sábado, 30 de noviembre de 2019

La noche que estuve en Woodstock (Madrid)

 


El viernes cumplí un sueño largamente esperado y enormemente deseado. Retroceder en el tiempo 50 años y vivir en directo aquellos tres legendarios días de paz, amor y música. Sí, amigos, el viernes 29 de noviembre de 2019, a eso de las nueve de la noche, estuve en Woodstock 69. Y en primera fila. No hubo barro, ni quinientas mil almas sedientas de rock and roll, ni atascos kilométricos, ni miles de tiendas de campaña, ni viajes lisérgicos. Pero sí estuvieron Janis, Joe, Jimi, CSNY, Roger y Pete, Grace, Tim, Carlos, Arlo, Robbie y Levon, Sly y demás familia. Sí estuvieron el rock y el folk, la magia, la emoción, la hermandad, la complicidad sin fisuras sobre el escenario y a los pies del escenario. Sí estuvo el espíritu de aquel momento histórico que se vivió en Bethel, condado de Sullivan, estado de Nueva York; y también se sintió muy viva la inspiración de Sri Swami Satchindananda, «reunidos en el nombre del noble arte de la música a través de la cual podemos crear maravillas». Sí. El poder de la música, muchísimo más grande que cualquier otro poder en el mundo. 

 

 

De Nueva York a Bilbao y Madrid

El pasado viernes Woodstock renació en But por obra y gracia y muchos meses de curro de Jokin Salaverria (un proyecto al que venía dándole vueltas dos o tres años atrás) y cerca de 20 pedazo de artistas que lo dieron todo, y más, para hacernos felices durante un par de horas. Fuimos afortunados. Porque el aniversario lo merecía, y si en su lugar de origen la magna celebración fracasó estrepitosamente –y vergonzosamente-, tenía que llegar un bilbaíno para que unos pocos privilegiados, en Madrid y antes en el mismo Bilbao, pudiéramos asistir a lo que este pasado verano se le negó al mundo. Y tuvimos suerte, sí, porque aquí lo que sonó fue Woodstock. Tal cual. La misma esencia, la misma música, la misma magia.

 


Una gran familia, unida por la música

No ha sido fácil. El montaje, complicadísimo, ha exigido muchos viajes (hay músicos de Bilbao, de Madrid, de Galicia, de Valencia). Muchas horas de ensayo robadas al descanso de músicos que apenas tienen descanso (la mayoría han sido en agosto).  Y también, un enorme esfuerzo por parte de organizador, banda base y artistas invitados, más de 20 en total.

Pero la ilusión de rememorar el mayor festival de todos los tiempos, el más legendario concierto de la historia del rock, el evento que revolucionó a todo un país y expandió su mensaje de paz y música por todo el planeta, esa ilusión y su amor por las canciones que allí sonaron, han sido un potente imán al que ninguno de los convocados por Jokin ha podido negarse. Todos respondieron un sí rotundo a la primera. Y algunos han repetido en Bilbao y Madrid (y muchos se conocían del anterior encuentro organizado por Jokin, el Concierto de Bangladesh). Al final, se han convertido en una gran familia, feliz y unida por la música, que es la unión más poderosa que puede haber.

 

 


Woodstock reencarnado

El concierto fue memorable. Un maravilloso recorrido por aquel Woodstock del 69, por las canciones, el espíritu y hasta el sonido (se usaron instrumentos y amplis de la época), que nos mantuvo en estado de levitación durante cerca de dos horas (sin necesidad de LSD).

Desde la llegada a Los Angeles de Arlo Guthrie/Germán Salto, que continuó con la búsqueda de algún lugar recóndito de la mano de Canned Heat. Desde los ritmos latinos y salvajes de Soul Sacrifice y Evil Ways en la guitarra de Santana/Abel Lorenzo o el homenaje improvisado a Max Yasgur (dueño de la granja y del prado) que Mountain se inventó y renació en las voces de Uoho y Trujillo, grandes también con su Reina del Mississippi.

