viernes, 16 de octubre de 2020

LA M.O.D.A. EL ROCK HECHO CON PASIÓN, HONESTIDAD Y CARRETERA

 


«You can stand me up at the gates of hell / But I won't back down / And I'll keep this world from draggin' me down / Gonna stand my ground and I won't back down». 23 de noviembre de 2019, Wizink Center. Fin de gira La Maravillosa Orquesta del Alcohol. Lleno hasta el último centímetro del recinto. Sold Out total. 15.000 espectadores esperan ansiosos la salida al escenario de siete chavales de Burgos (bueno, hay un palentino y un gallego). La expectación –la emoción, la ilusión- se palpa en el ambiente. Se ve, se siente, se respira. Por megafonía suena  la vieja canción de Tom Petty, en la voz solemne y poderosa de su amigo Johnny Cash. Es el último tema antes de la aparición de la banda. Pero no es una canción más. Ese «no retrocederé / voy a mantenerme firme / no me daré la vuelta / y evitaré que este mundo me arrastre» es una reivindicación en toda regla, una declaración de principios, una afirmación contundente y desafiante tras nueve años de largo caminar: «Aquí estamos, hasta aquí hemos llegado; ha sido duro, ha sido difícil, pero nos lo hemos currado, y de aquí ya no nos baja nadie».

 

Hijos de Johnny Cash

Y es, también, una reivindicación de su héroe, su guía, su inspirador musical y vital. Del culpable de que todos ellos -Alvar, Caleb, David, Jacobo, Jorge, Joselito y Nacho- se entreguen a esto de la música de la forma en que lo hacen. Con pasión, con honestidad y carretera. Muchos kilómetros de carretera.

Y es que el “hombre de negro” es para esta Maravillosa Orquesta Del Alcohol ejemplo de todo lo que quieren ser. La carrera de Cash es una de las más solventes, honestas, coherentes y auténticas de la historia del rock. Como cantante, como compositor, como agitador de conciencias, como artista valiente y comprometido, como ser humano profundamente humano; un tipo sencillo, familiar, amigo de sus amigos, enamorado de la música hasta la médula. Y con una vida dura y difícil a sus espaldas, y un origen del que nunca renegó. Una vida y una carrera que tienen un significado muy especial para los siete componentes de La M.O.D.A., más allá del tatuaje de David, la imagen del whatsapp de Nacho, el tema que suena justo antes de cada actuación o la propia canción con la que homenajean a todos esos hijos de Johnny Cash («Ellos son distintos, son honrados / aunque no tengan para comer. / Son los hijos de Johnny Cash / van viajando con el viento. / Hijos de Johnny Cash / morirán en el intento por salir de la ciudad»).

 

No te olvides de dónde vienes


Cash fue un currante de la música, y de la vida; lo fue desde su infancia en los campos de algodón de Dyess, Arkansas, hasta su muerte, mientras grababa ese superlativo tributo a la música y a los músicos (viejos y nuevos) que conforman sus American Recordings. Otro de los valores que han heredado sus “hijos”. Lo del uniforme de los conciertos (camiseta blanca de tirantes) no es capricho ni casualidad. Me lo cuenta Nacho Mur, guitarra y mandolina de La M.O.D.A, entre cerveza y cerveza. Por un lado, la camiseta es un símbolo inequívoco de currante (como lo fueron sus abuelos cuando iban al tajo de sol a sol, homenajeados en el tema “1932”), icono de su origen rural y de clase trabajadora; también es una manera de reivindicar el grupo como un bloque, sin individualismos, todos igual sobre el escenario; y, además, es la reivindicación de la música por encima de disfraces, postureos o artificios; nada que distraiga de lo esencial, de lo básico. Como el mismísimo man in black.

