martes, 27 de noviembre de 2018

Congreso de LQDVI 2018. 5 bofetones de terapéutica realidad. Y tan a gusto.


Uno, como cada año, llega al congreso de Lo Que De Verdad Importa con sus pequeñas miserias y sus sobrevaloradas desgracias, con sus granitos de arena reconvertidos en himalayas imposibles; con su queja latente y su visión nublada de esta vida loca, loca, loca; llega, en fin, con sus gafas de miope emocional, o sus orejeras cargadas de prejuicios, que no le dejan ver más allá de lo que tiene frente a sus ojos y a no más de metro o metro y medio. Y no falla: es llegar y empezar a sentir la magia. Uno ve a esos dos mil jóvenes, apenas 18 o 19 años, contagiándose ilusión anticipada por lo que están a punto de experimentar; ve a los voluntarios, animosos y entregados; y a los habituales amigos de todos los años (patronos y fans incondicionales de LQDVI), que se reservan este día como quien se reserva el día de su boda; y ve a María Franco y su equipo de cracks, rematando con nerviosismo los detalles de última hora, agobiadas (¡bendito agobio!) por la apabullante asistencia, que cada edición desborda el aforo del Palacio de Congresos de IFEMA (lo mismo que todos los aforos, año tras año, en todas las ciudades).

Y uno ve, ya en la zona VIP, a los ponentes que en unos minutos van a dar un revolcón emocional, moral y casi físico a todos los que allí estamos, en cuerpo y alma. Uno ve a Sara, a Pepe y Álvaro, a Kenneth, a los Campeones, listos para darlo todo (T-O-D-O) y piensa: “Bien, Pepe, bien; estás en el lugar correcto, hoy. Esto promete. Esto te va a soltar un bofetón de realidad terapéutica que te va a fulminar las orejeras con efecto instantáneo, y te va devolver a casa como nuevo. Y falta te hace”. Y uno, que en el fondo no es mala gente, toma asiento, deja sus pequeñas miserias y sus sobrevaloradas desgracias en el suelo y pone la cara, en espera de este añorado bofetón anual.


El bofetón de Sara

Y sube Sara al escenario. Sara Andrés, profesora de primaria, psicopedagoga, medallista paralímpica (400 y 200 metros), oro en simpatía y cercanía, multideportista (tenis, frontón, kárate, hípica, esquí, paracaidismo, baile…), inquieta por definición, soñadora y realizadora de sueños. Sin pies. Aunque eso es lo de menos, teniendo todo lo demás. Ya nos gustaría, a nosotros. Con 25 años sufrió un accidente de tráfico que, además de cercenarle los pies, cercenó su vida anterior (cómoda, feliz, estándar). En un instante. Lo pasó mal, muy mal. Se vio limitada y deprimida, dependiente, inútil. Estuvo mucho tiempo en shock, todo dolor y sufrimiento. Preguntándose ¿por qué a mí? Y sin hallar respuesta. Hasta que dijo ¡basta! 

Decidió que no se podía perder la vida. Que todo tiene su porqué. Que había que recuperar lo que de verdad importa; y eso no eran los pies. Decidió que podía reír, abrazar, bailar, hacer deporte, superar los retos que se propusiera, que no son pocos precisamente. Y en eso lleva desde entonces, viendo siempre lo bueno que hay en lo malo, o en lo peor (sí, también superó un cáncer), viviendo la vida a tope, en presente, en modo disfrutón. Mientras, se prepara para Tokio 2020. “Todos podéis conseguir cosas que jamás habríais pensado”, nos dice. Y nos lanza un reto: “Si sólo te quedara un día de vida, ¿cómo querrías vivirlo? ¿Enfadado o contento, amargado o feliz?” Primer bofetón de la mañana.


