viernes, 22 de febrero de 2019

Jacobo Parages. Un corazón como un océano


Cuando Jacobo atravesó a nado el Estrecho de Gibraltar, en verano de 2013, él no era experto en ultra distancias. De hecho, nunca había nadado en aguas abiertas. Este fue su primer reto, “el reto más importante de mi vida”. La idea era ayudar a los chicos y chicas con síndrome de Down que comparten con él piscina y amistad durante sus largas horas de entrenamiento, en un centro deportivo de Madrid. Recaudar fondos para su causa y regalarles una ilusión. Pero la afición de Jacobo por la natación llegó unos años antes, y por una causa diferente. El nombre técnico es espondilitis anquilosante, la realidad se resume en una sola palabra: dolor. Una enfermedad que te afecta a lo más básico de tu día a día, que convierte el gesto más sencillo en una hazaña, que te obliga a prepararte mentalmente ante el simple hecho de salir de la cama o atarte los zapatos. No digamos lanzarte a una piscina y nadar durante dos horas y media cada día. Y sin embargo, en contra de la opinión de los médicos, que le pronosticaron una vida resignada  y pasiva (“incompatible con la práctica deportiva”), Jacobo decidió que a él lo que le iba era la actividad, el deporte, la vida plena. Y esa decisión le salvó.


“¿Dónde mueren los sueños? En un lugar llamado miedo”.

Cuatro años después de serle diagnosticada la enfermedad, cuatro años después de vivir cada minuto de su vida pendiente del dolor (mitigado únicamente a base de pastillas, y no del todo), Jacobo decidió quitarse sus miedos de golpe e ir en busca de sus sueños (“No me quería morir sin cumplir mis sueños, y la espondilitis no me iba a detener”). Llenó una mochila con un cargamento de antiinflamatorios y se lanzó a dar la vuelta al mundo. Como suena. ¿El plan? Ninguno. “Siguiendo el sol”, esto es, partiendo de Tahití ir saltando de país en país siempre hacia poniente: Nueva Zelanda, Australia, Papúa, Tailandia, Vietnam, Laos, Camboya, Filipinas, China, Tíbet, Nepal, India, Pakistán, Irán, Turquía, Grecia y luego África… “Fue una experiencia como 7 masters”. Las pastillas se acabaron, pero la fuerza mental no. La experiencia le llenaba de tal manera que desconectó de su enfermedad. “Cada día era un regalo”, incluyendo aquellas tres semanas que permaneció en cama, aislados —él, su compañero de viaje y la novia de éste— por una riada salvaje, en una aldea perdida al norte de Pakistán. Tres semanas de dolor insoportable, aunque sí superable. “Como casi todos los días desde los 28 años”.

El viaje, el sueño, duró 15 meses. Pero el dolor no se fue. Su día a día era un continuo martirio. “Tardaba diez minutos en poder salir de la cama; abrocharme la camisa era casi imposible”. Convenció a su médico de que probara con él un nuevo tratamiento, experimental, con inyecciones que eliminan el nivel de inflamación del cuerpo… ¡que eliminan el dolor! “A las dos semanas estaba haciendo el pino. Mi vida cambió radicalmente”. Jacobo aprendió a patinar, volvió a nadar, a montar en bici. Se planteó un reto cada año, y el del año 2013 fue cruzar el Estrecho a nado. Entrenó duramente durante veintiún meses, diariamente, con mucho esfuerzo y dedicación plena (en sus horas libres). “Pero pensé: lo absurdo es hacerlo para mí y busqué una razón de peso. Ahí entró la Federación Síndrome de Down de Madrid (una causa a la que siempre ha estado muy unido, por amistades y familiares). Qué mejor que regalárselo a ellos, y compartirlo también con todos los afectados de espondilitis”. La idea, concienciar, a los afectados y a la sociedad, de que se pueden hacer cosas a pesar de las supuestas incapacidades. De que el dolor o la enfermedad no deben hundir una vida, y de que simplemente flotar tampoco es vivir. Hay que luchar contra la corriente, contra el dolor, contra la apatía, contra el miedo. El reto se logrará o no, pero el solo hecho de luchar supone haber vencido a la enfermedad.



