jueves, 23 de julio de 2020

El último retorno de carro. Mi homenaje a la máquina de escribir

Las nuevas generaciones -las del teclado, la consola y el smartphone- creen, en el mejor de los casos, que la máquina de escribir no es sino un viejo artefacto inútil con el que escribían los antiguos, allá en la era pre-móvil, pre-internet, pre-facebook... o sea, en la era prehistórica. No lamentarán, claro, que hace ya una década cerró la última fábrica de este invento revolucionario, la centenaria Godrej and Boyce, que aún sobrevivía heroicamente en este megatecnológico mundo.



Y es que la ya extinta máquina de escribir fue mucho más que un simple artefacto para escribir. Fue –y es- historia, revolución social, inspiración de poetas, arma de pensadores, iniciadora de literatos, cómplice de cronistas, aliada de oficinistas, instrumento sinfónico y heroína del celuloide. Smith-Corona, Olivetti, Adler-Royal, Olympia, Brother, Nakajima, Remington han escrito y firmado las páginas de la historia de todo nuestro siglo XX y finales del XIX. Sin ellas, el mundo habría sido, con toda seguridad, mucho menos interesante.

Como todos los grandes inventos de la Humanidad, la máquina de escribir tiene muchos padres. Al menos cincuenta y dos, según los expertos. Uno de los primeros fue el británico Henry Mill, que en 1714 obtuvo una patente de la reina Ana de Estuardo por un artilugio descrito como “una máquina para escribir”; no se sabe mucho más. Casi un siglo después, en 1808, Pellegrino Turri desarrolló un ingenio que permitía escribir a los ciegos; y en 1829 William Austin Burt patentó una máquina llamada “tipógrafo”, muy aparente, pero cuya escritura era más lenta que la manual, razón por la que nunca se llegó a comercializar.

A lo largo de las siguientes décadas, se patentaron innumerables máquinas de escribir en Europa y América, con idéntico éxito comercial que el tipógrafo: el Cembalo scrivano o macchina da scrivere a tasti de Giuseppe Ravizza en 1855; la máquina de escribir artesana del padre Azevedo fabricada con madera y cuchillos en 1861; o los diferentes modelos continuamente mejorados del austriaco Peter Mitterhofer, de 1864 a 1868. Hasta que en 1870 el reverendo danés Rasmus Malling-Hansen inventó, patentó y comercializó la “bola de escribir”, que escribía notablemente más rápido que las manos y fue la primera máquina de escribir puesta oficialmente a la venta.




Una página escrita en la Historia


Sin embargo, el primer éxito comercial es privilegio del inventor Christopher Sholes, aunque acabó repudiando su propio invento y vendió su patente por 12.000 dólares a E. Remington and Sons, famosos fabricantes de máquinas de coser. El 1 de mayo de 1872 comenzó la producción en Ilion (Nueva York), montada sobre la estructura de una máquina de coser, de suerte que el retroceso del carro se accionaba con un pedal. Si bien este primer intento fracasó, Remington puso a trabajar a sus mejores ingenieros y, partiendo de la idea de Sholes, acabaron diseñando una máquina de escribir similar a la que todos conocemos: con sus caracteres en relieve, sus teclas, su tabulador, su cinta de tela entintada (roja y negra, para la contabilidad), su retorno de carro y su mágico timbre marginal. Y también con su duro cliqueteo y sus atascos al pulsar más de una tecla a la vez y su aspecto ligeramente desigual del texto.
   
Con el invento de Sholes, el lento y tedioso trabajo de contables y oficinistas se hizo menos pesado; y las mujeres lograron cierta independencia económica al entrar en el mundo laboral. También los periodistas y los hombres de negocios aceptaron con entusiasmo la innovadora máquina. Y los escritores, claro. Leon Tolstoi es considerado el primer literato que utilizó el nuevo invento, en 1885; y lo que es más, instó a su hija a que aprendiese su manejo, convirtiéndose con el tiempo en su dactilógrafa particular. A Huxley, en cambio, le alumbró su lado más poético-pesimista: “Mi máquina de escribir viene escribiendo torcidamente / desde hace mucho; (...) por eso es por lo que / estoy dejando de ser poeta”.


