miércoles, 3 de junio de 2020

Gracias, empresarios. Por estar ahí, por tirar del carro.




Vivimos tiempos inciertos, oscuros, extraños. No me refiero a la crisis sanitaria que ha paralizado todo el universo conocido, que también, sino al terremoto social y económico que está sacudiendo los cimientos del mundo globalizado y, con especial grado de intensidad, el nuestro. Un terremoto que no ha hecho más que empezar. El temblor se extiende por todos los recovecos de nuestra economía, asolando industrias y empresas, destruyendo pymes, arruinando hogares, abarrotando las colas del paro y elevando las colas del hambre hasta cotas inéditas. Sumidos en esta oscuridad cada día más penetrante, más opaca, hay sin embargo una luz que nos mantiene lúcidos y esperanzados. Miles de lucecitas, en realidad. Miles de pequeños y medianos destellos de esperanza que son los que nos van a sacar de este pozo sin fondo en el que nos ha sumido el maldito bicho (y del que al gobierno no le conviene que salgamos, según parece). Esos miles de pequeños y medianos destellos son nuestro faro, la llama que nos guía hacia la salida, hacia la luz. Son los que van a levantar este peso muerto llamado España y lo van a empujar hacia delante. Como siempre han hecho, con esfuerzo, con sacrificio, con honestidad, con responsabilidad. Con compromiso.

Un aplauso merecido y necesario


Si durante estos escabrosos meses hemos aplaudido cada tarde a nuestros heroicos sanitarios —y demás heroicos profesionales— hasta que nos ardían las manos, es hora de aplaudir a nuestros otros héroes, los miles de pequeños y medianos empresarios, negocios familiares, autónomos y otras especies en peligro de extinción que están luchando con todas sus fuerzas para que este Titanic no se hunda del todo, que están dándolo todo —incluso lo que no tienen— para mantener a flote sus negocios y a sus empleados, aunque sea apiñados en frágiles botes o aferrados a endebles tablones, mientras ellos reman y empujan y nadan contracorriente y sueltan lastre para aligerar la carga. Mientras ellos siguen pagando sus impuestos, sus cuotas, sus IVAs e incluso los ERTES que no llegan a su gente (¡Qué fácil es prometer! ¡Qué barato sale engañar!).

Muchos de ellos, además, durante estos meses de parón pandémico, con sus negocios cerrados —yertos— por decreto ley, se han remangado una vez más y han entregado a manos llenas su tiempo, su esfuerzo, sus recursos, su ilusión y su honesta solidaridad para cuidar –alimentar, vestir, proteger, asistir, entretener, sostener- a los más vulnerables y necesitados. Y esto también merece un gran aplauso. El aplauso de todos.  Por eso, desde este humilde Mar de Fondo, quiero aprovechar para reivindicar el término empresario con todas sus letras y su pleno sentido, que para mí es sinónimo de valiente, de dinámico, de inconformista, de trabajador, de abnegado, de comprometido. Lo describió muy gráficamente el empresario Richard Pratt (hijo de emigrantes polacos y una de las mayores fortunas de Australia), a la hora de diferenciar entre implicación y compromiso«En un plato de huevos con beicon, el cerdo está “comprometido”, mientras que la gallina sólo está “implicada”». Gentes hechas de otra pasta, los empresarios (los pequeños, los medianos, los grandes), a quienes dedico mi aplauso más vigoroso y mi gratitud más sincera.



El caballo que tira del carro… mientras otros le tiran piedras


Porque, digámoslo claro, los empresarios –las pymes y los pequeños negocios familiares, sobre todo- son los que mantienen el país en marcha. El caballo que tira del carro en la famosa cita de Churchill («Muchos miran al empresario como el lobo que hay que abatir, otros lo miran como la vaca que hay que ordeñar y muy pocos lo miran como el caballo que tira el carro»). Un caballo, por cierto, insultado, fustigado y menospreciado por ciertos políticos (que si han tirado de un carro en su vida será el de la compra, si acaso) quienes no se contentan con vociferar consignas trasnochadas contra el que se deja la piel, sino que además van metiendo palos en las ruedas del carro y anegando de piedras el camino. Es una lástima que aún se mantengan esos prejuicios enquistados en mentes tan obtusas, de personas que jamás han sentido el peso ni la responsabilidad ni la implicación ni mucho menos el compromiso de lo que significa crear, gestionar y sostener día a día luchar, sufrir cada día— un pequeño negocio. Y verlo crecer.  O verlo morir. Y volver a partir de cero. No, no tienen ni idea de lo que significa ser empresario.

