“Si no fuera Bob Dylan me gustaría ser Leonard
Cohen”, confesó el mismísimo maestro en cierta ocasión. No era, claro, una
de esas frases que sueltas en un momento inspirado para quedar bien con un
colega, esperando tal vez que, al cabo, las palabras se las lleve el viento;
no, fue un reconocimiento sincero, de profunda admiración de un poeta a otro
poeta, de un músico a otro músico, de un genio a otro genio. Porque Dylan sabe,
como sabemos todos, que la poesía ya nunca fue lo mismo después de pasar por el
tamiz ronco, cínico y lúcido del alma (y la voz) de Leonard Cohen.
Cohen, el trovador mujeriego, el solitario que nunca durmió solo, el
judío impiadoso, el místico terrenal, el canadiense templado, sin gesto ni
grito; Cohen el músico de voz cavernosa y alma nítida, el poeta que compaginaba
la jornada de siete y media a cinco y media en una fundición de cobre con la lectura
de Yeats, Irving Layton, Whitman, Henry Miller; el adolescente que un día
descubrió a Lorca y se enamoró de la poesía para siempre, en la riqueza y en la
pobreza, en la inspiración y en la desesperación hasta que la muerte los separe,
amén.
Sí, Leonard Cohen llegó al mundo en 1934, pero
en realidad nació una tarde de otoño de 1949, deambulando por las callejuelas
de Montreal, cuando entró distraídamente en una pequeña tienda de libros de
segunda mano; la casualidad le fue guiando por los estantes hasta que le detuvo
frente a un gastado volumen de poesías; lo abrió al azar y sus ojos se posaron
en unos versos: “Por el arco de Elvira / voy a verte pasar, / para sentir
tus muslos / y ponerme a llorar”.
Abrió otra página y leyó: “Verde / que te quiero verde”. Y aún otra más:
“Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos...”, y
algo de la mañana y puñados de hormigas y cristales y más muslos; y cerró la
solapa y leyó el título del libro, “Poemas
de Federico García Lorca”, y al instante aceptó la invitación de adentrarse
en ese mundo de fantasía, de mágica irrealidad, de sensible y poética
musicalidad. Ese día de otoño, de la mismísima alma de Federico García Lorca,
nació el Cohen poeta. Tenía 15 años. “Lorca cambió mi manera de ser y de pensar
en una forma radical” (y hasta puso nombre a su hija, Lorca).
Años después, en 1988, “cuando alcancé la suficiente madurez como
para pagar mi deuda de gratitud con Lorca”, escribió para él una de sus
canciones inmortales, Take This Waltz,
adaptación del Pequeño Vals Vienés
del granadino universal (y “en Viena hay diez muchachas, / un hombro donde
solloza la muerte” se transformó, a suave ritmo de vals, en “now in Vienna
there's ten pretty women / There's a
shoulder where Death comes to cry”).
Pero mucho antes de este vals eterno, antes
de las melodías suaves y la voz serena y desgarrada, antes del Cohen músico,
existió el Cohen literato. En 1951 se matriculó en Literatura Inglesa en McGill
University, y no tardó en publicar su primer volumen de poesía, Comparemos
mitologías (1956), dedicado a la memoria de su padre. Ya licenciado, huye
de la asfixiante rutina de Montreal y se instala en Nueva York, en busca de
nuevas inspiraciones (que encuentra a menudo, generalmente con nombre de mujer).
En 1961 publica el segundo libro de poemas La Caja de Especias de la Tierra, que profundiza
en el espíritu de la religión judeo-cristiana (“Oh, envía al cuervo por delante
de la paloma (...) sus ojos a través de mis ojos brillan más que el amor / tu
sangre en mi balada / derrumba el sepulcro.” Oración por el Mesías). En los años siguientes la inspiración no le
abandona en ningún momento (¡Poemas!
¡Surgid! ¡Romped mi cabeza!) y los libros de poemas siguen surgiendo (en
Nueva York, en Hydra o en París, al ritmo de sus amoríos), y otorgándole
galardones literarios y hasta títulos Honoris
Causa: Parásitos del paraíso (1962), Flores para Hitler
(1964), La energía de los esclavos (1972)..., inspiración, por cierto,
que comparte exitosamente con la
novela: El juego favorito (1963) y Los hermosos vencidos
(1966), de las que llegaron a venderse cientos de miles de ejemplares en Canadá
y Estados Unidos.
