jueves, 30 de mayo de 2019

Gino Bartali. El héroe del Duce que salvó a 800 judíos de los nazis

Gino Bartali, Il Ginettaccio,  fue un grande entre los grandes del ciclismo, un deportista extraordinario y un mito para el pueblo italiano, que lo adoraba como a un verdadero héroe; especialmente Mussolini, quien lo convirtió en símbolo viviente del Partido Nacional Fascista. Vencedor del Giro de Italia en siete ocasiones y del Tour de Francia en otras dos, ganador de cinco campeonatos nacionales y de unas cuantas clásicas, Bartali era un magnífico escalador, un corredor duro y tenaz, un líder generoso con su equipo… y un ser humano excepcionalmente valiente que se jugó la vida durante los años más duros del fascismo para salvar a ochocientos judíos del exterminio. Una hazaña, por cierto, que mantuvo en secreto hasta su muerte, y que fue descubierta por casualidad.


Esta acción generosa, de entrega total a una causa aun a riesgo de su propia vida, entraba ya en el adn de Bartali desde muy tempana edad. Nacido en el seno de una familia humilde y religiosa de la Toscana, “Gino el pío” (como era conocido entre sus compañeros) era un hombre de profunda fe, un cristiano devoto que no ocultaba sus convicciones y el deportista preferido del Vaticano (bendecido personalmente por tres papas y orgulloso de que el mismísimo Juan XXIII le pidiera que le enseñara a montar en bicicleta).
     Y, paradójicamente, fue también el favorito de Mussolini, cuyo sueño de vencer —humillar— a Francia en su propio terreno se vio cumplido en el Tour de 1938. Bartali aventajó al segundo clasificado en más de veinte minutos.

La afición a las dos ruedas le vino a Bartali también desde temprana edad, cuando el dueño del taller de bicicletas en el que trabajaba le regaló una de carreras y le animó a entrenar más en serio. A partir de ese momento, cada hora libre que le quedaba al joven Bartali la dedicaba a pedalear por las carreteras de toda la región. Pronto comenzó a ganar carreras y a ganarse también el fervor popular. En 1936 se hizo con el Giro y con todo el pueblo italiano. Era tal la adoración de sus admiradores, y el bullicio que organizaban a las puertas de su hotel, que Gino tenía que ponerse tapones de cera en los oídos para poder descansar por las noches (aunque, en verdad, el griterío —¡Gi-no, Gi-no!— era música para sus oídos).


La Gran Guerra llegó cuando Bartali estaba en la cima de su carrera deportiva. Y lo detuvo todo. Cesaron las competiciones oficiales, los Giros, los Tours, las medallas y los méritos. Aunque no su prestigio entre las élites fascistas (a pesar de que dedicaba sus victorias a la Virgen, no al Duce), lo que le permitió continuar sus entrenamientos por las sinuosas carreteras de la Toscana y Umbría. Y, de paso, ayudar a la resistencia anti fascista, participando en la red organizada por Giorgio Nissim, que elaboraba pasaportes falsos y otros documentos que luego eran entregados a cientos de refugiados judíos cuyo destino eran los campos de exterminio nazis. Ocultos en el cuadro de su bicicleta o bajo el sillín, Bartali aprovechaba los entrenamientos para llevar mensajes, pasaportes y salvoconductos desde Florencia a los monasterios y conventos de diferentes ciudades que la red de Nissim, en connivencia con los obispos, utilizaba como tapadera para ocultar a los fugitivos. En más de 40 ocasiones recorrió la ruta que unía Florencia con Asís; trayectos de 200 kilómetros por carreteras minadas de explosivos… y de patrullas nazis.

Pero no siempre eran papeles lo que transportaba. A veces también personas. En 1943 fue él mismo quien dejó a salvo a un grupo de judíos al otro lado de los Alpes, en la neutral Suiza. Pedaleó durante largos kilómetros empujando sin desmayo un vagón repleto de personas, ocultas en un compartimento secreto. A las patrullas que se cruzaban en su camino simplemente les decía que era parte de su entrenamiento. A su hijo Andrea tampoco le daba mayores explicaciones: “Uno hace estas cosas y ya está”. En efecto, el verdadero heroísmo no entiende de vanidades. Se hace lo que se debe, cuando se debe hacer. Punto.


En su arriesgada misión, a lo largo de dos años (1943-1944), Bartali ayudó a salvar de una muerte segura a más de ochocientas personas. Y, aunque al principio no despertó las sospechas de la policía fascista ni de las tropas alemanas por entrenar en una época en la que las competiciones estaban prohibidas en Italia, con el tiempo entró en la lista negra de la policía de Mussolini, si bien no se atrevían a tocarle debido a su condición de ídolo nacional. Los propios soldados italianos le saludaban efusivamente cuando se cruzaban en su camino. Y para que no hubiera dudas acerca de quién se trataba, llevaba escrito su nombre bien visible a su espalda. 