Que no es otra cosa que arriesgar y trabajar duro y sacrificar la vida personal y familiar, y apostarlo todo por un sueño, o por una salida digna, y, en fin, generar riqueza con un propósito que en la inmensa mayoría de los casos no es alimentar su ombligo ni su cuenta corriente sino los estómagos de su gente. Claro que buscan el éxito, y ganarse el pan, y a veces se plantean incluso ahorrar. Pero para ellos —para la mayoría de ellos—, el éxito es crear puestos de trabajo, es ayudar a cumplir los sueños de su puñado de empleados; es innovar, buscar, aprender, compartir; es agradecer su suerte, o su merecida recompensa, devolviendo a la sociedad parte de lo que les ha dado; es pensar en personas más que en números; es, como han demostrado en estos meses convulsos y difíciles, colaborar en causas solidarias no por una calculada operación de marketing, sino por convencimiento, por principios, por pura y simple responsabilidad hacia los demás (en palabras de Stefan Zweig: «No es hasta que nos damos cuenta de que significamos algo para los demás que no sentimos que hay un objetivo o propósito en nuestra existencia»); es encontrar el equilibrio justo entre beneficios, pasión y propósitos.


Una gigantesca ola de solidaridad


Y eso es lo que muchas de nuestras empresas han hecho —y siguen haciendo— durante estos dos meses y medio. Pensar en los demás y hacer por los demás. Obviando sus propios problemas, los empresarios han sacado todo un arsenal de ideas, iniciativas y acciones para ayudar a la sociedad civil. No solo las grandes compañías (son las que tienen visibilidad), también muchos cientos de pymes, micropymes, startups, negocios familiares, de todo tipo, en todos los sectores, y miles de profesionales y autónomos que, mientras forcejean con una mano para mantenerse a flote en estas aguas turbulentas, con la otra mano están entregando —regalando, donando, aportando— lo que no les sobra, precisamente. Solo porque es lo que hay que hacer. Lo que se debe hacer. Porque hay mucha gente que lo necesita. Con urgencia y desesperación.

Se ha levantado una gigantesca ola de solidaridad y compromiso, ejemplar y desinteresada, que es la que está salvando a la sociedad civil de la incompetencia, la desidia y la irresponsabilidad de los responsables de mantenernos sanos y salvos. Han puesto su tiempo, su esfuerzo, sus recursos, su talento innovador, su descomunal capacidad de entrega al servicio de los que más lo necesitan. Han reconvertido sus procesos de producción para confeccionar mascarillas, batas o pantallas de protección; han cocinado miles de menús diarios; han donado tablets para conectar a los ancianos ingresados con sus familias; han medicalizado sus hoteles; han regalado miles de zapatillas y cientos de miles de botellas de agua a los sanitarios; han impreso miles de respiradores en 3D; han reconducido la fabricación de cosméticos para elaborar hidrogeles; han dispuesto flotas de coches para los profesionales que están en primera línea; han puesto su capacidad tecnológica al servicio de empresas y autónomos; han rastreado medicamentos y material sanitario; han llenado las despensas de los comedores sociales y de los bancos de alimentos… Cientos de iniciativas con el único propósito de ayudar y responder —con hechos, no con palabrería— a la emergencia sanitaria y social de manera voluntaria, generosa y proactiva. Y con extraordinaria rapidez y eficacia.


Mi aplauso, mi reconocimiento y mi gratitud


Una gigantesca ola de solidaridad que ha logrado un formidable impacto positivo en la población, y que ha contribuido, de manera crucial, a aliviar el sufrimiento, a cuidar de los más débiles, a proteger a los que nos protegen, a mantener vivos muchos negocios. Ellos, los empresarios españoles, han estado a la altura de las circunstancias. Ahora nos toca a nosotros estar a su altura. Basta el reconocimiento, el apoyo moral, el aplauso sincero. Una simple muestra de gratitud. Porque son ellos también los que nos van a sacar de ésta, los que van a seguir tirando del carro, los únicos que van a poder evitar, si les dejan, que España se convierta en una sociedad subsidiada, viviendo a expensas de la vaca del estado. Que es lo que algunos políticos y sucedáneos pretenden.

Pues eso. Que ya es hora de devolver a la palabra “empresario” su dignidad perdida, machacada injustamente en estos tiempos de demagogia y cortedad mental. Tan falsos y estúpidos que tratamos de camuflar esa palabra maldita utilizando el término “emprendedor”, que sí es admirable y estupendo y ejemplar y políticamente correcto… hasta que el emprendedor tiene éxito y se transforma en empresario, esto es, en enemigo, en explotador, en el lobo al que hay que abatir.

Así que, queridos y admirados empresarios, aquí va mi aplauso, mi reconocimiento y mi gratitud. Gracias por seguir ayudando, gracias por seguir aguantando, gracias por seguir tirando del carro. Gracias por seguir siendo el beicon —comprometido, consecuente y abnegado— que siempre habéis sido.




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