El bofetón de Pepe y Álvaro

Turno para Pepe Otaola y Álvaro Pisa. Dos jóvenes valientes en el peor de los escenarios, Palestina, entregados a la más dura de las causas, los niños discapacitados y abandonados (en cubos de basura, en la calle), los ancianos desechados y enfermos. Lo más vulnerable, lo más olvidado de una tierra ya de por sí bastante olvidada. Ambos, Pepe y Álvaro, tuvieron una vida normal, feliz, despreocupada. Privilegiada. Con sus altibajos, claro. Con sus dudas. Con sus desentendimientos familiares y sus ambiciones. Uno iba para arquitecto (Álvaro), otro para abogado y lobo de Wall Street (Pepe; aunque se le pasa pronto y se tira 8 años repartiendo bocadillos a los indigentes). Pero el destino les tenía preparado otro camino bien distinto. Cuando se conocen, por casualidad, encajan a la perfección. Comparten inquietudes, un cierto vacío existencial, y el deseo de salir de su burbuja y hacer algo para cambiar el mundo. Suena muy grande, sí, pero todo es cuestión de proponérselo. 

Un viaje inesperado a Tierra Santa y Palestina es el detonante. Visitan un campo de refugiados y allí descubren, en riguroso directo, la verdadera definición de sufrimiento, de miedo, de miseria. Con toda su crudeza. Pero también con esperanza: la que representan cuatro monjas que cuidan, con absoluta fe y total entrega, a 30 niños abandonados, muchos de ellos enfermos mentales. Así que deciden quedarse. Y darlo todo por esos niños; su tiempo, su ilusión, sus manos, su esperanza, su vida. En 2016 crean, en contra de muchas opiniones cercanas, Youth Wake Up! Comienza un camino duro, difícil, plagado de bombas y muerte, de dolor e impotencia. Pero ahí radica su mérito, su valentía, y su gran lección: “Tenemos que cambiar las cosas. Es una barbaridad lo que pasa ahí fuera. Hay que involucrarse. En Palestina, en el mundo o a cinco calles de tu casa”. Y una pregunta demoledora: ¿cómo podemos ser felices viendo tanto sufrimiento alrededor y quedándonos sin hacer nada? El segundo bofetón de la mañana.


El bofetón de Kenneth

La historia de Kenneth Chukwuka Iloabuchi, de título inmigrante subsahariano, o séptimo hijo de una familia nigeriana que sueña con ser abogado (tú eliges cómo quieres verlo), es la historia de miles de personas que sueñan con una vida mejor (a menudo simplemente con una vida) y la buscan en otro país. España, por ejemplo. Porque no les queda otra. Huyen de la pobreza, del hambre, de la guerra, de una muerte segura por sus creencias. ¿Acaso no lo harías tú? Es la lucha descarnada por su vida y la de su familia. Y ante esa realidad/amenaza, lo dejan todo atrás y se lanzan sin pensar a los brazos del desierto, del mar, de las mafias. Y a menudo mueren. Y a veces, pocas, llegan. Es la historia de Kenneth, que fue engañado y robado por las mafias, que permaneció casi tres años atrapado entre Argelia y Marruecos, entre el desierto, los campos de refugiados y la nada; y que finalmente pudo embarcar en una patera rumbo al arcoíris. A la patera de al lado se la tragó el mar, y a todas las personas que iban en ella (Kenneth llora desconsolado mientras lo relata); en ese instante le hizo una promesa a Dios: “Si me salvas, prometo dedicar la vida a los demás”. Dios cumplió su parte. Kenneth llegó a España; y no sólo eso, consiguió trabajo en el campo, en la construcción, en lo que fuera; comenzó una relación, rehízo su vida. Ocho años después recordó la promesa. 

Es entonces cuando decide entrar en el seminario (“Sólo para probar”, le dice a su novia. Ella lo entiende). Hoy es párroco de Lorca y capellán del hospital. El ‘Padre Patera’. Y dedica su vida a los demás, a sus hermanos (a todos nos llama “hermano”; será que lo somos). “No podemos hablar de inmigrantes, sino de personas”, nos dice. “Porque todos somos igual de importantes. Lo que pasa es que no nos paramos a escuchar”. Si escucháramos sus nombres, si conociéramos sus historias, si entendiéramos sus sentimientos… entonces las estadísticas se transformarían en personas. Como tú y como yo. Ese es el mensaje “anti orejeras” del padre Kenneth. Y el tercer bofetón de la mañana.


