martes, 30 de junio de 2020

Cine blanco, cine negro. De "La cabaña del tío Tom" a "12 años de esclavitud".



 Vivimos tiempos de desconcierto. La trágica muerte de George Floyd, asesinado por un policía en el momento de su detención, ha encendido una llama de protesta y violencia que está asolando las calles de EEUU y recorriendo ciudades de medio mundo. La indignación contra el racismo policial -justificada- ha mutado en odio fanático contra todo lo que huela a yanqui, y a republicano, que al final es de lo que se trata (convenientemente manipuladas las masas). El asesinato de una persona por otra persona en una ciudad a miles de kilómetros ha provocado un tsunami que se ha extendido por todo el mundo en días. Incluida España. ¿Contra el racismo? ¿Contra la policía? ¿Contra los supremacistas? ¿Contra EEUU?  ¿Contra no se sabe qué pero hay que estar? Hay quien propone incluso quitarle los Oscars a "Lo que el viento de llevó" y hasta prohibir la proyección de la película por siempre jamás, acusándola de racista y esclavista. Y digo yo, ¿prohibimos también la novela de Margaret Mitchell? ¿Y después qué? ¿Quemamos La cabaña del Tío Tom? ¿Y las cintas de Tarzán, o El nacimiento de una nación? ¿Repudiamos a Morgan Freeman por prestarse a participar en Paseando a Miss Daisy? ¿O a Ian Flemming por no pensar en un Bond de raza negra en los años 50? Pues no. Dejemos que el cine y la literatura cuenten la Historia como la vivieron quienes la protagonizaron. O como les dé la gana contarla. Y tengamos la suficiente madurez, inteligencia y sentido común como para aprender de cada una de esas obras, muchas de ellas inmortales. El racismo siempre ha estado ahí, enquistado en la sociedad norteamericana desde la llegada de los colonos al nuevo mundo, pasando por la conquista del Oeste, la guerra civil, el nacimiento del Ku Klus Klan, o la segregación racial de los años 60. Y la literatura y el cine también han estado ahí, para contarlo a su manera. Casi siempre de forma magistral. Dejemos que sea así. Y en lugar de dedicarnos a censurar, prohibir y quemar la Historia (o las calles), creo que esta es una magnífica ocasión para reflexionar sobre el racismo en el cine norteamericano y su relación más o menos directa con la sociedad de cada época.

En efecto, desde los albores de la industria, tanto actores como personajes de raza negra han sido sistemáticamente marginados, encasillados y discriminados. Pero ¿era el cine quien los marginaba, o era la sociedad de su tiempo? En 1903 ni siquiera se contemplaba la posibilidad de un actor negro, y si el argumento requería personajes de color, estos eran interpretados por actores blancos con la cara tiznada, como en la adaptación cinematográfica de La cabaña del tío Tom, de Edwin S. Porter, basada en la famosa novela de Harriet Beecher Stowe.

Cuando pocos años después los negros alcanzaron esa minúscula conquista social, el asunto no mejoró en exceso, precisamente. Los papeles reservados a los actores negros serían invariablemente de criados, bufones, bestias incivilizadas o simplemente retrasados, a las órdenes del paternalista hombre blanco, que era quien tenía potestad sobre su vida y su muerte. Una de las más grandes obras del cine universal, El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, es un claro paradigma de este racismo radical: el negro es aquí un ser depravado, violento y lascivo, que sólo puede ser feliz sometido, esto es, en estado de esclavitud; la Guerra Civil y la llegada de esclavos liberados del Norte corromperá esa felicidad, dando salida a toda la bestialidad inherente a su raza, que sólo puede ser restaurada y controlada con la llegada del “imperio invisible” (el Ku Klux Klan), defensores de la virtud, el honor y el glorioso pasado de la raza blanca. Hasta aquí la película de Griffith. Pero, ¿y la sociedad? Cuentan las crónicas de la época cómo los espectadores aplaudían frenéticamente a los caballeros blancos cuando aparecían en pantalla y abucheaban con rabia a los negros. Y aunque un año después Griffith se desmarcó de su presunta xenofobia con su siguiente obra maestra, Intolerancia, la sociedad norteamericana, y por ende su cine, tardaron unas décadas más.


Como demuestran, una detrás de otra, las míticas películas de Tarzán protagonizadas por Johnny Weissmuller, en las que la vida de un porteador negro valía menos que la bala que lo mataba por no querer avanzar (“con unos latigazos hubiera bastado”) o que la carga que se despeñaba con él por el vertiginoso desfiladero. Algo empezó a cambiar con otra película inmortal, Lo que el viento se llevó (1939), a pesar de sus supuestos tintes racistas. Aquí los negros sólo eran esclavos y, como tales, vivían agradecidos a sus amos y más felices incluso que algunos blancos menesterosos; tal como sucedía en la época que retrata magistralmente la novela de Margaret Mitchell. Sin embargo, la obra magna de Selznick logró dar un paso de gigante en aras de la no discriminación racial: la oronda actriz Hattie McDaniel (Mammy) obtuvo el primer (y merecidísimo) Oscar otorgado a una actriz de raza negra. Un logro que no se repetiría hasta 1963 (año del mítico discurso de Martin Luther King), en que Sidney Poitier lo ganó por su papel protagonista en Los lirios del valle.


Ni siquiera el mismísimo Walt Disney se libró de ser acusado de racista empedernido con su aparentemente inocente musical Canción del Sur (1946), que los Defensores de los Derechos para la Gente de Color (NAACP) llamaron a boicotear por considerar que contribuía a mantener el tópico del idílico Sur preguerra y del negro feliz en estado de esclavitud. Algo comprensible en aquellos tiempos en que las personas de raza negra carecían de los más elementales derechos civiles en los Estados Unidos: al propio actor protagonista, James Baskett, no le fue permitido asistir a la premier de la película en Atlanta, por ser negro: la ley del Estado le prohibía incluso alojarse en un hotel.


