. Y a Gaby, su mujer. Pero debía seguir luchando hasta el último aliento, por ellos, por él mismo. Sigue adelante con su plan; escribe una nota a los secuestradores: “Señores Guardianes: Es Navidad y no hay secuestradores ni secuestrados. Hoy a las 8 vamos a rezar”. Unas horas después, se abre la ventana del zulo y ve a cuatro guardianes encapuchados, con los brazos cruzados, esperando. TKT escribe en la pizarra: “Estamos listos”. Bosco abre la Biblia por el pasaje de la Navidad de San Lucas y comienza a leer. Ellos, inmóviles, en absoluto silencio (no se escuchaba ni la casete), tal vez aguardando en sus vidas un leve aliento de algo que trascendiera a la gris realidad de ese secuestro. Bosco trata de explicarles el verdadero sentido de la Navidad, el nacimiento del Niño Dios, la ilusión del niño que todos llevamos dentro. Les cuenta también lo que ahora estaría haciendo en su casa, la celebración en familia, sus hijos, Gaby…

“Les dije ‘Vamos a rezar un padrenuestro y 10 avemarías para dar gracias a Dios por esta celebración’. Comencé la primera parte y esperé a que contestaran, pero seguían guardando silencio. Continué rezando solo, en voz alta, y al finalizar exclamé: ‘¡Felicidades!’. Ellos escribieron en la pizarra ‘Muchas gracias y felicidades’. Y entonces, uno a uno, mirándome a los ojos, fueron estrechando mi mano como señal de respeto. Cuando cerraron la puerta sentí que esa había sido la Navidad más feliz de mi vida. Sentí una espiritualidad muy especial y muy profunda”. 


Ya no tengo miedo


Después de aquella experiencia navideña, el atisbo de humanidad que vio en los ojos de sus captores se materializa en unos calzoncillos, unos calcetines, una camiseta y una medalla. “Fue un lujo sentirme vestido después de tres meses”. Hubo otros regalos: le cambian, al fin, la música y le dan un reloj. Esa noche, a las doce, ve cómo acaba el año 1990, segundo a segundo, en las manecillas de su nuevo reloj. Lleva ya cuatro meses sin ver el sol, sin ver a sus hijos, sin ver a su Gaby.
El día de Reyes TKT le hace llegar un papelito: “Arquitecto, díganos de dónde saca usted la fortaleza”. Bosco permanece un minuto pensando y responde, mirando a la cámara: “Es que ya no tengo miedo. Porque no voy a vivir ni un minuto más ni un minuto menos de lo que Dios quiera. Si usted decide matarme, y Dios lo permite, me hará un gran bien porque me llevará al Cielo”.



Un plan de huida


Pasa la Navidad, y el nuevo año transcurre día a día, semana a semana, mes a mes, cumpliendo su plan de vida, escribiendo su diario, sus cartas, manteniéndose fuerte y sano, cuerdo. Y esperanzado. Como le dijo a su secuestrador, ya no tiene miedo. Tal vez solo tema quedarse enterrado vivo si sus captores huyen y lo dejan ahí, abandonado. Por eso comienza a pensar en un plan de huida. Dedica a ello media hora al día durante dos meses, fantaseando cada detalle, estudiando las posibilidades al milímetro. Por ahora es sólo eso, una fantasía. Pero va guardando y ocultando tras el plástico de la pared cualquier pequeño objeto que cae en sus manos.

Llega Semana Santa y pide una figura de Cristo. “Me había convertido en un atleta de la oración. Me dieron un Cristo bastante feo y cursi, de pasta, pero ante su imagen me puse a llorar como un niño. Lloro por la impresión que me causa la escena de Cristo sufriendo hasta el límite por mí, pagando con su vida el rescate de vida eterna”. Ese pensamiento le lleva a una profunda reflexión: el rescate que van a pagar sus hermanos es el de su vida mortal, tal vez por unos años más; pero el sacrificio del Hombre es por su salvación eterna. Y esa es la deuda que tiene contraída con Él. “Yo aquí estoy de paso y en deuda con Dios.”.



Tengo que salir de aquí


Han transcurrido ya 8 meses, 246 noches en su negro agujero de tres metros cuadrados. Es el 1º de Mayo y se afeita por segunda vez desde el día de su secuestro. Le hacen una nueva fotografía como prueba de vida para sus hermanos, con nuevas instrucciones para pagar el rescate (que se estaba complicando por razones ajenas a su familia). “Calculaba que iba a salir el 16 de mayo y comencé una cuenta atrás. El día 11 se abrió la ventana del zulo; se les notaba tensos. Había sido imposible cerrar la negociación en Brasil. Permanecí toda la noche despierto, rezando el rosario, pensando en mi madre (el 12 de mayo es el aniversario de sus padres). Noté que se encendió la luz fuera, pero luego no se oyó nada. ¿Se habrían ido?” Con un gancho que se había fabricado semana tras semana, con infinita paciencia y con piezas de diferentes objetos, logra desprender el pestillo al otro lado de la puerta. Sale de su agujero y ve capuchas y batas blancas colgadas en una pared. Sobre la mesa hay un reloj, que marca las 8:30 de la mañana (no solían encenderle la luz hasta las 10). Tiene miedo de que le pillen, puede que los secuestradores aún estén ahí y verle significaría su muerte inmediata. Regresa a su celda, pero no puede cerrar la puerta desde dentro. Vive momentos de verdadera angustia. No sabe qué hacer. Ninguna opción parece segura. Y al final toma la decisión: ¡tiene que salir de ahí!

 

 ¡Lléveme a México. Le pago lo que sea!


 “Pasé por delante de un secuestrador, dormido junto a su AK 47. Caminé por un pasillo; los demás estaban ahí, uno en la cocina, otro en la ducha. Yo seguí caminando, de puntillas, y alcancé la puerta. La abrí y salí a la calle. ¡Era libre! Me dije, ¡patas, para qué os quiero! Comencé a correr y me refugié en la primera casa que vi. Había una niña en el portal y le dije que era víctima de un secuestro. Ella empezó a gritar, acudió su padre y me echó a patadas. Entonces vi un taxi y me metí dentro a escondidas. ‘¡Lléveme a México, por favor. Le pago lo que sea!’ El taxista pensó que estaba loco, pero finalmente lo convencí. Tenía un Rosario colgado del retrovisor. ‘¿Es para rezar o es de adorno? ¿Por qué no lo rezamos juntos?’ le propuse. Él asintió con la cabeza, arrancó el coche y emprendimos camino a casa”.

A las once de la mañana Bosco llega a la casa de sus padres. Los gritos de alegría se escuchan en toda la manzana. Lágrimas, abrazos, risas. La emoción, largamente contenida, se desborda sin límite. “¡Tócame, estoy bien!” Después de casi nueve meses secuestrado, Bosco ha vuelto a nacer.


Durante 257 días, Bosco vivió cada minuto en total aislamiento, sin escuchar una voz humana, sin ver un rostro humano. Pero no estuvo solo. Gaby permaneció todo el tiempo junto a él. Y Dios. Él fue quien lo mantuvo vivo, cuerdo, sano; y quien le ayudó a escapar: “Estoy más convencido que nunca que con Él lo podemos todo, y sin Él no podemos hacer ni la más mínima cosa.” 


La historia de Bosco Gutiérrez Cortina la escribí originalmente para el primer volumen del libro Lo Que De Verdad Importa (Ed. Lunwerg). Lo puedes conseguir aquí.