Ilusión compartida

Fue una travesía de 18,8 kilómetros, 3 horas 46 minutos que cambiaron su vida para siempre. Y la de mucha gente. Empezando por su compañero de piscina, Pablo, un joven con síndrome de Down que acompañó a Jacobo durante los primeros 400 metros, haciendo el reto un poco más suyo y elevando su ánimo un poco más por las nubes. También la de muchos otros niños y mayores Down, y la de miles de afectados de espondilitis, algunos de los cuales contactaron con Jacobo para darle las gracias por la ilusión compartida, por el ejemplo y por el nuevo estado de ánimo con el que afrontan ahora su drama. Una madre con un hijo de 18 años, jugador de baloncesto, con las dos rodillas destrozadas y condenado a una silla de ruedas de por vida si no cambiaba la mentalidad; un atleta de Granada, especialista en triatlón; otro de Pamplona, interesado por el tratamiento; un afectado que llevaba 15 años sufriendo la enfermedad, el dolor, y que acabó en su mismo médico… “Lo único que pretendo es intentar darles un poco de luz, demostrarles que ellos también pueden superar la enfermedad. Que es una decisión que ellos deben tomar”.

A su llegada a Punta el Vaar, en Tánger, nada más pisar tierra, Jacobo dedicó un emotivo recuerdo a “todos los hombres, mujeres y niños que, en busca de una vida mejor, han perdido la vida en el Estrecho. Para todos ellos, una oración”.

Una misión, una vida, una sobrina
Una oración, un homenaje que salió del corazón de Jacobo con plena intención y profunda sinceridad. Por su relación con el propio Estrecho (que conoció con apenas dos meses de vida y con el que ha tenido siempre una sensibilidad especial), y por su relación con el continente africano. Especialmente Malawi. Una estrecha franja de desierto, pobreza y sobrepoblación al sureste de África que marcó su vida hace ya 18 años. Jacobo acudió a la misión de María Mediadora como voluntario durante tres meses, para ayudar a las misioneras en su proyecto de construir un internado para que las chicas pudieran prepararse para la universidad y tener una oportunidad de escapar de la miseria. Allí estaban, también como voluntarios, su hermano Beltrán y su cuñada Carmen. Y allí también conoció a Cecilia. Un frágil bebé de dos meses metido en una incubadora de plástico, que le conmovió profundamente. Su padre la había entregado a la misión, en un intento desesperado por salvar su vida porque no podía alimentarla. “Esta niña se muere”, le dijo la hermana Teresa, con lágrimas en los ojos y en el alma. Un par de días más tarde Jacobo debía regresar a España. “Me fui pensando que ese bebé indefenso se moría”. Pero recibió una carta de Beltrán y Carmen: “Hemos decidido adoptarla”.  Hoy Ceci tiene una familia (bastante abundante, por cierto), tiene amigas, educación, oportunidades, futuro. Tiene una vida feliz porque un día dos occidentales de buen corazón decidieron que esa niña merecía vivir.



La fuerza más poderosa del mundo

Eso es lo que realmente importa, la bondad. A Beltrán y a Carmen, lo mismo que a Jacobo, les define perfectamente la frase final con la que Somerset Maugham se refiere a Larry Darrel, en esa maravillosa película que es El filo de la navaja (1946): “Creo que quien le haya conocido no podrá sustraerse a su bondad y nobleza. La bondad es, al fin y al cabo, la fuerza más poderosa del mundo”.