El bofetón de Campeones

El cuarto bofetón es un señor bofetón, un bofetón de campeonato. Especialmente en un día como el de hoy, que es una gran celebración de la inclusión. El lema para este año de Lo Que De Verdad Importa, representado por un luminoso color amarillo (ya sé el color de mi próximo libro). La lección de estos Campeones la hemos conocido más de tres millones de espectadores, entre carcajadas, emociones y reflexiones. Y esta mañana mágica nos la recuerdan, con la misma complicidad y sentido del humor (y un gran, gran sentido común), Roberto Sánchez, Jesús Lago Solís y Jesús Vidal, tres de los geniales protas del taquillazo del año, junto a la no menos genial Allende López, asesora de inclusión de la película de Fesser, y que lleva dentro un corazón que no le cabe en el cuerpo. Entre todos, nos dieron una sensacional lección de comprensión, superación personal y miradas limpias; no las suyas, que también, sobre todo las nuestras, que miran a estos ‘discapacitados’ con la miopía propia de los que nos creemos normales. “¿Normalización? Eso sería como reconocer que hay algo que no es normal y hay que normalizarlo”, se rebela Allende. Y es verdad, porque todos (T-O-D-O-S) somos maravillosamente diferentes. “La diversidad no es más que un valor añadido; aportar algo que solo tú puedes aportar”. Esa es la gran lección de la película, ese es el mensaje impepinable de esta simpática, fresca y extraordinaria panda de Campeones. Y el cuarto bofetón de realidad de la mañana.


El bofetón de David y Rozalén

Queda uno, todavía. Con música y letra. Baile, la canción de David Otero, en compañía de Rozalén, que nos enseña a “bailar en braille”. Que nos habla de “la incapacidad que tenemos a veces de tocar, de ver, de sentir, de estar un poco con los brazos abiertos a la vida”. Un tema que nos invita a ver el mundo más con el oído, con el tacto, con el corazón, que con los ojos; a escuchar más y opinar menos; a entender sin prejuzgar; a mirar más allá, más adentro; a tener los brazos abiertos de serie; a quitarnos orejeras y gafas de miope emocional. A ser más los demás. Que en el fondo es como mejor somos nosotros. Y a estar dispuesto a recibir estos maravillosos bofetones de realidad, tan terapéuticos, tan necesarios, tan refrescantes. Eso es lo que de verdad importa.


Lo único: no esperemos un año, hasta el próximo congreso. Todos los días podemos recibir nuestra pequeña dosis. Es de lo más recomendable.










martes, 20 de noviembre de 2018

Talento callejero. Cuando la música es la vida.


Los músicos callejeros son habitualmente despreciados por los insensibles viandantes de las grandes ciudades o, en el mejor de los casos, simplemente ignorados. Algunos de ellos son molestos, es cierto; pero muchos otros poseen enorme talento, cuando no auténtica genialidad. Sólo nos piden que nos detengamos un minuto, que escuchemos su música y que, si acaso, echemos una moneda. Muy poco para lo mucho que ellos dan.



