miércoles, 22 de abril de 2020

Les Luthiers, Mastropieros que nunca


Como cada temporada, Les Luthiers acuden año tras año a su cita con los escenarios españoles y los espectadores españoles acuden año tras año a su cita con Les Luthiers. Y arrasan, cada temporada, con su humor inteligente, ingenioso, genial, único, superlativo. La nota triste la puso en agosto de 2015 la muerte (prematura, demasiado prematura, ¡hombre!) del gran Daniel Ravinovich, que fue, para el que esto escribe, el más genial de estos cinco genios. Ayer, 22 de abril de 2020 se despidió Marcos Mundstock, la Voz, el Narrador, que con su sola presencia sobre el escenario -semblante serio, andar pausado, carpeta roja bajo el brazo- ya arrancaba una general carcajada, anticipando lo que iba a llegar. Se nos ha ido Mundstock, y otra vez nos hemos quedado sobrecogidos. Pero, lo bueno, el consuelo, es que siempre nos quedará su recuerdo, sus actuaciones, su genialidad, su Humor mayúsculo... y las composiciones de Johann Sebastian Mastropiero.


Se enciende un foco sobre el desnudo escenario. Un señor calvo, barbudo y muy serio, de riguroso esmoquin, avanza con ceremonia sobre las tablas y se detiene ante un micrófono. Saluda al público con un leve gesto, se aclara la garganta y comienza a recitar con elegante y armoniosa voz de bajo muy bajo, bajísimo, en un MI del tercer espacio por lo menos, resonancia orofaríngea de alto vibrato y marcado acento argentino: «Yo nací en el África, por eso mi piel es negra. Mi nombre es Oblongo, que en dialecto Swahili quiere decir, más largo que ancho. (…) Dónde estará ahora mi sobrino Yoghurtu, Yoghurtu Nnnnghe, que tuvo que huir precipitadamente de la aldea por culpa de la escasez de rinocerontes. Yoghurtu Nnnnnnnghe era el joven más apuesto y más hermoso de la tribu, su piel era tan oscura que en la aldea le decían "el negro". Su voz, su voz tenía la sonoridad del rugido del león, la calidez del ronquido de la pantera, la grave aspereza del bramar del bisonte; cantando, ¡era un animal!».
Mientras el muy serio narrador de esmoquin recita la introducción, otros cuatro individuos con sendos esmoquins e idéntica seriedad (aproximadamente), aguardan parsiarmoniosamente ante sus instrumentos musicales, prestos para actuar. Dichos instrumentos pueden ser, por ejemplo, una contrachitarrone de gamba, un nomeolbídet, un yerbomatófono d’amore o un piano de cola, sin más. Lo que puede suceder a continuación es… bueno, en realidad puede suceder cualquier cosa. Como de hecho viene sucediendo desde hace más de 40 años.


Por supuesto, hablamos de Les Luthiers (pronúnciese /lely'tje/ con afrancesada ceremonia), el cuarteto, septeto, sexteto, quinteto y ahora nuevamente sexteto humorístico más aplaudido de la historia del HUMOR, con todas las mayúsculas. Porque si hay un humor con mayúsculas, éste es su humor inteligente, fresco, elegante y sutil; culto incluso. Hasta absurdo. Y absolutamente único. Genial, en dos palabras.
Y es que cinco tipos -o seis- vestidos con esmoquin clásico (o sea, en blanco y negro), sin necesidad de disfraces ni máscaras ni maquillajes, sobre un escenario cuasi desnudo de decorados y efectos, portando instrumentos de música clásica, o no, sin imitar a nadie y sin necesidad de ofender a nadie, que llevan cuatro décadas haciendo reír a carcajada limpia (y nunca mejor dicho) a millones de espectadores en España y América, año tras año, no sólo es una genialidad, sino además una rareza.

¿El secreto? Divertirse jugueteando con las palabras, los dobles sentidos, los gestos, las confusiones, el absurdo, la Historia, las historias, la inteligencia del espectador y, por supuesto, la música. Cualquier música, desde la ópera sinfónica, el cantar juglaresco o la candombe-milonga, hasta la bossa nova, la canción rusa, el rap o el simple tarareo; desde el himno más solemne hasta el canto ambibalante de la oveja, la música es la razón de ser y verdadera protagonista de todas las obras de Les Luthiers.
Será casualidad (o no) que todos sus integrantes sean maestros del arte sonoro: concertistas, compositores, arreglistas, directores orquestales y corales… y, de paso, Notario, Licenciado en Química Biológica, Arquitecto o Creativo Publicitario. Todos músicos, todos actores, todos cómicos. Todos rebosantes de humor, desvergüenza, lirismo e ingenio a partes iguales. Porque todos participan en la creación de cada obra, interpretan magistralmente multitud de instrumentos y más multitud aún de personajes. Siempre de esmoquin, por supuesto.


El nacimiento oficial de Les Luthiers tuvo lugar el 4 de septiembre de 1967. Gerardo Masana (que murió en 1973), Marcos Mundstock, Daniel Rabinovich (fallecido este agosto) y Jorge Maronna fundaron el grupo humorístico argentino, al que con los años se unieron Ernesto Acher, Carlos López Puccio y Carlos Núñez Cortés; y ahora, tras la muerte de Ravinovich, Tato Turano y Martín O'Connor. Su primer éxhito (en efecto, dicho éxito marcó un hito) llegó en realidad unos años antes, en el Festival de Coros Universitarios en Tucumán, donde Masana presentó su Cantata Modatón, obra escrita al estilo de La Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, pero con la letra tomada del prospecto de un laxante (como suena) que además interpretaron con extravagantes instrumentos construidos por ellos mismos. El resultado fue apoteósico y “La Cantata Modatón” (años después rebautizada “Cantata Laxatón”) significaría para ese grupo de amigos el principio de una exitosísima carrera de 48 años, por lo menos.


