martes, 22 de diciembre de 2020

El nuevo libro de Lo Que De Verdad Importa. Dedicado a los que siempre están

 


¡Por fin! Ya tenemos el nuevo libro de Lo Que De Verdad Importa (el cuarto volumen ya), que podéis comprar en la web de la Fundación. Un regalo muy especial para esta Navidad -o para pedir a los Reyes Magos- que es un auténtico soplo de esperanza y optimismo después del año que hemos pasado todos. Prologado por Emilio Aragón y con 17 extraordinarias historias de superación, esfuerzo, tolerancia, solidaridad, tesón y sueños cumplidos que nos van a venir muy bien para entrar en 2021 con nuevas fuerzas. Dedicado a la familia, #losquesiempreestan. Y perfecto para regalarte o para regalar a alguien que de verdad te importe.

Como siempre, con fotos del gran Daniel Losada Casanova y textos de un servidor. Os dejo aquí la introducción, para ir inspirando un poco...



Los que siempre están

Este 2020 estamos viviendo tiempos extraños, inciertos, inéditos. La pandemia nos ha caído encima como un gigantesco tsunami, sin previo aviso, generando miedo y desolación a su paso. Hemos sufrido una crisis sanitaria que ha paralizado todo el universo conocido. Y un terremoto social y económico está sacudiendo los cimientos del mundo globalizado y, con especial grado de intensidad, el nuestro. Sumidos en esta oscuridad incierta, hay sin embargo una luz que nos mantiene lúcidos y esperanzados. Miles de lucecitas, en realidad. Miles de pequeños destellos de esperanza que son los que nos van a sacar de este pozo en el que nos ha sumido el infame covid-19. Esos miles de destellos son nuestro faro, la llama que nos guía hacia la salida, hacia la luz. Como siempre han hecho, con esfuerzo, con sacrificio, con generosidad, con amor. Esas lucecitas son los miles de héroes que han luchado –y luchan- contra la pandemia en primera línea. Y también las empresas, fundaciones e instituciones que se están dejando la piel para ayudar a los que más lo necesitan. Lo somos también todos y cada uno de nosotros, responsables de lo que hagamos con nuestras manos, con nuestras palabras y con nuestro corazón. Pero, como siempre suele suceder –y sobre todo en los momentos peores-, la luz que brilla con más fuerza en este estado de excepción mundial es la de las familias, nuestra tabla de salvación, el regazo protector, el abrazo acogedor, el corazón entregado siempre. Nuestras familias es lo que más hemos añorado en los momentos duros del confinamiento; son las que más pérdidas han sufrido, las que más soledad y tristeza han padecido. Pero también han sido ellas las que nos ha mantenido unidos, firmes y esperanzados.



«La familia es la patria del corazón», nos dijo Giuseppe Mazzini, alma de la Unificación italiana. El escritor Michael D. O’Brien va un poco más allá en su novela La última escapada: «El precio que hay que pagar por una familia feliz es la muerte del egoísmo». Y es cierto. La familia es donde crecemos como personas, donde primero dejamos de ser yo para ser nosotros, donde aprendemos el valor de lo importante, que es darnos a los demás. La familia es refugio y guía, es historia y legado, raíces y alas; es el hombro siempre dispuesto y la mano siempre tendida; es el nido protector y el impulso necesario, el aliento –y a menudo también el alimento- de tantos sueños. La familia es el ejemplo cotidiano, silencioso, discreto… y al mismo tiempo perenne e indestructible. Y es, sobre todo, la mejor escuela de amor, en su sentido más profundo. Los que siempre están.

La familia es también el germen de la Fundación LQDVI. El legado vital que el empresario Nick Forstman dejó a sus hijos, aún pequeños cuando él murió de cáncer, y que tituló What Really Matters. Bellísimas reflexiones escritas desde el corazón acerca de la amistad, la enfermedad, la espiritualidad, el trabajo, el matrimonio, los hijos. «Bettina, Delfina y Nicholas, no podéis comprender el amor que siento cuando os miro a los ojos o escucho vuestras voces mientras jugáis. Ser vuestro padre es el mayor honor que me ha sido concedido (…) Si solo tuviera un deseo, sería que vosotros también legarais este amor. Eso es, después de todo, lo que de verdad importa.»



La familia es lo que impulsó cada paso, cada aliento de Nando Parrado en su salida imposible de esa tumba de hielo y roca a la que se vio condenado junto a sus compañeros, en mitad de los Andes. La familia es lo que salvó a Bosco Gutiérrez Cortina de caer en un pozo profundo y oscuro, sin redención, durante los 257 días de su doloroso secuestro. La familia es lo que siempre tuvo Pablo Pineda a su lado para poder caminar con seguridad en un mundo complicado y no siempre comprensivo. La familia es el motor que propulsó a María de Villota hasta lo más alto del podio, en la competición y en la vida. La familia es la fuerza que activa a diario el corazón de Marimar García Garrido para seguir dando gracias a la vida con esa alegría descomunal y contagiosa, tan suya (y tan nuestra). La familia es la esencia, el alma,  la vocación heroica de madre coraje de Lucía Lantero; es la esperanza nunca perdida de Isabel Lavín de la Cavada y el amor siempre presente de Anne Dauphine Julliand; es las piernas de Irene Villa, y su sonrisa perpetua y limpia, sin rencor; es el perdón de buen hijo de Juan Pablo Escobar y el orgullo de padre de Bertín Osborne; es el lazo irrompible de Sergio y Juanma Aznárez y la fortaleza inquebrantable de Kyle Maynard. Sí, la familia es protagonista indiscutible de todas estas lecciones de vida que han pasado –y siguen pasando- por los congresos de LQDVI. Y, como podrás comprobar al pasar la página, también de las historias extraordinarias que hemos seleccionado en este libro, el cuarto volumen ya.