El siguiente reto de Jacobo fue también duro, y gratificante: nadar los 40 kilómetros que separan Mallorca y Menorca a favor de la lucha contra el cáncer infantil (3 Hombres contra el mar, flanqueado por Peio y Félix). Y ha habido otros desafíos estos años (entre ellos, escribir un libro), más los que vendrán. Y todos han tenido la mejor de las causas: proporcionar un poco de esperanza, de ilusión, de fe en sí mismos a todos aquellos que creen que no pueden sino resignarse a una vida de dolor e impotencia. Jacobo estará allí, con ellos. Como siempre. La bondad es lo que tiene. 


miércoles, 20 de febrero de 2019

Atticus Finch. Es pecado matar un ruiseñor.



Hace casi 60 años se publicó la que probablemente es la obra favorita de la literatura norteamericana del siglo XX, y de gran parte del mundo. Ese día nació también el héroe por excelencia, el personaje más querido y admirado de América, el arquetipo de padre, abogado, vecino, amigo y ser humano. El hombre que todos (los que aún creemos en ciertos valores) quisiéramos llegar a ser.

 


Cuando la escritora sureña Harper Lee escribió Matar un Ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960) tal vez sólo quería retratar la vida aparentemente tranquila (pero como un volcán a punto de estallar, en realidad) de su Alabama natal: su familia, sus vecinos, sus juegos de infancia, sus amigos, su padre (en quien se basó para crear a Atticus); quizá pretendía únicamente aleccionar a la convulsa e hipócrita sociedad norteamericana de los años 60, recordando aquel incidente racial que ocurrió cerca de su ciudad cuando ella sólo tenía 10 años, en 1936; puede que sólo quisiera retratar la pérdida de la inocencia (¿su inocencia?), vista a través de los ojos limpios de una niña, Scout; es posible, incluso, que nunca pensara que su novela fuera a llegar más allá de los campos de algodón y las maltrechas cabañas de los negros del profundo Sur. Pero el caso es que su novela se convirtió, casi instantáneamente, en un verdadero clásico americano y universal, que ganó el Premio Pulitzer, que alcanzó los 30 millones de copias vendidas en su debut y aún se siguen vendiendo un millón de ejemplares cada año en todo el mundo, que es lectura obligada en todas las escuelas (y hogares) de Estados Unidos y que, en fin, lo que podría haberse quedado en una novela costumbrista sin pretensiones ha devenido a lo largo de este medio siglo en uno de los alegatos más serenos y contundentes en favor de la tolerancia, la honestidad, la justicia, la compasión (“Es pecado matar un ruiseñor” porque “sólo hacen una cosa y es cantar con todo su corazón para nuestro deleite”).

 

Pero, por encima de todo, lo que logró Harper Lee fue crear al auténtico héroe, cercano, humano, real, al héroe que lo es sin pretensiones de serlo. “Atticus Finch no hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie: no cazaba, no jugaba al poker, no pescaba, no bebía, no fumaba, se sentaba y leía”. Un hombre que piensa que “el verdadero arrojo es cuando sabes que tienes todas las de perder, pero emprendes la acción y la llevas a cabo a pesar de todo”. Un tipo corriente que es un padre y ser humano excepcional, por lo valiente, sereno, justo, comprensivo, honesto. Un ejemplo de integridad en estos tiempos (y aquéllos) de corruptelas, odios y violencia.

 

La novela de Harper Lee se hizo cine un año después de su publicación. Estrenada en 1962, la propia escritora quedó prendada con el resultado final («En la película el hombre y la pieza se encuentran... he tenido muchas, muchas ofertas para adaptar la obra a un musical, a la televisión o al teatro, pero siempre las he rechazado. Esa película fue una obra de arte») y, sobre todo, quedó prendada de Gregory Peck: estaba tan impresionada por su interpretación que le regaló el reloj de bolsillo de su padre (fallecido poco antes del estreno), ese reloj que abre la película y que Peck llevó como un tesoro al recoger su Óscar al mejor actor.