 
La máquina de escribir, estrella de cine


Pero aparte de inspirar a poetas y novelistas, ha iluminado también a los más ilustres cineastas, pues si hay un objeto que posea verdadero carácter cinematográfico, es la máquina de escribir. Ha proporcionado escenas memorables en todos los géneros y épocas, y en algunas películas ha sido incluso la indiscutible protagonista. Escenas como la temible falta de inspiración ante el papel en blanco de Billy Cristal en Tira a mamá del tren (“La noche era...” acierta a escribir en horas) o el bloqueo total de John Turturro en Barton Fink, inerte ante su máquina Underwood; o la violenta locura de Jack Nicholson en El resplandor, expresada en cientos de folios que repiten febrilmente la misma frase, “All work and no play makes Jack a dull boy”. O el escritor alcohólico que llega a lo más hondo de su pozo de desesperación en el instante en que sacrifica su máquina de escribir a cambio de unos tragos, en la impactante Días sin huella del genio Billy Wilder.


También ha sido tabla de salvación, como en esa humeante secuencia en la que Oskar Schlinder dicta de memoria a Stern, uno a uno, los nombres de los 1200 judíos que van a salvar la vida: “Poldek Pfefferberg, Mila Pfefferberg, Paul Stagel... ¡más, más!... Horowitz, Wulkan...”. A veces, incluso una sola tecla ha sido protagonista de la trama: como aquella ‘a’ ausente, atragantada, en El secreto de sus ojos, que Espósito tiene que completar a mano, palabra a palabra, y que al final acaba convirtiendo un “temo” en un esperanzador “te (a)mo”. O la ‘t’ desviada en las notas anónimas de Al filo de la sospecha, que termina por descubrir al encantador, millonario y manipulador asesino, con el rostro de Jeff Bridges. O la ‘n’ defectuosa de la vieja Royal con la que Paul Sheldon/James Caan, el escritor secuestrado y torturado en Misery, es obligado a reescribir su última novela; máquina que acaba finalmente incrustada en la cabeza de su perturbada “fan número uno”. Y así, en cientos de películas míticas, como Todos los hombres del presidente y Los 400 golpes y El crepúsculo de los dioses y Cautivos del mal y Luna Nueva y La vida de los otros y Love Actually...


Sinfonía para máquina de escribir y orquesta

La máquina de escribir ha sido incluso inspiradora musical: en 1950 Leroy Anderson compuso una curiosa y simpática obra sinfónica, “Typewriter”, en la que la máquina de escribir es el instrumento solista, acompañada por la orquesta en pleno. Con esta pequeña obra de fondo, el cómico Jerry Lewis creó uno de sus gags más geniales e inolvidables, en el que escribe sin máquina, pero con todos sus sonidos; escena que interpretó en la película Lío en los grandes almacenes (1963) y también en sus famosos shows con Dean Martin en teatros y en la televisión.





Aquel día de 2011, en que la fábrica de Godrej and Boyce en Mombay cerró sus puertas, muchos estuvimos de luto. De luto negro y denso, como la tinta indeleble marcada, letra a letra, sobre el blanco folio de nuestra memoria. Sí, siempre nos quedarán nuestros recuerdos, nuestras primeras poesías y relatos, nuestras primeras canciones, nuestros primeros vacilantes pasos en este apasionante camino hacia la literatura, el periodismo o el simple placer de escribir. La máquina de escribir ha muerto. Pero como bien nos recuerda Stephen King en labios de su alter ego Paul Sheldon, “una buena máquina de escribir es eterna...”.