Historias, vidas, ejemplos que demuestran que aún tenemos remedio. Que todavía hay esperanza. Que la lucha de nuestros padres y abuelos no fue en vano. Que los valores que nos legaron siguen vivos, vigentes y activos. Historias que nos enseñan, sobre todo, a ser mejores personas. A pensar un poco más en el de al lado, o en el de abajo, o en el de lejos. Y a no olvidarnos nunca, nunca, del verdadero valor de la familia. Nuestro bien más preciado. Los que siempre están. Los que de verdad importan.



Esa es la gran esperanza. La única esperanza quizá. La certeza de que, cuando esto acabe –porque acabará- habremos aprendido la lección. Que dejemos de mirarnos tanto en el espejo de nuestro egoísmo y empecemos a mirar hacia los lados, hacia adelante, hacia abajo; sobre todo hacia abajo. Y que miremos también más hacia nuestra propia casa, a nuestra familia, a nuestros hijos. Y que atendamos mejor a nuestros mayores, y les cuidemos y les visitemos y les agradezcamos y les dediquemos nuestro tiempo en vida, más que nuestro lamento cuando ya no están. Y que cuando la desgracia azote a otros, cerca o lejos, apelemos a la solidaridad y a la justicia y tendamos la mano y abracemos y acojamos y comprendamos… Y también nos remanguemos y nos ensuciemos y nos convirtamos en pequeños héroes nosotros, con mascarilla o sin mascarilla, en lugar de quedarnos en casa aplaudiendo.

La certeza, sí, de que cuando esto acabe saldremos más fuertes, más tolerantes, más solidarios. De que seremos mejores personas, mejores hijos, mejores padres, mejores vecinos. Puede que solo sea un deseo, una esperanza. Pero la esperanza es hoy un valor en alza, y hay que aprovechar el momento. Así que, mantengamos viva y firme la esperanza. De que salimos de esta, primero, y de que todo -lo bueno, lo  malo y lo peor- habrá servido para algo. O para mucho. Eso es hoy lo que de verdad importa.

 


PS. Lo dijo Einstein: «Nada ocurre hasta que algo comienza a moverse». Este libro que tienes en tus manos, estas historias de valor, de solidaridad, de tolerancia, de superación, de entrega a los demás, van a ser un magnífico empujón. Así que, adelante…






viernes, 18 de diciembre de 2020

Spielberg antes de Spielberg. Los orígenes del genio




Esperando su versión de la mítica West Side Story, la nueva entrega de Indiana Jones (la quinta), y cuando hace apenas dos años de sus últimos estrenos (Los papeles del Pentágono y Real Player One), lo cierto es que el genio no tiene pinta de dormirse en sus dorados laureles. Una carrera espectacular, la suya, desde el estreno hace 50 años de su primera película en las salas, 'El diablo sobre ruedas' (aunque nació para la TV). Aquel fue también su primer éxito. Lo que vino después es Historia del Cine, pero… ¿qué sucedió antes?

Si hay un elemento común que define a todos los genios del Cine (Ford, Hawks, Chaplin, Disney, Wilder…) es su profundo amor y absoluta entrega a su profesión. No hacen cine, son cine. Lo llevan en cada vena, en cada neurona, en cada célula de su ser. Respiran cine, laten cine, comen y beben cine, sueñan cine. Sobre todo, sueñan cine. Steven Spielberg ocupa un lugar de honor entre estos elegidos. Con todo merecimiento. Porque si hay un director (y productor, y guionista, y actor ocasional) que vive por y para el cine, ése es Steven Spielberg.

Una vocación que comenzó a despertar tras su primer contacto con la gran pantalla, a los 6 años. Era la Navidad de 1952 cuando su padre lo llevó a ver El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille (otro ‘ser-cine’) y, aunque el pequeño Steven se esperaba un circo de verdad, con sus animales de carne y hueso, quedó fuertemente impactado por dos cosas: el payaso interpretado por Jimmy Stewart y el descarrilamiento del tren; una escena que lo marcó para siempre (como podemos comprobar en su reciente producción Super 8). Al igual que las películas de Disney, especialmente Fantasía y el capítulo Una Noche en el Monte Pelado: “Después de ver esa escena nunca pude mirar las montañas de la misma manera” (como le ocurre al personaje de Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase).


Hijo de padres ausentes (ingeniero y veterano de la II GM él, concertista de piano ella) y hermano mayor de tres niñas, la infancia del tímido Spielberg transcurrió básicamente en soledad, acompañado por sus fantasías, los comics y la televisión. De ahí comenzó a germinar su faceta más creativa y aprendió que la imaginación lo puede todo, especialmente evitar el aburrimiento. Una semilla que comenzó a fructificar muy poco después, con un suceso que marcaría su futuro para siempre. Cuando tenía 12 años, a su padre le regalaron una cámara Kodak de 8 mm, que utilizaba para rodar las escenas familiares durante las acampadas silvestres; sin embargo, el progenitor no era precisamente diestro con la súper 8, así que el propio Steven se apropió de la cámara, se erigió en camarógrafo oficial y comenzó a rodar tomas más creativas, más cinematográficas (creando sus propios efectos y montajes o simulando ataques de osos sobre sus hermanas, bien salpicadas de sangriento ketchup). Al llegar a casa, sin soltar la cámara, un día decidió inmortalizar el choque de trenes de aquella película de su infancia utilizando su propio tren eléctrico; “cuando terminé la escena y la vi ¡era fantástica!, como una película de verdad. Creo que ahí fue cuando decidí dedicarme a hacer cine”.




Y, en efecto, lo hizo. Un año después rodó su primer corto, el western The Last Gun y a los 15 años, en 1961, obtenía su primer premio con una película de cuarenta minutos llamada Escape to nowhere, en la que sus compañeros de clase interpretaban a unos aguerridos soldados de la II Guerra Mundial. En los siguientes años el joven Spielberg continuó imaginando y rodando: Firelight, en 1964, sobre una invasión de ovnis hostiles con luces extrañas (¿les suena?) que se sitúan sobre una pequeña ciudad de Arizona y la arrancan para trasladarla a otro planeta; su presupuesto, 500 dólares, y su recaudación, 600 dólares, tras ser exhibida en un cine alquilado por su padre en Phoenix, Arizona. Luego llegó Amblin’, premiada en el Festival de Atlanta y que años después dio nombre a la productora de Spielberg, Amblin Entertainment. Ese mismo año de 1968, el joven Spielberg comenzó a trabajar en los estudios Universal, dirigiendo ocasionalmente capítulos de series de TV, como Marcus Welby o Colombo, y empezando a dar muestras de su talento cinematográfico.