O desde la portentosa interpretación de Somebody To LoveVolunteers que se marcaron Garbayo y Nat Simons, a la altura de Grace Slick y sus Jefferson Airplane, que es mucha altura. También desde los temas más rockeros de The Band que sonaron en la voz de Txomin Guzmán o las armonías vocales de CSNY que bordaron Costa Oeste y José María Guzmán (la G de los míticos CRAG). Hasta el himno reivindicativo y hermoso de Tim HardinIf I Were A Carpenter, que hizo suyo Pablo Martín, todo sonó de manera magistral y emotiva. Nivelón. Una perfecta reencarnación.

Y con una banda base de auténtico lujo que desbordó talento, pasión y profesionalidad por todos los poros: Íñigo Bregel (batería), Germán Herrero (guitarra), Miguel Moral  (guitarra), Luis Pinel (teclados), Tronky Mexalo Ricardo Ibáñez (percusión), Jokin Salaverria (bajo), Luis Soler y Diego Jiménez (vientos).

 

Cuatro momentazos

Pero hubo momentos que se salieron. Cuatro momentazos. El primero fue la aparición de Janis, reencarnada en la presencia y la voz -¡qué voz, Dios mío!- de Cristina Saiz; ese pedacito de su corazón nos lo entregó con tanta fuerza, con tanto poderío, que si cerrabas los ojos te juro que estabas ahí, en agosto de 1969, a los pies de la mismísima diosa del blues.

El segundo fue estremecerse con los solos imposibles del imposible Hendrix, que salieron de los dedos y del alma de Gonzalo Portugal como si el propio Hendrix le hubiera hecho voodoo de niño para reencarnarse en él.

El tercero fue esa fuerza de la naturaleza, esa bestia del escenario llamada Aurora García (y sus Betrayers), que nos metió un chute de energía brutal y, de paso, llevó a Sly y la familia Stone muy pero que muy alto.

Luego llegó Carlos Tarque, «la mejor voz del rock español» en palabras de Jokin, que se hizo carne en Roger Daltrey, y le vimos y sentimos como Roger Daltrey y nos sacudió el cuerpo y el espíritu como hicieron Daltrey y Townshend y Moon con toda su generación, y las que vinieron detrás.

 

With A Little Help From My Friends

Y la apoteosis final se la reservó, claro, Joe Cocker, con un poco de ayuda de sus amigos. Esa voz rota, poderosa y cargada de pasión que esta bestia negra de piel blanca inmortalizó aquel domingo 17 de agosto del 69, en una de las interpretaciones más poderosas, emblemáticas y superlativas de la historia del rock. Y aquí, en But, Joe Cocker fue Toño LópezThe Soul Jacket, en cuerpo, alma, voz, movimiento y pasión. Y, lo juro, una vez más fue como si estuviéramos ahí, en aquel prado de Bethel, 50 años atrás, escuchando aquello, sintiendo aquello, viviendo aquello.

El fin de fiesta, todos los artistas sobre el escenario, fue la guinda perfecta para esa deliciosa y memorable tarta de aniversario. Y nos dejó dos mensajes muy claros: Dance To The Music y Feeling Alright. Sobran explicaciones.

Al filo de la medianoche el sueño, maravilloso sueño, terminó. Pero no del todo. Pues lo mismo que Woodstock 1969 ocupa desde hace 50 años un lugar especial en la historia, este Woodstock 2019 ocupará, durante otros 50, un lugar especial en nuestra memoria.

Gracias, Jokin.

Hari Om, Hari Om, Hari Hari Hari OM!!




miércoles, 20 de noviembre de 2019

España no es un circo. ¡Ojalá!