Y es que hasta bien entrados los años 60, la sociedad blanca estadounidense no estaba preparada para convivir con sus compatriotas de otras razas, muchos años después del heroico viaje en autobús de la estudiante Rose Parks, en 1955. Es esta década profusa en películas concienciadoras y, de alguna manera, reparadoras. Hollywood entona un ‘mea culpa’ a la par que lo hace la sociedad americana. Matar un ruiseñor (1962) nos muestra a un hombre blanco nada heroico –a priori- que está dispuesto a jugarse la vida por un hombre negro, acusado injustamente; al igual que en La jauría humana (1966), donde es el sheriff (Marlon Brando) quien casi pierde la vida por tratar de poner fin a la caza de un hombre negro que, simplemente, pasaba por ahí en el momento equivocado. Pero es la llegada del actor Sidney Poitier el hito que empieza a marcar la diferencia real entre el estatus del eterno papel secundario y marginal reservado a los actores de color y los primeros personajes protagonistas en los que, además, el hombre negro puede ser elegante, educado, inteligente e incluso atractivo. Poitier se convirtió en paradigma del cine reivindicativo, con películas decisivas como Fugitivos, En el calor de la noche, Rebelión en las aulas o la inolvidable Adivina quién viene esta noche (que osa plantear incluso el matrimonio interracial).


A partir de ahí, la cosa se animó y en la década de los 70 actores, directores y productores afroamericanos crearon su propia industria cinematográfica (y musical), realizando películas de negros para negros; un fenómeno social que fue bautizado como Blaxploitation (Cotton Comes to Harlem, Shaft, Black Caesar, Blacula, Foxy Brown…). Esta estela de color fue seguida en los 80 y 90 por una generación de directores encabezada por Spike Lee y John Singleton, primer director negro en la historia en ser nominado para el Oscar (Los chicos del barrio, 1991). Y aunque en los últimos tiempos Hollywood ha producido infinidad de películas contra el racismo (Arde Mississippi, El color púrpura, Amistad, American History X, Invictus, Criadas y Señoras, Django desencadenado…), y los actores de color han ganado en prestigio y dólares, lo cierto es que en 80 años sólo ocho de ellos han sido merecedores del Oscar (los últimos, Lupita Nyong'o, mejor actriz de reparto por 12 años de esclavitud, y Mahershala Ali, mejor actor de reparto por Green Book ); y eso, hoy por hoy, no tiene trazas de cambiar.

Al final, la evolución de las minorías raciales en el cine norteamericano no es sino reflejo directo de la propia evolución de su sociedad y de las leyes que han promovido o evitado la integración. Pero ello no significa que no se realicen buenas películas, incluso grandes películas, con o sin polémica inherente. Luego, que cada cual extraiga sus propias conclusiones. ¿O es que acaso seríamos mejores personas si no hubiéramos visto Paseando a Miss Daisy?

lunes, 29 de junio de 2020

La Casa de Carlota. Talentos diferentes. Nada más. Y nada menos

Hace ya unos años de aquel día. El salón de actos del colegio Sagrado Corazón de Chamartín no rebosaba de alumnos y padres embelesados ante un emotivo concierto o una representación teatral, de esas que hacen reír a los alumnos y llorar a los padres (especialmente cuando aparecen en el escenario los niños ‘de integración’). Ese miércoles, 10:30 de la mañana, los que estaban convocados eran representantes de la prensa, y también tuvieron su buena dosis de risa, llanto y emoción a partes iguales. Los culpables, unos peces que no se mojan y una docena de niños que, simplemente, quieren reordenar el mundo.

Carlos (Charly), 12 años, sube al escenario. Se nota que tiene tablas. Golpea el micrófono que hay sobre el atril del presentador: “¿Se oye? ¡Okey! Hola, me llamo Carlos; estoy aquí porque me han pedido… ¿hola, se oye?... que haga esta presentación. Me cuesta un poco hablar. Pero espero hacerlo bien. Vengo representando a mis compañeros, un grupo de niños y niñas que hemos hecho una peli de dibujos animados, que hoy os vamos a presentar a todos –Charly respira y prosigue-: Para que la peli quede bien nos han ayudado personas mayores, niños y mucha gente, algunos de ellos famosos. Hemos estado dos años –recoloca el micro- para acabarla, al salir del cole… ¿Sigo? Es que me he perdido… -sí, sí, sigue- …del cole. La verdad es que nos lo hemos pasado muy bien”. Charly mira al público y sonríe, espontáneo y orgulloso, mientras recibe una lluvia de aplausos y algún ¡guapo! desde las primeras filas.

Charly, presentador y actor, es uno de los seis niños con síndrome de Down que, junto a otros seis compañeros sin síndrome de Down, han protagonizado un bonito proyecto educativo ideado por El mundo al revés para la Fundación Invest for Children, que nació con el sugerente nombre de “Los peces no se mojan” y que, después de dos años de intenso y divertido trabajo, ve por fin la luz. Se trata del primer corto de animación creado por niños con y sin discapacidad que llegará a colegios de toda España para sensibilizar y mejorar la integración de los alumnos con síndrome de Down en el entorno escolar. Una asignatura todavía pendiente en la mayoría de centros de nuestro país.


Ellos, los doce niños y niñas, han ejercido de guionistas, ilustradores, compositores y cantantes en la película; como auténticos expertos, han dibujado a cada uno de los personajes, les han dado nombre y personalidad y les han metido en una historia tan desbordante de talento e imaginación (a ratos surrealista) como de sentido común: “Un día, al tifón Florencio le dio por soplar y soplar y soplar, cambió los ríos de país, los países de continente, los monumentos de ciudad y los seres humanos de lugar de residencia. Los amigos se separaron y las familias se perdieron; el tifón Florencio desordenó todo el planeta”. Será misión de los protagonistas volver a ordenar el mundo, trabajando en equipo a pesar de sus diferencias, o gracias a ellas; cada uno con sus habilidades y capacidades, con su sentido de la solidaridad y su espíritu de integración; y con cantidades ingentes de sentido del humor.

