Gino Bartali, Il Ginettaccio, fue un grande entre los grandes del ciclismo,
un deportista extraordinario y un mito para el pueblo italiano, que lo adoraba
como a un verdadero héroe; especialmente Mussolini, quien lo convirtió en
símbolo viviente del Partido Nacional Fascista. Vencedor del Giro de Italia en
siete ocasiones y del Tour de Francia en otras dos, ganador de cinco
campeonatos nacionales y de unas cuantas clásicas, Bartali era un magnífico
escalador, un corredor duro y tenaz, un líder generoso con su equipo… y un ser
humano excepcionalmente valiente que se jugó la vida durante los años más duros
del fascismo para salvar a ochocientos judíos del exterminio. Una hazaña, por
cierto, que mantuvo en secreto hasta su muerte, y que fue descubierta por
casualidad.
Esta acción
generosa, de entrega total a una causa aun a riesgo de su propia vida, entraba
ya en el adn de Bartali desde muy
tempana edad. Nacido en el seno de una familia humilde y religiosa de la
Toscana, “Gino el pío” (como era conocido entre sus compañeros) era un hombre de
profunda fe, un cristiano devoto que no ocultaba sus convicciones y el
deportista preferido del Vaticano (bendecido personalmente por tres papas y
orgulloso de que el mismísimo Juan XXIII
le pidiera que le enseñara a montar en bicicleta).
Y, paradójicamente, fue también el
favorito de Mussolini, cuyo sueño de
vencer —humillar— a Francia en su propio terreno se vio cumplido en el Tour de
1938. Bartali aventajó al segundo clasificado en más de veinte minutos.
La afición a
las dos ruedas le vino a Bartali también desde temprana edad, cuando el dueño
del taller de bicicletas en el que trabajaba le regaló una de carreras y le
animó a entrenar más en serio. A partir de ese momento, cada hora libre que le
quedaba al joven Bartali la dedicaba a pedalear por las carreteras de toda la
región. Pronto comenzó a ganar carreras y a ganarse también el fervor popular.
En 1936 se hizo con el Giro y con todo el pueblo italiano. Era tal la adoración
de sus admiradores, y el bullicio que organizaban a las puertas de su hotel,
que Gino tenía que ponerse tapones de cera en los oídos para poder descansar
por las noches (aunque, en verdad, el griterío —¡Gi-no, Gi-no!— era música para sus oídos).
La Gran Guerra
llegó cuando Bartali estaba en la cima de su carrera deportiva. Y lo detuvo
todo. Cesaron las competiciones oficiales, los Giros, los Tours, las medallas y
los méritos. Aunque no su prestigio entre las élites fascistas (a pesar de que
dedicaba sus victorias a la Virgen, no al Duce),
lo que le permitió continuar sus entrenamientos por las sinuosas carreteras de
la Toscana y Umbría. Y, de paso, ayudar a la resistencia anti fascista,
participando en la red organizada por Giorgio
Nissim, que elaboraba pasaportes falsos y otros documentos que luego eran
entregados a cientos de refugiados judíos cuyo destino eran los campos de
exterminio nazis. Ocultos en el cuadro de su bicicleta o bajo el sillín,
Bartali aprovechaba los entrenamientos para llevar mensajes, pasaportes y
salvoconductos desde Florencia a los monasterios y conventos de diferentes
ciudades que la red de Nissim, en connivencia con los obispos, utilizaba como
tapadera para ocultar a los fugitivos. En más de 40 ocasiones recorrió la ruta
que unía Florencia con Asís; trayectos de 200 kilómetros por carreteras minadas
de explosivos… y de patrullas nazis.
Pero no
siempre eran papeles lo que transportaba. A veces también personas. En 1943 fue
él mismo quien dejó a salvo a un grupo de judíos al otro lado de los Alpes, en
la neutral Suiza. Pedaleó durante largos kilómetros empujando sin desmayo un
vagón repleto de personas, ocultas en un compartimento secreto. A las patrullas
que se cruzaban en su camino simplemente les decía que era parte de su
entrenamiento. A su hijo Andrea tampoco le daba mayores explicaciones: “Uno
hace estas cosas y ya está”. En efecto, el verdadero heroísmo no entiende de
vanidades. Se hace lo que se debe, cuando se debe hacer. Punto.
En su
arriesgada misión, a lo largo de dos años (1943-1944), Bartali ayudó a salvar
de una muerte segura a más de ochocientas personas. Y, aunque al principio no
despertó las sospechas de la policía fascista ni de las tropas alemanas por
entrenar en una época en la que las competiciones estaban prohibidas en Italia,
con el tiempo entró en la lista negra de la policía de Mussolini, si bien no se
atrevían a tocarle debido a su condición de ídolo nacional. Los propios
soldados italianos le saludaban efusivamente cuando se cruzaban en su camino. Y
para que no hubiera dudas acerca de quién se trataba, llevaba escrito su nombre
bien visible a su espalda.
Al finalizar
la guerra, muerto Mussolini y rescatado el país de los alemanes, Bartali
continuó con su carrera deportiva como si nada hubiera sucedido. A nadie
desveló su condición de correo secreto de la resistencia, a nadie mencionó su
gesta salvadora, a nadie reveló su acto de heroica generosidad más allá del
valor. Él seguía hablando con las piernas, que era lo suyo: en 1946 ganó el
Giro y dos años después el Tour, a la edad de 34 años. Los miles de kilómetros
recorridos en su falso entrenamiento resultaron ser el mejor entrenamiento real
para mantener en pleno auge su poderío sobre las dos ruedas, especialmente en
las etapas de montaña, en las que era invencible.
Cuando
Bartali abandonó definitivamente la competición se retiró a Florencia, su
tierra, su hogar. Y allí, rodeado de su familia (su esposa Adriana, sus dos
hijos y su hija), de sus amigos y de sus admiradores mantuvo su secreto durante
décadas. No le importó que pesara sobre su cabeza la etiqueta de favorito de
los fascistas; en el fondo, lo que el pueblo italiano admiraba de él no era su
afiliación política durante la guerra, sino sus míticas batallas sobre a
bicicleta.
Murió en el
año 2000, a los 86 años, de un ataque al corazón. Y su secreto murió con él. El
Comité Olímpico Italiano estableció dos días de duelo y en todos los eventos
deportivos se mantuvieron minutos de silencio en su honor. Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, lo definió como
“un símbolo del más noble espíritu deportivo”. Tres años después, su leyenda se
acrecentó aún más cuando su doble vida durante la Guerra salió a la luz. Y lo
hizo por pura casualidad. Fueron los hijos de Giorgio Nissim, el jefe de la
resistencia (que había fallecido en 1976), quienes hurgando entre los papeles
de su padre descubrieron un viejo diario en el que Nissim detallaba,
minuciosamente, el funcionamiento de la red clandestina que salvó a tantos
judíos italianos de la barbarie nazi. Y especialmente destacada la labor,
abnegada y valiente, de Gino Bartali. Ese día, el pueblo italiano descubrió que
su mito deportivo fue, además, un héroe; y que el gran ciclista fue, por encima
de todo, un gran hombre.
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