Ese talento incipiente, hábilmente reconocido por su jefe, fue el que le dio la oportunidad de dirigir su primera película de larga duración y, de paso, su lanzadera a la inmortalidad. Era el 13 de septiembre de 1971 cuando Steven Spielberg comenzó a rodar El diablo sobre ruedas (Duel), un inquietante telefilme basado en un relato de Richard Matheson y protagonizado por Dennis Weaver (el famoso sheriff McCloud) en el papel de la víctima y un gigantesco camión Peterbilt 281 en el de implacable asesino. La historia es tan sencilla como angustiosa, una persecución sin sentido que se acaba convirtiendo en un duelo a vida o muerte a lo largo de kilómetros y kilómetros de carreteras perdidas, y el talento de Steven Spielberg le otorgó un clima de tensión, un pulso narrativo y un tono épico inéditos en la televisión de la época. Fue tal el impacto en los telespectadores de la cadena ABC, que meses después se estrenó en las salas de cine, amplificando su éxito y cosechando premios en festivales de Europa y Estados Unidos.

Fue la primera muestra real de lo que se puede hacer con un presupuesto mínimo, un puñado de actores, dos semanas de rodaje y toneladas de genio cinematográfico. Tres años después llegó Tiburón, y el genio se convirtió en leyenda. Una leyenda que, desde entonces, no ha hecho más que multiplicarse exponencialmente con cada película de ese tipo tímido y solitario que, como él mismo reconoce, sueña para vivir.



Spielberg ¿actor?

Unas 50 películas como director y más de 120 como productor, la mayoría grandes éxitos de taquilla, y unas cuantas consideradas verdaderas obras inmortales del Cine incluso por los críticos. Sin embargo, hay una faceta del genio muy poco conocida y que resulta, cuando menos, una curiosa anécdota: la del Spielberg actor. No es que se prodigue demasiado, probablemente por timidez, pero le hemos podido ver, por ejemplo, paseando su gorra por la plaza del pueblo en Regreso al futuro, invitado en una fiesta de Vanilla Sky, ejerciendo de director famoso en Austin Powers, de alien en Men in Black, devorando palomitas en Paruqe Jurásico, paseando en silla de ruedas eléctrica en Gremlins o de turista esperando su avión en Indiana Jones y el templo maldito.




lunes, 23 de noviembre de 2020

Viktor Frankl y Auschwitz. El hombre en busca de sentido



Fue uno de los más eminentes psicólogos y neurólogos del planeta; ya a los 16 años se carteaba con Freud y a los 20 expuso su teoría de la Logopedia en el Congreso de Psicología de Dusseldorf; fue Jefe del Departamento de Neurología del Hospital Rothschild a los 32 años y del Hospital Policlínico a los 38; Doctor en Filosofía y Profesor Invitado en las más prestigiosas universidades europeas y americanas; publicó multitud de libros y artículos, fue alpinista, piloto, caricaturista y enamorado de las corbatas. Vivió 92 años absolutamente plenos. Pero donde encontró sentido a su existencia, y a la del ser humano, fue en el lugar donde menos imaginó: los campos de exterminio nazis.

Auschwitz. La noche de Navidad de 1944. A 30 grados bajo cero, sin calefacción, descalzos, en la oscura antesala de la muerte, un puñado de despojos humanos se apiña en un extremo del barracón para escuchar las palabras del prisionero número 119.104. “Pensadlo: estamos ante el desafío de sobrevivir. Podemos hacer una de estas dos cosas: convertir esta experiencia en una victoria o limitarnos a vegetar, dejando de ser personas. Incluso aquí debemos subsistir al cobijo de la esperanza en el futuro; no importa que no esperemos nada de la vida, lo que verdaderamente importa es lo que la vida espera de nosotros. No hay que avergonzarse de nuestras lágrimas, porque demuestran nuestro valor para encararnos con el sufrimiento. Si conoces el porqué de tu existencia, entonces serás capaz de soportar cualquier sufrimiento”.
Y aún añadió: “La desesperanza puede ser explicada en términos de una ecuación matemática: D = S - P, Sufrimiento sin Propósito. En el momento en que ves un sentido en tu sufrimiento, puedes moldearlo en un logro; puedes convertir la tragedia en un triunfo personal, pero debes saber para qué. Si las personas no pueden encontrar ningún sentido en absoluto a sus vidas, tal ven tengan algo con lo que vivir, pero no tendrán nada por lo que vivir”.


El prisionero número 119.104 se llamaba Viktor Frankl y después de padecer el tormento de Auschwitz -donde su madre murió en la cámara de gas- sufrió el de los campos de Kaufering III y de Turkheim -donde fue separado de su esposa, que murió en el de Bergen-Belsen. Y antes sobrevivió a Theresienstadt -donde murió su padre, enfermo de inanición-, campo de exterminio al que fue deportado en septiembre de 1942, cuando era un eminente psiquiatra de 37 años y director del Departamento de Neurología del Hospital Rothschild, único hospital de Viena en el que eran admitidos judíos.

Viktor Frankl tuvo en sus manos librarse de sus tres terribles años en los campos de exterminio. En 1942 le concedieron un visado para continuar su prestigiosa carrera en Estados Unidos. Se preguntó qué debía hacer: sacrificar a su familia por el bien de la causa a la que había dedicado su vida, o sacrificar esta causa por el bien de sus padres. Esperando una respuesta “del cielo”, al llegar a su casa preguntó a su padre qué era aquel pedazo de mármol que había sobre la radio. “Es parte de las Tablas que contenían los Diez Mandamientos” le explicó. Tenía grabada una letra hebrea, que aparecía solamente en el Cuarto Mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre y tú estarás en la tierra prometida. “En ese momento –recuerda Frankl- decidí permanecer en Austria y dejar que mi visado caducara”.