 


El nómada que encontró su camino

Nacho Mur es el miembro más reciente de la Maravillosa Orquesta. Se unió a la banda por una afortunada casualidad, hace unos tres años. Su único contacto hasta entonces había sido el vídeo, precisamente, de “Hijos de Johnny Cash”, con el que literalmente alucinó; más aún cuando les vio en directo («Vi una banda de amigos que tocaban algo diferente, con mucha energía, con mucha fuerza; y esas letras, la voz de David… Había algo muy de verdad ahí»). Nacho vivía ya en Madrid y andaba con su proyecto Faz (junto a Itziar Baitza); en una sesión de grabación conoció a Jacobo, batería de La M.O.D.A., quien le recomendó al resto del grupo («Un chaval que toca la guitarra y la mandolina y puede encajar muy bien»). Justo se les había ido el guitarrista, Adán, así que le propusieron unirse al equipo y, sin pensárselo, Nacho dijo que sí. No sabía aún el cambio radical que iba a suponer en su vida.

Él ya vivía de la música, desde los 16 años, cuando dejó su Palencia natal (un pueblo de 30 habitantes) y se estableció en Madrid. Una vida de nómada que le llevó por todos los recovecos del mundillo musical, armado únicamente con su guitarra, su talento innato y sus insaciables ganas de aprender. Se metió de lleno en el ambiente más rockero de Madrid, la Escuela de Música Creativa, las revistas especializadas, los pequeños locales («Libertad 8 era mi segunda casa. Ahí toqué todas las noches de los 20 a los 28 años»), curtiéndose como músico de sesión o girando con artistas consagrados (Cómplices, Manolo Tena), compartiendo talento y amistad con cantautores como Txetxu Altube y Dani Flaco, grabando, escuchando, aprendiendo (es un obsesivo estudioso de la música), produciendo a grandes nombres o a bandas emergentes (Nebraska)… Feliz de poder elegir su camino, de dedicarse a lo que más ama («Amar la música, eso es lo que significa ser músico»). Viviendo con pasión, inconformismo y curiosidad inagotable todo ese mundo ecléctico y enriquecedor, desde el folk al heavy, desde el rock clásico a los cantautores latinoamericanos, desde Paco de Lucía a Los Violadores del Verso. O desde Dylan a La M.O.D.A., con Kerouak en el bolsillo (solo que en lugar de la Ruta 66, aquí el camino fue la A-1, Burgos-Madrid. «La distancia nos acerca»).



En las tierras castellanas

Pero, a pesar de su impresionante trayectoria musical, de su habilidad con la guitarra o la mandolina, fue su origen rural, la Castilla profunda, lo que más unió a Nacho con su nuevo grupo. No te olvides de dónde vienes. «Formar parte de una banda es algo más personal, tiene que ver con la afinidad, con haber vivido una experiencia similar, con tener unos valores comunes, una misma visión de la vida…». Porque las canciones de La M.O.D.A. hablan de lo que conocen, de lo que piensan y sienten, o les preocupa, de su entorno, su gente; no se inventan historias, son de primera mano, de verdad. Y eso, para Nacho y los demás, es más importante que tocar bien la guitarra. De hecho, ni le llegaron a hacer una prueba. En su primer ensayo ya formaba parte del grupo.

Fueron aquellos los momentos previos al comienzo éxito. No habían llegado aún los festivales, las grandes salas, pero empezaban a llenar pequeños y medianos locales. Y, lo más importante, empezaban a congregar a un creciente grupo de fieles que conectaban con sus letras, con sus mensajes, con su visión de la música y de lo que debe ser un directo. El camino estaba claramente marcado, y ya nada les iba a desviar de él.

 

Himno generacional

Y parte fundamental de ese camino, de esa carretera de tan largo recorrido (el que llevan y el que les queda), son esa letras que salen del corazón y las tripas de David y que luego hacen suyas el resto de la banda. Versos nada fáciles para una generación acostumbrada a lugares comunes, a letras vacías o simplonas, a mensajes “fast food”. Las letras de La M.O.D.A. van a contracorriente, como su música. Son profundas y complicadas, reflejan inquietud y un cierto pesimismo, invitan a reflexionar, golpean conciencias dormidas, a veces con verdaderos mazazos. Justo lo que no espera un veinteañero al uso. Pero que, una vez le llega el mensaje, le empapa de arriba abajo. Y es que esas también son sus voces. «Vuelven a sonar las voces de la gente».