“Ha sido muy interesante porque he convivido con niños diferentes y a la vez nos lo hemos pasado muy bien” dice Laura, una de las creativas. “Lo que más me ha gustado ha sido inventarme a Carlitos Concho, que se llama Carlos como yo y Concho como mi tía Concha”, confiesa Carlos, otro de los peces. Martina y Alessandra sólo se preguntaban cuándo volverían a reunirse los peces y Sergi, aparte de la excursión a Port Aventura, su mejor recuerdo es haber escuchado una canción de Michael Jackson con su compañera Martina. A Elena sólo le da un poco de vergüenza que el personaje de Gracia, que se llama como su madre, se tire pedos tan fuertes. Para Paula, Albert y Noel ha sido una experiencia increíble haber hecho tan buenos amigos, y haber descubierto que “los niños con Síndrome de Down también pueden relacionarse y hacer cosas como nosotros”. Nuria va más allá, incluso: haber dibujado con niños con los que normalmente no se relacionaría le ha permitido descubrir un nuevo mundo.


Este es el único objetivo de “Los peces no se mojan”. Ayudar a los niños, a sus padres y a los profesores a entender que el síndrome de Down no es una enfermedad, sino un trastorno genético que no impide desarrollar una vida normal, rica en experiencias. Que no son personas discapacitadas, sino simplemente con capacidades y talentos diferentes. Como todos. El problema es que desde nuestra propia limitación queremos hacer a los otros inferiores; pero ¿a cuántos se nos habría ocurrido una historia tan original, desinhibida y coherente? ¿Y una canción tan pegadiza y genial como el “Dumbadú”? ¿Y cuántos podríamos ordenar el mundo en 6 minutos?

Esta extraordinaria aventura ha tenido un final feliz gracias a la colaboración desinteresada de mucha gente, desde famosos como Martina Klein, Manel Fuentes, Pedro Gª Aguado o Carme Barceló, hasta estudios de sonido y animación, agencias de publicidad (Havas Media, padres del proyecto), organizaciones como Down España, Además Proyectos SolidariosFundación Alain Afflelou, o un extraordinario equipo de voluntarios y colaboradores, encabezados por José María Batalla y Marta Gracia (El mundo al revés). Juntos han realizado este corto único en el mundo y han documentado su proceso de creación en una película que recorrerá los colegios de España -y alguna televisión- para hacernos llegar un maravilloso ejemplo de integración y normalidad; y el mensaje de que debemos apreciar la dimensión humana de las personas con discapacidad y no su condición de ‘personas discapacitadas’. ¿Seremos capaces?



«Todo el mundo es un genio. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar a un árbol, vivirá toda su vida creyendo que es estúpido». Lo dijo Albert Einstein, que además de genio era una fuente inagotable de sentido común.



Los (geniales) personajes

· Josemille Bongiorno: Vive en Italia, estudia para ser maestra y lleva gafas.
· Gracia: Es modelo, le gusta el hiphop, siempre está feliz y a pesar de ser muy pija se tira pedos.
· Carlitos Concho: Arqueólogo que vive en el Everest de Japón y se sabe el Google de memoria.
· Miriam: Es un papagayo hembra, rey de los ángeles, por eso vive en una nube en el cielo, sobre Tarragona.
· María: Es una reina y le gusta bailar y cantar, vive en un palacio de Barcelona en América.
· Arnaugreta: Es un payaso, rey de la China y actualmente vive en Hawai.





La Casa de Carlota & Friends


Hoy, ese espíritu sigue vivo -y muy activo- en el nuevo proyecto de José María Batalla: La Casa de Carlota & Friends


Un estudio de diseño diferente. Creativo, innovador y sorprendente como pocos. Transgresor. Incluso revolucionario. La clave de tanto adjetivo impactante es la INTEGRACIÓN. Así, con mayúsculas. Porque en esta casa trabajan creativos con síndrome de Down y autismo, que aportan una frescura, una pureza y una libertad expresiva que ya quisieran muchos grandes creativos y diseñadores gráficos de pro. 

Pero cuidado, avisa José María Batalla, padre de la idea: aquí no trabaja nadie porque tenga un cromosoma de más o de menos; aquí trabaja el que vale, el que aporta, el que marca diferencias. No contratan a los diseñadores por sus discapacidades, sino por sus capacidades diferentes. Es el sueño de cualquier director creativo: lateral thinking pero de verdad. El equipo también suma a jóvenes estudiantes de escuelas de diseño, profesionales provenientes del mundo del arte, el diseño y la creatividad, además de «una holandesa, otro que va en bici y un vegetariano». Una inusual y extraordinaria combinación de talentos que es también una verdadera lección de inclusión y de sentido común. Que, en el fondo, viene a ser lo mismo.










miércoles, 24 de junio de 2020

Lucía Lantero. El ángel de los niños de Haití (Ayitimoun yo)


La historia de Lucía es una hermosa historia de amor. La historia de amor entre una joven cántabra que vivía una vida normal y confortable, recién licenciada en Ciencias Gastronómicas, y unos niños haitianos que vivían un infierno de miseria, esclavitud y prostitución; de madres que se ven obligadas a regalar a sus hijos. De cólera. De huracanes. De HAMBRE. Lucía Lantero llegó a la región más pobre del país más pobre del continente americano para hacer voluntariado durante tres meses. Pero después de lo que allí vio y vivió ya no se pudo marchar. Decidió montar un orfanato para sacar a esos niños de su infierno y ofrecerles una mínima seguridad, que ellos a su vez han transformado en infinita felicidad.