El joven Viktor ya había aprendido a sobrevivir al hambre y la pobreza durante la I Guerra Mundial, cuando apenas contaba 9 años. Y durante sus estudios de bachillerato aprendió a interesarse por la realidad del ser humano y a cuestionar la verdad científico-organicista que proclamaba su profesor: “la vida humana no es otra cosa que un proceso de combustión y de oxidación”. “Si es así –lo interpeló Viktor, puesto en pie- ¿cuál es el sentido de la vida humana?”
Años después, ya como uno de los psiquiatras más prestigiosos de su país, Frankl daría respuesta a este interrogante a través de su Logoterapia (tercera escuela de Viena, contrapuesta al Psicoanálisis de Freud y a la Psicología Individual de Adler), según la cual el ser humano halla el sentido de su existencia a través del amor a otros, a través de sus actos de creación y a través de virtudes como la compasión, la valentía o el sentido del humor; o el sufrimiento. Al final, estas tres vías nos llevan a un sentido último en la vida, que no depende de otros, ni de nuestros proyectos ni de nuestra dignidad, sino de Dios, el sentido espiritual de la vida.

Esta teoría fue el resultado de sus reflexiones y experiencias, propias y ajenas, durante sus años vividos –sobrevividos- bajo el terror nazi. Tras la liberación del campo de Turkheim, el 27 de abril de 1945, Frankl comenzó a buscar un sentido a su propia supervivencia, "el para qué habré quedado vivo"; y por qué unos sobrevivieron y otros no. A finales de ese año, a lo largo de nueve días, fue dictando “entre lágrimas” a tres secretarias del Hospital Policlínico de Viena (donde era Jefe del Departamento de Neurología) el testimonio de sus experiencias en los campos de concentración, tomando como referencia docenas de papelitos que había ido rellenado en su cautiverio. “Aquellos que tienen un porqué para vivir, pese a la adversidad, resistirán”, nos dice Frankl.  

En los campos pudo percibir cómo las personas que tenían esperanzas de reunirse con seres queridos o que profesaban una gran fe, tenían mejores oportunidades que los que habían perdido toda esperanza. La elección dependía de cada uno, pues el ser humano es libre y cada persona elige “si dejarse determinar por las circunstancias o enfrentarse a ellas”. Al final, concluye: “Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también el que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padre Nuestro o el Shema Yisrael en sus labios”. Y también el humor, y la música y la poesía y el Arte... Hasta tal punto, que aquellos judíos hacinados en los barracones encontraron en esas creaciones artísticas y en esos bailes una salida, un refugio y una salvación. Compartían canciones, poemas, bromas e incluso sátiras sobre el campo y sus guardianes. Todos se ayudaban unos a otros a olvidar dónde estaban. Algunos incluso perdieron la vida por el mero hecho de tocar el violín para dar un poco de esperanza a sus compañeros. El humor y la música fueron para aquellos despojos humanos, postrados en la antesala de la muerte, las últimas armas del alma para luchar por su supervivencia.


El libro de Frankl se publicó en 1946 bajo el título de El hombre en busca de sentido, destinado a todas las personas que habían sufrido las consecuencias de la guerra, y que a lo largo de más de 70 años ha dado también esperanza a millones de personas con millones de sufrimientos diferentes. Será un buen momento este, pues, para repasar la lección de Viktor Frankl y aplicar su ecuación a la inversa: Esperanza = Sufrimiento con Propósito. Si él encontró sentido al sufrimiento extremo, qué no podremos conseguir nosotros con nuestras pequeñas o grandes tragedias.


PD. La historia de Viktor Frankl forma parte de mi libro La muerte del egoísmo (Ed. Palabra)


miércoles, 18 de noviembre de 2020

Leonard Cohen. Primero tomamos Manhattan, luego tomamos Oviedo... ahora tomamos el Cielo


“Si no fuera Bob Dylan me gustaría ser Leonard Cohen”, confesó el mismísimo maestro en cierta ocasión. No era, claro, una de esas frases que sueltas en un momento inspirado para quedar bien con un colega, esperando tal vez que, al cabo, las palabras se las lleve el viento; no, fue un reconocimiento sincero, de profunda admiración de un poeta a otro poeta, de un músico a otro músico, de un genio a otro genio. Porque Dylan sabe, como sabemos todos, que la poesía ya nunca fue lo mismo después de pasar por el tamiz ronco, cínico y lúcido del alma (y la voz) de Leonard Cohen.




Cohen, el trovador mujeriego, el solitario que nunca durmió solo, el judío impiadoso, el místico terrenal, el canadiense templado, sin gesto ni grito; Cohen el músico de voz cavernosa y alma nítida, el poeta que compaginaba la jornada de siete y media a cinco y media en una fundición de cobre con la lectura de Yeats, Irving Layton, Whitman, Henry Miller; el adolescente que un día descubrió a Lorca y se enamoró de la poesía para siempre, en la riqueza y en la pobreza, en la inspiración y en la desesperación hasta que la muerte los separe, amén.
       Sí, Leonard Cohen llegó al mundo en 1934, pero en realidad nació una tarde de otoño de 1949, deambulando por las callejuelas de Montreal, cuando entró distraídamente en una pequeña tienda de libros de segunda mano; la casualidad le fue guiando por los estantes hasta que le detuvo frente a un gastado volumen de poesías; lo abrió al azar y sus ojos se posaron en unos versos: “Por el arco de Elvira / voy a verte pasar, / para sentir tus muslos / y ponerme a llorar”. Abrió otra página y leyó: “Verde / que te quiero verde”. Y aún otra más: Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos...”, y algo de la mañana y puñados de hormigas y cristales y más muslos; y cerró la solapa y leyó el título del libro, “Poemas de Federico García Lorca”, y al instante aceptó la invitación de adentrarse en ese mundo de fantasía, de mágica irrealidad, de sensible y poética musicalidad. Ese día de otoño, de la mismísima alma de Federico García Lorca, nació el Cohen poeta. Tenía 15 años. “Lorca cambió mi manera de ser y de pensar en una forma radical” (y hasta puso nombre a su hija, Lorca).


