Dice Jorge Font, el más poeta de los héroes
de Lo Que De Verdad Importa,
que si no vas a un congreso de LQDVI no te pasa nada; pero si vas, te pasa algo
seguro. Por lo menos un buen revolcón a tus ideas / prioridades / sueños / realidades
(llámalo como quieras). Y tiene razón, Jorge. Yo lo he visto año tras año y
también lo he experimentado en mi propia carne. Así que lo puedo confirmar.
Lo mismo sucede con la peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, esa pequeña ciudad a los pies de los Pirineos que se ha convertido en uno de los más importantes destinos de los católicos de todo el mundo desde 1858. Sobre todo si acudes como hospitalario, acompañando a enfermos de todo tipo, condición y gravedad. Una experiencia religiosa para la mayoría de los peregrinos, pero sobre todo humana. Muy humana. Y también incomprensible para muchos, que lo ven desde fuera con ignorancia, con agnosticismo o incluso con burla. Nada nuevo.
Y es que sólo desde
dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya enfermos con graves
dolencias, con males incurables, con discapacidades extremas, que quieran
sufrir un tormentoso y largo viaje con la
improbabilísima esperanza de una curación milagrosa, que saben que no les
va a tocar esa lotería, pero van a pesar de todo. Y no se cabrean con la Virgen
de Lourdes, ni reniegan de su fe, ni se ciscan en los santos ni en los curas ni
en el mismísimo Dios. Y encima, repiten año tras año. Y regresan renovados y
felices. Contando los días para volver. El Tren de la Esperanza.
Sólo desde
dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya voluntarios (camilleros y
enfermeras se llamaban cuando yo fui) capaces de entregarse de tal manera que
hacen cosas que no creerías (como diría el replicante Roy Batty); que no
creerían ni ellos mismos. Cosas que en
su otra vida, su vida “normal”, son demasiado duras, demasiado penosas,
demasiado desagradables, demasiado insoportables y que aquí, en esta
pequeña aldea del sur de Francia, por alguna misteriosa (¿milagrosa?) razón, en
lugar de provocar lágrimas o arcadas, provocan sonrisas, complicidad y un amor
a prueba de terremotos.
Sólo desde
dentro, desde muy dentro, se puede sentir la
devoción, la gratitud, la fe. El silencio. La humildad extrema. La DIGNIDAD.
Y la oración sincera y profunda, sin postureos, sin golpes de pecho. Sólo allí,
en esa gruta nacida de una simple roca, aparentemente nada, se puede sentir el
respeto más universal que se pueda sentir en esta Tierra nuestra. El respeto
entre naciones, el respeto entre enfermos y sanos, el respeto a todas las
creencias y no-creencias; el respeto a lo sagrado, a los símbolos, a lo
incomprensible, a lo inconcebible. El respeto a la esperanza, vana o no, de los
millones de personas que peregrinan a Lourdes desde 1858. Enfermos o sanos, todos buscando algo, y no necesariamente lo mismo.
Unos curación física, otros curación espiritual; unos perdón, otros compañía;
unos llenar su vacío, otros vaciar su mochila, o su ego; o cumplir una promesa,
o hacer feliz a su padre, o reencontrarse con viejos amigos, o volver a sentir el
abrazo de su otra Madre… Cualquier excusa vale. Y vale mucho.
Sólo desde
dentro, desde muy dentro, puedes entender que haya personas con una vida cómoda
y fácil que decidan dejarlo todo –todo- durante unos días para abrazar un
cambio tan radical, tan valiente y hermoso, año tras año durante décadas. Sin
fallar ni uno. Algo que debería hacerte
pensar, al menos, que eso no es un voluntariado normal. Que hay algo más.
Algo que engancha más poderosamente que cualquier droga. Una bofetada
descomunal que te descoloca; un cambio de mirada al mundo y a las personas, a
ti mismo, a tu entorno, a tus principios y prioridades. Algo que te hace
plantearte: ¿y si fuera yo el de la silla de ruedas, o el de la parálisis
cerebral, o ese niño ciego y autista? ¿Cómo me lo tomaría? ¿Sería capaz de
reírme, como ellos? ¿De cantar, de dar gracias a Dios, de rezar con el corazón?
¿Sería capaz de amar? ¿De querer vivir?
Son
preguntas que sólo se pueden responder desde dentro, desde muy dentro. Mirando
con el corazón. Descubriendo el valor de un abrazo. O de una confidencia. O
simplemente escuchando. O dando de comer a alguien que apenas sabe abrir la
boca; o sumergiendo un cuerpo
terriblemente deforme en esa agua milagrosa –helada- que ha curado a muchos y aún
no ha hecho enfermar a nadie. O sintiéndote curado, aliviado, agradecido,
incluso feliz, aunque no te haya tocado el gordo/milagro. Sí, hay que vivirlo
para entenderlo. Como todo lo que lleva implícito el concepto de Amor, no se
puede explicar. Es imposible de
explicar.
Por eso, también es imposible convencer a nadie con palabras de dar ese salto al vacío, de probar su capacidad de entrega a los demás, su fuerza y su aguante frente al asco y el dolor y el agotamiento. Solo vale rebuscar en tu conciencia ese gramito de generosidad que sabes que tienes, y lanzarte. Solo tu corazón puede impulsarte a plantearte hacer ese profundo viaje interior que, seguro, va a obligarte a replantearte muchas cosas. Y eso es bueno. Y necesario.
¿Milagro? ¡Claro
que hay milagro! El milagro de que todo aquel que va, sea cual sea su
condición, se entrega en cuerpo y alma.
Dar y darse, ese es el único misterio. Y el milagro de que todos, sin
excepción, vuelven a casa mucho más sanos (algunos, también, milagrosamente
curados).
PS.
Yo fui con
la Hospitalidad de Lourdes cuando tenía veinte años, y aquello fue un bofetón
en toda regla; un despertar cruento a la
realidad más allá de mi burbujita de cómoda y superficial adolescencia. Una
experiencia que cambió muchas cosas en mí; unas de golpe, otras se han ido
asentando con el paso de los años. Y hasta hoy.
Y aunque fui
de voluntario forzoso, lo reconozco, nada más poner el pie en la estación de
Príncipe Pío, ver a los enfermos y a los hospitalarios, respirar el ambiente,
escuchar las risas y los reencuentros… me contagié de manera instantánea. Lo que viví después (el viaje
interminable y agotador con cambio de tren de todos los enfermos en Irún,
Juanito -17 años, parapléjico-y su silla de ruedas, el Portu y su retranca, los
baños heladores y reconfortantes, las fiestas y juegos, mi lectura del
Apocalipsis ante no sé cuántas mil personas, la bronca del gabacho por derrapar
con el carro de mi tetrapléjico -con Juanito sentado y partiéndose de risa-, la
procesión nocturna, el comedor, las curas, las guardias…) me ha marcado para el resto de mi vida.
Le debo
mucho a aquellos cinco días. Mucho. Gracias, mamá, por aquel voluntariado forzoso.
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