lunes, 6 de julio de 2020

La cerveza que inventó la cerveza





















El 4 de octubre de 1842, la pequeña ciudad bohemia de Plzen (pronúnciese Pilsen) pasó a la historia gracias a uno de los más importantes descubrimientos de todos los tiempos. Un hallazgo que ha alegrado, a lo largo de 170 años, los corazones y las mentes a millones de personas en todo el mundo, generación tras generación; un invento que transformó la manera de entender el ocio, la amistad, las celebraciones y la vida en general; una revolución luminosa, cosquilleante y embriagadora que escapó de los tiempos oscuros e inauguró una era dorada: la cerveza rubia.


Ese día de otoño, frío y desapacible como todos los días de otoño en la región checa de Bohemia, fue sin embargo uno de los días más felices y cálidos para los habitantes de Plzen reunidos en el mercado de St. Martin. Una felicidad que comenzó a gestarse un año antes y que nació de una amargura acumulada durante siglos. En efecto, hasta ese momento la cerveza que se elaboraba en Plzen, como en el resto del globo, era un brebaje amargo, turbio y desagradable. Cumplía su función, sí, pero no era precisamente un placer gastronómico, al menos para los exigentes paladares de los habitantes de Plzen. No en vano el reino de Bohemia se había caracterizado por ser el cruce de caminos cosmopolita de Europa desde el medievo, imán de artistas, sabios e inventores y cuyos habitantes vivían al margen de las reglas de la época, practicando una forma de pensar y hacer diferente, alternativa, y desde luego adelantada a su tiempo (Kepler, Sudek, Mucha o Kafka son nítidos ejemplos de ello).

Ese inconformismo, ese rechazo a lo establecido, a lo convencional fue lo que llevó a los habitantes de Plzen a una revuelta popular para exigir una nueva cerveza. Pero no nos adelantemos aún. La tradición cervecera de Plzen se remonta al mismo año de su nacimiento, 1295, cuando su fundador, el rey Wenceslao II, concedió a la ciudad la potestad de elaborar cerveza. Sin embargo, los estándares de control de calidad no eran precisamente severos: el test consistía en empapar un banco con cerveza, sentarse durante unos minutos y levantarse de nuevo; si el banco quedaba pegado a sus pantalones de cuero, la cerveza era suficientemente buena para ser consumida. Y aunque en 1588 fue un bohemio, Tadeus Hayek, quien primero escribió un libro sobre el arte cervecero y otro checo, Frantisek Poupe, fue pionero en usar el termómetro y otros artilugios para perfeccionar el proceso, los progresos no era excesivamente prometedores.


Plzen no era una excepción a esta regla. Se llegó incluso a castigar a más de un fabricante por la paupérrima calidad de su cerveza; la pena, derramar el producto en plena plaza mayor, para escarnio y vergüenza ante sus sufridos consumidores. En 1838 el asunto se hacía ya insostenible y un grupo de furiosos ciudadanos derramaron más de 36 barriles de brebaje fangoso por las alcantarillas de Plzen. Espoleados por esta acción, el resto de ciudadanos protagonizaron una pacífica pero amenazadora rebelión para exigir a las autoridades una cerveza de calidad más consistente. Convencidos por sus argumentos, su primera decisión fue contratar a un joven arquitecto, Martin Stelzer, que diseñó y construyó la mejor y más moderna fábrica de cerveza de la época, a orillas del río Radbuza. 