Años después, en 1988, “cuando alcancé la suficiente madurez como para pagar mi deuda de gratitud con Lorca”, escribió para él una de sus canciones inmortales, Take This Waltz, adaptación del Pequeño Vals Vienés del granadino universal (y “en Viena hay diez muchachas, / un hombro donde solloza la muerte” se transformó, a suave ritmo de vals, en “now in Vienna there's ten pretty women / There's a shoulder where Death comes to cry”).

     Pero mucho antes de este vals eterno, antes de las melodías suaves y la voz serena y desgarrada, antes del Cohen músico, existió el Cohen literato. En 1951 se matriculó en Literatura Inglesa en McGill University, y no tardó en publicar su primer volumen de poesía, Comparemos mitologías (1956), dedicado a la memoria de su padre. Ya licenciado, huye de la asfixiante rutina de Montreal y se instala en Nueva York, en busca de nuevas inspiraciones (que encuentra a menudo, generalmente con nombre de mujer). En 1961 publica el segundo libro de poemas La Caja de Especias de la Tierra, que profundiza en el espíritu de la religión judeo-cristiana (“Oh, envía al cuervo por delante de la paloma (...) sus ojos a través de mis ojos brillan más que el amor / tu sangre en mi balada / derrumba el sepulcro.” Oración por el Mesías). En los años siguientes la inspiración no le abandona en ningún momento (¡Poemas! ¡Surgid! ¡Romped mi cabeza!) y los libros de poemas siguen surgiendo (en Nueva York, en Hydra o en París, al ritmo de sus amoríos), y otorgándole galardones literarios y hasta títulos Honoris Causa: Parásitos del paraíso (1962), Flores para Hitler (1964), La energía de los esclavos (1972)..., inspiración, por cierto, que comparte exitosamente con la novela: El juego favorito (1963) y Los hermosos vencidos (1966), de las que llegaron a venderse cientos de miles de ejemplares en Canadá y Estados Unidos.


En esos años, la vida no le iba mal al poeta Cohen (“Yo camino bajo / la rubia lluvia de noviembre / castigándola con mi felicidad”); y entonces se cruzaron en su camino dos nombres de mujer, y el poeta Cohen se encontró con el Cohen músico. Los nombres de mujer eran Suzanne y Judy Collins. La primera, un poema de Cohen que la segunda convirtió en canción de éxito y, de paso, despertó el interés por el compositor de los cazatalentos musicales del Greenwich Village. Era 1966. Sólo dos años después, publicó su primer disco, “Canciones de Leonard Cohen”, que cautivó con sus letras intimistas, sus melodías suaves y su voz profunda y desnuda, sin artificios. Joyas que resultaron ser imperecederas, como la propia Suzanne, Sisters Of Mercy,The Stranger Song o So Long, Marianne. Historias de amores que vienen y se van, de heterodoxas meditaciones religiosas, de soledades compartidas, de extraños en busca de refugio como un San José en busca del pesebre.


Luego llegaron más poemas, y más intimidades autobiográficas y más contradicciones y más depresiones y más guerras interiores y exteriores, y más amores y odios... y más canciones míticas, eternas, que han traspasado sin apenas rasguños la siempre espinosa frontera de las generaciones. Famous Blue Raincoat, Chelsea Hotel, The Partisan (“una anciana nos dio refugio / nos ocultó en la buhardilla / los soldados llegaron / ella murió sin un suspiro”), I’m Your Man, Hallelujah, Bird On The Wire (“como un pájaro en el alambre, como un borracho en un coro de medianoche, he intentado ser libre a mi manera”), The Future (“he visto el futuro, hermano; es asesinato”) o First We Take Manhattan. Cohen, el poeta músico, sacó los versos de su jaula de papel y los lanzó al cielo universal, para ser escuchados por millones de almas en lugar de leídos solamente por unas miles. Habrá quien lo llame canción popular; otros lo seguimos llamando poesía. Y además, buena. Por eso fue un justo Premio Príncipe de Asturias en 2011 (y nos dejó uno de los más bellos, emotivos, honestos y agradecidos discursos que se hayan pronunciado jamás). Por eso estos días, a cuatro años de su muerte (7 de noviembre de 2016) son especialmente melancólicos. 

¡Cohen vive!

Y al tercer año resucitó... Hace justo un año lo celebrábamos con gratitud y emoción: ¡Leonard Cohen saca nuevo disco! Un gran disco, “Thanks For The Dance”. Nueve canciones que el poeta canadiense dejó grabadas unos meses antes de su muerte, con instrucciones precisas a su hijo Adam, también músico, para que realizara los arreglos y la producción.

 

Con la colaboración de grandes artistas y amigos de Cohen (mención especial a su incondicional Jennifer Warnes y al español Javier Mas, inseparable del poeta en sus últimos ocho años de giras), el disco es casi un poemario vital, reflexiones sobre el amor y la muerte, sobre la música, sobre la vida. Y con un especial homenaje a Lorca, su amado Lorca, en el tema “The Night Of Santiago”, inspirada en “La casada infiel” del Romancero Gitano de nuestro poeta más universal.

 

Fue una gran noticia, una magnífica noticia, la publicación de este álbum póstumo que no es otra cosa que la demostración de que Cohen -el maestro, el soñador, el artista, el poeta- sigue vivo, eternamente vivo. Thanks for the dance, Mr. Cohen, thanks for the songs, thanks for the poems!