Uno está harto de escuchar, aquí y allá, que esta España nuestra de corruptelas, subvenciones, impunidades, impuestazos, amienemigos, mediocridades, injusticias, maldades, codicias, indignidades, complejos, fanatismos y demás alargadas sombras es un circo. Será, digo yo, por los payasos que dirigen —ahora o antes— el cotarro; o por las algarabías de patio de colegio en el congreso de los imputados; o por las animaladas continuas a las que somos sometidos los ciudadanos; o por las manadas de alimañas sin moral ni castigo; o por los equilibrios imposibles para justificar lo injustificable; o por los jueces que han de enjaular a las fieras más peligrosas sin látigo, sin taburete y, a veces, sin dignidad; o por los miles de pequeños empresarios y autónomos que son obligados a lanzarse al vacío sin red; o por el más difícil todavía en esto de sobrevivir. España es un circo; el Congreso de los Diputados es un circo; la política es un circo; los sindicatos son un circo; el ayuntamiento de tal o cual ciudad es un circo; las autonomías son un circo (y a algunas, además, les crecen los enanos)…

Y uno podría estar de acuerdo en que, en efecto, este país es un auténtico circo de tres pistas (o diecisiete), un puro cachondeo. Y de hecho lo estaba. Muy de acuerdo. Hasta hace un par de días.

Y es que hace un par de días volví a ver y a disfrutar como un niño “El mayor espectáculo del mundo”, esa obra magna del siempre magno Cecil B. DeMille (y que, por cierto, fue la primera película que vio en el cine el genio Spielberg, a los seis años, y le marcó para los restos; especialmente la escena del descarrilamiento del tren), esa maravilla de color, espectáculo y pasión que aún conservo en DVD y que hace un par de días me dio por rememorar.
            Y digo que volver a ver esa película cambió mi percepción del “España es un circo” porque el circo que yo vi esa tarde en la tele no tiene nada que ver, nada, con la España que padecemos hoy. Y llamar a esta España “circo” hoy se me antoja injusto e insultante. Para el circo, claro.


En “El mayor espectáculo del mundo” vi a un director (Charlton Heston) apasionado y entregado a su gente, que desafía a la crisis, a los dueños todopoderosos, a la naturaleza indomable, a los gansters, a los egos desbocados, a la desgracia e incluso a la muerte para llevar adelante la función («¡El espectáculo debe continuar!»); para inundar de alegría los corazones de miles de niños «de 6 a 80 años»; para dar trabajo, dignidad y cobijo a las más de mil almas que tiene a su cargo. Un acto permanente e inagotable de humanidad, generosidad y responsabilidad.

Vi a los cientos de trabajadores que luchan diariamente por su pan, sin desmayo, sin demora, sin una queja, sin una excusa, siempre con una sonrisa en los labios y en el corazón; porque su trabajo es duro, pero es su vida. Horas y horas de ensayo, horas y horas de esfuerzo y afán de superación; día tras día, mes tras mes, viviendo una vida de incomodidades e incertidumbres. De sacrificio. De aceptación.

Vi a una gran familia, más de mil quinientos seres unidos por lo que aman, dejando a un lado diferencias, egoísmos e incompatibilidades; todos a una, levantando la gigantesca carpa cada mañana, recogiéndola todos a una cada noche; sobreponiéndose juntos a la catástrofe, mano con mano, corazón con corazón; artistas y montadores, asistentes y domadores, limpiadores y estrellas, taquilleras y vendedores de helados. El compañerismo elevado a su máxima expresión.


Vi que, al final, los buenos, los honrados, los luchadores reciben siempre su recompensa; y que los villanos, los codiciosos, los tramposos reciben siempre su castigo. Y que la ley es la ley, aunque a veces parezca injusta (uno siempre llora cuando el payaso “Botones”/James Stewart es esposado por un agente del FBI que, ese día, no está precisamente orgulloso de su trabajo).


Vi, en fin, un grandioso espectáculo de optimismo, de superación, de entrega a los demás, de orgullo, de unidad, de ejemplaridad. Una lección infinitamente más constructiva que la que nos ofrecen habitualmente nuestros poderes públicos, nuestros corruptos oficiales y oficiosos o nuestras estrellas mediáticas de falso esplendor en esta feria de tramposos impunes en que han convertido España. Vi lo que me gustaría que vieran mis hijos cuando tengan ojos para ver la realidad. Un circo, desde luego, muy diferente al que nos tienen montado aquí.