Hace 6 años, por una de esas casualidades de la vida, Lucía fue a parar a Haití; concretamente al punto fronterizo más pobre y alejado del mundo que llamamos civilizado. Haití, olvidado por ese mismo mundo civilizado durante décadas, salió a los medios de comunicación en 2010 a raíz del terremoto que asoló el país. Pero antes ya era uno de los países más pobres del planeta, un territorio asolado por la miseria, la deforestación y el hambre. 
El hambre.

Lucía viajó hasta aquel rincón perdido y olvidado porque creía que podía aportar algo, ayudar a mitigar ese hambre atroz con sus conocimientos de agricultura y conservación de alimentos (allí, para tratar de engañar a sus estómagos, los haitianos comen galletas de barro). Tres meses de voluntariado, pensó, serían suficientes. Pero a su llegada, la vida le dio un giro de 180º. Porque lo que allí encontró fue un país completamente derruido, asolado por el terremoto, cuyas casas (por llamarlas de alguna forma) fabricadas con adobe, barro, paja y excrementos de burro, duraron lo que un castillo de naipes frente a una galerna. Dos millones de personas lo perdieron todo (casa, vida, familia, esperanza). Para la mayoría, la única salida era —y es— atravesar la frontera y llegar a la próspera República Dominicana donde, con suerte, podrían trabajar en régimen de semi esclavitud en los cañaverales o en cualquier otro boyante negocio del país vecino.

Alexis, un amigo francés al que Lucía conoció en su época de estudiante, la convenció para ir a Haití, a colaborar en un proyecto sobre semillas y deforestación. Lucía aceptó. Planificó su estancia y comenzó su periodo de voluntariado con la idea de regresar a España a los tres meses. Sin embrago, el destino le tenía reservados otros planes.
    Tras el terremoto, la situación aún podía empeorar en Haití. A la cólera, el hambre y el pillaje se sumó una tormenta tropical que terminó de arrasar el país. A Lucía y sus compañeros les aconsejaron refugiarse en República Dominicana, que se encontraba a sólo unos minutos. Y es precisamente allí donde Lucía encontró la nueva razón de su vida: niños haitianos perdidos por las calles, tirados por las calles, hambrientos y desamparados. Sucios, descalzos y harapientos. Alexis y ella les acogieron y les dieron de comer pan y zumos; los niños les contaron su historia, cómo sus madres tienen tanta hambre que se ven obligadas a regalarlos para al menos intentar sobrevivir por separado, ellas y sus hijos. Niños abandonados a su suerte que probablemente sepan que van a acabar víctimas de la esclavitud, de la prostitución, del tráfico de órganos. En cualquier caso, son dinero. La ley de la supervivencia.


No me puedo volver

En medio de aquella miseria, Lucía se dice: “No me puedo volver”. No, no puede dejar abandonado a “Chiquitín”; o a ese otro niño que le confiesa cómo le viola un hombre todas las noches; o al que le cuenta cómo transcurren sus días buscando comida donde no existe, expuesto a las enfermedades, sin hogar, sin familia, viviendo una infancia sin vida, ni presente ni futura.
    Resuelta a encontrar una solución, Lucía empieza a remover Roma con Santiago para proporcionar un hogar a esos niños. Gracias a las gestiones del padre Antonio se reúne con las administraciones y ong’s. Tiene unos ahorros, que pone a su disposición. “Les dije: tomad mi dinero y hacéis lo que podáis”. Hay lugares en los que, en efecto, las cosas suceden así. Pero no allí. Allí, o lo haces tú o nadie lo va a hacer por ti. No existía un orfanato, ni un centro de acogida ni nada semejante. “¿Cómo puede ser?”, se pregunta Lucía. Pero tampoco existe respuesta. Decide quedarse y ayudar a esos niños desamparados. “No puedo conseguir que sean felices, pero sí que esta noche no les violen, que esta noche no les peguen”. Ahora es ella la que convence a Alexis para que se quede a ayudarla.

Regresan los dos a Haití, al otro lado de la frontera, en busca de una casa que haga las veces de hogar y encuentran una que estaba en construcción, sin ventanas ni puertas, sin suelo; pero hay un techo, al menos. Y paredes. Piensan Alexis y Lucía que han cruzado la frontera solos, pero a sus espaldas escuchan una voz que les llama a gritos: “¡¡Lucíaaa, Lucíaaa!!”. Son los niños, que han atravesado la frontera ante el temor de que no volvieran sus recién encontrados ángeles.


El comienzo no fue fácil en absoluto. Los niños estaban asilvestrados. No habían recibido educación, ni cariño. Para la sociedad eran ratas. Además, Lucía y Alexis no sabían nada de ong’s, ni de leyes, ni de permisos… Compran material de construcción y tienen que dormir en tiendas de campaña junto a ese material para que no se lo roben por la noche. Pero esa noche, por primera vez en su vida, los niños duermen tranquilos. El padre Antonio consigue cinco colchones y, también por primera vez, duermen en blando; no saben qué hacer con las sábanas, es algo extraño para ellos; juegan con ellas, se pelean con ellas, se pierden entre tanta blanca suavidad, pero duermen felices.

Lo peor, sin embargo, llegó de donde menos lo esperaban. Desde organizaciones supuestamente amigas surgen voces críticas hacia su labor: “¿Qué hacen, si no saben nada de estos niños? No tienen conocimientos de psicología, no pueden quitarles sus armas naturales, ni crearles falsas esperanzas”. Lucía y Alexis hacen caso omiso. Tiran para adelante como buenamente pueden. No es fácil, ni mucho menos. Otro problema añadido era la propia agresividad de los niños. La miseria hace asomar lo peor del ser humano. Se pelean con machetes, cuchillos, botellas. Es lo que han visto en sus mayores. Es lo que han aprendido para defenderse. Y allí todos son potenciales enemigos. Son miles de niños huérfanos por todo el país, víctimas del terremoto, de la cólera… y de sus propias familias: “allí las parejas no duran mucho tiempo, y cuando la madre se vuelve a casar, el nuevo padre no quiere a esos niños, los vende, los maltrata”.