En 1970 tuvo lugar otro nacimiento trascendental en la vida de Les Luthiers: el de Johann Sebastian Mastropiero (que en realidad también había nacido unos años antes), el desastroso e hilarante compositor de muchas de las obras maestras de Les Luthiers, y cuya sola mención despierta una oleada de risas entre el público. Sus composiciones han acabado siendo grandesitos… perdón, grandes hitos universales, a pesar del dudoso genio del autor y de la nítida oposición paterna («Hijo mío, te pido que abandones la música. Es posible que sean mis prejuicios los que me impiden ver, pero por desgracia no me impiden oír»). El espectáculo “Mastropiero que nunca” (1979) grabó el nombre de Les Luthiers y el de Johann Sebastian con notas de oro en el pentagrama de la Historia.


A partir de ahí, los recitales de Les Luthiers comenzaron a recorrer y a conquistar el mundo con el idioma universal del humor y la música. Aunque su obra es esencialmente en español, los osados juglares se ha atrevido con el inglés (“Miss Lilly Higgins sings shimmy in Mississippi's spring –Shimmy-”), con el ruso («Oi gadóñayaaa… Basta, bala...laika / enseñanza laica / niña etrusca añeja / la lleva o la deja»), con el francés (“Chanson Indienne”, afrancesado homenaje a Tip y Coll) y hasta con las matemáticas («nuestro amor se rige por el Teorema de Thales: cuando estamos horizontales y paralelos, las transversales de la pasión nos atraviesan y nuestros segmentos correspondientes resultan maravillosamente proporcionales»). A lo largo de estas décadas, millones de espectadores se han rendido a su genio, a su alegría jovial, a su humor limpio y de sana intención, a sus travesuras musicales, a sus estrafalarios personajes, a sus “sketches” frescos, ingeniosos y verdaderamente antológicos. Sólo Les Luthiers son capaces de recrear y recrearnos en obras tan genialmente absurdas como el “Romance del joven Conde, la Sirena y el pájaro Cucú. Y la Oveja”, “Adiós, mi Estepa (Fuga en Si-beria)”, “La Bella y Graciosa Moza Marchose a Lavar la Ropa”, el “Concierto de Mpkstroff” («…mientras los violines dibujan un elaborado contracanto, el piano ataca el tema principal, que resulta ileso… Luego, y como anunciando el final, el concierto termina») y tantos y tantos desternillantes momentos que los han puesto a la altura de los mayores cómicos de todos los tiempos. Y sin quitarse el esmoquin.


Y llegados a este punto, qué podemos agregar... que no se haya dicho ya... o que sí se haya dicho... aproximadamente.



lunes, 20 de abril de 2020

Pedro García-Aguado: el fracaso enseña lo que el éxito oculta




Campeón Olímpico y del Mundo de wáter polo, 565 veces internacional con la selección absoluta, mejor jugador de la liga española. Alcohólico, drogadicto. “He hecho cosas horribles y casi (casi) destrozo mi vida. Afortunadamente, todo eso quedó atrás”. Ahora dedica su vida a enseñar a los jóvenes que ese no es el camino, y ha ayudado a muchos de ellos a salir del pozo sin fondo de la droga y de otras adicciones como las redes sociales. Es lo que ha hecho durante años, por ejemplo, a través de su revolucionario programa de televisión ‘Hermano Mayor’ o como ponente habitual de los congresos de la Fundación Lo Que De Verdad Importa. 

Pedro García Aguado ha conocido el éxito, ha saboreado bien sus mieles. Y también ha conocido el fracaso. De lleno. Pero ¿qué es el éxito y qué es el fracaso?, se pregunta. “El fracaso enseña lo que el éxito oculta. Hay derrotas triunfales a las que envidian algunas victorias. Sólo nos damos cuenta de las cosas cuando fracasamos. Yo he estado en los dos lados. He tenido que aprender a estar arriba y abajo”. Por eso llama a su conferencia su “viaje de aprendizaje”.

Nunca pensé que iba a llegar a lo más alto. Y menos con ese bañador y ese gorrito. Pero lo conseguimos. Conseguimos triunfar un grupo de chavales jóvenes. Y no fue fácil. Hubo que entrenar mucho, con mucho esfuerzo”. Pedro, como todo el equipo, se esforzó al máximo para llegar a estar entre los mejores. Pero luego era capaz de tirar todo el trabajo realizado en una noche de fiesta. Entrenamiento, esfuerzo, disciplina, todo se fue perdiendo por culpa del alcohol y la droga.
           

No nos brillan los ojos

“El deporte no tiene nada que ver con la adicción. Pero ya veis, yo, campeón olímpico, he hecho mucho daño a muchas personas. No supe disfrutar del éxito”. La selección española de wáter polo fue Subcampeona de Europa y del Mundo en 1991, y Medalla de Plata en Barcelona 92. Un ‘fracaso’ por el que los medios de comunicación les marcaron con el estigma de segundones, de perdedores, y reclamaban una renovación del equipo. Pero ellos seguían ahí, luchando, perseverando, guiándose por una frase del escritor y conferenciante Álex Rovira que se convirtió en su máxima: “Solo triunfa en el mundo quien se levanta, persevera, no desfallece ante la adversidad, busca las circunstancias para triunfar y si no las encuentra, las crea”. Eran un equipo, en el pleno sentido de la palabra; muy unido, muy compacto, muy apoyado. El triunfo, la recompensa a su trabajo y perseverancia llegó con el oro de Atlanta 96. Y con el oro, el reconocimiento. “Cuando ganas, todo el mundo te quiere, todo el mundo te adora. Te sientes especial”. Pero esa medalla de oro tenía también su otra cara, su lado oscuro.

Uno de sus compañeros le dijo un día: “No nos brillan los ojos”. Lo tenían todo, eran los chicos de oro. “Pero el éxito no te exime de ser vulnerable. Siempre tiene ciertos riesgos”. Eres humano, y eso implica tener debilidades.



Evasión y derrota

“Yo no empecé a tomar por ningún motivo especial”. Pedro simplemente descubrió la botella de licor que su padre tenía guardada al fondo del armario y empezó a prepararse unos combinados bastante cargados que bautizó como ‘lugumba’ (leche con chocolate y una generosa ración de licor). “Yo era un inconsciente con 14 o 15 años y me ponía mucho licor. Mi padre se había divorciado y probablemente yo sentía mucho dolor, aunque no lo interpretaba como tal”. Ya desde el primer momento, desde aquel primer lugumba, Pedro empezó a beber mucho, buscando esa sensación de evasión que acababa de descubrir. Y que le acababa de atrapar. “Fue mi responsabilidad, nadie me incitó a probar aquella bebida. Lo que quiero es avisaros del riesgo que corréis cuando vais de botellón, por ejemplo. Bebéis mucha cantidad de alcohol en un breve espacio de tiempo”. Y eso, claro, perjudica tanto por dentro como por fuera; aunque la sensación, y la percepción, sea justo la contraria.