Por eso son tantas las canciones de La M.O.D.A. que se han convertido en verdaderos himnos, coreados como una sola voz y un solo corazón por cientos, miles de jóvenes en cada concierto, sus héroes del sábado («Dónde están los que pueden parar el mundo solo con mirar»). Un espectáculo que hay que vivir en directo; un ritual puro, mágico, que crea una conexión brutal con el público, venga de donde venga. Hay, cierto, mucha nube negra en sus letras («Píntalo todo de negro cuando busques una luz»), mucho frío invernal, mucho desasosiego, incluso astillas en los dedos, pero también hay lucha y esperanzaperdedores y perdidos, no vencidos»), redención y liberación, horizonte y mar… y, sí, optimismo. «Se puede perder la vista, pero nunca la mirada». No habría espacio aquí para resaltar tantos versos resaltables, basta con echar un vistazo a dos o tres temas esenciales para desear descubrir mucho más (Himno Nacional, La inmensidad, 1932, Héroes del sábado, Miles Davis…). O basta con asistir a uno de sus conciertos para comprender el increíble poder redentor, unificador e incluso terapéutico que tienen sus canciones. «Perder la voz cantando una canción es la mejor medicación».

 

En lo alto de la montaña rusa

Después de 9 años de carretera, de miles de kilómetros y de horas de ensayo, de cientos de conciertos (140 bolos seguidos en la última gira, Salvavida), de una carrera coherente y honesta como pocas, y autogestionada para poder mantener su libertad creativa intacta, estos marineros del destierro no han dejado ni un segundo de navegar. Ni de soñar. Y ahora que están ahí, donde querían, «en ese instante en que la montaña rusa llega arriba y no antes ni después», toca disfrutar el sueño. Porque se lo merecen, porque esa subida en la montaña rusa no ha sido fácil, porque han llegado ahí arriba sin ayuda, ignorados por los medios y por la industria, currándose cada concierto, en España y más allá (Méjico, Colombia, Estados Unidos), dándolo todo ante cuarenta personas o diez mil, sudando esas camisetas blancas día tras día tras día.



El momento es dulce, pero no hay lugar para la autocomplacencia. Quedan muchos sueños por cumplir. Ahora hay que coger aire, me dice Nacho, para seguir trabajando. Un pie delante del otro. Toca girar por Méjico, Chile, Argentina; y preparar nuevas canciones (muchas horas de ensayo en el local, en equipo; y luego cada uno por su cuenta, en casa). Nacho, además, acompaña a Quique González –uno de sus ídolos- en su nueva gira. Todo por la música. Como siempre, con pasión, honestidad y carretera. Sin olvidar, siquiera por un instante, de dónde vienen.

La gran diferencia, mirando nueve años atrás, es que ahora no están solos en este mundo. Ya no.




lunes, 12 de octubre de 2020

Rafa Nadal como metáfora






Uno, lo reconozco, tiene una especial debilidad por Rafa Nadal. No como personaje sino como persona; no como héroe lejano al que admirar sino como ser cercano al que imitar. Como ejemplo de lo que debe ser un gran deportista y, por encima de todo, como ejemplo de lo que significa ser una gran persona. Rafa Nadal es un tipo próximo, humilde, sencillo, honesto, optimista, generoso, responsable, sacrificado… enormemente sacrificado. Cuenta su tío y entrenador, Toni Nadal, que no ha entrenado ni jugado un solo día desde 2005 sin sufrir tremendos dolores; dolores que se aguanta en lo más hondo y, pasados por el tamiz de su espíritu luchador y su indestructible disciplina, transforma en fuerza ganadora.