 

Dirigida con mano maestra por Robert Mulligan, con un guión de Horton Foote que mimaba el original hasta el mínimo detalle (ganador del Oscar); una bellísima fotografía en blanco y negro; una ambientación sensacional, del profundo sur y de sus gentes, del calor sofocante, de la pobreza, del odio, del miedo; un ritmo perfectamente medido entre el drama, el suspense, el humor y la tragedia; una banda sonora insuperable del gran Elmer Bernstein, canción de cuna incluida; unas interpretaciones espléndidas de todo el reparto (mención especial para los niños protagonistas, Mary Badham y Phillip Alford, que actuaban por primera vez); un debut tan escalofriante como lleno de ternura de un jovencísimo Robert Duvall; y, finalmente, un inmortal Gregory Peck, que realizó el papel de su vida, una interpretación conmovedora, llena de matices, contención y credibilidad que le valió su único Oscar y, de paso, dio un giro a su carrera. Y es que es imposible imaginar a otro en los zapatos de Atticus Finch, ese ejemplo de dignidad humana cuyas enseñanzas son universales y básicas. Un personaje que, sencillamente, nos impulsa a ser mejores personas. “La mayoría de las personas lo son, Scout, cuando finalmente logras verlas en su totalidad”. Lo dijo el actor poco antes de morir: me gustaría que me recordaran como un buen padre.

 


Para el recuerdo, dos escenas absolutamente imprescindibles en la historia del Cine. La primera, una auténtica lección de coraje sin apariencia de serlo: Atticus sentado frente a la puerta de la cárcel, vigilante, esperando a la turba que no tarda en llegar, engañosamente tranquila (armada de rifles y odio a partes iguales). La amenaza velada (“Ya sabe usted qué queremos”) frente a la serenidad. Y los niños, curiosos, preocupados, que aparecen en la escena y se colocan entre los linchadores y el defensor. Y Scout que mira a los ojos de sus vecinos, y les llama por sus nombres (“Hola, señor Cunningham, ¿cómo va su pleito, marcha bien? ¿No se acuerda de mí, señor Cunningham?”) y les recuerda lo que Atticus ha hecho por ellos; y les desarma con su inocencia (la inocencia de un ruiseñor) y vence su odio con la más contundente ternura. “Es posible pararle los pies a una turba, simplemente porque continúan siendo seres humanos”.

 


La segunda, una auténtica lección de dignidad: durante ese juicio imposible de ganar, tras el veredicto de culpabilidad, Atticus recoge sus papeles, cabizbajo, y el público negro, desterrado en la parte de arriba de la sala, se levanta, lentamente, en señal de infinito respeto hacia el defensor de su causa, de la de todos ellos (“Señorita Jean Louise, levántese, su padre se marcha”). Y en la mirada de ese anciano negro, resignada y dolorosa, la dignidad que nunca se dejará vencer. Lo mismo que Atticus: “Quería que descubrieses lo que es la verdadera bravura, en vez de creer que la bravura la encarna un hombre con un arma en la mano. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”.






 

domingo, 10 de febrero de 2019

El viajero de las piernas rodantes


“La vida es corta pero el día es largo”
J. W. GOETHE

El día se puede hacer muy largo, descarnadamente largo cuando eres prisionero de una silla de ruedas. O puede hacerse corto, muy corto, casi como una pausa, si decides que esas ruedas no son tus cadenas sino tus piernas liberadoras, y juegas al tenis, y vibras en conciertos de rock, y estudias Periodismo, y escribes poesía; e incluso vives tu propia road movie, rodeando el cálido y azul Mediterráneo en una furgoneta con la única compañía de tu música, tus pensamientos —tus miedos— y tu silla de ruedas.
Gabriel es de los que decidieron hacer su día corto. De los que, como anima Goethe, aprovechan el momento, el presente, la infinitud de cada día único e irrepetible —porque en realidad, y aunque lo ignoremos, cotidianamente estar vivo es un regalo—. O al menos pone todo su empeño, su energía y su alma en intentarlo. Porque no siempre es fácil. Y no siempre lo consigue.