Son momentos muy duros. Pero su decisión de quedarse y continuar luchando es inalterable. Llega al orfanato la tía de Lucía, Marta, que resulta ser un bálsamo de moral, de tranquilidad y de disciplina: “¡Hasta que no estén todos sentados no se come!” Fue el primer día que comieron sentados, ¡y con tenedores! La tía Marta trae también dinero, experiencia y, lo más importante, esperanza. Una ayuda extra que a Lucía le da la vida. Pero no pueden con todo; el dinero se acaba pronto, los recursos escasean, las fuerzas menguan. Se sienten solos, diminutos ante una empresa tan inabarcable.

Buscan ayuda en otras ong’s y en la administración, pero incomprensiblemente se estrellan contra un muro de insolidaridad. Les llegan a acusar de no ser legales, de aprovecharse de los niños. “Dudaban de nosotros; pensaban que estábamos haciendo dinero con ellos… ¡incluso violándolos!” Tienen que profesionalizarse si quieren recibir apoyo y ayudas. “En España, Quatrecasas nos adoptó, nos ayudó a tener marco legal y a regularizar nuestra situación”. Finalmente se convierten de forma oficial en Ayitimoun Yo (“Niños de Haití”), una Asociación Sin Ánimo de Lucro. 


Cuando todo cobra sentido



Los niños están felices, porque tienen protección, porque comen todos los días. “Cuando comen son felices. Mil veces más que nosotros. Porque se preocupan del hoy, no del mañana. Mientras tengan comida y no tengan ninguna enfermedad, son felices”. Esa es la clave, vivir el presente. Lucía lo sabe también: “si yo hubiera pensado en el mañana no habría hecho nada. Cuando piensas en el mañana dejas de pensar en lo que es importante hoy”. Empiezan a organizarse, a establecer horarios; los niños comienzan a ir al colegio, que para ellos es un auténtico lujo: se visten de punta en blanco, devoran los libros. Saben lo importante que es la educación. Saben que es la única salida.

Por fin, todo parece cobrar sentido. La lucha, el esfuerzo, la esperanza. Pero la tragedia se cierne de nuevo sobre el país. Es su sino. A la isla llegan casi seguidos dos huracanes de nivel 2. Gracias a la inestimable ayuda de los Cascos Azules y los voluntarios, los niños permanecen a salvo en el interior de un container. Afuera, los destrozos son brutales. No queda nada. Ni un saco de arroz, ni una cabra, ni agua, ni carreteras, ni un gramo de esperanza.
Pero la vida ha de seguir. La suya y la de los pequeños.

Pasan los meses, un año, dos años. Lucía y Alexis, flanqueados por su pequeño ejército de voluntarios, llevan ya 2 años y tres meses en la isla. Ahora tienen más confianza y experiencia, pero ello no impide que la vida se haga más dura a cada instante. La madre de Lucía les visita por primera vez, pero no elige el mejor momento: la dueña de la casa les ha subido el precio del alquiler hasta una cifra que ellos no pueden pagar… y tienen que abandonar el que ha sido su hogar durante tanto tiempo. Se quedan en la calle. Y, lo que es peor, saben que nadie les va a alquilar una casa. No son muy populares por allí. La salvación llega a través de una monja a la que conocen, que les deja un terreno y los Cascos Azules les prestan tiendas de campaña. Las autoridades —corruptas— les amenazan con quitarles a los niños. Y lo hacen delante de los propios niños. La cara de terror se refleja en sus rostros: saben demasiado bien cuál es su destino si Lucía no se ocupa de ellos (algunos han encontrado bidones llenos de huesos… los restos inservibles del tráfico de órganos que son quemados tras extraer la parte valiosa). 

Pero lo peor no es el miedo, es la angustia constante por conseguir fondos, por recaudar dinero suficiente para aguantar un día más, una semana más. La solución llega a través de un primo de Lucía, que graba un vídeo sobre Ayitimoun Yo y lo cuelga en internet, a la búsqueda desesperada de ángeles anónimos. A través de una web de crowdfunding recaudan 72.000 dólares en sólo dos meses. Gentes de Tokio, Nueva York, de Chile, de Perú, de todas partes, hacen pequeñas donaciones por el simple hecho de que creen en Lucía, en su historia, en su sinceridad. “Ahí volví a confiar en que la gente, cuando sabe lo que sucede, colabora en lo que puede”. Ese dinero les permite continuar, comprar un trozo de tierra y empezar a construir su propio hogar. Tienen un proyecto agrícola, pequeñas cosechas que les van a ayudar a ser autosuficientes: tomates, patatas. Han aprendido a plantar semillas, y eso les va a dar la vida en un lugar donde no existe apenas comida. También han proporcionado trabajo a los padres, construyendo canales para el agua o edificando la casa, que está ya casi terminada del todo.



Lo que cuenta es el día a día. 

“Hay un proceso emotivo que nadie nos ha enseñado. No te enseñan a lidiar con las emociones de la empatía. Pero esa es la verdadera humanidad. Hay que dar un paso más: querer conocer, poder sentir lo que siente la otra persona. Hay que saber más, qué pasa con todos y cada uno. Tenemos esa responsabilidad. Debemos mirar más hacia abajo; no hacia arriba, a los que tienen, sino a los que no tienen nada. La suerte que tenemos de haber nacido aquí es una responsabilidad para los que no han tenido tanta suerte”. Lo más importante, nos recuerda Lucía, es la empatía. Pero una empatía que se transforme en acción.