Al finalizar la guerra, muerto Mussolini y rescatado el país de los alemanes, Bartali continuó con su carrera deportiva como si nada hubiera sucedido. A nadie desveló su condición de correo secreto de la resistencia, a nadie mencionó su gesta salvadora, a nadie reveló su acto de heroica generosidad más allá del valor. Él seguía hablando con las piernas, que era lo suyo: en 1946 ganó el Giro y dos años después el Tour, a la edad de 34 años. Los miles de kilómetros recorridos en su falso entrenamiento resultaron ser el mejor entrenamiento real para mantener en pleno auge su poderío sobre las dos ruedas, especialmente en las etapas de montaña, en las que era invencible.

Cuando Bartali abandonó definitivamente la competición se retiró a Florencia, su tierra, su hogar. Y allí, rodeado de su familia (su esposa Adriana, sus dos hijos y su hija), de sus amigos y de sus admiradores mantuvo su secreto durante décadas. No le importó que pesara sobre su cabeza la etiqueta de favorito de los fascistas; en el fondo, lo que el pueblo italiano admiraba de él no era su afiliación política durante la guerra, sino sus míticas batallas sobre a bicicleta.




Murió en el año 2000, a los 86 años, de un ataque al corazón. Y su secreto murió con él. El Comité Olímpico Italiano estableció dos días de duelo y en todos los eventos deportivos se mantuvieron minutos de silencio en su honor. Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, lo definió como “un símbolo del más noble espíritu deportivo”. Tres años después, su leyenda se acrecentó aún más cuando su doble vida durante la Guerra salió a la luz. Y lo hizo por pura casualidad. Fueron los hijos de Giorgio Nissim, el jefe de la resistencia (que había fallecido en 1976), quienes hurgando entre los papeles de su padre descubrieron un viejo diario en el que Nissim detallaba, minuciosamente, el funcionamiento de la red clandestina que salvó a tantos judíos italianos de la barbarie nazi. Y especialmente destacada la labor, abnegada y valiente, de Gino Bartali. Ese día, el pueblo italiano descubrió que su mito deportivo fue, además, un héroe; y que el gran ciclista fue, por encima de todo, un gran hombre.



Esta historia está incluida en mi libro La muerte del egoísmo (Palabra)


martes, 28 de mayo de 2019

John Wayne vs Clint Eastwood: Duelo de tipos duros

El 26 de mayo de 1907 nació John Wayne, Duke para los amigos. El 31 de mayo de 1930 lo hizo Clint Eastwood. Ambos fueron iconos del hombre del oeste, duro, seco, desarraigado, de pocas palabras y menos amigos (aunque fieles hasta la muerte), de gatillo fácil y valor a prueba de balas. Y lo fueron dentro y fuera del Western, y dentro y fuera del cine. Tuvieron mucho en común, como actores y como personas, y también grandes diferencias; pero los dos fueron, sobre todo, héroes de nuestra infancia, de nuestra juventud y de nuestra madurez.

 


Si hay un género por excelencia en la historia del Cine (americano y universal), ése es el Western; el género de la épica, de las hazañas pioneras, de la aventura en estado puro; de los mares de hierba y los desiertos infinitos y los desfiladeros angostos donde te espera una muerte segura; de los héroes solitarios, los forajidos redimidos (y los que no), de los granjeros, tramperos, ganaderos y buscadores de oro; de los indios y el 7º de Caballería; del ferrocarril y Río Grande, y el forastero sin pasado y el pianista del saloon y las chicas del saloon y el sheriff y la ley de Lynch. Un territorio duro forjador de tipos duros. Como Clint Eastwood, como Jonh Wayne.


 

“Sólo hay tres hombres capaces de disparar con tanta rápidez como usted. Uno está muerto. Otro soy yo. Y el tercero, según tengo entendido, es un tal Thornton. ¿Cómo se llama usted, amigo? – “Thornton” (Eldorado, 1966). John Wayne comenzó su carrera en el cine bajo el nombre de Duke Morrison, como extra en multitud de películas mediocres; su primer protagonista no llegaría hasta 1930, con La Gran Jornada, a las órdenes de Raoul Walsh, que fue además quien le bautizó como John Wayne. Desde entonces, no volvería a utilizar otro nombre, ni a apearse del papel protagonista
Fue precisamente ese año en que John Wayne nació como actor, el año en que Clint Eastwood nació como persona. Su vida, marcada por la Gran Depresión, fue curtiéndose con todo tipo de trabajos: leñador, albañil, bombero forestal, limpiapiscinas, obrero del metal, instructor de natación y pianista en garitos de mala muerte. Hasta que encontró su verdadera vocación: “Soy William Munny, de Missouri, el asesino de mujeres y niños. He matado cualquier cosa que tuviese vida o se moviese y hoy he venido a matarte a ti” (Sin Perdón, 1992). Como John Wayne, actuó en películas mediocres y series de TV de extra o actor secundario, hasta que Sergio Leone lo convirtió en un mito con su trilogía de Spagetti Western, principalmente con El Bueno, el Feo y el Malo (1966):El Mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revólver cargado y los que cavan, y tú cavas”. A partir de ese momento, Clint Eastwood fue de los que tienen el revólver cargado de éxito, y nunca se le han acabado las balas.