Gabriel Villalonga era un adolescente muy vital, «muy físico» (como él mismo se define), siempre practicando deporte, siempre en acción. Tenía 17 años cuando cayó escalando una montaña en Mallorca. Una mañana radiante, «al igual que mi espíritu de entonces», recuerda. Una mañana absurda que torció su vida de una manera tan brutal como irreversible. En un instante. Un día antes, todos sus sueños de futuro estaban intactos y refulgentes, esperándole con los brazos abiertos. Tras la caída todo se apagó. Literalmente. Catorce días en la UVI, debatiéndose entre la vida y la muerte. De hecho, los médicos aseguraban que sería un milagro que viviera. Pero Gabriel quería vivir; recuerda su “muerte” con claridad: «un estado maravilloso de profunda, paz, unidad y consciencia; nada de dolor o vacío; una voz me preguntó si quería volver y yo no lo dudé, porque tenía 17 años, toda una vida por vivir y una vitalidad extraordinaria.»

El 80 por ciento de tu cuerpo está muerto.
Tras su paso por la UVI en Mallorca fue trasladado al Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Al poco de llegar, la doctora le enseñó el dibujo de un cuerpo humano tachado desde el pecho para abajo y le dijo que había perdido las funciones motoras y sensitivas de la parte tachada (mazazo), pero que en algunos casos se experimentaba una recuperación en los meses siguientes (alivio). Lo primero que hizo Gabriel fue desterrar de su pensamiento la primera parte de la noticia y aferrarse a la segunda como quien se agarra a la frágil raíz que detiene in extremis su caída hacia el fondo del barranco. «Yo estaba convencido de que iba a recuperarme y además tenía una vitalidad y un optimismo extraordinarios que no iban a ser mermados por desplazarme en una silla de ruedas.» 

Pasó ocho meses en el hospital, que Gabriel recuerda incluso como divertidos y, sobre todo, increíblemente enriquecedores. Su vitalidad constituyó un ejemplo para muchos —pacientes y médicos— y estableció lazos inquebrantables con otros accidentados, lazos que aún hoy perduran. Durante esos meses, experimentó una revolución interna que supuso una liberación. Su pensamiento fue más fuerte, o más terco, que su cuerpo y decidió vivir, en el pleno sentido de la palabra. El pensamiento es lo que tiene, que te puede dejar atrapado en un laberinto de desesperanza o te libera en un segundo por la primera salida que encuentre. Puedes elegir entre la compasión y la normalidad. Gabriel eligió la normalidad.

Antes del accidente, Gabriel estaba enamorado del tenis, no hacía otra cosa que soñar con ser tenista, incluso se sabía de memoria los 100 primeros clasificados de la lista ATP. Ese amor no menguó ni un ápice después del accidente. «Tenía bien claro que yo iba a jugar a tenis aunque tuviera que reinventarlo.» En España no existía aún el tenis en silla de ruedas, pero sí en Francia. Y allí se fue. Jugó su primer torneo en Toulouse y luego el Open de Francia en París, viaje del que guarda un recuerdo imborrable de camaradería y sueños cumplidos. De vuelta en España, pasado un tiempo—para estudiar su otra vocación, el Periodismo—, se trajo su deporte favorito en la mochila, así que se le puede considerar el introductor del tenis en silla de ruedas en nuestro país. En 1991 se creó la Comisión Nacional de Tenis en Silla de Ruedas y se disputó el primer Campeonato de España, cuyo vencedor fue Gabriel Villalonga. Hoy, este deporte cuenta con un circuito de torneos y miles de participantes, muchos de ellos niños.

Fueron tiempos de espíritu vitalista y aventurero. Acompañado únicamente por su mochila y sus piernas metálicas, rodó por Turquía, Francia, Argelia, México, California y casi toda Europa; viajando en tren o en autoestop, durmiendo en parques y estaciones, lo cual no siempre era seguro: «En Grecia me robaron todo el equipaje mientras dormía y en Escocia perdí la silla de ruedas en la estación cuando el tren había partido». 