En esos años, la vida no le iba mal al poeta Cohen (“Yo camino
bajo / la rubia lluvia de noviembre / castigándola con mi felicidad”); y
entonces se cruzaron en su camino dos nombres de mujer, y el poeta Cohen se
encontró con el Cohen músico. Los nombres de mujer eran Suzanne y Judy Collins. La
primera, un poema de Cohen que la segunda convirtió en canción de éxito y, de
paso, despertó el interés por el compositor de los cazatalentos musicales del
Greenwich Village. Era 1966. Sólo dos años después, publicó su primer disco,
“Canciones de Leonard Cohen”, que cautivó con sus letras intimistas, sus
melodías suaves y su voz profunda y desnuda, sin artificios. Joyas que
resultaron ser imperecederas, como la propia Suzanne,
Sisters Of Mercy,The Stranger Song o So Long, Marianne. Historias de amores
que vienen y se van, de heterodoxas meditaciones religiosas, de soledades
compartidas, de extraños en busca de refugio como un San José en busca del pesebre.
Luego llegaron más poemas, y más intimidades autobiográficas y más
contradicciones y más depresiones y más guerras interiores y exteriores, y más amores
y odios... y más canciones míticas, eternas, que han traspasado sin apenas
rasguños la siempre espinosa frontera de las generaciones. Famous Blue Raincoat, Chelsea
Hotel, The Partisan (“una anciana nos dio refugio / nos ocultó en la
buhardilla / los soldados llegaron / ella murió sin un suspiro”), I’m Your Man, Hallelujah, Bird On The Wire
(“como un pájaro en el alambre, como un borracho en un coro de medianoche, he
intentado ser libre a mi manera”), The
Future (“he visto el futuro, hermano; es asesinato”) o First We Take Manhattan. Cohen, el poeta músico, sacó los versos de
su jaula de papel y los lanzó al cielo universal, para ser escuchados por
millones de almas en lugar de leídos solamente por unas miles. Habrá quien lo
llame canción popular; otros lo seguimos llamando poesía. Y además,
buena. Por eso fue un justo Premio Príncipe de Asturias en 2011 (y nos dejó uno de los más bellos, emotivos, honestos y agradecidos discursos que se hayan pronunciado jamás). Por eso estos días, a cuatro años de su muerte (7 de noviembre de 2016) son especialmente melancólicos.
¡Cohen vive!
Y al tercer año resucitó... Hace justo un año lo celebrábamos con gratitud y emoción: ¡Leonard Cohen saca nuevo disco! Un gran disco, “Thanks For The Dance”. Nueve canciones que el poeta canadiense dejó grabadas unos meses antes de su muerte, con instrucciones precisas a su hijo Adam, también músico, para que realizara los arreglos y la producción.
Con la colaboración de grandes artistas y amigos de Cohen (mención especial a su incondicional Jennifer Warnes y al español Javier Mas, inseparable del poeta en sus últimos ocho años de giras), el disco es casi un poemario vital, reflexiones sobre el amor y la muerte, sobre la música, sobre la vida. Y con un especial homenaje a Lorca, su amado Lorca, en el tema “The Night Of Santiago”, inspirada en “La casada infiel” del Romancero Gitano de nuestro poeta más universal.
Fue una gran noticia, una magnífica noticia, la publicación de este álbum póstumo que no es otra cosa que la demostración de que Cohen -el maestro, el soñador, el artista, el poeta- sigue vivo, eternamente vivo. Thanks for the dance, Mr. Cohen, thanks for the songs, thanks for the poems!
El amor de Juana de Arco
De todas las historias de amor
que ha retratado Leonard Cohen a lo largo de su prolífica obra literaria y
musical, tal vez la más mística y hermosamente romántica (en el sentido
trágico) sea la que nos relata en Joan OfArc (impresionante esta versión con Jennifer Warnes). Un maravilloso diálogo entre la guerrera cansada de luchar y el fuego
que la devora, a su pesar, en la hoguera, y que acaba convirtiéndose en una rendida
declaración de amor: “Entonces, fuego, enfría tu cuerpo / yo te daré el mío
para que lo abraces (…) Y en lo más profundo de su ardiente corazón / él tomó
el polvo de nuestra Juana de Arco / y sobre los invitados a la boda / dejó caer
las cenizas de su hermoso vestido de novia.” Poesía pura.
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