Son muchos los músicos que deleitan con su talento nuestro acelerado ir y venir en metros, parques, calles y plazas de las grandes ciudades. No cuentan, claro, los moscones desesperantes del acordeón y el organillo; hablamos de música, no de zumbidos. Sin embargo, el arte de estos músicos –a menudo inmenso- no siempre es apreciado en su justa medida; tal vez sea por ignorancia o falta de sensibilidad; o quizá por esta vida a contrarreloj que sufrimos y nos impide detenernos simplemente un par de minutos, escuchar y disfrutar de la belleza. La respuesta a esta pregunta es lo que pretendió averiguar el Washington Post a través de un curioso experimento: colocó a Joshua Bell, uno de los violinistas más prestigiosos del mundo, en el vestíbulo de una transitada estación del metro de Washington, en plena hora punta; el músico callejero (por un día) estuvo haciendo gala de su virtuosismo durante casi una hora ante los indiferentes transeúntes. Más de mil personas pasaron frente a Bell y apenas una decena se detuvieron a escuchar las maravillosas piezas de Bach y Schubert interpretadas por el maestro con un Stradivarius "Gibson ex Huberman", único en el mundo y valorado en tres millones de dólares. Solo una mujer, que reconoció a Bell, se detuvo a escuchar durante varios minutos y luego charló con él unos instantes. Los otros mil y pico pasaron de largo a toda velocidad –la velocidad habitual- sin girar la mirada siquiera. Probablemente sin oír la magia siquiera.
Idéntico experimento se realizó en el metro de Madrid, de la mano del violinista libanés afincado en España Ara Malikian, y tampoco en esta ocasión apenas se detuvo nadie, salvo un par de transeúntes con poca prisa y quizá algo más de sensibilidad; ni siquiera los más caritativos, que lanzaban a la carrera unos céntimos en la funda del violín, cuya recaudación final sumó 5,35 euros. Ara Malikian, sin embargo, agradece la experiencia y reivindica el talento de sus colegas de la calle: “Tocar en lugares como estos es una verdadera vocación y hay intérpretes muy buenos”. Y tiene razón. Los metros, plazas, callejuelas y parques del mundo están repletos de grandísimos músicos, ya sean jóvenes en busca de una oportunidad, exmúsicos profesionales caídos en desgracia o, simplemente, homeless de portentoso talento natural.



Tal es el caso de Damián Salazar, un joven virtuoso de la guitarra eléctrica que toca en la calle Florida de Buenos Aires y que a sus 19 años de puro talento se ha convertido en una verdadera celebridad, interpretando con su peculiar estilo los más famosos punteos de artistas como Guns and Roses, Dire Straits, Scorpions o Pink Floyd. Lo mismo que Tim, maestro del punteo bluesero, y ya una leyenda callejera en su desnudo escenario de piedra, a los pies de la Ópera de la Bastilla en París. Algunos años más tiene el simpático abuelo que interpreta Johnny Be Goode en una calle de Bruselas, acompañado únicamente de su guitarra acústica, su barba de Papá Noel y una inquebrantable pasión por los clásicos del rock&roll. John William Windham, también abuelo, tocaba el blues con el corazón en las aceras de San Francisco, entre el parque junto al estadio de los Giants y la tercera parada de autobús de la 22; vivía en la calle desde hacía años y allí fue robado y asesinado en 2007; pero los que le escucharon tocar aún recuerdan su sempiterno cigarrillo colgado de los labios, su mirada pícara y su blues de alma negra al más puro estilo Mississippi, donde había nacido 70 años atrás.
Otra vieja gloria de las estaciones de metro y autobuses de Nueva York es conocido y reconocido como Danny Small. Una voz portentosa que interpreta con maestría clásicos del soul (Jackie Wilson, My Girl, Sitting On The  Dock Of The Bay, Without You In My Life), y que encandila a cualquier mortal que pase por ahí y tenga un mínimo gusto por la buena música. “Nunca aprendí a cantar; simplemente escucho una canción y la interpreto. ¡Canto sin cantar!” dice, y se ríe. Danny llegó a tener una banda, pero ahora vive en el metro, en algún punto entre Harlem y el Midtown. Y es feliz, porque ama cantar y en cada “concierto” reúne a su alrededor unas decenas de agradecidos admiradores de ese talento inmenso y generoso.
Lo mismo que el mítico Grandpa Elliott, un icono de las calles de Nueva Orleans durante décadas; su voz, su armónica y su reconfortante presencia han tocado incontables corazones a lo largo de los años, y especialmente tras el devastador paso del Huracán Katrina. Hoy, el anciano y jovial Grandpa ha dejado la calle para ser el alma de una peculiar banda formada por músicos callejeros de todo el mundo, unidos en un movimiento cuya misión es tratar de cambiar la sociedad a través de la música. Su nombre, Playing for Change Fundation.
               La idea nació hace una década, cuando la abogada, coreógrafa y actriz Whitney Kroenke conoció al productor musical y director Mark Johnson en Los Angeles y juntos dieron forma a este proyecto. Mark había perfeccionado un estudio móvil con el que grababa a músicos callejeros de todo el mundo interpretando una misma canción, cada uno con su instrumento o su voz, para luego combinar sonido e imagen en un original, multiétnico y maravilloso vídeo. El primer capítulo se empezó a grabar y filmar en octubre de 2001 con el mítico soul Stand By Me, de Ben E. King.
El estudio de grabación móvil empezó a recorrer el mundo localizando músicos que ‘tocaran’ el corazón. Los primeros fueron Grandpa Elliott, en Nueva Orleans, y Roger Didley, conocido en las calles de Santa Mónica como “la voz de Dios”; todo talento, alma y dedicación, y cuya interpretación de Stand By Me sobrecogió el corazón de Mark y le convenció de que el proyecto debía seguir adelante (“esta canción dice: no importa quién seas, no importa dónde vayas, lo único importante es que tengas alguien a tu lado” introduce Didley al comenzar su canción). A ellos se fueron uniendo la tabla de lavar de ‘Washboard’ Chaz (Nueva Orleans), la voz de Clarence Bekker (Amsterdam), la percusión tribal de Twin Eagle Drum Group (Nuevo México), la pandereta de François Vigué (Toulouse), la mandolina de Cesar Pope (Río de Janeiro), el chelo de Dimitri Doganov (Moscú) el coro africano de Sinamuva (Congo), el saxo de Stefano (Pisa), la batería de Kissangwa (Congo), las guitarras de Geraldo & Dionisio (Caracas), el contrabajo de Pokei Klaas (Sudáfrica) y los bongos de Django Degen (Barcelona).