“¿Qué ocurre cuando eres un campeón olímpico, que mides 1,92, estás cachas y te bebes 12 cubatas en una noche sin caerte al suelo? Pues que te crees Dios. Te dices ‘yo puedo con todo’. Y llega la prepotencia”. Y se instala en tu vida. Puede que al día siguiente te duela un poco la cabeza, pero vuelves a entrenar, vuelves a jugar, vuelves a triunfar; te sientes realmente especial. Ligas mucho, o te crees que ligas mucho, porque en realidad te engañas a ti mismo. “Tienes que beber para conquistar a las chicas, para sentirte diferente. Y bebes mucho porque te crees que controlas”. Es lo que Pedro llama ‘el exceso de control’: “recordad, cuando alguno de vuestros amigos os diga ‘déjame, que yo controlo’ probablemente ya esté entrando en problemas de dependencia.”
            Después de la prepotencia llegó el individualismo. Malo siempre; peor cuando vives de un deporte en el que hay que trabajar en equipo. Aunque en los entrenamientos se comportaba, cuando llegaba a casa se convertía en una persona solitaria, gris, introvertida. Solamente cuando salía y bebía se divertía, solo cuando salía y bebía se sentía bien, diferente, especial.


¿Politoxicómano yo?

“Con todo esto llega un momento en el que tienes que aprender. El 3 de abril de 2003, después de haberlo tenido todo y haber fracasado, pedí ayuda. Me llevaron a un psicólogo y me dijo: ‘Usted es alcohólico’. ‘¿Yo alcohólico? ¡Usted está loco! Los alcohólicos son esos señores que viven entre cartones y van con el carrito. Yo no bebo cada día. Yo no voy con el cartón de vino barato siempre a mi lado’ Entonces me explicó una serie de sintomatologías y yo las tenía: beber de forma compulsiva, tomar otras sustancias… Le dije ‘quiero dejar esto, porque quiero ser feliz.’ Yo relacionaba el consumo con diversión, con felicidad, pero realmente era un infeliz. ‘Usted todavía no conoce la felicidad’, me dijo. ‘Usted tiene que internarse en un centro terapéutico’. Y le contesté: ‘Yo con los yonquis no voy. ¡Ni loco! Yo no soy igual que ellos’”.

Pedro cedió. El 28 de abril entró en un centro de desintoxicación. “¿Y tú qué haces aquí?” le preguntó el terapeuta. “Nada, un problemilla. Bebo un poco. De vez en cuando tomo un poco de cocaína, alguna pastilla…” “Tú eres politoxicómano” “¡Y tú un hijo de puta!”. Era un campeón, un triunfador, ¿cómo iba a tener problemas? Pero finalmente se dio cuenta de que el terapeuta tenía razón. Empezó a seguir el tratamiento y aprendió también una serie de verdades sobre la drogodependencia que antes ignoraba. “Yo antes asociaba la gente adicta con las desgracias o los barrios marginales. La gente chunga”. Aprendió que la adicción es una enfermedad que se genera por el consumo de alcohol u otras drogas y que daña los circuitos de recompensa del cerebro. Esto es, cuando realizamos una actividad placentera (chocolate, sexo, risa) segregamos una sustancias que, con una cantidad mínima, nos hacen sentir bien. Pero con la droga segregas grandes cantidades, lo que hace que te enganches a esa sensación; los circuitos de recompensa se dañan y dejan de funcionar hasta que te vuelves a drogar. Entre dosis y dosis, el sufrimiento es terrible, y sólo piensas en volver a sentirte bien.



Drogas duras, drogas blandas y otros mitos

También aprendió que la droga no es solo la cocaína o la heroína, sino cualquier sustancia que afecta a una o varias funciones del organismo y es capaz de alterar nuestro comportamiento. “¿No os habéis fijado en las bodas? En el segundo plato, después de los aperitivos y el vinito, el tío Luis ya tiene la corbata en la cabeza. Y en el postre, la tía Luisa, con 93 años, está bailando la conga. ¿Es el solomillo? ¿La langosta? No, es el alcohol. Es importante que sepáis que la primera droga con la que os vais a encontrar es el alcohol. Porque es capaz de cambiaros el comportamiento. Y cuidado al tomarlo incluso con moderación, porque hay estudios que aseguran que puede haber una predisposición genética a la adicción. Algunos os podéis enganchar incluso bebiendo poco”.
Luego están el hachís, la marihuana, las drogas de diseño, la cocaína… todo tipo de sustancias que buscan generar placer, evasión, diversión, una aspiración ancestral del ser humano. “Pero claro, según el uso que hagáis de ellas, en vez de evadiros, pueden convertirse en dependencia. Y cuando eso sucede, ya no es divertido”.

Son muchos los mitos que rodean a las drogas. Engaños fruto de la simple ignorancia o autoengaños provocados por la simple adicción.
            · Si bebo mucho y no me emborracho es porque controlo. “No, es porque tolero mejor la sustancia, y soy capaz de beber mucha cantidad sin que se note. Puede ser el principio de una dependencia”.
            · El alcohol facilita y mejora las relaciones sexuales. “Mentira. Si vas tajado no sabes ni dónde hay que meterla. Sí es cierto que te desinhibe y haces cosas que no harías sin beber, pero eso puede provocar embarazos no deseados, enfermedades”.
            · El alcohol, el hachís y la marihuana son drogas blandas. “Es mentira. Todos son capaces de generar dependencia y todos son capaces de matar. Incluso el mono de alcohol (delirium tremens) es capaz de matar a la gente”.
            · La cocaína es la droga de los ricos, te hace más guay. “La coca te hace sentir extrovertido e invencible. Pero a la media hora se pasa el efecto y vuelves a ser tú. Tú con bajón de cocaína”.


Hay luz al final del túnel: se llama aprendizaje.