El amor de Juana de Arco
De todas las historias de amor que ha retratado Leonard Cohen a lo largo de su prolífica obra literaria y musical, tal vez la más mística y hermosamente romántica (en el sentido trágico) sea la que nos relata en Joan OfArc (impresionante esta versión con Jennifer Warnes). Un maravilloso diálogo entre la guerrera cansada de luchar y el fuego que la devora, a su pesar, en la hoguera, y que acaba convirtiéndose en una rendida declaración de amor: “Entonces, fuego, enfría tu cuerpo / yo te daré el mío para que lo abraces (…) Y en lo más profundo de su ardiente corazón / él tomó el polvo de nuestra Juana de Arco / y sobre los invitados a la boda / dejó caer las cenizas de su hermoso vestido de novia.” Poesía pura.









jueves, 12 de noviembre de 2020

Javier Sartorius. De la raqueta a la Cruz.


Tres de la mañana. Una noche lluviosa y lúgubre de julio. Después de más de dos horas subiendo el abrupto camino, en plena oscuridad, un peregrino se detiene ante la imponente puerta de madera del milenario Santuario de la Virgen de Lord, a 1.180 metros de altitud, en el prepirineo leridano. El peregrino golpea la pesada aldaba una y otra vez hasta que los sorprendidos habitantes de la Comunidad abren la puerta. «¿Cómo te llamas?» pregunta uno de ellos. «Javier» contesta el peregrino. «¿Javier qué?» insiste el monje. «Sólo Javier». Sin apellidos, sin pasado. Esa noche, después de toda una vida de búsqueda e inquietudes, Javier dio el paso definitivo hacia sí mismo, hacia el silencio, hacia el vacío material. Hacia Dios.



Javier Sartorius Milans del Bosch era un joven extrovertido, apuesto, de noble cuna, carismático y deportista. El ‘zurdo de oro’. Legendarios eran sus partidos de tenis con su hermano Fernando, como pareja o adversario, en Zarauz y Madrid; y el día que ambos arrebataron dos juegos al tándem Casal-Sánchez Vicario, el Tenis de San Sebastián rebosó de pancartas y vociferantes ‘hooligans’ (todos familiares y amigos) rendidos ante la hazaña de sus héroes. Juntos, Javier y Fernando, marcharon a Estados Unidos a estudiar Administración de Empresas, carrera que abandonaron casi al empezar para dedicarse a surfear las olas de California, ganar campeonatos de pádel, entrenar a las estrellas de Hollywood y, de paso, ingresar unos dólares vendiendo aspiradoras a domicilio o cuidando jardines. Sol, playas, diversión, chicas, deporte. Javier lo tenía todo. O no.

Fue precisamente en Los Angeles donde Javier comenzó a sentir una creciente inquietud por la vida espiritual, un poco confusa al principio (llegó a pasar por el Hare Krisna). En 1989 fue Campeón USA de pádel; el año siguiente, misionero en Cuzco con Los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo. Fue tal el shock espiritual que provocó la vida de pobreza y sacrificio absolutos, que decidió entrar en el seminario, en Toledo. Pero Javier no estaba hecho para estudiar («ni siquiera se puede copiar», decía) y tampoco para el sacerdocio. A él le iba más la vida contemplativa, la oración, incluso la soledad, a pesar de su personalidad extrovertida. Un compañero de seminario le habla entonces de la Comunidad de Lord y es allí donde encamina su vida, dejando todo su pasado atrás. Sólo quiere encontrarse a sí mismo. 

«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas», escribió Pablo Neruda. Ese día resultó ser una lluviosa noche de julio de 1992; cualquier lugar, el Santuario de Lord. Y no fue la más amarga, sino la más feliz de sus horas. Y aunque dejó su pasado al otro lado de la milenaria puerta, su personalidad entró con él. Javier revolucionó, a su manera, la tranquila y silenciosa vida de los monjes. «Tenéis el cuerpo abandonado» sentenció, y montó un gimnasio; bastante primitivo, pero que aún hoy mantiene en forma al padre Jordana, a sus 90 años. Incluso llegó a conquistar a las monjitas de clausura, cuyas puertas se abrieron por primera vez a un varón en mil años de historia; «Vamos a hablar con ‘Sor Javier’», decían en el recreo, a pesar del estricto silencio impuesto. También revolucionó su vida: de la raqueta a la azada; de las fiestas playeras al estricto régimen de oración y estudio de la Biblia; de entrenar a las estrellas de Hollywood a pastorear un rebaño con más de 100 ovejas, a las que había puesto nombre una a una; del cálido sol californiano a los 10 grados bajo cero de su celda. Él era feliz así, viendo a Dios en lo cotidiano, con su trabajo, su oración, su soledad, su Cruz desnuda, como la de Cristo. No necesitaba nada más («había una persona tan pobre, tan pobre, tan pobre que sólo tenía dinero», le encantaba decir). Su familia lo apoyó devotamente; excepto su padre, que no llegó a entenderle. Entregándose a todos, robusteciendo su fe, Javier pasó los siguientes años en Lord. Disciplinado y perfeccionista, aceptó volver al seminario en Barcelona, que esta vez superaba con brillantes calificaciones, incluido el latín, aunque sin pretender en ningún momento abandonar su vida monástica cuando recibiera las sagradas órdenes (una vez más rompiendo normas).

 
Ya en 2006, una dolencia gástrica acabó convirtiéndose en su verdadera cruz, primero de dolor y finalmente de muerte. El 21 de junio moría en el monasterio cisterciense de San Miguel de Dueñas, donde era tratado de su enfermedad. Tenía 44 años. En el silencio del Monasterio, sólo mitigado por el tenue cántico de los monjes, ante el cuerpo inerte de su hijo, el padre de Javier sollozó, «Ahora lo entiendo todo». Unos años después, se reunió con él en cuerpo y alma; compartiendo sepulcro en Lord y vida eterna en un santuario aún más alto.