Pero la verdadera clave de esta revolución que empezaba a pergeñarse, fue la elección de un joven bávaro llamado Josef Groll, llamado a ser el maestro cervecero que cambiaría para siempre la forma de elaborar la cerveza.
Groll sabía que durante miles de años (desde los sumerios) la cerveza se había elaborado en tanques abiertos, a temperaturas elevadas y por el sistema de alta fermentación, lo que podía deteriorar la calidad de la cerveza, especialmente en los meses de verano. Groll ya había experimentado métodos alternativos con éxito en su Bavaria natal y éste fue el secreto que se llevó a Plzen en 1841. Las autoridades le dieron un año de plazo para elaborar un nuevo tipo de cerveza en la nueva fábrica de Stelzer. Ayudado por los magníficos ingredientes naturales de la zona (cebada de Bohemia, lúpulo de Saaz, agua blanda del Radbuza…), ciertas temerarias innovaciones (calderas de cobre, triple destilación) y su método revolucionario (fermentación en la parte baja de los tanques y a temperaturas entre 6º y 10º) el visionario maestro cervecero Josef Groll logró crear una cerveza radicalmente diferente de las que se habían elaborado durante 6.000 años, y que pronto se convirtió en un referente mundial (hoy, el 80% de las cervezas son de baja fermentación). Un placer de luminoso color dorado, sabor suave y ligero, compacta espuma y delicioso sabor. Lo que hoy conocemos como cerveza estilo pilsen o pilsener (nacida en Plzen), también denominada lager o, entre nosotros, rubia.


El 4 de octubre de 1842 se abrieron los primeros barriles en el mercado de St. Martin, ante cientos de expectantes ciudadanos. Lo que se reveló ante ellos fue casi un milagro, una sensación indescriptible. Después de años soportando brebajes de turbio y desagradable sabor, sus paladares sintieron el suave frescor de una cerveza rubia, exactamente tal y como la conocemos ahora (en la fábrica de Plzen se sigue elaborando esa misma cerveza, Pilsner Urquell, con el mismo proceso e idénticos ingredientes que en 1842). Por primera vez en la historia la cerveza no se bebía, ¡se saboreaba! Un cronista de la época lo relató así: “¡Qué admiración se percibió cuando el color dorado destelló y la espuma blanca como la nieve se elevó sobre él; cómo se regocijaron los bebedores al descubrir el chispeante y extraordinario sabor, inédito entre las cervezas hasta ese instante!” Una sensación que, desde ese mágico instante, hemos podido experimentar millones de amantes de la cerveza en todo el mundo. 

¡Gracias a Groll!



miércoles, 1 de julio de 2020

Davide Morana. Amputado x4. Fuerte y feliz



Como ya conté hace tiempo, uno, a veces llega jodido a casa. No fastidiado, no enfadado, no apesadumbrado. Jodido. Tal cual. Se le van juntando cosas, problemillas, desilusiones, frustraciones, hartazgos varios, dudas tontas… Son cuestiones más o menos pequeñas, más o menos leves, o graves; colinas, no cordilleras. Lo malo, piensas, es que las malditas colinas no se colocan una detrás de otra —eso sería estupendo, asequible—. No, lo malo es que se acumulan una sobre otra. Las muy puñeteras. Y forman una gigantesca cordillera ab-so-lu-ta-men-te insalvable. O eso piensas. Y cuando crees que has encontrado una salida, un recodo, un desvío que te salve de toda esa tormenta mental y anímica y te acerque de nuevo a tu sueño o a tu ilusión o a lo que sea, ¡zas!, se baja la barrera, se cierran las compuertas, y tú te quedas ahí, paralizado, atontado, preguntándote qué narices ha pasado esta vez. Y por qué ha tenido que pasar otra vez. Y sigues tu camino de frustraciones y desilusiones y dudas, hacia ninguna parte. Arrastrando los pies, con la mirada gacha y con la autoestima reptando por el suelo.

Y entonces, otra vez, la vida te envía una sonrisa inesperada –o una bofetada, según se mire- y una dosis de realidad que, sinceramente, necesitabas más que respirar. Suele pasar, cuando andas cerca de Lo Que De Verdad Importa. Que enseguida te cae encima una historia, una lección que te quita la tontería de un plumazo. Eso, precisamente, es lo que sucedió hace unos días, en uno de los Encuentros Clandestinos de LQDVI –que ahora se celebran en la molona sede de Parafina- escuchando la historia de Davide Morana, “amputado x4. Fuerte y feliz”.