En Cuba toqué fondo.
El sufrimiento llegó años después; el optimismo, la vitalidad y la forma física de la juventud fue mermándose poco a poco conforme se le iba torciendo la espalda e iban asomando interminables problemas físicos, que aparecían al mínimo descuido o imprudencia. O el simple hecho de tener que mirar a todos desde abajo, o soportar las miradas de compasión, o el ser considerado “minus válido”, cuando, en justicia, debería ser considerado más como un héroe. Todo, en su conjunto, iba creando una llaga profunda, un sufrimiento anquilosado que se fue acentuando día a día y desembocó en una inevitable crisis, en una contienda entre su visión positiva y la cruel realidad; tal vez la misma contienda que soportan la mayoría de los seres humanos, pero en su caso multiplicada por una carga más pesada y más dolorosa sobre los hombros.
Tocó fondo en Cuba. En un viaje temerario —solo y sin dinero— que acabó en grave accidente y varios meses de confinamiento sobre una cama, boca abajo, a solas con su conciencia. Tomó la resolución de cuidarse muy seriamente la salud, que se estaba deteriorando con excesos de todo tipo. A su vuelta a España, recuerdo que coincidimos en varios conciertos —Counting Crows, Elliott Murphy y alguno más—. Se le veía más sosegado, más profundo, más filósofo. En aquella época Gabriel escribió mucha poesía, viajó sin jugarse la vida, continuó practicando deporte, redescubrió la naturaleza y, sobre todo, cultivó su lado más espiritual: «toda desgracia es una llave para entrar en una realidad diferente y más luminosa y plena; la tan buscada felicidad no depende de coordenadas exteriores como físico, silla de ruedas, dinero o éxito sino de algo mucho más complejo que palpita en el interior de cada uno, todo lo que buscas está dentro de ti».


Rodando alrededor del Mediterráneo
En 2003 su inquieto ‘yo’ viajero lo liberó de la asfixiante «rutina martilleante de las hormigas» y lo empujó hacia su más grandiosa hazaña (o su más grande locura, según): rodear su amado Mediterráneo («compañero azul»), país a país, reto a reto, en solitario durante seis meses al volante de una furgoneta. Con la única compañía de sus ruedas y su banda sonora (Dylan Byrds, Johnny Cash, Lynyrd Skynyrd, Vivaldi… según cada momento). Partió de Madrid y rodó por Francia, Mónaco, Italia, Eslovenia, Serbia y Croacia, Albania, Grecia, Siria, Jordania, Israel, Palestina, Egipto, Líbano… venciendo todos los problemas físicos y arquitectónicos a los que se puede enfrentar un ‘rodante’, en una singular hazaña de superación, tenacidad, romanticismo y espíritu viajero. Un bellísimo recorrido por la Historia y el Arte, la Religión y la Filosofía, la Poesía y la Música (mención obligada la indescriptible belleza del festival Rainbow en el desierto del Neguev, en Israel), la Miseria y la Grandeza, la Gente… ¡la Vida!, experiencia que quedó magistralmente plasmada en un libro tan épico como su hazaña; tan profundo, tan exhaustivo, tan emocionante, tan original, tan revelador y tan desafiante como su autor. Un libro que, por cierto, permanece a la espera de una editorial que acepte su propio reto y apueste por él. Su título, «Compañero Azul»; su autor, Gabriel Villalonga. No hay prisa, «a un parapléjico le toca muy a menudo ejercitar la paciencia de la inmovilidad como única opción posible». Pero ahí queda.

Hoy, a sus casi 50 años, Gabriel continúa su eterna batalla, la del día a día, la supervivencia común a todos los mortales pero con un peso añadido: el 80 por ciento del cuerpo paralizado. Y entre sus nuevos objetivos «la gran lección aprendida en este viaje: conquistar las montañas y explorar los países de la vida interior, de las pequeñas y grandes aventuras de cada nueva jornada.  Abrazar al Dios de la Minúsculas Cosas. Y en ésas estoy desde mi llegada…»    

Todo un ejemplo de tesón, vitalidad y ganas de vivir que nos recuerda, a golpe de rueda, que «el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace». Las palabras son de Tolstoi. El mérito, de personas como Gabriel.


domingo, 3 de febrero de 2019

American Pie. El día que murió la música.