Por eso, en esta España de corruptelas, ambiciones desmedidas, envidias, irresponsabilidad generalizada, trampas, vanidades y egoísmos rayanos en el crimen contra la humanidad, la imagen de Rafa Nadal mordiendo trofeo tras trofeo, batiendo récords sobrehumanos, se me antoja la imagen viva de lo que necesitamos para levantar esto. No me refiero al hecho de la victoria en sí, sino al esfuerzo, el sacrificio, el aguante, el pundonor, el tesón, la entrega, la autoexigencia y la ilusión que han llevado a un Rafa lesionado –para algunos incluso acabado- hace solo unos años, a ser de nuevo un Rafa ganador, el indiscutible número uno. Sin victimismos, sin atajos, sin excusas, tres vicios a los que somos tan aficionados en esta España de políticos sin oficio y con mucho beneficio, de mangantes y farsantes, de incompetentes de manual y del plató de Sálvame como paradigma del éxito social.


La lección de Rafa, la que nos lleva inculcando día a día desde hace tantos años, se puede resumir en una palabra, en un concepto, en un valor (tan en desuso hoy día): Responsabilidad. Como botón, esta anécdota de infancia incluida en el libro Lo que de verdad importa (que he tenido el privilegio de escribir para la Fundación LQDVI):

«En un mundo en el que rehuimos fácilmente cualquier culpa, Rafa se acostumbró desde muy pequeño a que la responsabilidad era siempre suya; hasta tal punto que a veces se pasó: sucedió en un torneo al que Toni acudió con Rafa y otro pupilo; observaba el juego de este último cuando un amigo le dijo que creía que su sobrino estaba jugando (y perdiendo) con la raqueta rota; Toni acudió a la pista y, efectivamente, la raqueta de Rafa estaba rota. Al terminar el juego le dijo: “¿Oye, no crees que deberías saber a estas alturas cuándo tu raqueta está rota?” Y Rafa le respondió: “Es que estaba tan acostumbrado a tener siempre yo la culpa, que pensé que el que jugaba mal era yo, no la raqueta”».

Este es Rafa Nadal. El de las gestas de Wimbledon, Australia y Roland Garros, el talismán de la Copa Davis, el de las dolorosas derrotas; el mismo que decidió compartir su sonrisa y su ilusión con los deportistas menos privilegiados en la ciudad olímpica de Pekín, en lugar de acomodarse en el hotel de cinco estrellas que correspondía a su estatus. El mismo que anima a su Selección cubierto literalmente de rojigualda o el que se parte de risa rodando un anuncio benéfico con su íntimo amigadversario Federer.



"Si dijera que ganar lo que he ganado me ha dado mucha felicidad, no sería demasiado exacto. Las satisfacciones que me ha dado mi carrera responden más a cómo he conseguido las cosas que a las cosas que he conseguido", escribe Rafa Nadal en el prólogo del libro Lo que de verdad importa. "Y yo creo que esto es extrapolable a todos los ámbitos de la vida. Nuestros logros, nuestros objetivos conseguidos deberían responder a unos valores que parece que tenemos olvidados o que nos gusta olvidar. Si he conseguido lo que he conseguido a nivel profesional, ha sido por poner en práctica toda una serie de principios que no están justamente valorados: el trabajo, el esfuerzo, la superación, el respeto, la capacidad de aguante y la ilusión". Valores universales que todos deberíamos practicar para entender lo que de verdad nos convierte en seres humanos, en seres sociales, y que son los únicos que deberíamos admirar. Porque, como afirma Rafa, son los únicos que nos pueden proporcionar la felicidad. La verdadera felicidad, que no es la del dinero fácil, ni la del éxito superficial, ni la del poder a cualquier precio.

Aún estamos a tiempo, creo. De dar la vuelta a esta sociedad sin valores, sin principios, sin metas para recuperar la esencia de lo que deberíamos ser. Esfuerzo, generosidad, sacrificio, ilusión, responsabilidad… Los valores están ahí, sólo tenemos que volver a asumirlos como propios. Nos lo recuerda Rafa Nadal como sólo él sabe hacerlo: con un mordisco y una sonrisa. Esa sonrisa de Rafa, esa alegría innata, que es una carga inagotable de energía positiva que nos llena el depósito de optimismo cada vez que aparece en los medios. Muerda o no muerda trofeo.

¡Gracias, Rafa!