Lo mismo que John Wayne, desde que el más grande director de Westerns, John Ford, le concedió la gracia de interpretar a Ringo Kid en la mítica La Diligencia (1939). Desde entonces, supo asumir su condición de héroe con naturalidad y eficacia en todos los papeles que interpretó. No en vano dijo de él Jimmy Carter: “En una época con escasos héroes, fue un hombre excepcional, que llegó a ser más que un héroe, al convertirse en un símbolo de muchas de las cualidades que han hecho grande a nuestro país”. Protagonizó westerns épicos a las órdenes de los maestros del género, pero también grandes hazañas bélicas y aventuras apasionantes y amables comedias en exóticas islas.
Fue “atrapador” de fieras salvajes en Hatari!, y boxeador retirado, o no tanto, en El hombre tranquilo, y salvador de idealistas en El hombre que mató a Liberty Balance (“el hombre más duro al sur de Picketwire, después de mí”), y fue el sheriff borracho de Valor de Ley (su único Oscar) y, sobre todo, fue el vengativo “buscador”, y secreto enamorado de su cuñada, Ethan Edwards de Centauros del desierto (“Algún día se convertirá en un agradable lugar para vivir, puede que hagan falta nuestros huesos como abono para que eso ocurra”), sin duda su mejor interpretación.
Clint Eastwood también fue muchas cosas además del solitario forastero del poncho, el cigarro mordido y el rostro pétreo. Fue sargento de hierro y cantante de country y DJ nocturno y fotógrafo romántico y guardaespaldas acabado de JFK y astronauta jubilado. Pero, sobre todo, fue Harry Callahan, el sucio, el ejecutor, el de la 44 Magnum, el de “alégrame el día” o “No hay nada malo en disparar siempre que se dispare a las personas adecuadas”. Fue éste el papel que lo encumbró, y también el que le marcó como “facha”, ultra y demás injustas lindezas (al igual que le ocurrió a John Wayne con Boinas Verdes, única película sobre Vietnam donde los soldados americanos son héroes).
Y, de paso, Clint fue el actor-director que recuperó el western clásico con El Jinete Pálido (“¿Acostumbra a beber, reverendo? Sólo a partir de las nueve de la mañana.”) y, de manera mucho más contundente, con Sin Perdón, una película a la altura de las más grandes de Ford o Hawks, en la que el personaje de William Munny encarna, él solo, a todo un género; “Matar a un hombre es algo despreciable. Le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría llegar a tener.”

Y es que si John Wayne fue un buen actor (a veces un gran actor) que participó en un buen puñado de películas míticas, Clint Eastwood es, sobre todo, un magnífico director. El último director clásico (sin mentiras, sin artificios, sin virguerías más que prescibndibles), autor de obras maestras como Bird, Un día perfecto, Mistic River, Million Dollar Baby, Sin Perdón o Gran Torino: “¿Te has dado cuenta que, de vez en cuando, te puedes encontrar con alguien con quien que no deberías meterte? Ése soy yo”. Ése es Clint Eastwood, un tipo duro con el que nadie debería meterse; salvo, tal vez, John Wayne.
“He hecho más de 250 películas y nunca he disparado a ningún tipo por la espalda”, dijo John Wayne. Y no se cortó en afearle a su amigo Clint que sí lo hiciera, sin piedad, en Infierno de cobardes. Pero el viejo Duke habría admirado, sin duda, al viejo Clint cuando éste se dejó acribillar por tan buena causa en Gran Torino; una muerte épica y llena de significado, que es también la “muerte” de Clint Eastwood como actor, lo que dejará un poco más de tiempo y energía al octogenario -y oscarizado- director para centrarse en seguir dirigiendo obras maestras.

(Aunque el viejo vaquero nos engañó de nuevo, y el año pasado resucitó para protagonizar La Mula. Eso sí, la mayor parte de su papel transcurre sentado en un coche. 88 años pesan, incluso a los tipos más duros).





jueves, 23 de mayo de 2019

Hospitalarios. El milagro de Lourdes existe. Se llama DAR.



Dice Jorge Font, el más poeta de los héroes de Lo Que De Verdad Importa, que si no vas a un congreso de LQDVI no te pasa nada; pero si vas, te pasa algo seguro. Por lo menos un buen revolcón a tus ideas / prioridades / sueños / realidades (llámalo como quieras). Y tiene razón, Jorge. Yo lo he visto año tras año y también lo he experimentado en mi propia carne. Así que lo puedo confirmar.

Lo mismo sucede con el documental “Hospitalarios”, de Jesús García-Colomer (a quien conocí, por cierto, como escritor de un libro sobre la vida en el filo del misionero español Christopher Hartley Sartorius, mi primo y mi héroe). Lo de Lourdes hay que vivirlo, hay que palparlo, hay que sentirlo. Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender mínimamente lo que allí ocurre. Que es mucho. Y todo es cierto.

Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya enfermos con graves dolencias, con males incurables, con discapacidades extremas, que quieran sufrir un tormentoso y largo viaje con la improbabilísima esperanza de una curación milagrosa, que saben que no les va a tocar esa lotería, pero van a pesar de todo. Y no se cabrean con la Virgen de Lourdes, ni reniegan de su fe, ni se ciscan en los santos ni en los curas ni en el mismísimo Dios. Y encima, repiten año tras año. Y regresan renovados y felices. Contando los días para volver. El Tren de la Esperanza.


Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya voluntarios (camilleros y enfermeras se llamaban cuando yo fui) capaces de entregarse de tal manera que hacen cosas que no creerías (como diría el replicante Roy Batty); que no creerían ni ellos mismos. Cosas que en su otra vida, su vida “normal”, son demasiado duras, demasiado penosas, demasiado desagradables, demasiado insoportables y que aquí, en esta pequeña aldea del sur de Francia, por alguna misteriosa (¿milagrosa?) razón, en lugar de provocar lágrimas o arcadas, provocan sonrisas, complicidad y un amor a prueba de terremotos.

Sólo desde dentro, desde muy dentro, se puede sentir la devoción, la gratitud, la fe. El silencio. La humildad extrema. La DIGNIDAD. Y la oración sincera y profunda, sin postureos, sin golpes de pecho. Sólo allí, en esa gruta nacida de una simple roca, aparentemente nada, se puede sentir el respeto más universal que se pueda sentir en esta Tierra nuestra. El respeto entre naciones, el respeto entre enfermos y sanos, el respeto a todas las creencias y no-creencias; el respeto a lo sagrado, a los símbolos, a lo incomprensible, a lo inconcebible. El respeto a la esperanza, vana o no, de los millones de personas que peregrinan a Lourdes desde 1858. Enfermos o sanos, todos buscando algo, y no necesariamente lo mismo. Unos curación física, otros curación espiritual; unos perdón, otros compañía; unos llenar su vacío, otros vaciar su mochila, o su ego; o cumplir una promesa, o hacer feliz a su padre, o reencontrarse con viejos amigos, o volver a sentir el abrazo de su otra Madre… Cualquier excusa vale. Y vale mucho.


Sólo desde dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya personas con una vida cómoda y fácil que decidan dejarlo todo –todo- durante unos días para abrazar un cambio tan radical, tan valiente y hermoso, año tras año durante décadas. Sin fallar ni uno. Algo que debería hacerte pensar, al menos, que eso no es un voluntariado normal. Que hay algo más. Algo que engancha más poderosamente que cualquier droga. Una bofetada descomunal que te descoloca; un cambio de mirada al mundo y a las personas, a ti mismo, a tu entorno, a tus principios y prioridades. Algo que te hace plantearte: ¿y si fuera yo el de la silla de ruedas, o el de la parálisis cerebral, o ese niño ciego y autista? ¿Cómo me lo tomaría? ¿Sería capaz de reírme, como ellos? ¿De cantar, de dar gracias a Dios, de rezar con el corazón? ¿Sería capaz de amar? ¿De querer vivir?

Son preguntas que sólo se pueden responder desde dentro, desde muy dentro. Mirando con el corazón. Descubriendo el valor de un abrazo. O de una confidencia. O simplemente escuchando. O dando de comer a alguien que apenas sabe abrir la boca; o sumergiendo un cuerpo terriblemente deforme en esa agua milagrosa –helada- que ha curado a muchos y aún no ha hecho enfermar a nadie. O sintiéndote curado, aliviado, agradecido, incluso feliz, aunque no te haya tocado el gordo/milagro. Sí, hay que vivirlo para entenderlo. Como todo lo que lleva implícito el concepto de Amor, no se puede explicar. Es imposible de explicar.


Pero, mientras te piensas si dar ese salto al vacío, si probar tu capacidad de entrega a los demás, tu fuerza y tu aguante frente al asco y el dolor y el agotamiento; mientras rebuscas en tu conciencia ese gramito de generosidad que sabes que tienes, puedes ir a ver la película de Jesús García-Colomer. Ir al cine a ver “Hospitalarios” no es ir a Lourdes, no es sentir Lourdes, no es oler ni palpar Lourdes. No es sufrir y gozar Lourdes. Pero, hoy por hoy, es el mejor tráiler para empezar a entender lo que significa la hospitalidad de Lourdes para tantísima gente de tantísimos países. Una invitación en toda regla a lanzarte. Apenas una hora y media que puede impulsarte a replantearte muchas cosas. Y eso es siempre muy recomendable.

¿Milagro? ¡Claro que hay milagro! El milagro de que todo aquel que va, sea cual sea su condición, se entrega en cuerpo y alma. Dar y darse, ese es el único misterio. Y el milagro de que todos, sin excepción, vuelven a casa mucho más sanos (algunos, también, milagrosamente curados).   


PS.
Yo fui con la Hospitalidad de Lourdes cuando tenía veinte años, y aquello fue un bofetón en toda regla; un despertar cruento a la realidad más allá de mi burbujita de cómoda y superficial adolescencia. Una experiencia que cambió muchas cosas en mí; unas de golpe, otras se han ido asentando con el paso de los años. Y hasta hoy.

Y aunque fui de voluntario forzoso, lo reconozco, nada más poner el pie en la estación de Príncipe Pío, ver a los enfermos y a los hospitalarios, respirar el ambiente, escuchar las risas y los reencuentros… me contagié de manera instantánea. Lo que viví después (el viaje interminable y agotador con cambio de tren de todos los enfermos en Irún, Juanito -17 años, parapléjico-y su silla de ruedas, el Portu y su retranca, los baños heladores y reconfortantes, las fiestas y juegos, mi lectura del Apocalipsis ante no sé cuántas mil personas, la bronca del gabacho por derrapar con el carro de mi tetrapléjico -con Juanito sentado y partiéndose de risa-, la procesión nocturna, el comedor, las curas, las guardias…) me ha marcado para el resto de mi vida.  