Lo importante, después de haber subido a ese tren y de haber entrado en ese oscuro túnel del que es tan difícil salir (y del que a menudo no se sale), es haber aprendido de la experiencia. Pedro, lo reconoce, ha tenido mucha suerte; por haber podido salir y por haber aprendido la lección. Él pudo optar por la amargura y la depresión, pero eligió la inteligencia y la lucha, el optimismo y el aprendizaje.
            “Yo me impliqué en la terapia y aprendí que la amistad sigue creciendo más allá de la distancia. Tuve amigos de verdad (no de borrachera) que me ayudaron económicamente, que me esperaron con paciencia, que me llamaban a casa y se preocupaban por mí. También aprendí que necesito mucho tiempo para llegar a ser la persona que quiero ser. Yo había forzado una personalidad que no era la mía. Era una máscara.

 “He aprendido que siempre debo dejar palabras de amor a las personas que quiero, porque cualquier día puede ser la última vez que las vea. No me pude despedir de mi mejor amigo, que murió antes de que yo saliera del centro terapéutico; ni de mi abuelo, porque no fui a Madrid cuando se estaba muriendo como me pedía mi padre; estaba de fiesta en Barcelona. Eso son cosas que te roban la droga y el alcohol. No te das cuenta, porque al principio todo parece divertido”. Su abuelo, sin embargo, le salvó la vida a Pedro después de su muerte: un oportuno décimo de lotería, que había comprado en el último momento, pagó el tratamiento de rehabilitación.  

 “He aprendido que puedo seguir adelante mucho después de que ya no pueda. Hay que sacar fuerzas de donde no hay. Y a veces, lo que parece sumamente grave no lo es, si te dan la posibilidad de salir, de cambiar. En mi día a día hay momentos muy difíciles; trato con personas que lo están pasando muy mal —jóvenes con problemas de adicción, de marginación, de conducta a los que Pedro ayuda a salir del túnel—, pero al final hay una salida.

           
“He aprendido que si no controlo mi actitud, ella me controlará a mí. Creía que lo controlaba todo, pero no controlaba nada. Era un títere en manos de la droga. Pero de eso te das cuenta mucho después.

           
“He aprendido que los héroes son aquellas personas que hacen lo que se tiene que hacer cuando se tiene que hacer, sin importar las consecuencias. Y no es necesario que te ocurra una desgracia excepcional para demostrarlo.

           
“He aprendido que no me hace falta emborracharme o colocarme para pasar el mejor de los momentos, para divertirme con los amigos o celebrar algo. He aprendido a salir sin consumir, y me lo paso mejor.
           
“He aprendido que estar enfadado no me da derecho a ser cruel, ni a hacer daño a los demás. He hecho daño a mucha gente porque, cuando te drogas, sólo piensas en la próxima fiesta, no en si estás haciendo daño.
           
“He aprendido que solo porque alguien no te quiere como tú quieres, eso no significa que no te quiera con todas sus fuerzas. Mi padre me lo demostró no enviándome dinero para mis juergas de fin de semana, pero sí para mi tratamiento; mi madre, cuando le pedí ayuda, también estaba ahí.
           
“He aprendido que las drogas me hacen peor persona. ¡Y que no funcionan!”

Nosotros hemos aprendido que, por muy profundo y oscuro que sea el túnel, siempre hay una luz al final. Solo tienes que contar con la ayuda adecuada, con el cariño de los tuyos, con tu propia conciencia; y con alguien como Pedro que te guíe hasta la salida.


NOTA: esta historia la escribí originalmente para la Fundación LQDVI. 





miércoles, 15 de abril de 2020

Silencio. Desolación. Esperanza. Y el maldito bicho



Fue mi descubrimiento de Poe. El primer relato suyo que leí –devoré- con apenas 15 o 16 años. El que me enganchó desde la primera lectura y convirtió a Edgar Allan Poe, el maldito, el apasionado, en mi referente literario, en mi maestro, en mi mayor influencia desde entonces y para siempre. For evermore. Luego llegaron los demás relatos, los de terror, los de misterio, las fantasías humorísticas; y sus poemas, de amor, desamor y muerte; y sus ensayos y críticas; y su única novela. Y su vida, contada por otros; inventada, contrastada o exagerada por otros. Una relación –de devoción, respeto y lectura continuada- a la que me he mantenido fiel desde aquella primera vez. Desde el instante en que mis manos abrieron la gruesa y magnífica antología de Cuentos de Terror –selección y traducción de Rafael Llopis Paret, editada por Taurus en 1963- y mis ojos se posaron en la página 169 y leyeron: SILENCIO. «Las cumbres de las montañas dormitan; los valles, los riscos y las cavernas están mudos».
Muchos años han pasado desde entonces. Y Silencio sigue siendo mi relato favorito de Poe, que releo con asiduidad. Y estos días de encierro obligado, de miedo e incertidumbre, de pesada monotonía, de ruido amortiguado y de furia contenida lo he vuelto a leer. Y de esa lectura ha nacido una nueva reflexión, que antes nunca había tenido en cuenta. Porque antes, para mí, el «silencio» era una bendición, un oasis momentáneo, una necesidad física y mental. Y hoy, como en el breve relato de Poe, es una maldición.  
«Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo

La maldición del silencio
En la inquietante fábula de Poe, el hombre que se encuentra, pensativo, sentado en la roca gris a los pies de melancólico río Zaire no se estremece cuando el juguetón Demonio le maldice con la maldición del tumulto, el rayo o la violenta tempestad; apenas tiembla cuando escucha el terrible rugido de los hipopótamos y los behemot o el inquietante suspirar de los nenúfares; y ni siquiera se inmuta ante la niebla espectral, la desolación o la lluvia, que al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. 
No, en el cuento de Poe el hombre sentado en la roca solo se estremece –y de qué manera- ante la maldición del SILENCIO. Y no puedo evitar pensar que algo muy parecido le está sucediendo al mundo en estos días aciagos y malditos. Y lo que le sucede es que el ruido, la furia y la destrucción de volcanes y terremotos, de inundaciones y tsunamis, apenas nos inquietan un instante fugaz. Que la desolación y la miseria que causan las guerras, el fanatismo o la ambición desalmada nos estremecen lo justo. Y que la enfermedad, la hambruna, la esclavitud y la muerte de millones de personas cada año ni nos inmuta. Nos pilla lejos, debe ser.
Y, sin embargo, el silencio que anida estos días en nuestras calles vacías, en nuestros parques precintados de risas y juegos; el silencio que se ha apoderado de nuestros estadios, de nuestros bares, de nuestras playas y nuestros gimnasios; e incluso de nuestras casas, a estas alturas (el ánimo decae, con el paso de los días); el silencio de morgues improvisadas, de funerales y entierros en obligada soledad; el silencio que todo lo invade, que todo lo abarca, que todo lo envuelve –salvo el aplauso de las ocho-, ese maldito silencio sí que nos estremece. Y de qué manera.
Con lógica razón, porque la que nos ha caído encima, al mundo y a cada uno de nosotros, es una maldición de las memorables. No por grave (compárese con el terremoto de Haití, el huracán Katrina o el tsunami de Indonesia) sino por global. Pero lo que no lograron esas otras maldiciones cargadas de tormenta y desolación, de angustia y miseria, de tumulto y violencia desatada, lo ha conseguido el silencio provocado por ese maldito bicho invisible: estremecernos hasta tal punto que hemos paralizado el mundo. Ahí sí. 
Será que había que hacerlo. El miedo del primer mundo. Vale. Porque yo sí creo que la vida de cualquier ser humano debería ser sagrada. Aquí y en Siria, o en Haití o en Somalia. Y la de un anciano, la de un discapacitado o la de un mendigo, incluso la de un no nacido. Todas y cada una deberían tener el mismo valor, la misma dignidad, la misma consideración. Siempre y en todo lugar. Pero no siempre es así. ¿Verdad?


La esperanza


Sólo espero que cuando todo esto acabe, porque acabará, además del homenaje y recuerdo a nuestros fallecidos y el reconocimiento universal a nuestros héroes (que no somos, precisamente, los que nos quedamos en casa), sólo espero, digo, que aprendamos la lección magistral. Y que dejemos de mirar nuestros ombligos y nuestros espejos, que es lo que más nos gusta mirar, y empecemos a mirar hacia los lados, y hacia abajo; sobre todo, hacia abajo. Y que en lugar de fijarnos en lo que tenemos arriba, con envidia o ambición, fijemos la mirada en lo que tenemos delante, que es la mejor forma de avanzar. Y que miremos también más hacia nuestra propia casa, a nuestra familia, a nuestros hijos. Y que atendamos mejor a nuestros mayores, y les cuidemos y les visitemos y les agradezcamos y les dediquemos nuestro tiempo en vida, más que nuestro lamento (¿culpable?) cuando ya no están.

Y que cuando escuchemos el tumulto y la furia de la tempestad en un lugar lejano, o cercano, también nos estremezcamos y apelemos a la solidaridad y a la justicia y tendamos la mano y abracemos y acojamos y entendamos… pero también nos remanguemos y nos ensuciemos y nos convirtamos en pequeños héroes nosotros, con mascarilla o sin mascarilla, en lugar de quedarnos en casa aplaudiendo a otros. O maldiciendo, que también los hay.
Sólo espero, sí, que tras este estremecedor silencio afloren las conciencias en lugar de los odios. Y que se abran las mentes a las ideas del otro. Y que se admitan los errores, con humildad y sinceridad, y las críticas no sean destructivas, para variar. Sólo espero que aprendamos a valorar lo bueno que tenemos, que es mucho, en lugar de alardear de lo malo, que además de perjudicial es estúpido. Sólo espero que nuestra bandera común, nuestro ideario sean la generosidad, la bondad, la tolerancia, el sentido común, la mirada limpia. Sé que es mucho esperar, siendo como somos, y teniendo lo que tenemos dirigiendo el cotarro, pero la esperanza es hoy un valor en alza, y hay que aprovechar el momento. 


Volviendo a Poe, por terminar, el maestro también definió –a su particular modo- la esperanza: «En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo… hasta la muerte, hasta la misma tumba, no todo se pierde». Y os aseguro que el prisionero de El pozo y el péndulo –relato angustioso y sobrecogedor- lo tenía bastante más crudo que nosotros, prisioneros de sofá y tele panorámica. Así que, mantengamos viva y firme la esperanza. De que salimos de esta, primero, y de que todo -lo bueno, lo malo y lo peor- habrá servido para algo. Aunque solo sea para escuchar más allá del silencio.


viernes, 10 de abril de 2020

Clemente Cebrián. Reivindicando al empresario con valores



«En mi vida personal lo más notable fue la llegada del huésped que se instaló amistosamente en mi casa, un huésped que yo no había esperado: el éxito»

«No es hasta que nos damos cuenta de que significamos algo para los demás que no sentimos que hay un objetivo o propósito en nuestra existencia»

Las dos citas son de Stefan Zweig y vienen a cuento porque Clemente Cebrián es un gran admirador de la obra del escritor austriaco (Magallanes es uno de sus libros de cabecera) pero, sobre todo, porque definen en gran medida la personalidad de este empresario madrileño que empezó joven (todavía lo es), alcanzó el éxito deprisa (y con mucho esfuerzo) y aún no se le ha subido a la cabeza (ni es probable que lo haga). El huésped que se instaló amistosamente en casa de Clemente Cebrián quizá sí era esperado —qué empresario no anhela que el éxito llame a su puerta, más pronto que tarde—, como también fue perseguido con tesón y aceptado con humildad. Pero quizá habría que definir primero el concepto de éxito; y qué significa para Clemente.


Hablando de éxito


Y es ahí donde entra la segunda cita de Zweig. La clave es “los demás”. Es cierto que muchos empresarios de éxito miden su triunfo a nivel estrictamente personal (yo-mi-me-conmigo); y que lo miden también en términos de DPPI —dinero-poder-posición-imagen—, que es para lo que sirve tanto esfuerzo y desvelo. Pero hay otros muchos que, simplemente, ven más allá de sus ombligos y se arriesgan y trabajan duro y sacrifican su vida personal y apuestan por sus sueños y, en fin, generan riqueza con un propósito, digamos, más altruista. Para ellos, el éxito es crear puestos de trabajo, es ayudar a cumplir los sueños de sus empleados; es agradecer su suerte, o su merecida recompensa, devolviendo a la sociedad parte de lo que le ha dado; es pensar en personas más que en números; es colaborar en causas solidarias por convencimiento, no por imagen; es devolver a la palabra “empresario” su dignidad perdida —machacada—, en estos tiempos de demagogia y cortedad mental.