«Puedes ser tenista de fin de semana. Pero para jugar en primera, hay que entrenar duro todos los días, y muchas horas. Sólo así se gana», solía decir. Javier fue un campeón en todo cuanto hizo, en el trabajo físico, en la oración, en el estudio, en la caridad, en la simpatía, en el cariño hacia su familia, en amigos, en carisma…
Es curioso, pero a pesar de su juventud y de haber elegido la vida monacal, solitaria, de espaldas al mundo, Javier dejó su impronta grabada en las almas de miles de personas a lo largo de su vida, y después de su muerte. Tenía una energía especial, contagiosa y benefactora, que legó a todos los que le conocieron y quisieron. Y que aún hoy llega con fuerza a todos los que le rezan. O a los cientos de peregrinos de toda procedencia que llegan cada año al Santuario de Lord, a dejarse llenar por el alma de aquel visitante sin pasado que una noche tormentosa atravesó la pesada puerta… y se quedó para siempre.

 
Hace unos años, la madre de Javier, su más devota admiradora, su más rendida fan, abandonó este mundo después de quince años de dolorosa enfermedad… y seis de penosa ausencia. Javier era su tabla, su sostén, su muleta, su hombro, su paño; y su sonrisa. Sin él, todo se hizo más doloroso. Más insoportable. Más desesperanzador. Hoy, el cáncer ya no está. El dolor tampoco. Ni la ausencia. Hoy, el alma de Memé (la tía Memé) estará abrazando a Javier, besando a Javier, riendo con Javier, jugando al tenis con Javier. Así sea.








viernes, 16 de octubre de 2020

LA M.O.D.A. EL ROCK HECHO CON PASIÓN, HONESTIDAD Y CARRETERA

 


«You can stand me up at the gates of hell / But I won't back down / And I'll keep this world from draggin' me down / Gonna stand my ground and I won't back down». 23 de noviembre de 2019, Wizink Center. Fin de gira La Maravillosa Orquesta del Alcohol. Lleno hasta el último centímetro del recinto. Sold Out total. 15.000 espectadores esperan ansiosos la salida al escenario de siete chavales de Burgos (bueno, hay un palentino y un gallego). La expectación –la emoción, la ilusión- se palpa en el ambiente. Se ve, se siente, se respira. Por megafonía suena  la vieja canción de Tom Petty, en la voz solemne y poderosa de su amigo Johnny Cash. Es el último tema antes de la aparición de la banda. Pero no es una canción más. Ese «no retrocederé / voy a mantenerme firme / no me daré la vuelta / y evitaré que este mundo me arrastre» es una reivindicación en toda regla, una declaración de principios, una afirmación contundente y desafiante tras nueve años de largo caminar: «Aquí estamos, hasta aquí hemos llegado; ha sido duro, ha sido difícil, pero nos lo hemos currado, y de aquí ya no nos baja nadie».

 

Hijos de Johnny Cash

Y es, también, una reivindicación de su héroe, su guía, su inspirador musical y vital. Del culpable de que todos ellos -Alvar, Caleb, David, Jacobo, Jorge, Joselito y Nacho- se entreguen a esto de la música de la forma en que lo hacen. Con pasión, con honestidad y carretera. Muchos kilómetros de carretera.

Y es que el “hombre de negro” es para esta Maravillosa Orquesta Del Alcohol ejemplo de todo lo que quieren ser. La carrera de Cash es una de las más solventes, honestas, coherentes y auténticas de la historia del rock. Como cantante, como compositor, como agitador de conciencias, como artista valiente y comprometido, como ser humano profundamente humano; un tipo sencillo, familiar, amigo de sus amigos, enamorado de la música hasta la médula. Y con una vida dura y difícil a sus espaldas, y un origen del que nunca renegó. Una vida y una carrera que tienen un significado muy especial para los siete componentes de La M.O.D.A., más allá del tatuaje de David, la imagen del whatsapp de Nacho, el tema que suena justo antes de cada actuación o la propia canción con la que homenajean a todos esos hijos de Johnny Cash («Ellos son distintos, son honrados / aunque no tengan para comer. / Son los hijos de Johnny Cash / van viajando con el viento. / Hijos de Johnny Cash / morirán en el intento por salir de la ciudad»).

 

No te olvides de dónde vienes


Cash fue un currante de la música, y de la vida; lo fue desde su infancia en los campos de algodón de Dyess, Arkansas, hasta su muerte, mientras grababa ese superlativo tributo a la música y a los músicos (viejos y nuevos) que conforman sus American Recordings. Otro de los valores que han heredado sus “hijos”. Lo del uniforme de los conciertos (camiseta blanca de tirantes) no es capricho ni casualidad. Me lo cuenta Nacho Mur, guitarra y mandolina de La M.O.D.A, entre cerveza y cerveza. Por un lado, la camiseta es un símbolo inequívoco de currante (como lo fueron sus abuelos cuando iban al tajo de sol a sol, homenajeados en el tema “1932”), icono de su origen rural y de clase trabajadora; también es una manera de reivindicar el grupo como un bloque, sin individualismos, todos igual sobre el escenario; y, además, es la reivindicación de la música por encima de disfraces, postureos o artificios; nada que distraiga de lo esencial, de lo básico. Como el mismísimo man in black.

 


El nómada que encontró su camino

Nacho Mur es el miembro más reciente de la Maravillosa Orquesta. Se unió a la banda por una afortunada casualidad, hace unos tres años. Su único contacto hasta entonces había sido el vídeo, precisamente, de “Hijos de Johnny Cash”, con el que literalmente alucinó; más aún cuando les vio en directo («Vi una banda de amigos que tocaban algo diferente, con mucha energía, con mucha fuerza; y esas letras, la voz de David… Había algo muy de verdad ahí»). Nacho vivía ya en Madrid y andaba con su proyecto Faz (junto a Itziar Baitza); en una sesión de grabación conoció a Jacobo, batería de La M.O.D.A., quien le recomendó al resto del grupo («Un chaval que toca la guitarra y la mandolina y puede encajar muy bien»). Justo se les había ido el guitarrista, Adán, así que le propusieron unirse al equipo y, sin pensárselo, Nacho dijo que sí. No sabía aún el cambio radical que iba a suponer en su vida.