Le debo mucho a aquellos cinco días. Mucho. Gracias, mamá, por aquel voluntariado forzoso.


viernes, 17 de mayo de 2019

AUARA. Cada gota cuenta para cambiar el mundo



¿Cómo acaba un estudiante de arquitectura creando una empresa social que se dedica a llevar agua a las zonas más áridas y pobres del planeta? La respuesta es sencilla: conciencia solidaria. Lo que no es tan sencillo es el camino que ha tenido que recorrer Antonio (y sus socios, Pablo y Luis) para llegar hasta aquí. Todo empezó con un voluntariado en Etiopía, echando una mano en un hospital. Allí, Antonio fue por primera vez consciente de la importancia del agua en la vida; o más bien de la falta de agua, responsable de la pérdida de muchos millones de vidas. Malnutrición infantil, enfermedades, carencias sanitarias básicas, mortalidad… Se dio cuenta de que la verdadera necesidad en estos lugares, más que los hospitales y las escuelas, era el abastecimiento de agua.

Antonio volvió a España con esta idea grabada a fuego. Se lo comentó a su amigo Pablo, que estaba de voluntario en una empresa social, y juntos empezaron a darle vueltas a un posible proyecto social relacionado con el agua. Contactaron también con Luis, más veterano y con experiencia financiera, quien no sólo les ayudó a preparar un business plan en condiciones, sino que además se enamoró perdidamente del proyecto y se unió a Antonio y Pablo. Era enero de 2014.



¿Qué es eso de “empresa social”?

El objetivo era crear una “empresa social”, un concepto pionero en España (lo que dificultaba el camino), pero bien asentado en otros países como Estados Unidos, Inglaterra o Alemania. Tomar lo mejor de las empresas y su forma de operar, y lo mejor de las ONGs que existen por un fin social. Algo que, sencillamente, aquí no se entendía. Ni siquiera cuando se presentaban a concursos de startups, lanzaderas o viveros de empresas. Pero los tres socios decidieron no rendirse y tirar hacia delante. La causa lo merecía. Y la fórmula “Family&Friends” no les falló. La idea era vender botellas de agua y destinar el cien por cien de los dividendos a crear pozos y depósitos de agua potable en zonas de extrema pobreza y sequía. En septiembre de 2016, dos años y medio después de su fundación, salió la primera botella de AUARA

El camino no había sido fácil, ni mucho menos. Porque además de los problemas administrativos y financieros, propios de cualquier startup (sobre todo en España), AUARA tenía que ser sostenible. Pura coherencia. No se trataba de ser un agua solidaria solo con las personas, también con el planeta. Tras muchas dificultades lograron encontrar una botella 100% de plástico reciclado R-PET (algo en lo que también fueron pioneros), con una forma distintiva (cuadrada) y con el agua mineral natural más pura, procedente de un manantial de León.

El producto estaba. La causa también. Y el propósito. Ahora llegaba la hora de la verdad: vender. Se pasaron un año testeando el producto, buscando clientes en todas partes: hoteles, restaurantes, máquinas de vending, caterings, empresas de todo tipo y tamaño… La respuesta fue espectacular. Planificaron también una potente campaña en redes sociales para generar comunidad, llegando a miles de consumidores que se unieron a su causa. Tanto, que AUARA es la marca de agua con más seguidores en Instagram (14,2K) y la que tiene más respuesta e involucración.




El verdadero valor del agua

Hoy, con un equipo de 12 personas -todo pasión, involucración y perseverancia- AUARA es un negocio asentado y con enorme proyección. Se ha profesionalizado a nivel comercial y ha entrado en la primera división. Su misión sigue siendo exactamente la misma: convertir un acto cotidiano como beber agua en un acto extraordinario, capaz de salvar vidas. Literalmente. En apenas tres años han puesto en marcha 14 proyectos que han dado acceso al agua a más de 7.000 personas, un millón de litros de agua potable, en países como Sierra Leona, Benín, Malaui, Etiopía, Camboya o Haití.  Gracias a los miles de clientes que comparten sus valores y ayudan hacer realidad estos proyectos. Lo importante, para Antonio, Pablo y Luis, es no sólo llevar agua potable a estos rincones olvidados, también inspirar a personas y organizaciones, y trasladar ese espíritu y esos valores a las propias empresas: hacer felices a tus empleados, mantener una buena relación con tus clientes y proveedores, ser sostenibles y responsables…  Ser coherentes, en definitiva. En palabras del célebre psicólogo canadiense Jordan Peterson, «Ordenar tu habitación antes de intentar ordenar el mundo».


Sostenibilidad, transparencia, solidaridad, coherencia, honestidad… Unos valores, sin duda, muy fáciles de compartir si tienes un mínimo de sensibilidad. Y una causa a la que tú también te puedes sumar, comprando sus botellas, siendo orgulloso embajador o simplemente pidiendo una botella de AUARA en los restaurantes en los que está presente (muchos ya, y creciendo). Cada gota cuenta. Lo importante es que entre todos podemos hacer un mundo un poco mejor. Sólo nos lo tenemos que creer. Para nosotros será una pequeña gota, pero tal vez sea la única esperanza para miles de personas que, simplemente, tuvieron la mala suerte de nacer allí. 


miércoles, 8 de mayo de 2019

IRENE VILLA. Lo que de verdad importa es saber que se puede. Y sonreír.