Un término, empresario, que es sinónimo de valiente, de dinámico, de inconformista, de trabajador, de sacrificado, de comprometido. Lo describió muy gráficamente el magnate australiano Richard Pratt, a la hora de diferenciar entre implicación y compromiso: «En un plato de huevos con beicon, el cerdo está “comprometido”, mientras que la gallina sólo está “implicada”». Gentes hechas de otra pasta, sin duda.


Las 40.000 horas de entrenamiento


Clemente Cebrián Mosquera es un empresario comprometido. Con su empresa y con sus empleados, y también con su familia (su pilar fundamental, su razón de todo) y con toda buena causa que se cruza en su camino. Es lo que tiene llevar el inconformismo en el ADN, una clara vocación de empresario que le viene desde pequeño (su abuelo y su padre lo eran) a la que se suma un verdadero “culo inquieto” (con perdón) que es lo que le impide parar de crear, de crecer, de buscar, de emprender…

Habrá quien diga que el éxito les vino dado, a él y a su hermano Álvaro; que fue cuestión de suerte, o que tampoco es para tanto, que El Ganso ya no es lo que era… Muy español eso de negar el mérito ajeno. Ya lo dijo Albert Corretja en uno de los congresos de la fundación Lo Que De VerdadImporta: la gente ve las chicas, las fotos, los trofeos, las fiestas… pero no ve el sacrificio previo, las 40.000 horas de duro entrenamiento que han hecho falta para llegar hasta ahí. El backstage. La historia real.


Todo empezó con un sueño…


La historia real de El Ganso nació de un sueño y de una casualidad. El sueño de los hermanos Álvaro y Clemente Cebrián, que además de soñar juntos han estado unidos de una manera muy especial e inquebrantable desde que eran niños. Durante la carrera (Empresariales), ambos sacrificaban parte de las vacaciones de verano para ir a Londres a mejorar su inglés. Se pagaban la estancia repartiendo pizzas, trabajando de camareros, fregando platos, cualquier cosa que les ayudara a mantenerse más días y aprender el inglés real, a pie de calle. Además de perfeccionar el idioma, se fijaron en que había en Londres un estilo de ropa muy peculiar, que a ellos les encantaba y además tenía un precio muy asequible. Ropa con un diseño diferente, con personalidad fresca y desenfadada, pensada para jóvenes de 20 a 30 años. Prendas que, por cierto, no lograban encontrar en España, al menos a precio razonable. La idea de crear su propia marca de ropa pasó por sus cabezas, pero tuvieron que desecharla por falta de apoyo. Léase financiación.

Unos años más tarde, los dos trabajando en mundos ajenos, decidieron retomar el proyecto y convertirlo en su sueño. Con todo lo que ello implica. Para empezar, dejar el trabajo, la seguridad (Clemente, además, casado recientemente y esperando su primer hijo); siguiendo con la financiación (se iniciaron con una pequeña inversión de 30.000 euros, parte un préstamo de Avalmadrid, parte lo que les dieron por sus coches); y todo lo que vino detrás (la falta de experiencia, la falta de espacio, la falta de infraestructuras, la falta de clientes, la falta…). Era el año 2004, y Álvaro y Clemente todavía no sabían siquiera si la piscina a la que se habían tirado de cabeza tenía o no agua. Lo que sí tenía, sin duda, era muchos litros de ilusión y de fe en sí mismos. Quizá más importante que tener simples certezas. El vértigo era inevitable, pero el gusanillo de emprender les empujaba a lanzarse; y, además, «cuando tienes un sueño, has de perseguirlo con todas tus fuerzas», pensó Clemente.


… Y una casualidad


La casualidad sucedió un poco más lejos. En un viaje familiar, Clemente y Rocío, su mujer, paseaban por las calles de Budapest descubriendo rincones, escaparates y trozos de historia como dos turistas más. En el escaparate de una tienda de una calle cualquiera, unas zapatillas les llamaron la atención. Entraron, preguntaron, y la dueña les explicó que esas zapatillas se basaban en las que había utilizado el ejército checoslovaco en la II Guerra Mundial. Casualmente el diseñador, Jeremy Stanford, se encontraba esos días de visita en la ciudad. Clemente no se lo pensó dos veces, logró contactar con él en su hotel y trató de convencerlo para lanzar una producción conjunta. Stanford le dijo que no le interesaba. Pero Clemente insistió. Tenía tan claro el éxito de esas zapatillas en España que ya las estaba viendo en los pies de sus jóvenes clientes. Y quedaban muy bien. Así que insistió. Logró volver a reunirse con el diseñador y esta vez sí le convenció; consiguió unas muestras del modelo y hacer un encargo de 900 pares de zapatillas. El resto, es historia. Historia de El Ganso escrita en mayúsculas.

Por supuesto que existió la casualidad. Pero se limitó al paseo por aquella calle de Budapest. El resto, el fijarse en las zapatillas, el preguntar a la dueña, el quedar con el diseñador, el no aceptar el primer no y el apostar por su intuición, todo eso no fue casualidad. Fue instinto empresarial, fue visión, fue confianza, fue valentía para lanzarse a producir. Y tenacidad para vender.


Pasión por hacer el ganso


Aquellos novecientos pares de zapatillas de El Ganso by Jeremy Stanford invadieron la casa de Victoria, madre de Clemente y Álvaro. No había otro lugar donde meter su enorme pedido. Parecía una mudanza de miniaturas, con cientos de cajitas por todo el apartamento. Pero el éxito acompañó y la apuesta de Clemente resultó ganadora. A día de hoy, El Ganso ha vendido millones de zapatillas y sigue siendo su producto estrella.