Hoy son ya 76 los episodios grabados por Playing for Change en las calles de todo el planeta, cada uno de ellos una auténtica e inspiradora joya musical. Fieles a su lema “conectando al mundo a través de la música”, han creado una banda liderada por Grandpa Elliott y formada por músicos africanos, europeos y americanos que recorre el mundo alegrando los corazones e iluminando las almas de cientos de miles de personas, y recaudando fondos para ayudar a músicos sin recursos y otros proyectos solidarios. Cuando regresen a España no se lo pierdan, les tocará de lleno.
“La música nos rodea. Lo único que tenemos que hacer es escucharla” sentencia el portentoso y precoz August Rush en esa maravillosa oda a la música como forma de vida —en la calle, en un club o en un auditorio— que es El triunfo de un sueño. Una película imprescindible para todos aquellos que nos detenemos unos minutos a escuchar el talento callejero, sólo por el placer de escuchar buena música.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Regreso al futuro: Todos quisimos conducir ese DeLorean.


Todos, estoy seguro, hemos tenido alguna vez el deseo, el sueño imposible, de viajar en el tiempo; al pasado o al futuro, inmediato o lejano, solos o acompañados, en un vehículo más o menos científico o vía desintegración molecular; por morbo, por curiosidad, por ambiciones ocultas o por puro capricho. Vivir en directo una época ajena a la nuestra es una utopía universal, sí, pero nadie, que se sepa, la ha hecho realidad. Bueno, salvo Marty McFly y su inseparable Doc. ¿O eso era una película?



Primera escala: 5 de Noviembre de 1985
Hoy es la fecha, el día F: 21 de octubre de 2015, el día elegido por Doc Brown para viajar al futuro, después de viajar al pasado y antes de viajar al más pasado todavía. Un día perfecto, pues, para realizar un viaje por el tiempo con escalas y volver a vivir, en nostálgico diferido, lo que sentimos y experimentamos con esta aventura de encuentros, reencuentros y desencuentros. Una historia que marcó a toda una generación, y que aún mantiene su huella intacta. Porque todos, hace 30 años, un 5 de noviembre de 1985, fuimos Marty McFly. Todos subimos con el estrafalario Doc al DeLorean DMC-12 («si vas a construir una máquina del tiempo, por qué no hacerlo con estilo»), todos marcamos la fecha mágica Nov 12 1955 en el reloj temporal del salpicadero y todos aparecimos en el Hill Valley, California, de 1955 para vivir una emocionante, intensa y divertida peripecia. Sí, desde aquella adolescente tarde de cine, todos hablábamos del “condensador de fluzo” con la misma naturalidad que de la gasolina de la vespa y comentábamos sin pestañear que sólo el plutonio era capaz de generar los 1,21 gigavatios de energía eléctrica necesarios para arrancar el DeLorean; aunque, por si acaso no funcionaba el invento, nos agenciamos un monopatín, un “plumi” sin mangas granate y los walkman con las pegadizas canciones de Huey Lewis.