Él ya vivía de la música, desde los 16 años, cuando dejó su Palencia natal (un pueblo de 30 habitantes) y se estableció en Madrid. Una vida de nómada que le llevó por todos los recovecos del mundillo musical, armado únicamente con su guitarra, su talento innato y sus insaciables ganas de aprender. Se metió de lleno en el ambiente más rockero de Madrid, la Escuela de Música Creativa, las revistas especializadas, los pequeños locales («Libertad 8 era mi segunda casa. Ahí toqué todas las noches de los 20 a los 28 años»), curtiéndose como músico de sesión o girando con artistas consagrados (Cómplices, Manolo Tena), compartiendo talento y amistad con cantautores como Txetxu Altube y Dani Flaco, grabando, escuchando, aprendiendo (es un obsesivo estudioso de la música), produciendo a grandes nombres o a bandas emergentes (Nebraska)… Feliz de poder elegir su camino, de dedicarse a lo que más ama («Amar la música, eso es lo que significa ser músico»). Viviendo con pasión, inconformismo y curiosidad inagotable todo ese mundo ecléctico y enriquecedor, desde el folk al heavy, desde el rock clásico a los cantautores latinoamericanos, desde Paco de Lucía a Los Violadores del Verso. O desde Dylan a La M.O.D.A., con Kerouak en el bolsillo (solo que en lugar de la Ruta 66, aquí el camino fue la A-1, Burgos-Madrid. «La distancia nos acerca»).



En las tierras castellanas

Pero, a pesar de su impresionante trayectoria musical, de su habilidad con la guitarra o la mandolina, fue su origen rural, la Castilla profunda, lo que más unió a Nacho con su nuevo grupo. No te olvides de dónde vienes. «Formar parte de una banda es algo más personal, tiene que ver con la afinidad, con haber vivido una experiencia similar, con tener unos valores comunes, una misma visión de la vida…». Porque las canciones de La M.O.D.A. hablan de lo que conocen, de lo que piensan y sienten, o les preocupa, de su entorno, su gente; no se inventan historias, son de primera mano, de verdad. Y eso, para Nacho y los demás, es más importante que tocar bien la guitarra. De hecho, ni le llegaron a hacer una prueba. En su primer ensayo ya formaba parte del grupo.

Fueron aquellos los momentos previos al comienzo éxito. No habían llegado aún los festivales, las grandes salas, pero empezaban a llenar pequeños y medianos locales. Y, lo más importante, empezaban a congregar a un creciente grupo de fieles que conectaban con sus letras, con sus mensajes, con su visión de la música y de lo que debe ser un directo. El camino estaba claramente marcado, y ya nada les iba a desviar de él.

 

Himno generacional

Y parte fundamental de ese camino, de esa carretera de tan largo recorrido (el que llevan y el que les queda), son esa letras que salen del corazón y las tripas de David y que luego hacen suyas el resto de la banda. Versos nada fáciles para una generación acostumbrada a lugares comunes, a letras vacías o simplonas, a mensajes “fast food”. Las letras de La M.O.D.A. van a contracorriente, como su música. Son profundas y complicadas, reflejan inquietud y un cierto pesimismo, invitan a reflexionar, golpean conciencias dormidas, a veces con verdaderos mazazos. Justo lo que no espera un veinteañero al uso. Pero que, una vez le llega el mensaje, le empapa de arriba abajo. Y es que esas también son sus voces. «Vuelven a sonar las voces de la gente».



Por eso son tantas las canciones de La M.O.D.A. que se han convertido en verdaderos himnos, coreados como una sola voz y un solo corazón por cientos, miles de jóvenes en cada concierto, sus héroes del sábado («Dónde están los que pueden parar el mundo solo con mirar»). Un espectáculo que hay que vivir en directo; un ritual puro, mágico, que crea una conexión brutal con el público, venga de donde venga. Hay, cierto, mucha nube negra en sus letras («Píntalo todo de negro cuando busques una luz»), mucho frío invernal, mucho desasosiego, incluso astillas en los dedos, pero también hay lucha y esperanzaperdedores y perdidos, no vencidos»), redención y liberación, horizonte y mar… y, sí, optimismo. «Se puede perder la vista, pero nunca la mirada». No habría espacio aquí para resaltar tantos versos resaltables, basta con echar un vistazo a dos o tres temas esenciales para desear descubrir mucho más (Himno Nacional, La inmensidad, 1932, Héroes del sábado, Miles Davis…). O basta con asistir a uno de sus conciertos para comprender el increíble poder redentor, unificador e incluso terapéutico que tienen sus canciones. «Perder la voz cantando una canción es la mejor medicación».

 

En lo alto de la montaña rusa

Después de 9 años de carretera, de miles de kilómetros y de horas de ensayo, de cientos de conciertos (140 bolos seguidos en la última gira, Salvavida), de una carrera coherente y honesta como pocas, y autogestionada para poder mantener su libertad creativa intacta, estos marineros del destierro no han dejado ni un segundo de navegar. Ni de soñar. Y ahora que están ahí, donde querían, «en ese instante en que la montaña rusa llega arriba y no antes ni después», toca disfrutar el sueño. Porque se lo merecen, porque esa subida en la montaña rusa no ha sido fácil, porque han llegado ahí arriba sin ayuda, ignorados por los medios y por la industria, currándose cada concierto, en España y más allá (Méjico, Colombia, Estados Unidos), dándolo todo ante cuarenta personas o diez mil, sudando esas camisetas blancas día tras día tras día.



El momento es dulce, pero no hay lugar para la autocomplacencia. Quedan muchos sueños por cumplir. Ahora hay que coger aire, me dice Nacho, para seguir trabajando. Un pie delante del otro. Toca girar por Méjico, Chile, Argentina; y preparar nuevas canciones (muchas horas de ensayo en el local, en equipo; y luego cada uno por su cuenta, en casa). Nacho, además, acompaña a Quique González –uno de sus ídolos- en su nueva gira. Todo por la música. Como siempre, con pasión, honestidad y carretera. Sin olvidar, siquiera por un instante, de dónde vienen.

La gran diferencia, mirando nueve años atrás, es que ahora no están solos en este mundo. Ya no.