martes, 23 de mayo de 2017

Lo que tenemos que aprender del dolor



Uno, a veces (cada vez más a menudo, me temo), llega jodido a casa. No fastidiado, no enfadado, no apesadumbrado. Jodido. Tal cual. Se le van juntando cosas, problemillas, tonterías, desilusiones, frustraciones, hartazgos varios, preguntas sin respuesta (tipo ¿qué estoy haciendo con mi vida? y por el estilo). Son cuestiones más o menos pequeñas, más o menos graves; colinas, no cordilleras. Lo malo es que las malditas colinas no están colocadas una detrás de otra —eso sería estupendo, asequible—. No, lo malo es que se acumulan una sobre otra. Las muy puñeteras. Y forman una gigantesca cordillera ab-so-lu-ta-men-te insalvable. O eso piensas. Y cuando crees que has encontrado una salida, un camino, un recodo, un desvío que te salve de toda esa tormenta mental y anímica, ¡zas!, se baja la barrera, se cierran las compuertas, y tú te quedas ahí, paralizado, atontado, preguntándote qué narices ha pasado esta vez. Y por qué ha tenido que pasar otra vez. Y sigues tu camino de frustraciones y preguntas sin respuesta, hacia ninguna parte. Con la mirada fija en el suelo. Total, para ver la insalvable cordillera, mejor ni levantar la vista.

Y entonces vas a la presentación de un libro. No un libro cualquiera. Lo que aprendí del dolor, se titula. Y tampoco lo ha escrito un tipo cualquiera. Lo ha escrito, y lo ha vivido, un tipo —Jacobo Parages— que desde hace más de 20 años conoce muy bien el dolor. El real. El auténtico. El doloroso. Un dolor con nombre y apellido —espondilitis anquilosante; acojona ¿eh?— que se te mete en todas y cada una de las articulaciones del cuerpo y las ‘anquilosa’. Una enfermedad que te afecta a lo más básico de tu día a día, que convierte el gesto más sencillo en una hazaña, que te obliga a prepararte mentalmente ante el simple hecho de salir de la cama o atarte los zapatos. No digamos recorrer medio mundo con una mochila al hombro —cargada de antiinflamatorios— durante 15 meses; o lanzarte a una piscina y entrenar durante dos horas y media cada día para luego atravesar el Estrecho de Gibraltar por los niños con síndrome de Down; o nadar los 40 kilómetros que separan Mallorca y Menorca a favor de la lucha contra el cáncer infantil. En contra de la opinión de los médicos, que le pronosticaron una vida resignada y pasiva, Jacobo decidió que a él lo que le iba era la actividad, el deporte, la vida plena. Y esa decisión le salvó. “¿Dónde mueren los sueños? En un lugar llamado miedo”, nos recuerda. O en una cordillera llamada “excusas”.


Es lo que él aprendió del dolor. “Ahora la enfermedad es mi amiga”, dice. Y no sé si amiga-amiga, pero sí compañera inseparable en cada minuto, bueno o malo, de su vida; y la gran impulsora de todos y cada uno de sus retos, los del día a día también. Y de eso nos habló ayer Jacobo (muy bien flanqueado por la periodista Teresa Olazábal y el grande Fernando Romay). De superarse, de afrontar desafíos, de quitarse los miedos y las excusas de un manotazo. Y de algo más importante aún: de ilusionarse. Sin ilusión no hacemos nada, no somos nada. Con ilusión somos capaces de enfrentarnos a cualquier gigante, sea océano, cordillera, enfermedad o frustración. Nada es insalvable. Nada es imposible.  

No sé cuál será el próximo reto de Jacobo, pero sí sé que será también duro, y gratificante. Y tendrá también la mejor de las causas, lo mismo que su libro: proporcionar un poco de esperanza, de ilusión, de fe en sí mismos a todos aquellos que creen que no pueden sino resignarse a una vida de dolor e impotencia. Y, de paso, a todos los que somos expertos en levantar cordilleras con granitos de arena.  


Gracias de corazón, amigo. Por todo. 


viernes, 12 de mayo de 2017

Los dos motores de la vida: el miedo y las ganas

Por una vez, este blog publica un artículo que no es mío. La ocasión lo merece. Lo ha escrito mi gran amigo y socio en Lo Que De Verdad Importa, Daniel Losada. Un tipo valiente, viajero con causas y siempre entregado a los demás. Y un magnífico retratista de almas. 



Esta foto lo resume todo. Fue en 2009, en Varanasi. Me dejaron una cámara para mi viaje a India. Me enamoré de esta foto, y de hacer fotos. En ella están las dos actitudes posibles, el que se tira y el que le observa. Mientras uno se divertía y volvía a saltar una y otra vez desnudo, el otro le miraba y le animaba. Se moría por desnudarse y saltar, pero no lo hizo.

Pues bien, volví a Madrid y a sus atascos, benditos atascos. Resultan ser la mejor cantera para las grandes decisiones. Una buena ventana para escucharse especular con otras realidades posibles. Así, a golpe de M-30, se precipitó la prisa por pensar alternativas. ¿En qué me gustaría invertir mi tiempo? Me gustan los viajes y me gustan las fotos... pero de eso no se vive. O sí, cuando quemas las naves, y no tienes otra. 

Así que me desnudé y salté.

Ahora vivo de organizar viajes a medida, y de la fotografía, ya sea editorial, empresarial o particular. Y al mismo tiempo, con mi amigo Pablo del Palacio desarrollo desde 2010 el proyecto de mi vida,  trip-drop.com. Lo otro me da de comer, éste me da de vivir.
En trip-drop publicamos necesidades no monetarias de colectivos (colegios, orfanatos, tribus, hospitales…) en todo el mundo, para que los viajeros que lo deseen las cubran a su paso. La ayuda llega íntegra, se da en mano, y se conocen. La semana pasada, mientras una pareja de Madrid compraba in situ 20 cabras para las viudas masaai en Tanzania, tres italianos entregaban otros tantos paraguas en un orfanato birmano, y amigos de Madrid llevaron siete portátiles a Kibera (slum de Nairobi), donde ya tienen computer room.

He aprendido muchas cosas en estos años. Mucho de otras personas, y mucho sobre mí. Cuando te dedicas a lo que te gusta, simplemente lo haces bien. Porque pones más atención, piensas más, investigas, porque te exiges gratis. Y cuando lo haces bien, las oportunidades para demostrarlo se acaban dando.

Claro que hay peajes. La nómina desaparece, y el móvil, y el coche de empresa, y el seguro... Se avecinan tiempos inciertos, pocos lujos, y cierta soledad. El único activo son tus ganas, y sin embargo es grato. Un poco como el saltarín de la foto.
Es por la diferencia de réditos entre el esfuerzo (cuando es tu causa) y el sacrificio (cuando no lo es). Antes me sacrificaba por un fin ajeno a mí. Ahora me esfuerzo por el fin que he elegido. Son dos motores muy distintos. Uno lo mueve el miedo, y otro las ganas. Uno es reactivo y otro proactivo.  

Tener éxito es otra historia. Diría que radica en disfrutar mientras tratas de tener éxito. Entonces estarás triunfando cada día. De algún modo crecemos asumiendo que tenemos que sacrificarnos para triunfar, y ese es sólo el camino de lo malo conocido. Otra cosa es dónde te lleva: en muchos casos a una vía muerta que decoras como puedes. 
Pero igual el camino más incierto resulta ser el más certero; cambiando el sacrificio por el esfuerzo, esa vía está viva y se decora sola. 

Además, el mundo necesita gente que ame lo que hace.


Daniel Losada Casanova