Vivimos tiempos inciertos, oscuros, extraños.
No me refiero a la crisis sanitaria que ha paralizado todo el universo
conocido, que también, sino al terremoto social y económico que está sacudiendo
los cimientos del mundo globalizado y, con especial grado de intensidad, el
nuestro. Un terremoto que no ha hecho más que empezar. El temblor se extiende
por todos los recovecos de nuestra economía, asolando industrias y empresas, destruyendo
pymes, arruinando hogares, abarrotando las colas del paro y elevando las colas del
hambre hasta cotas inéditas. Sumidos en esta oscuridad cada día más penetrante,
más opaca, hay sin embargo una luz que nos mantiene lúcidos y esperanzados.
Miles de lucecitas, en realidad. Miles
de pequeños y medianos destellos de esperanza que son los que nos van a sacar
de este pozo sin fondo en el que nos ha sumido el maldito bicho (y del que
al gobierno no le conviene que salgamos, según parece). Esos miles de pequeños
y medianos destellos son nuestro faro, la llama que nos guía hacia la salida,
hacia la luz. Son los que van a levantar este peso muerto llamado España y lo
van a empujar hacia delante. Como siempre han hecho, con esfuerzo, con sacrificio,
con honestidad, con responsabilidad. Con compromiso.
Un aplauso merecido y necesario
Si durante estos escabrosos meses hemos
aplaudido cada tarde a nuestros heroicos sanitarios —y demás heroicos
profesionales— hasta que nos ardían las manos, es hora de aplaudir a nuestros
otros héroes, los miles de pequeños y
medianos empresarios, negocios familiares, autónomos y otras especies en
peligro de extinción que están luchando con todas sus fuerzas para que este
Titanic no se hunda del todo, que están dándolo todo —incluso lo que no tienen—
para mantener a flote sus negocios y a sus empleados, aunque sea apiñados en
frágiles botes o aferrados a endebles tablones, mientras ellos reman y empujan
y nadan contracorriente y sueltan lastre para aligerar la carga. Mientras ellos
siguen pagando sus impuestos, sus
cuotas, sus IVAs e incluso los ERTES que no llegan a su gente (¡Qué fácil
es prometer! ¡Qué barato sale engañar!).
Muchos de ellos, además, durante estos
meses de parón pandémico, con sus negocios cerrados —yertos— por decreto ley, se han remangado una vez más y han entregado a manos llenas su tiempo,
su esfuerzo, sus recursos, su ilusión y su honesta solidaridad para cuidar
–alimentar, vestir, proteger, asistir, entretener, sostener- a los más
vulnerables y necesitados. Y esto también merece un gran aplauso. El aplauso de
todos. Por eso, desde este humilde Mar de Fondo, quiero
aprovechar para reivindicar el término
empresario con todas sus letras y su pleno sentido, que para mí es sinónimo
de valiente, de dinámico, de inconformista, de trabajador, de abnegado, de
comprometido. Lo describió muy gráficamente el empresario Richard Pratt (hijo de emigrantes polacos y una de las
mayores fortunas de Australia), a la hora de diferenciar entre implicación y compromiso: «En
un plato de huevos con beicon, el cerdo está “comprometido”, mientras que la
gallina sólo está “implicada”». Gentes hechas de otra pasta, los
empresarios (los pequeños, los medianos, los grandes), a quienes dedico mi
aplauso más vigoroso y mi gratitud más sincera.
El caballo que tira del carro… mientras otros le tiran piedras
Porque, digámoslo claro, los empresarios –las
pymes y los pequeños negocios familiares, sobre todo- son los que mantienen el
país en marcha. El caballo que tira del carro en la famosa cita de Churchill («Muchos miran al empresario como el lobo que hay que abatir, otros lo
miran como la vaca que hay que ordeñar y muy pocos lo miran como el caballo que
tira el carro»). Un caballo, por cierto, insultado, fustigado y
menospreciado por ciertos políticos (que si han tirado de un carro en su vida
será el de la compra, si acaso) quienes no
se contentan con vociferar consignas trasnochadas contra el que se deja la piel,
sino que además van metiendo palos
en las ruedas del carro y anegando de piedras el camino. Es una lástima que
aún se mantengan esos prejuicios enquistados en mentes tan obtusas, de personas
que jamás han sentido el peso ni la responsabilidad ni la implicación ni mucho
menos el compromiso de lo que significa crear, gestionar y sostener día a día —luchar, sufrir cada día— un
pequeño negocio. Y verlo crecer. O verlo
morir. Y volver a partir de cero. No, no tienen ni idea de lo que significa ser
empresario.
Que
no es otra cosa que arriesgar y trabajar duro y sacrificar la vida personal y
familiar, y apostarlo todo por un sueño, o por una salida digna, y, en fin,
generar riqueza con un propósito que en la inmensa mayoría de los casos no es
alimentar su ombligo ni su cuenta corriente sino los estómagos de su gente.