Por supuesto, también hubo errores en el camino. Fracasos convertidos en valiosos aprendizajes, como prefiere ver Clemente. Fue quizá su visión romántica del negocio lo que les llevó a ese despliegue de errores continuos, pero también les impulsó a mover el motor de sus vidas. Un motor alimentado de humildad, que es el único combustible del aprendizaje. Y alimentado también por la pasión: «Si no haces lo que te apasiona, no darás lo mejor de ti mismo», es una de las leyes “gansas”. Esa pasión, que es también la pasión por la vida y por hacer el ganso, está presente en el ADN de la marca, en las colecciones, en la decoración de las tiendas, en la actitud de empleados y jefes… Una frescura provocativa y desenfadada que está muy lejos de los convencionalismos. Afortunadamente.



Meteduras de pata


Pero volviendo a los errores, fueron muchas las meteduras de pata en aquellos inicios. Clemente y Álvaro tenían claro el hueco de mercado, la oportunidad, pero desconocían el sector. Y eso, en cualquier negocio, se paga. El precio: telas que desteñían o se ajaban, prendas que encogían, problemas de stock, importantes ferias a las que acudían con prendas de otra temporada… Sucedió en Bread & Butter, Berlín, en julio; Clemente y Álvaro llegaron a la feria con la colección de otoño/invierno, encantados de haber conseguido hueco en una de las ferias textiles más importantes del mundo; pero pronto se les nubló la felicidad, justo en el momento en que se dieron cuenta de que las demás marcas y distribuidores exponían la siguiente temporada de primavera/verano. Habían invertido mucho en aquel viaje, y no podían volverse con las manos vacías. Eso podría haber sido el fin. Pero reaccionaron en positivo —otra marca de la casa—, tratando de hallar una solución. Y la encontraron en un distribuidor escandinavo, al que convencieron de que esa colección para el otoño español era ideal para su primavera sueca. Lo mismo que aquel encuentro con Stanford en Budapest, Clemente echó mano del optimismo y del ingenio en lugar de dejarse vencer por las circunstancias. Crecerse ante el obstáculo es la única manera de superarlo.

La lección estaba aprendida, que al final es lo que cuenta. Ha habido muchas lecciones más, claro, y las que quedan. Pero lo que distingue a un buen empresario es precisamente esa capacidad de aprender de todo y de todos, de los errores propios y ajenos, de su mercado y de otros sectores, de los mayores y de los jóvenes, de los grandes gurús o de los empleados. Esto último es quizá el aprendizaje más valioso, porque ¿quién está más cerca de la marca, en todos los sentidos, que tu equipo?


No escuches los cantos de sirena


En agosto de 2006, dos años después de su nacimiento oficial, El Ganso abrió su primera tienda. Un local que pertenecía a la empresa de su padre, cerrada desde tiempo atrás, y que iban a perder si no le daban uso comercial. Desde luego, la oportunidad les llegó en bandeja. Y lo mejor era su situación, en la confluencia de la Gran Vía y Fuencarral, epicentro de una de las zonas más comerciales y vivas de Madrid. Allí lograron crear un espacio único, personal y diferente, que definía perfectamente quiénes eran y lo que querían que fuera su marca. Álvaro echó mano de su vena creativa para decorar la tienda con mucho color y frescura, y con un gusto ecléctico muy particular, como si fuera el apartamento de un treintañero. Raquetas de tenis antiguas, viejos esquís, posters de surf, de pelotaris o de las playas de Hendaya y Biarritz, muebles vintage, la butaca del abuelo de Rocío, mujer de Clemente… Un ambiente acogedor que invitaba a entrar y vivir una experiencia de compra distinta. Se respiraba creatividad, estilo cosmopolita, bohemia, buen rollo. Y ese fue otro de los grandes aciertos de los hermanos Cebrián.


A partir de ahí, vendiendo de cara a la gente, fueron conquistando a su público. Poco a poco. De forma sostenida pero imparable. Empezando por los pies —las zapatillas de Stanford— y llegando a todo el ropero, masculino y femenino. Luego se abrió la tienda de Jorge Juan, y otra más en Fuencarral y más tiendas en Madrid y las principales ciudades de España. Y después Londres, París, Berlín, Lisboa, Dubái, México DF… Hoy suman ya 193 puntos de venta en 11 mercados, 800 empleados y 100 millones de facturación, números que demuestran que El Ganso no es una moda pasajera, ni mucho menos. Y que el sueño de los hermanos Cebrián (y luego de su padre, que se incorporó a la empresa familiar para sumar fuerzas y aportar su experiencia como empresario)  es una realidad contundente y creciente. Tanto es así que, para consolidar ese crecimiento y profesionalizar la gestión de la compañía, hace un par de años entró en el accionariado L Catterton, uno de los mayores fondos de inversión a nivel mundial.


La gente que cree en lo que hace


Pero, a pesar de estas cifras, del recorrido ejemplar de una empresa familiar que nació de cero y hoy está donde está, a pesar de los premios empresariales que coleccionan en sus vitrinas desde 2010, Clemente y Álvaro no se dejan tentar por cantos de sirena. La ambición sin control no entra en su listado de preferencias. Y tampoco el conformismo típico de las marcas asentadas. No va con ellos. Trabajo, innovación, creatividad, descubrimiento, aprendizaje, acción, emoción… esas si son palabras con verdadero significado en el particular diccionario de la familia Cebrián.

Y la palabra más importante: personas. El factor humano. Empleados felices, que se levanten cada mañana ilusionados con su trabajo, orgullosos de su empresa. Clemente lo tiene claro: «Tienes que ilusionar a la gente. Es importante que les animes con el proyecto, que crean en ti y les involucres». Está probado que las organizaciones en las que los empleados son felices también son más productivas; ganar más no te hace necesariamente más feliz, pero ser feliz sí te hace ganar más, y ser más productivo y rentable para tu empresa. Es casi una obsesión para Clemente, otro de cuyos libros de referencia es Delivering Happiness, el best seller escrito por Tony Hsieh, CEO del gigante de la venta online de ropa y calzado Zappos, en el que demuestra la felicidad como efectivo modelo de negocio. Suena utópico, pero en realidad es solo atípico, transgresor y, en cierto modo, provocativo. La clave está en encontrar el equilibrio justo entre beneficios, pasión y propósitos. Un equilibrio que el Clemente empresario y el Clemente persona han logrado encontrar y aplicar.