Irene y su sonrisa. Irene y su naturalidad. Irene y su cercana simpatía.  Irene y su historia: «Es cierto que las desgracias no se eligen; pero lo que sí se elige es cómo afrontar esas desgracias y cómo afrontar la vida». Irene lo sabe bien, cuando solo tenía doce años una bomba le voló las piernas y parte de las manos. Ella eligió vivir, eligió sonreír, eligió ser feliz. Eligió, sobre todo, no ser víctima; y afrontar su tragedia con entereza y optimismo, como una oportunidad de hacer muchas otras cosas. Y de ver la vida de un color bien distinto al rojo sangre con que se la habían pintado los terroristas.

«Hay una frase que me encanta: si no te gusta lo que ves, cambia la forma de verlo. Se dice fácil, y me gustaría que lo llevaseis a la práctica porque realmente ayuda». Irene, siguiendo esta máxima, ha optado por ver felicidad donde otros ven desgracia. Por ver compasión y perdón donde otros solo ven odio y resentimiento. Hasta el punto de unirle una sincera amistad con alguien que fue terrorista y hoy vive arrepentido (Shane O’Doherty). Tal vez sea porque Irene, en griego, significa ‘Paz’ y, como ella reconoce, es precisamente la paz («la paz interior, que es la fundamental»), los derechos humanos y el entendimiento lo que han marcado su vida.

Aunque la verdadera fuerza de Irene, la clave esencial de su vida, es su voluntad. «Hay dos premisas: saber que no hay nada imposible y que eres tú quien tiene que ser capaz de superar la realidad. Es cierto que tienes personas a tu alrededor que te ayudan y te apoyan, pero hasta que tú no reaccionas toda ayuda es en vano». Irene es de esas personas que piensa que el optimista no nace, se hace. «El optimismo hay que trabajarlo. Uno necesita entrenarlo, practicarlo y creérselo. Por eso para mí han sido clave la constancia y la voluntad; si tienes esas cualidades no hay nada que te pueda parar, te pase lo que te pase». Y no sólo para estudiar tres carreras (Comunicación, Humanidades y Psicología), también para superar un hecho tan dramático y doloroso como el que ocurrió hace ya 28 años…



El atentado que conmovió a España entera


Madrid, octubre de 1991. La escena es dantesca, sangrienta, de una dureza casi insoportable. El escenario que queda tras una explosión es siempre impactante, pero esta vez lo es mucho más. Se ve dolor. Horror. Rostros ensangrentados. Un amasijo de hierros retorcidos y humeantes que sólo unos minutos antes era el coche en el que María Jesús González llevaba a su hija Irene al colegio. Una bomba de ETA paró en seco su camino. Y casi —casi— sus vidas. Tendida sobre el asfalto, Irene no sabe qué ha ocurrido; tampoco sabe, aún, que sus dos piernas han volado con el coche; ni que su madre, a unos metros de insalvable distancia, ha perdido una pierna y un brazo y se encuentra en estado grave. Irene tenía solo 12 años y descubrió en carne propia cómo, en un instante, puede cambiar tu vida de la forma más dramática.
Aquella mañana ETA hizo explotar tres bombas. Una dejó a un comandante sin las dos piernas. Otra, que fue la que escucharon las hermanas Villa y su madre mientras desayunaban en casa, dejó cuatro hijos huérfanos sin haber cumplido el mayor los seis años. La tercera, a los pocos minutos, hizo saltar el coche de María Jesús e Irene por los aires. «La verdad es que fue horrible. Estas imágenes —la niña tendida en el suelo, con heridas en el rostro y las piernas amputadas de cuajo; su madre intentando levantarse, sobre un charco de sangre, sin brazo ni pierna— dieron la vuelta al mundo. Son imágenes muy duras, pero a mí no me importa que se vean porque esta es la mejor forma de denunciar la violencia».

Las ambulancias volaron hacia la calle donde estaban Irene y su madre. «¡A por la madre, a por la madre, que la niña está muerta!, gritaban. Se llevaron a mi madre, que intentaba levantarse buscándome, y la ingresaron en el 12 de Octubre. Y a mí, bueno, me cogieron a ver qué pasaba. En la UVI móvil no respondía al electroshock y me llevaron al hospital Gómez Ulla. Allí llegó corriendo mi padre y, mientras me veía hecha un amasijo de huesos y carne, el médico le dijo: ‘lo siento, su hija ha perdido las piernas, tiene las manos destrozadas, sin dedos; tiene también la cara magullada. Necesitamos su permiso para sacarla adelante’. ¿Y sabéis lo que respondió mi padre? ‘Déjenla morir. No quiero una vida así para mi hija, una vida desgraciada; no quiero que se lamente de estar viva’. Mi padre prefirió para mí esa paz eterna donde nunca me lamentaría por no poder jugar el partido de baloncesto que iba a jugar aquel jueves de octubre».
El médico, afortunadamente, no hizo caso. Dos equipos de cirujanos se volcaron con todas sus fuerzas para salvar la vida de Irene, lo mismo que multitud de ciudadanos anónimos de toda España, que donaron su sangre para que esa niña a la que no conocían tuviera la oportunidad de vivir.