Segunda escala: verano de 1980
Pero retrocedamos un paso más en nuestro viaje al pasado. Al día en que nació la original –y millonaria- idea. Fue allá por el verano de 1980, cuando el productor Bob Gale, hurgando en el sótano del domicilio paterno, se encontró con el anuario de instituto de su padre y se preguntó: ¿Habría sido amigo de mi padre si hubiera coincidido con él en el instituto? ¿Cómo sería conocer a tus padres de jóvenes, con tu misma edad? Gale y su amigo Zemeckis comenzaron a dar forma a la idea y un fin de semana de septiembre escribieron el guión. Una vez terminado, lo ofrecieron a diversos estudios («Es la historia de un chico que viaja al pasado y su madre se enamora de él»), pero fue rechazado por todos (demasiado fuerte para Disney; y demasiado blando para los demás). Sólo el visionario Steven Spielberg intuyó una gran película y se ofreció para producirla. Después de unos años en el limbo, y a raíz del éxito de Tras el corazón verde, Zemeckis se decidió a rodar su guión, confiando el proyecto a quien había confiado en él desde el principio: el genio Spielberg.
    La intuición del Midas de Hollywood no pudo ser más acertada. Y la perseverancia de Robert Zemeckis y Bob Gale obtuvo su merecida recompensa. La película recaudó 210 millones de dólares, convirtiéndose en la más taquillera de 1985 (por delante de Rambos, Rockys y Goonies); y también en la más rentable, ya que había costado tan sólo 19 millones de dólares. Pero además, Regreso al futuro entró a formar parte de la leyenda del cine, y hoy es considerada como una auténtica obra de culto. Y no sólo para nuestra generación.



Tercera escala: 1895
Pero ¿cuál es el secreto del éxito de Regreso al futuro, de su inmortalidad cinematográfica? No es, desde luego, la originalidad del argumento. Los viajes en el tiempo habían sido tratados casi un siglo antes, en la literatura. En 1895, H.G. Wells ya desveló en su novela La Máquina del Tiempo cómo construir un ingenio viajero que permitiera trasladarse cómodamente por los recovecos del futuro, concretamente al año 802.701. Incluso Mark Twain se había adelantado a H. G. Wells: en 1889 publicó Un yanqui en la Corte del Rey Arturo, relato que narraba las vicisitudes de un moderno viajero en la caballeresca Edad Media británica. Y unas décadas después otro visionario, Ray Bradbury, nos desveló las consecuencias del “efecto mariposa” durante el viaje de sus protagonistas a la prehistoria, en El ruido de un trueno, cuento publicado en 1952.

    Tampoco el secreto de su éxito es la originalidad de sus personajes (adolescente con problemas de socialización-matón-amigo extravagante-chica redentora), ni sus efectos especiales, ni el tono liviano, de puro entretenimiento, sin mayor pretensión que divertir al espectador mientras devora palomitas. No. La inmortalidad de Regreso al futuro fue una conjunción de muchos factores: el humor, la música, el ritmo trepidante, la elección de Michael J. Fox y Christopher Lloyd, los guiños generacionales (Doc: «Dime, chico del futuro, ¿quién es el presidente en 1985? Marty: Ronald Reagan. Doc: ¿Ronald Reagan? ¿El actor? ¡Ja! ¿Y quién es el vicepresidente? ¿Jerry Lewis?») y, por supuesto, los viajes en el tiempo, pero vistos desde una perspectiva bastante original: cómo sería la relación entre padres e hijos si se conocieran con la misma edad, y cómo esa relación podría determinar el futuro y hasta la propia existencia («Ningun McFly ha llegado a ser alguien en toda la historia de Hill Valley». «Sí, pero la historia llega a cambiar»). Y una vuelta de tuerca más: ¿qué pasaría si tu madre, una joven bella y extrovertida, se enamorara de ti?