Claro que buscan el éxito, y ganarse el pan, y a veces se plantean incluso
ahorrar. Pero para ellos —para la mayoría de ellos—, el éxito es crear puestos de trabajo, es ayudar a cumplir los
sueños de su puñado de empleados; es innovar, buscar, aprender, compartir; es
agradecer su suerte, o su merecida recompensa, devolviendo a la sociedad parte
de lo que les ha dado; es pensar en personas más que en números; es, como han
demostrado en estos meses convulsos y difíciles, colaborar en causas solidarias no por una calculada operación de
marketing, sino por convencimiento, por principios, por pura y simple
responsabilidad hacia los demás (en palabras de Stefan Zweig: «No es hasta que nos damos cuenta de que
significamos algo para los demás que no sentimos que hay un objetivo o
propósito en nuestra existencia»); es
encontrar el equilibrio justo entre beneficios, pasión y propósitos.
Una gigantesca ola de solidaridad
Y eso es lo que muchas de nuestras empresas han hecho —y
siguen haciendo— durante estos dos meses y medio. Pensar en los demás y hacer
por los demás. Obviando sus propios problemas, los empresarios han sacado
todo un arsenal de ideas, iniciativas y acciones para ayudar a la sociedad
civil. No solo las grandes compañías (son las que tienen visibilidad), también muchos
cientos de pymes, micropymes, startups, negocios familiares, de todo tipo, en
todos los sectores, y miles de profesionales y autónomos que, mientras forcejean
con una mano para mantenerse a flote en estas aguas turbulentas, con la otra
mano están entregando —regalando, donando, aportando— lo que no les sobra,
precisamente. Solo porque es lo que hay
que hacer. Lo que se debe hacer. Porque
hay mucha gente que lo necesita. Con urgencia y desesperación.
Se ha levantado una gigantesca ola de solidaridad y
compromiso, ejemplar y desinteresada, que es la que está salvando a la sociedad
civil de la incompetencia, la desidia y la irresponsabilidad de los responsables
de mantenernos sanos y salvos. Han
puesto su tiempo, su esfuerzo, sus recursos, su talento innovador, su descomunal
capacidad de entrega al servicio de los que más lo necesitan. Han
reconvertido sus procesos de producción para confeccionar mascarillas, batas o
pantallas de protección; han cocinado miles de menús diarios; han donado tablets
para conectar a los ancianos ingresados con sus familias; han medicalizado sus hoteles;
han regalado miles de zapatillas y cientos de miles de botellas de agua a los
sanitarios; han impreso miles de respiradores en 3D; han reconducido la
fabricación de cosméticos para elaborar hidrogeles; han dispuesto flotas de
coches para los profesionales que están en primera línea; han puesto su
capacidad tecnológica al servicio de empresas y autónomos; han rastreado
medicamentos y material sanitario; han llenado las despensas de los comedores
sociales y de los bancos de alimentos… Cientos
de iniciativas con el único propósito de ayudar y responder —con hechos, no con
palabrería— a la emergencia sanitaria y social de manera voluntaria, generosa y
proactiva. Y con extraordinaria rapidez y eficacia.
Mi aplauso, mi reconocimiento y mi gratitud
Una gigantesca ola de solidaridad que ha logrado un
formidable impacto positivo en la población, y que ha contribuido, de manera
crucial, a aliviar el sufrimiento, a cuidar de los más débiles, a proteger a
los que nos protegen, a mantener vivos muchos negocios. Ellos, los empresarios españoles, han estado a la altura de las
circunstancias. Ahora nos toca a nosotros estar a su altura. Basta el
reconocimiento, el apoyo moral, el aplauso sincero. Una simple muestra de
gratitud. Porque son ellos también los que nos van a sacar de ésta, los que van
a seguir tirando del carro, los únicos que van a poder evitar, si les dejan,
que España se convierta en una sociedad subsidiada, viviendo a expensas de la
vaca del estado. Que es lo que algunos políticos y sucedáneos pretenden.
Pues
eso. Que ya es hora de devolver a la palabra “empresario” su dignidad perdida,
machacada injustamente en estos tiempos de demagogia y cortedad mental. Tan falsos y estúpidos que tratamos
de camuflar esa palabra maldita utilizando el término
“emprendedor”, que
sí es admirable y estupendo y ejemplar y políticamente correcto… hasta que el
emprendedor tiene éxito y se transforma en empresario, esto es, en enemigo, en
explotador, en el lobo al que hay que abatir.
Así
que, queridos y admirados empresarios, aquí
va mi aplauso, mi reconocimiento y mi gratitud. Gracias por seguir
ayudando, gracias por seguir aguantando, gracias por seguir tirando del carro.
Gracias por seguir siendo el beicon —comprometido, consecuente y abnegado— que siempre habéis sido.
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