Escapar para sobrevivir

Davide es un tipo afable, alto y guapete, deportista de élite, muy optimista, con una fuerza mental envidiable, una sonrisa permanentemente enganchada a su cara y una novia española (él es italiano) que es un verdadero ángel, su ángel. Lo tiene todo, el tío. Bueno, salvo brazos y piernas. Aunque eso, a él, le preocupa poco.

Davide creció en un ambiente familiar tenso, de carencias y de mentiras, enfrentado a un padre sin trabajo para quien la apariencia era más importante que la necesidad (Sicilia es así). Con catorce años, lo ficha un equipo de baloncesto en Génova y allí se traslada –se escapa- con la idea de salir de ese ambiente y empezar una vida nueva. Mucho entrenamiento, mucho campeonato, y la mente ocupada en su pasión. El espejismo dura cuatro años. Llega lo que él llama el primer “bache”. Diagnóstico: diabetes. Vuelve a casa muy enfermo, pierde siete kilos en tres días, lo ingresan en el hospital de urgencia, y allí cumple los 18. No hay tarta, claro.


Una tregua de dos años… y vuelta a la irrealidad

Davide hace frente al problema y decide que lo más sabio es aceptarlo y convivir con él. La insulina ayuda bastante, pero lo que le empuja es sobre todo su actitud. Vuelve al deporte y a la vida activa. Y su sueño de ser un deportista de élite está ahí, justo ahí, al alcance de los dedos. Pero esta vez la tregua solo dura dos años. Una grave lesión le devuelve a casa, al ambiente frustrante y enfermizo, rodeado de apariencia, de irrealidad. De conflicto permanente con sus padres. De falsa felicidad compartida en Instagram.

Y enredado en ese bucle de mentiras y borracheras, cuando parecía no haber salida, Davide conoce a su salvadora, Cecilia, una española de Erasmus en Italia que le abre la mente y el corazón y le devuelve la esperanza en sí mismo. La idea es irse con ella a España y reiniciar su vida. Y eso hace Davide, después de un año trabajando a destajo para ahorrar unos euros. En Murcia encuentra trabajo de camarero, y al mismo tiempo estudia y entrena. No hay minutos libres en su vida, gana apenas 500 euros al mes, pero es feliz. Lo tiene todo, amigos, salud, deporte y una persona maravillosa a su lado.


Y entonces… llega la meningitis

Pero, claro, la felicidad no podía durar mucho, vistos los precedentes de Davide. Y en 2018 llega el tercer bache. Pedazo de bache. Llega por sorpresa, con nocturnidad y alevosía, la fiebre disparada, delirios, vómitos, manchitas por todo el cuerpo, debilidad total, dolor insoportable. Van a Urgencias y el diagnóstico es atroz: meningitis. Davide pasa siete días en coma, y los dos primeros sin esperanza de vida. Los médicos se sienten impotentes frente a su caso. Pero no saben con quién están tratando. A las 48 horas el peligro de muerte ha pasado de largo. Pero ha dejado secuelas graves, terribles. Tras un mes en la UCI, pasa a la unidad de quemados y cirugía plástica. Los médicos no saben cómo decírselo, aunque Davide ya lo sabe, y ya lo ha aceptado. Le tienen que amputar brazos y piernas. Pero no se apena, pues sabe que es la única salida. Lo importante es que está con vida, y mentalmente fuerte. Podía haber muerto. O peor, podía haberse quedado como un vegetal. Lo que mantiene su sonrisa –sí, la sonrisa no la ha perdido en ningún momento- es su mirada proyectada hacia el futuro.