Beneficios, pasión y propósitos


«Nadie puede ser un buen profesional sin ser una buena persona» afirma Howard Gardner, el célebre psicólogo estadounidense que formuló la teoría de las inteligencias múltiples. Y tiene razón. Las empresas “ave de rapiña” al más puro estilo Margin Call (J. C. Chandor, 2011) o The Corporation (Joel Bakan, 2004) tienen las horas contadas. Hoy, en la era de la transparencia, «hacer el bien para la sociedad en la que ganas dinero es una obligación, una oportunidad y una suerte que cada vez más compañías entienden y practican», como afirma Pablo Herreros en su último libro (Sé transparente y te lloverán clientes). Quizá algunas lo hagan porque no les queda más remedio, ahora que los consumidores tienen la sartén por el mango digital. Pero otras muchas lo hacen por puro convencimiento personal. En El Ganso, la RSC viene de la mano de la RSP. Y no se entiende la una sin la otra. Una apuesta personal de Clemente y Álvaro que no hace sino demostrar, una vez más, la coherencia entre lo que piensan y lo que hacen, entre lo que creen y lo que crean.


Para ellos, lo más gratificante de su aventura empresarial es generar puestos de trabajo (800 y subiendo) y el hecho de que cada uno de ellos tenga una familia detrás, una vida, un proyecto que a lo mejor se ha creado a partir de este trabajo. Pero eso no basta. Hay que ir un poco más allá en cuestión de propósitos. Y es que, siguiendo los valores particulares de sus fundadores, El Ganso no escatima causas a las que apuntarse. Por ejemplo, el Legado María de Villota, al que apoyan con toda la ilusión desde 2014; o la campaña conjunta con Auara, una ong que destina el 100% de sus beneficios a construir depósitos de agua en las zonas más castigadas de África; o su apoyo a la iniciativa Súmate al verde para reforestar las zonas arrasadas por los incendios en Galicia; o su apoyo a la Expedición Nemo del aventurero Nacho Dean, que va a unir a nado los cinco continentes para concienciar sobre el deterioro de los océanos; o su apuesta por los jóvenes talentos musicales, con la campaña New Season New Sounds; o el compromiso con la creación de nuevos proyectos empresariales, a los que Clemente ayuda a título personal (cientos de charlas inspiradoras en todo tipo de foros o la creación de una aceleradora de startups, Copernicus) y corporativo (la Granja de Gansos: un vivero de industrias creativas que la marca ha puesto en marcha con Factoría Cultural para ayudar e impulsar a los emprendedores a convertir sus ideas en proyectos sostenibles, dentro del sector textil y moda). 

También durante la pandemia del coronavirus los hermanos Cebrián han demostrado una vez más que hacer "el ganso" implica ayudar a quien lo necesita cuando lo necesita, y pusieron su granito de arena solidario regalando 1300 pares de zapatillas a los heroicos sanitarios que se enfrentaron al covid-19 en primera línea de fuego, en IFEMA. Otro ejemplo, el más reciente por ahora, echar una mano digital a pequeñas startups a las que han cedido un espacio en la web de El Ganso, The Community, para darles visibilidad y cederles su plataforma de ecommerce.


Lo que crees y lo que haces


«Como marca, en cada iniciativa buscamos aportar algo a la sociedad. Creemos en lo que apoyamos, y creemos también que las marcas debemos ser honestas y coherentes con lo que hacemos. Todas podemos poner nuestro granito de arena para mejorar este mundo, apoyar causas necesarias, concienciar sobre la protección del entorno, impulsar el talento, ofrecer oportunidades a quienes carecen de ellas. Decidir que nuestro negocio no consiste solamente en fabricar ropa y facturar, que puede servir para generar otra clase de beneficios». Beneficios que son, sin duda, los más valiosos.

Dice Simon Sinek, el gran gurú del liderazgo, «Olvidemos que hoy la gente no compra lo que haces; compra por qué lo haces. Y qué haces simplemente demuestra lo que crees». Ahí, justo ahí, está el secreto. Un mantra que Clemente y Álvaro Cebrián tienen perfectamente interiorizado desde siempre.


Locos, inadaptados, rebeldes… genios


La campaña “Crazy Ones” que Apple lanzó al mundo en 1997 es otro de los imprescindibles que Clemente revisita cada cierto tiempo. Pura inspiración. «Esto es para los locos. Los inadaptados. Los rebeldes. Los que ven las cosas de otra manera. Ellos impulsan la humanidad hacia delante. Mientras algunos les ven como los locos, nosotros vemos genios. Porque la gente que está lo suficientemente loca como para pensar que pueden cambiar el mundo, son los que lo hacen. Think Different». 

Esos locos son Gandhi, Picasso, Dylan, Einstein, M. Luther King, Richard Branson, Edison, Ted Turner, HithcockY Steve Jobs, claro. Son los héroes de Clemente, sus referentes. Los motores a propulsión que le impiden quedarse quieto, que le empujan a emprender nuevas aventuras empresariales y personales, proyectos estimulantes que calman su visión inconformista de la vida. Que cierran el círculo entre pensamiento y acción. Entre lo que cree y lo que hace.





El triunfo y el fracaso


En fin, si observamos la trayectoria de Clemente Cebrián es sus apenas 15 años de vida como empresario, no es aventurado afirmar que ha sido una trayectoria exitosa. Si le preguntas directamente a él, te dirá que bueno, que no es para tanto, que es un trabajo en equipo, que es una suerte dedicarse a lo que le apasiona… Y es que, desde joven, Clemente ha aprendido a tratar de la misma manera al triunfo y al fracaso, esos dos impostores que tan bien conocía Kipling.

Sin embargo, este soñador enamorado del cine de Bergman y Hitchcock (y sobre todo de El Padrino); este apasionado de Zweig y del fútbol a partes iguales; este guerrero incombustible que encuentra su descanso cada fin de semana, en familia, a los pies de Gredos; este líder que tira del carro en primera fila; este empresario con todas sus letras y todo su significado es, para todos los que le hemos conocido de cerca, un magnífico ejemplo de lo que debe ser el éxito. El bueno. El valioso. El que llega a los corazones más que al bolsillo. El que te hace crecer como persona y hace crecer a las personas que te rodean. El éxito de los campeones, según la definición de Simon Silek:


«Los campeones no son los que siempre ganan carreras, los campeones son los que salen y lo intentan». Nada más que añadir.