Tu vida empieza hoy


Su madre había perdido el brazo y la pierna del lado derecho. Pero estaba consciente en el hospital. Su única preocupación —su desesperación— era saber dónde se encontraba su hija, si estaba bien… si estaba viva. A ambas las unía un vínculo muy especial, muy fuerte («Éramos una piña»). Por fin, al tercer día, madre e hija supieron que las dos estaban vivas, cada una en un hospital. Gracias a unas cámaras de televisión en sendas habitaciones pudieron verse y darse la energía y el amor que necesitaban. La escena, que vio toda España, fue tan sobrecogedora como emocionante. La madre de Irene, con una cara de felicidad absoluta, desbordante. Tapando con la sábana su brazo derecho amputado; tratando de aparentar la tranquilidad que su hija necesitaba. Y la niña intentando animar a su madre quitando importancia a sus heridas, ocultando igualmente sus manos vendadas.


«Y con esa fuerza increíble que traspasa la pantalla, a mí me llegaron esas alas que le crecieron a mi madre para volar hasta la cama de mi hospital y decirme que íbamos a salir adelante. Fue clave. El apoyo de la familia, pero sobre todo el cariño de mi madre, que no perdió la sonrisa». A María Jesús le dijeron que hasta que no caminara no podía ir a ver a Irene. Bastó el deseo de poder abrazar a su niña para batir el récord de recuperación de una persona amputada. En menos de un mes ya estaba andando con su pierna y sin muletas (no tenía un brazo) y fue al hospital. «Ahí, sentada sobre mi cama, me dijo ‘Irene, tenemos dos opciones: vivir amargadas sufriendo y maldiciendo a los terroristas —a lo que tenemos todo el derecho del mundo— o decidir que tu vida empieza hoy, que vas a luchar por ella con alegría y con optimismo’. Yo lo tenía clarísimo. Le dije: ‘Mamá, ya me lo he pensado. He nacido sin piernas. A partir de ahora, si me caigo me levanto, no tengo que lamentarme por la situación que me han creado, sino que voy a salir adelante y que soy yo la única responsable de mi vida, no hay culpables’. Si te pasas la vida buscando culpables estás condenado a la tristeza, a la autocompasión.» Irene Villa tenía solo 12 años cuando sufrió un atentado que la dejó sin piernas; solo 12 años cuando decidió, en una muestra de valiente madurez, que eso no iba a afectar a su vida.


El poder de la sonrisa

Esa niña aprendió a vivir sin piernas a base de tesón, perseverancia y cariño. El cariño y la dedicación de los médicos y terapeutas; y el cariño sin fisuras de sus profesores y compañeras: «lo más importante para mí fue un colegio maravilloso y unos campamentos donde aprendimos convivencia, independencia y unos valores que han sido clave en mi vida, como el deporte». Irene y el deporte. El gusto por el riesgo, por la aventura, ese espíritu inquieto que la empuja constantemente a aprender, a mejorar, a progresar ha sido otra de sus claves para superar cualquier obstáculo.
Durante aquellos días la acompañaba su padre, cuya visión de la realidad era bastante más negativa que la de Irene y su madre. Ella, a veces, se dejaba contagiar y asaltaba a su padre con preguntas de niña, en las que asomaban sus miedos: “Papá, ¿y ahora quién va a querer casarse conmigo?” Decidió centrarse en aprobar el curso y no preocuparse por algo que no tenía marcha atrás. La sociedad entera se volcó con ella y con su madre. Se vio desbordada por un torbellino de premios y homenajes que no comprendía (“¿Pero por qué me dan un premio? ¡Si yo no he hecho nada!”). Pronto entendió que, en realidad, lo que premiaban no era su heroísmo, sino su luminosa sonrisa. «El hecho de sonreír es algo clave en la vida y digno de premios. Sonreír en los peores momentos es importantísimo, para ti y para los demás. Hay que sonreír. La sonrisa es algo que está en tu mano y nadie te lo puede arrebatar. ¿Os habéis dado cuenta de cómo cambia vuestra vida el día que sonreís y el que estáis serios? Conocéis a más gente, os suceden más cosas buenas y vuestro día se hace más fácil». Y lo mejor de todo es que esa alegría es contagiosa, se transmite con gran facilidad. «Y además sonreír es gratis. Es el mejor regalo que se puede hacer. Yo siempre prefiero menos regalos y más sonrisas».