Lucía Lantero renunció a su vida, “pero ha merecido la pena cada segundo. Estaba convencida de que no iba a ser  feliz, pero cuando renuncias a tu zona de confort y superas el miedo te das cuenta de que la felicidad no es un objetivo, sino una consecuencia de vivir con valores. Cuando vives haciendo lo que crees que es justo, la felicidad llega sola; porque la felicidad es una consecuencia de tus actos”.
    La consecuencia de la entrega de Lucía es que estos niños han dormido tranquilos, sanos y a salvo durante todos estos años. “Para ellos es el día a día lo que cuenta. Y yo me siento afortunada porque me han dado la oportunidad de ser instrumento para los demás. Tienes que dejar de pensar en ti, ni siquiera para mirarte en el espejo. Olvidarte  totalmente de ti, porque no hay nadie más ahí”. Y, porque si ella no está, esos niños lo pierden todo. Otra vez.

La otra gran lección de Lucía es que no hay nada que sea imposible. “Si yo (una inepta en casi todo y desde luego nada preparada) he podido llegar hasta aquí, no hay nada que no pueda hacer cualquiera”. Aunque, reconoce, en más de una ocasión ha pensado que ahí ha habido algo más: “Yo lo llamo milagro. Sí, estoy convencida de que Dios ha tenido mucho que ver en esto”.


Para Lucía volver a España no es una opción, salvo que sea para recaudar fondos. “Ellos están ahí porque yo estoy con ellos. Sencillamente, no puedo volver”. Ella no se siente una heroína, ni una víctima, ni mucho menos una fracasada. Sino una persona inmensamente feliz, porque está donde quiere estar, con aquellos a los que quiere. “El éxito es obtener lo que se desea, la felicidad es disfrutar lo que se consigue”, cita a Emerson. Una frase que define plenamente el estado actual de Lucía, y que justifica su sonrisa (“Si sonríes a la vida, la vida te sonríe”, dice). Sobre todo teniendo en cuenta que su único miedo (“¿Qué pasará con mi vida si me caso y tengo hijos?”) ya no tiene cabida: Lucía se casó hace dos años con Yago, y hace unos meses nació su primer hijo. La decisión, por supuesto, es vivir en el que ya es su hogar, en Haití. Allí, la familia seguirá creciendo. En número, en felicidad, en valores. Eso es lo que de verdad importa.

Ayitimoun yo (AYMY) no tiene subvenciones ni ayuda oficial de ningún tipo, sobrevive únicamente por la generosidad de donantes particulares. Así que si quieres colaborar, es tan fácil como entrar en su web y hacerte socio o realizar el donativo que quieras. Tu recompensa serán unas cuantas sonrisas de infinito agradecimiento.
    También es importante que sepas que cada céntimo recaudado está destinado íntegramente a los niños; tanto Lucía y Alexis como los voluntarios y colaboradores se pagan su manutención, sus gastos y sus viajes. Aquí no hay dietas, ni sueldos, ni comisiones… ni euros que se van quedando por el camino.


(Esta historia forma parte del segundo libro de la Fundación Lo Que De Verdad Importa)


martes, 16 de junio de 2020

Billy Wilder. El genio que nos hizo reír, sufrir, soñar y pensar.



Con Billy Wilder se fue, hace ya dieciocho años, el último genio de esa estirpe de cineastas pura sangre, entregados a la causa en cuerpo, alma y cerebro. Y se fue también una forma de hacer cine, de contar historias que nunca antes, y mucho menos después, se ha logrado siquiera imitar.
«Con faldas y a lo loco», «Uno dos tres», «La tentación vive arriba», «El apartamento», «Testigo de cargo», «Perdición», «El crepúsculo de los dioses», «El gran carnaval«, «Días sin huella», «Traidor en el infierno»todas ellas obras maestras indiscutibles, inmortales, irrepetibles; todas ellas inteligentes y corrosivas, con un trasfondo que sacude almas y conciencias; todas ellas admiradas por la crítica, el público y los colegas durante generaciones; todas ellas nacidas del genio y el cerebro de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos y géneros. ¿Hay quién dé más? 

Afirmaba Billy Wilder que hacía películas sólo para entretener a la gente, que “si el Cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha alcanzado su objetivo”. Claro que, entre la primera y la última escena, era capaz de criticar el nazismo, el comunismo, el capitalismo y el machismo en una sola (y desternillante) película; o de diseccionar la sociedad moderna, y su ambiciosa sed de poder a precio de saldo, entre risas tan inocentes como culpables; o de sentar las bases del cine negro con una cerilla, una grabadora y una pulsera enroscada en un (fascinante) tobillo; o de mostrarnos, sin disfraces ni elipsis, el rostro más real del alcoholismo o del periodismo carroñero. Billy Wilder sabía, como demostró en todas sus obras, que el Cine puede, y a veces debe, llegar más allá. Pocos grandes lo demostraron en tantas películas y, desde luego, ninguno dirigiendo sus propios guiones.

Y es que detrás de sus desproporcionadas gafas se escondía una de las miradas más inteligentes y sibilinas, más talentosas y cínicas del séptimo arte (que con él si lo fue). Armado con su pluma-estilete, jamás le tembló el pulso a la hora de diseccionar a la sociedad de su época, de airear (para limpiar) la hipocresía reinante y campante; no importaba el tono, ya fuera comedia, drama social, thriller, romance, melodrama o todo en uno, el objetivo de todas sus películas fue siempre dejar a la vista las contradicciones internas del ciudadano americano (y del alemán y del soviético y del austro-húngaro…); descubrir el engaño, el disfraz, la máscara que él, paradójicamente, utilizaba para llegar a la verdad. Y siempre con esa inteligencia –vital y cinematográfica- que es, probablemente, su mayor aportación al cine.