Pasado, presente y futuro se entremezclan con inteligencia a lo largo de toda la película, al igual que el humor y el amor, el rock y la acción, la emoción y la insensatez científica. Y una curiosa y divertida interpretación del “efecto mariposa” que definió Bradbury, que se da a lo largo de toda la historia. Un ejemplo: el centro comercial donde Doc muestra por primera vez la máquina del tiempo a Marty se llama Twin Pines Mall (Pinos Gemelos), pero después de que en su aterrizaje en el pasado atropelle uno de los dos pinos del granjero Peabody, pasa a llamarse Lone Pine Mall (Pino Solitario).
Al final, la posibilidad de remediar los errores cometidos volviendo al pasado y la curiosidad de ver lo que reserva el futuro fue un argumento muy bien aprovechado por Zemeckis y Gale al construir el guión (partiendo del álbum escolar paterno) y luego perfectamente trasladado a la pantalla grande, con gran maestría cinematográfica, por el propio Zemeckis (y, suponemos, por el toque mágico de Spielberg).

Todos querían viajar al pasado
No sólo los fans, y espectadores en general, de Regreso al futuro deseábamos viajar en el tiempo, aunque fuera sentados en nuestras butacas. Otros compartían nuestro deseo, solo que ellos tuvieron más suerte, o más influencia, y lograron formar parte de la película (y de la leyenda). Como el vagabundo que farfulla «¡Otro conductor borracho!» cuando Marty regresa a 1985, y que no es otro que el verdadero alcalde de Hill Valley en 1955, Red Thomas; o el cantante Huey Lewis, que es el examinador que rechaza por ruidoso a Marty cuando realiza las pruebas para el baile del instituto de 1985 (precisamente interpretando la canción “The power of love” de Huey Lewis & The News); o el mismísimo Steven Spielberg, que es el conductor del todoterreno al que se aferra Marty con su monopatín, en 1985. Y hasta Chuck Berry, aunque sea una no-aparición: cuando Marty interpreta en el baile de 1955 Johnny B. Goode, nadie conoce la canción, ya que fue compuesta por Berry en 1958; el guitarrista que se había lesionado la mano llama por teléfono y dice: «¡Chuck!, ¡Chuck!, ¡soy Marvin!, tu primo Marvin Berry! ¿Recuerdas ese nuevo sonido que has estado buscando? ¡Pues escucha esto!» Un guiño paradójico-musical que resume perfectamente el espíritu de esta gran película.

Un espíritu que sigue burbujeando en nuestra memoria 30 años después y que, de vez en vez, se reaviva con renovada fuerza. La cruda realidad es que ya no estamos para montarnos en monopatín, que ya no nos cabe el “plumi” sin mangas y que ya no sobrevive ni el walkman. Pero siempre nos quedarán las reposiciones. Y los sueños.

martes, 6 de noviembre de 2018

Paco Fernández Ochoa: Campeón de la vida


Hace poco más de diez años, uno de nuestros deportistas de oro –oro olímpico y humano- emprendió una de las competiciones más duras y difíciles a las que uno se puede enfrentar: el cáncer. Fue su último slalom, su carrera definitiva, su Gran Final. Un año de lucha que también acabó en oro, como no podía ser de otra manera. Porque lo que Paco Fernández Ochoa no sabía, es que llevaba toda su vida entrenando para llegar a esa meta como un campeón.


Cuando Paco descubrió su enfermedad ya llevaba años retirado de la alta competición, pero no del deporte, y mucho menos de la vida. Tenía 55 años y un montón de proyectos, amigos, aficiones, causas y familia –sobre todo familia- de los que disfrutar durante largo tiempo aún. Pero la vida es lo que tiene, que uno no elige el pistoletazo de salida ni su llegada a la meta. Sí, en cambio, cómo se desarrolla la carrera. Paco eligió disfrutarla al máximo, correrla a pleno pulmón; una vida rebosante de experiencias deportivas y humanas, de generosidad en su entrega a los demás y a sí mismo, de trabajo y tenacidad, de gratitud, de optimismo. Y, por encima de todo, de buen humor. “A mí que no me quiten la risa” decía; se lo enseñó su padre, que se reía hasta de su sombra a pesar de las duras jornadas diarias en su panadería de Cercedilla, trabajando todas la noches para mantener a cinco hijos con casi nada. “Recuerda, Paco, lo primero son tu familia y tu trabajo; y cuando haya que reírse, que no te gane nadie”.