Sin embargo, la fuerza de Irene seguía naciendo en su interior. Lo descubrió cuando abandonó el hospital («allí estuve muy mimada») y regresó a su casa. Ese día entró de lleno en la cruda realidad. Las escaleras, la primera visión ante el espejo de su cuerpo amputado (“¡Esta no puedo ser yo! ¿Voy a estar así toda mi vida?”), la certeza de que ya nunca volvería a ser la misma y de que, sin médicos ni enfermeras, su vida ahora dependía exclusivamente de sí misma. «El día que aceptas que eres lo que eres y empiezas a quererte, con tus virtudes y defectos, con tu discapacidad y tu potencial, es cuando empiezas a florecer y a conseguir las cosas, las que puedas. Hay una frase clave que he tenido que utilizar muchas veces, ante muchas barreras, a lo largo de mi vida: mira al frente, ten valor y jamás te rindas. ¡Y funciona!».
            También funciona saber que se puede ser feliz en cualquier circunstancia. Que la felicidad no depende de lo que tengas, sino de tu actitud, de la energía que pongas, de tu voluntad. Y una vez más, sin perder la sonrisa; se hace todo más fácil. Para Irene, lamentarte por lo que has perdido no tiene sentido, porque no va a volver. El mundo es como cada cual lo quiera ver; puedes ver terrorismo, violencia, dolor, inseguridad… o puedes ver lo bueno que tienes a tu alrededor. Puedes elegir quejarte de tu mala suerte o decidir que tu discapacidad no te impide pensar que este mundo puede ser maravilloso. «La queja es una discapacidad mayor que no tener piernas».


Saber que se puede


Tal vez Irene no tuviera piernas de carne y hueso. Pero tenía algo más importante: tenía amor, tenía esperanza, tenía optimismo. Y, además, tenía coraje. Mucho coraje. La rehabilitación fue larga y dolorosa. Ponerse en pie y caminar con las prótesis fue un logro épico, después de un intenso entrenamiento. Paso a paso, hora tras hora, primero con dos muletas, luego con una y finalmente sin. Siempre con el inconmensurable ánimo de su madre, su mejor muleta. Una lucha de autoexigencia que no ha cesado en casi tres décadas años, buscando nuevos retos, nuevos logros, nuevas experiencias más allá de sus supuestas limitaciones.

Irene Villa sabe que se puede. Lo ha hecho, lo sigue haciendo. Pero no todo el mundo confía tanto en sí mismo. Por eso escribió el libro Saber que se puede, «para que la gente que se queda en su casa, lamentándose, sepa que se puede». Y, de paso, para que la gente que vive de ponerte límites se dé cuenta de que los únicos límites son los que cada uno tiene en su cabeza. Esos, en la cabeza de Irene, escasean bastante. «Lo que no te mata, te fortalece. Gracias a esos ‘noes’ y ‘prohibidos’ he conseguido hacer cosas que no había imaginado, que ni siquiera me había propuesto hacer». Parapente, por ejemplo. O buceo. O piragüismo por el Sella. O motonieve en Laponia. O un viaje en rompehielos por el Mar Báltico, baño gélido incluido (sólo tuvieron que insinuar que ella no...).
La solución es ver más posibilidades que limitaciones (propias o impuestas). “La única barrera es el ‘no puedo’».


Yo no soy «víctima de ETA»

Para llegar donde ha llegado, para hacer todo lo que ha hecho, Irene no piensa en el pasado ni se pone excusas. Y siempre trata de sacar una lección de cada situación: «Todo sucede por algo. El dolor y el sufrimiento sirven incluso más que la victoria y el éxito. Tras una dificultad siempre hay algo que aprender». Al final, se trata de alcanzar la felicidad duradera. «Hay claves para conseguirla, lo que yo llamo las 3A: Amistad, Amor y Actividad. Mantener la ilusión. Y mantener siempre el pensamiento positivo. A mí siempre me han definido como víctima de ETA, pero yo no me considero así. Prefiero que me vean como comunicadora, o esquiadora, o deportista, o humanista, o escritora». O luchadora. Cualquiera de ellas es más Irene, desde luego.
El deporte, su pasión desde antes del atentado, ha sido clave en su vida; no sólo por su permanente espíritu de superación, también por la felicidad que le ha supuesto y por las personas que ha conocido. Buceo, ciclismo, parapente, piragüismo, esgrima en silla de ruedas y, sobre todo, esquí adaptado, deporte en el que ha competido por el mundo entero con la Selección Española (entrena con la Fundación También), y con el que ha conseguido no pocos oros. Aunque, para Irene, más que el triunfo lo que de verdad importa son las horas de entrenamiento, de trabajo. El esfuerzo.


Hoy, además, Irene es madre de tres hijos, Carlos, Pablo y Eric. Tres momentos mágicos. Ha sido, desde luego, un triunfo de la vida y de la alegría frente al dolor, frente al terror, frente a la dificultad extrema. Una demostración ejemplar de que se puede cambiar la realidad impuesta, desde fuera (deporte, dedicación, estudios) pero sobre todo desde dentro, con un interior fuerte, «porque las preocupaciones, las barreras, la adversidad, el miedo se combate con amor, con esperanza y con optimismo».

Han pasado 28 años desde aquel lejano y siniestro octubre del 91, pero la lucha no ha terminado; en realidad, no acaba nunca. Ahora, con su familia  numerosa, llegarán nuevos retos y dificultades. Pero Irene los superará con nota, y con esa sonrisa perenne y contagiosa que es su mayor fuente de energía. «Lo que de verdad importa no está en el exterior, ni en lo material, sino dentro de cada uno de nosotros”. Lo que hay en su interior, desde luego, es oro puro.