Like a boss

El 10 de abril de 2018, Davide sale del hospital “like a boss”. Confiado, contento. Inconformista. El siguiente objetivo que se marca es conseguir unas prótesis de última generación que le devuelvan la autonomía, e incluso la capacidad de hacer deporte. Pero son extremadamente caras, y el sueldo de camarero no da ni para un dedo. Pero siempre hay salida, si la sabes buscar. Ceci crea una campaña en internet para recaudar fondos, cuenta la historia de Davide, su lucha, y la respuesta de la gente es apabullante. Un mar de solidaridad llega a sus puertas y logran incluso superar el presupuesto marcado. En Italia encuentra las prótesis que estaba buscando y la ayuda para aprender a utilizarlas. Los médicos le dicen que tardará un año en levantarse, pero a los pocos meses Davide ya estaba en pie. Le dicen que andar serán también varios meses, pero cinco días después estaba paseando por los pasillos del hospital. ¿Y correr? Eso es muy difícil, no creo que… Un mes después estaba corriendo en la pista de entrenamiento.

De vuelta en Madrid, Davide y Ceci tienen que enfrentarse a la realidad que existe más allá del hospital. Porque ahí, en casa, el sistema te deja solo. Te las tienes que apañar tú. Afortunadamente, el entorno de Davide le apoya, le ayuda y le informa. Empieza la rehabilitación para recuperar fuerza y masa muscular. Quiere –necesita- volver al deporte cuanto antes. También comparte su experiencia en conferencias y charlas, como embajador de la Asociación Española contra la Meningitis, lanzando un mensaje de optimismo y esperanza a todos los afectados por esta cruel enfermedad, y haciendo campaña pro vacunación. No lo hace por él, sino para reivindicar que todos los amputados y cualquiera que haya sufrido un trauma importante tengan un seguimiento profesional para seguir adelante. Para seguir luchando. Para no rendirse.



Adiós, brazos y piernas; hola, muñones

La vida requiere esfuerzo y sacrificio, nos dice Davide. Un médico, un deportista de élite, un escritor no logran sus metas de un día para otro. Hay mucho trabajo detrás, hay sacrificio, renuncias, perseverancia. A veces tienes que apretar los dientes y soportar el dolor, y dar un paso y otro y otro… y no dejarse intimidar por los baches. Y si necesitas ayuda, la pides. Para eso están los demás, para eso está tu gente. Para hacer equipo.

Existe una palabra fundamental en la vida de Davide: resiliencia. Un concepto que hay que aplicar no sólo en los momentos más duros, sino todos los días, en cada pequeño problema. Para él, tiene un triple significado: la aceptación, la capacidad de rescatar tu vida afrontando tu nueva condición y la certeza de que, además, la puedes mejorar, encontrar ventajas en tu carencia. Es lo que hizo Davide, dijo adiós a sus brazos y a sus piernas y dio la bienvenida a sus muñones. La vida es hermosa, nos recuerda (lo olvidamos a menudo), es positiva, es dura (eso lo recordamos siempre), es felicidad y sufrimiento, y sobre todo es fuerte. Por eso la vida nos pide fuerza. Él tenía dos posibilidades: la primera, la más fácil, hundirse y hundir a su entorno, la muerte en vida. La segunda, la más difícil (aunque para él la más natural), luchar y agradecer la vida, rescatar sus sueños, su libertad, su felicidad y la de los demás. Ahora, solo un año después del gran bache, está preparando sus primeros Juegos Paralímpicos.


La gran paradoja -la gran lección- que nos deja Davide en esta tarde clandestina la resume maravillosamente en una frase de las que hay que grabarse a fuego: «Agradezco a la enfermedad la oportunidad de poder compartir lo más profundo de mi corazón y poder expresar en voz alta mi amor por la vida». Dicho queda. Alto y claro. Ahora, lo que toca es aplicarse el cuento. Y dejar de quejarnos porque alguien –o nosotros mismos- nos ha puesto una pequeña piedra en el camino. ¿Verdad, Pepe?


Y aquí el genial resumen gráfico creado in situ por Carlota Serna. Una artistaza.