Tres de la
mañana. Una noche lluviosa y lúgubre de julio. Después de más
de dos horas subiendo el abrupto camino, en plena oscuridad, un peregrino se
detiene ante la imponente puerta de madera del milenario Santuario de la Virgen
de Lord, a 1.180 metros
de altitud, en el prepirineo leridano. El peregrino golpea la pesada aldaba una
y otra vez hasta que los sorprendidos habitantes de la Comunidad abren la
puerta. «¿Cómo te llamas?» pregunta uno de ellos. «Javier» contesta el
peregrino. «¿Javier qué?» insiste el monje. «Sólo Javier». Sin apellidos, sin
pasado. Esa noche, después de toda una vida de búsqueda e inquietudes, Javier
dio el paso definitivo hacia sí mismo, hacia el silencio, hacia el vacío
material. Hacia Dios.
Fue precisamente en Los Angeles
donde Javier comenzó a sentir una creciente inquietud por la vida espiritual,
un poco confusa al principio (llegó a pasar por el Hare Krisna). En 1989 fue
Campeón USA de pádel; el año siguiente, misionero en Cuzco con Los Siervos de
los Pobres del Tercer Mundo. Fue tal el shock espiritual que provocó la vida de
pobreza y sacrificio absolutos, que decidió entrar en el seminario, en Toledo.
Pero Javier no estaba hecho para estudiar («ni siquiera se puede copiar»,
decía) y tampoco para el sacerdocio. A él le iba más la vida contemplativa, la
oración, incluso la soledad, a pesar de su personalidad extrovertida. Un
compañero de seminario le habla entonces de la Comunidad de Lord y es allí
donde encamina su vida, dejando todo su pasado atrás. Sólo quiere encontrarse a
sí mismo.
«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar
indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más
feliz o la más amarga de tus horas», escribió Pablo Neruda. Ese día resultó ser una lluviosa noche
de julio de 1992; cualquier lugar, el
Santuario de Lord. Y no fue la más amarga, sino la más feliz de sus horas. Y
aunque dejó su pasado al otro lado de la milenaria puerta, su personalidad
entró con él. Javier revolucionó, a su manera, la tranquila y silenciosa vida
de los monjes. «Tenéis el cuerpo abandonado» sentenció, y montó un gimnasio;
bastante primitivo, pero que aún hoy mantiene en forma al padre Jordana, a sus
90 años. Incluso llegó a conquistar a las monjitas de clausura, cuyas puertas
se abrieron por primera vez a un varón en mil años de historia; «Vamos a hablar
con ‘Sor Javier’», decían en el recreo, a pesar del estricto silencio impuesto.
También revolucionó su vida: de la raqueta a la azada; de las fiestas playeras
al estricto régimen de oración y estudio de la Biblia; de entrenar a las
estrellas de Hollywood a pastorear un rebaño con más de 100 ovejas, a las que
había puesto nombre una a una; del cálido sol californiano a los 10 grados bajo
cero de su celda. Él era feliz así, viendo a Dios en lo cotidiano, con su trabajo,
su oración, su soledad, su Cruz desnuda, como la de Cristo. No
necesitaba nada más («había una persona tan pobre, tan pobre, tan pobre que
sólo tenía dinero», le encantaba decir). Su familia lo apoyó devotamente;
excepto su padre, que no llegó a entenderle. Entregándose a todos,
robusteciendo su fe, Javier pasó los siguientes años en Lord. Disciplinado y
perfeccionista, aceptó volver al seminario en Barcelona, que esta vez superaba con
brillantes calificaciones, incluido el latín, aunque sin pretender en ningún
momento abandonar su vida monástica cuando recibiera las sagradas órdenes (una
vez más rompiendo normas).
Ya en 2006, una dolencia gástrica acabó convirtiéndose en su
verdadera cruz, primero de dolor y finalmente de muerte. El 21 de junio moría
en el monasterio cisterciense de San Miguel de Dueñas, donde era tratado de su
enfermedad. Tenía 44 años. En el silencio del Monasterio, sólo mitigado por el
tenue cántico de los monjes, ante el cuerpo inerte de su hijo, el padre de
Javier sollozó, «Ahora lo entiendo todo». Unos años después, se reunió con él
en cuerpo y alma; compartiendo sepulcro en Lord y vida eterna en un santuario
aún más alto.
«Puedes ser tenista de fin de semana. Pero para jugar en primera,
hay que entrenar duro todos los días, y muchas horas. Sólo así se gana», solía
decir. Javier fue un campeón en todo cuanto hizo, en el trabajo físico, en la
oración, en el estudio, en la caridad, en la simpatía, en el cariño hacia su
familia, en amigos, en carisma…
Es curioso, pero a pesar de su
juventud y de haber elegido la vida monacal, solitaria, de espaldas al mundo, Javier
dejó su impronta grabada en las almas de miles de personas a lo largo de su
vida, y después de su muerte. Tenía una energía especial, contagiosa y
benefactora, que legó a todos los que le conocieron y quisieron. Y que aún hoy
llega con fuerza a todos los que le rezan. O a los cientos de peregrinos de
toda procedencia que llegan cada año al Santuario de Lord, a dejarse llenar por
el alma de aquel visitante sin pasado que una noche tormentosa atravesó la
pesada puerta… y se quedó para siempre.
Hace unos años, la madre de Javier, su más devota
admiradora, su más rendida fan, abandonó este mundo después de quince años de
dolorosa enfermedad… y seis de penosa ausencia. Javier era su tabla, su sostén,
su muleta, su hombro, su paño; y su sonrisa. Sin él, todo se hizo más doloroso.
Más insoportable. Más desesperanzador. Hoy, el cáncer ya no está. El dolor
tampoco. Ni la ausencia. Hoy, el alma de Memé (la tía Memé) estará abrazando a
Javier, besando a Javier, riendo con Javier, jugando al tenis con Javier. Así
sea.
A Javier, Dios le dió el discernimiento para saber elegir lo mejor. Que nos ayude desde el Cielo..
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