¿Cómo lo haría Lubistch?


Antes de ser genio, Wilder fue estudiante de Derecho, camarero en el hotel paterno (donde “aprendí muchas cosas sobre la naturaleza humana, ninguna de ellas buena”), director de una cadena de cafeterías de estación, importador de relojes suizos, bailarín de hotel (pareja de alquiler de ancianas solitarias), propietario de una granja de truchas, devoto del jazz y periodista de sucesos en Berlín. Es ahí donde se da cuenta de que lo suyo es escribir y, entre noticia y noticia, le da tiempo de vender una docena de guiones antes de abandonar Alemania en 1934, coincidiendo con la ascendente carrera de Hitler (los Wilder eran judíos; su madre y otros familiares murieron en Auschwitz).




Tras una breve estancia en París se traslada a Hollywood y comienza a escribir guiones que dirigen otros, entre ellos su maestro e inspiración Ernst Lubitsch (la frase “¿cómo lo haría Lubistch?” presidió el despacho de Wilder durante 40 años). También fue el inicio de una fructífera colaboración con Charles Brackett, su coguionista y antagonista (“tuvimos muchas peleas, pero todas constructivas”), que generó algunos de los guiones más brillantes del cine, tras interminables horas de discusiones a bocajarro, Wilder fusta en mano y Bracket pluma en ristre. Lo mismo que años después con su otro fiel colaborador, I. A. L. Diamond con quien escribió sus magistrales comedias. El guión, para Wilder, es la verdadera alma de la película, por eso lo cuidó hasta el milímetro en todas y cada una de sus películas, en todos y cada uno de sus –afiladísimos- diálogos. No le importaba reconocerlo: “La mayoría de la gente no dice nada inteligente o interesante. Por eso tienen que pagar tanto dinero a guionistas inteligentes para que inventen cosas inteligentes”.

Esa inteligencia corrosiva, unida a su colosal talento, nos regaló algunas de las escenas más memorables vistas en una sala de cine: el cadáver narrador (William Holden) flotando en la piscina de su madura protectora (Gloria Swanson) en El Crepúsculo de los Dioses; la falda de Marilyn Monroe despertando las adúlteras fantasías del ‘rodríguez’ Tom Ewell en La tentación vive arriba; la ‘hazaña’ del periodista-hiena Kirk Douglas y el fiel retrato de la voyeurista, insensible y miserable ciudadanía americana en El gran carnaval; el desgarrador y realista delirium tremens de Ray Milland en Dias sin huella; el “nadie es perfecto” del enamorado millonario al (des)travestido Dafne/Lemmon en Con faldas y a lo loco; la hilarante conversión del fanático comunista en aristocrático capitalista de la Coca-Cola al ritmo frenético de La Danza del Sable en Uno, Dos Tres; la infinita soledad nocturna de Jack Lemmon en el parque –esa fila infinita de bancos vacíos- mientras su jefe ejerce de jefe y adúltero en El apartamento.


Nadies es perfecto. Salvo, quizá, Billy Wilder


A lo largo de cuarenta años de carrera como director y guionista Billy Wilder nos dejó un buen puñado de obras maestras en cuantos géneros tocó (incluido el judicial, con la mejor adaptación de una obra de Agatha Christie: Testigo de cargo). Su ácida ironía, su corrosivo sentido del humor –a veces amargo, a veces compasivo, siempre sutil e inteligente- no impidió que todas sus películas (salvo una, El Gran Carnaval, demasiado despiadada para la época) costituyeran grandes éxitos de público, crítica y premios (21 nominaciones y 6 oscars, como guionista y director). 

En 1981 enfundó definitivamente su pluma-estilete y se dedicó a disfrutar de su impresionante colección de arte y de los innumerables homenajes que le brindó el mundo del cine hasta su muerte, a los 94 años. “Yo quiero morir a los 104 años, completamente sano, asesinado de un tiro por un marido que me acabara de pillar, in fraganti, con su joven esposa”. No fue el final que él había escrito, pero… ¡nadie es perfecto!


Cita con Billy Wilder


Uno de sus actores predilectos, William Holden, dijo de él que “tenía el cerebro lleno de cuchillas de afeitar”. Desde luego lo demostró en cuantas ocasiones tuvo, que fueron muchas y variadas.

· “Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: no debes aburrir”.

· “Lo más importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas. No se pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate”.

· “Antonioni seguro que es un gran director, un gran artista. Pero en lo que a mí se refiere, soy incapaz de mantenerme despierto”

· “Comprendo sin dificultad por qué Godard ha podido por sí sólo exterminar varias empresas productoras”.

· “Un director tiene que ser policía, comadrona, psicoanalista, adulador y bastardo”
· “Algunas personas sólo guiñan el ojo para poder apuntar mejor”.

· “Quizás El crepúsculo de los dioses es una película cínica, pero para mí esa película es Hollywood; el guionista, el agente, la estrella olvidada, todos eran retratos del natural”.

· “Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena”.

No en vano, Billy Wilder fue el único director que se atrevió a repetir película con la impuntual, desmemoriada y emocional Marilyn: en Con faldas y a loco y La tentación vive arriba. En ambas, por cierto, demostró su natural talento para la comedia.




La noche en que nació Frankenstein.


1816 fue el año sin verano. O “la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental” como lo bautizó, con mayor dramatismo, el historiador John D. Post. Lo cierto es que, aquel verano, China, Europa y Estados Unidos sufrieron temperaturas por debajo de los 5ºC y fuertes nevadas destruyeron las cosechas y causaron muchas muertes. Y mucho terror. También aquel verano, la noche del 16 de junio para ser exactos, cuatro singulares personajes se protegían de la violenta tormenta en una villa suiza; de sus sueños de esa oscura noche nacieron dos de los mayores mitos del terror literario: el vampiro y el monstruo de Frankenstein.