Paco aprendió la lección con matrícula y la practicó cada día de su vida. Un entrenamiento que le ayudó especialmente durante el largo y doloroso año de tratamiento. Él lo tenía muy claro: la risa es contagiosa y terapéutica. “La risoterapia es más importante que la quimioterapia -decía-. La quimio es un remedio, la risa una necesidad”. Y el reía y hacía reír, y animaba a los otros enfermos y a los médicos que le trataban, y a las enfermeras (sus ángeles) que le cuidaban a diario. Era el primer principio de la pacoterapia. Él, en su generosa concepción de la vida, se sentía en la obligación de no ser una carga, de no dar pena, sólo alegría; si no puedes dar otra cosa, al menos agradecimiento y buen humor. Y en eso, Paco estaba bien entrenado.


El salón de su casa en Cercedilla o la habitación 134 de la Clínica Anderson eran un aula magna de pacoterapia: riadas de amigos, campeonatos de mus, refugio de penas, máquina de risas, fábrica de esperanza… Y la Cofradía del Tumor. Esos lentos paseos de la mano con otros enfermos terminales que fueron amigos. Algunos murieron, y fueron momentos durísimos, terribles, que le hacían replantearse muchas cosas. Como cuando visitaba los hospitales oncológicos para dar ánimos a los enfermos con su testimonio, y salía tocado al ver a tantos niños con cáncer, algunos muy pequeños.


Pero Paco era mucho Paco. Y si hay gente que se viene abajo al sentir en sus propias carnes la garra del cáncer, él peleaba como un toro bravo (su otra gran afición, los toros). Pensaba “no puedo defraudar a los míos, tengo que morir como un victorino, en el medio de la plaza, no como un manso metido en las tablas con la cabeza gacha y arrodillándose”. Y sin una queja. Es más, daba las gracias por su vida, por todo lo que había vivido y cómo había vivido, por su familia y sus miles de amigos, desde el kiosquero de Cercedilla al Rey (con quien compartió jornadas de esquí y meriendas de chorizo y pan en su casa). “La vida siempre te da excusas para vivirla, siempre te da motivos para sentirte afortunado”. Y Paco se sentía afortunado. Sobre todo porque el boleto del cáncer le había tocado a él y no a su mujer, Chus, o a alguno de sus tres hijos. Eso sí que le habría quitado la risa para siempre.


También, claro, tuvo una ayuda ‘extra’ bastante importante: Dios. “Yo tengo fe, y si Dios nos ha puesto ahí, es por algo. Es una prueba más en el slalom de la vida”. Un Dios al que rezaba, más que para pedirle favores, para darle las gracias. Dentro de lo malo, reconoce en su libro, el cáncer le ha hecho mejor y le ha acercado más a Él. Y, para mayor influencia (“toda ayuda es poca”) estaba su amigo Mariano, cura y torero, el Maletilla de Cristo, treinta años de amistad, de faenas en la plaza y confesiones en el burladero o ante un chato de vino. “Oye, Mariano, dile al Jefe que trabaje”. Y Mariano se ríe, y le anima. Y esa risa y ese ánimo los necesita Paco tanto como la morfina. O quizá más.


Paco murió en el salón de su hogar en Cercedilla (su pueblo, su paraíso) una fría madrugada de invierno mientras veía salir el sol, hace ahora diez años. Cada amanecer no es un día menos, sino un día más, decía. Ese del 6 de noviembre de 2006 fue el último. Siempre había querido irse en su casa, tranquilamente, rodeado de los suyos. Y así se fue. Pero antes de coger el teleférico directo hacia el cielo, nos dejó su testimonio, su ejemplo, su recuerdo. Y una lección de cómo vivir y morir como un verdadero campeón de la vida.


(Esta historia está incluida en mi libro La muerte del egoísmo)