Las fuertes alteraciones climáticas ocurridas aquel año fueron causadas por las erupciones del volcán Tambora, en la isla indonesia de Sumbawa (también  la del volcán Laki, en Islandia, según otras teorías). Fue tal la cantidad de polvo arrojado a la atmósfera, que ocultó la luz del sol y redujo las temperaturas en todo el planeta. En pleno mayo, la escarcha quemó las cosechas; y en julio y agosto se observó hielo en ríos y lagos al sur de Pennsilvania. Las temperaturas oscilaban a gran velocidad, pasando de los 30ºC habituales del verano a los 0ºC invernales. Todo ello provocó, además, la escasez de alimentos y una considerable subida de precios, que en algunos casos se multiplicó por diez.

En China, las bajas temperaturas y las tormentas de nieve asolaron la producción de arroz en varias provincias. En el tropical Taiwán heló. En Inglaterra y Francia, aún recuperándose de las consecuencias de las guerras Napoleónicas, estallaron disturbios y saqueos; en Suiza el hambre engendró tal violencia, que el gobierno declaró el estado de emergencia nacional. Aunque eso es algo que, probablemente, no afectó a los huéspedes de Villa Diodati, la mansión palaciega a orillas del lago Ginebra (aguas que inspiraron a Milton, Rousseau y Voltaire) que aquel verano incierto acogía a Lord Byron, el anfitrión, su amigo Percy Bysshe Shelley, la esposa de éste, Mary Wollstonecraft Shelley, su hermanastra Claire Clairmont y John William Polidori, el joven y menospreciado médico personal de Byron. Un encuentro fascinante y excitante, que el mismísimo rey del terror moderno, Stephen King, describió como «la merendola inglesa más loca de la Historia de la Literatura».

Aquella noche del 16 de junio una fantástica tormenta, aderezada de lluvias torrenciales y furiosos rayos, asolaba con vehemencia la villa. En el interior, protegidos del invernal verano, el grupo de amigos pasaba el tiempo leyendo en voz alta historias de fantasmas alemanas (Fantasmagoriana y otras espectrales lecturas), bajo la luz mortecina de las velas y los efectos no menos mortecinos del láudano. Inspirado por la noche tormentosa y los relatos fantasmales, Byron tuvo una genial idea: desafiar a sus amigos a escribir, esa misma noche, una historia de terror. El reto fue aceptado por todos, pero con desiguales resultados: los dos grandes poetas, paradigmas del romanticismo, no lograron rematar sus respectivos relatos. Mary tampoco consiguió escribir nada esa noche. Tal vez el único inspirado fue Polidori, que comenzó la que sería la primera obra literaria donde aparece la figura del vampiro.

En El Vampiro de Polidori no hay estacas ni copas rebosantes de sangre ni mordiscos en la yugular ni tumbas a modo de alcoba. Ni siquiera hay colmillos. Pero sí hay maldad, inmoralidad, terror, crueldad, perversión, venganza. Venganza doblemente entendida, porque el maligno personaje principal, Lord Ruthwen, estaba basado en el propio Byron, odiado hasta tal punto por su médico; no sin razón, pues es sabido que los hombres geniales no toleran el menor gesto de genio en sus subordinados y Polidori se vio continuamente humillado, torturado y frustrado por su señor, que le llamaba despectivamente “el doctorcillo Polly-Dolly”. Sin embargo, la desconocida pieza del doctor resultó ser una pequeña joya literaria, precursora de todas las historias de vampiros que se han escrito posteriormente (reconocido por el propio Bram Stocker), inspiradas todas ellas, sin duda, en la fría, amoral y despiadada figura de Lord Ruthwen. Unos años después, en 1921, Polidori se suicidó, sin haber escrito nada reseñable aparte de El Vampiro; tenía 26 años.

Aquella noche del 16 de junio la pluma de Mary Shelley no estuvo inspirada; pero sí las noches posteriores. Ocurrió tras un paseo en barca, durante el cual Byron y Shelley discutían las recientes teorías científicas sobre el poder de la electricidad para revivir cuerpos inertes. Esa noche Mary soñó con cadáveres fantasmagóricos, científicos aterrorizados y máquinas que devolvían la vida. Cuando despertó, temblorosa por el miedo y la excitación, comenzó a escribir su historia: «Una siniestra noche de noviembre pude por fin contemplar el resultado de mis fatigosas tareas. Con una ansiedad casi agónica coloqué al alcance de mi mano el instrumental que iba a permitirme encender el brillo de la vida en la forma inerte que yacía a mis pies (…) De pronto, al tenebroso fulgor de la llama mortecina, observé cómo la criatura entreabría sus ojos ambarinos y desvaídos». Había nacido a la vida el monstruo de otro doctor, el de Victor Frankenstein. Y con él, la inmortalidad de Mary Shelley, su creadora. La novela se publicó en marzo de 1818 bajo el título de Frankenstein o el moderno Prometeo.

Aquel verano de 1816 la naturaleza ensombreció el mundo y la mente humana creó la novela de terror moderna. El volcán Tambore recordó al hombre su pequeñez frente a la naturaleza, como hace pocos veranos nos lo recordaron los volcanes de Bali (Agung), Guatemala (Volcán de Fuego) y Galápagos (Sierra Negra), o como este verano nos lo está recordando un bichito invisible a los ojos, pero igualmente dañino para la humanidad. El relato de Polidori nos conciencia de que la maldad está siempre ahí, por mucho que se disfrace. Y la novela de Mary Shelley, que no es aconsejable jugar a ser Dios Creador… salvo, tal vez, para crear obras inmortales como El Vampiro y Frankenstein. Lo escribió precisamente Lord Byron: “Cuando el hombre cesa de crear, deja de existir.”