El 3 de febrero de 1959 tres de los músicos de rock más influyentes de la época fallecieron en un desgraciado accidente aéreo. La muerte de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper supuso un inesperado mazazo para un joven repartidor de periódicos de 18 años llamado Don. Doce años después, el joven Don inmortalizó aquel día de febrero en una canción, que se convirtió en todo un himno para varias generaciones. Pero lo que esconde la letra de American Pie va mucho más allá de “el día que murió la música”. Habla de la historia misma de América. Y de la historia del Rock.

Hace ahora 47 años, en enero/febrero de 1972, American Pie se mantuvo cuatro semanas en el número uno de las listas de popularidad de Estados Unidos. Don McLean la había compuesto unos meses antes, en la primavera de 1971, y fue grabada el 26 de mayo de ese año, incluida en el álbum del mismo nombre. Desde el primer momento, la misteriosa letra -plagada de referencias, nombres y metáforas- generó no pocas especulaciones acerca de su verdadero sentido. Cuando Don McLean fue preguntado sobre el significado de American Pie, respondió con ironía: “Significa que nunca tendré que volver a trabajar” (y no andaba mal encaminado, teniendo en cuenta cómo iba conquistando las listas de éxito de medio mundo). Más tarde, el cantautor declaró (aunque no aclaró) con más seriedad: “Encontrarán muchas 'interpretaciones' de mi letra, pero no les diré la mía... Lamento dejarlos a todos así, pero hace tiempo me di cuenta de que los compositores deben dar sus declaraciones y marcharse, manteniendo un silencio digno”.


A lo largo de cuatro décadas, la letra de American Pie ha sido desmenuzada y analizada verso a verso, metáfora a metáfora por expertos, historiadores, locutores de radio, críticos musicales y fieles fans. Y aunque aún queda algún rincón oscuro, o al menos con variadas interpretaciones, la historia que relata esta obra magna del folk rock está más o menos clara. Y esta historia no es otra que la historia de la música americana, desde aquel fatídico 3 de febrero de 1959 en que murieron los tres grandes, hasta principios de 1971, cuando Don McLean comenzó a darle forma. También es la historia de una doble pérdida de inocencia, la de un muchacho que vivió la muerte de sus héroes; y la de un país que pasó de una década idílica luminosa y despreocupada, la de los 50, a otra mucho más oscura, que vio morir a John y Bob Kennedy, a Luther King, a miles de americanos en Vietnam y al propio padre de McLean, en 1961.
Este paso de la infancia a la madurez, de la bendita felicidad a la cruel realidad marcó el destino de Don, que abandonó la universidad en 1964 para dedicarse enteramente a la música. El sueño americano se estaba volviendo una pesadilla turbulenta y Don, como el resto de su generación, quería encontrar respuestas y también hacer preguntas. La potente invasión de la música británica tampoco ayudó a elevar la autoestima de un país deprimido (salvo puntuales orgullos nacionales, como el lanzamiento del Apolo 14). Así andaba Estados Unidos en 1971, hasta que alguien escribió una canción que supuso la oración funeraria de esa era, e invitaba a los americanos a mirar, y caminar, hacia delante.



Pero el acontecimiento que marcó realmente la vida de aquel joven repartidor fue leer en el periódico la noticia de la muerte de aquellos tres músicos (especialmente la de Buddy Holly), almas vivas de aquel rock ‘n roll alegre y despreocupado: “A long, long time ago, I can still remember how that music used to make me smile” (“Hace mucho, mucho tiempo, aún puedo recordar cómo aquella música me hacía sonreír”). A partir de este primer verso, American Pie hace un recorrido por los sentimientos de McLean ante la noticia (“febrero me estremeció… no pude dar un paso… pero algo me tocó muy dentro, el día que la música murió”) y luego todo un desglose de los artistas que reinaron –inmerecidamente algunos de ellos, para McLean- en la década de los 60.



Habla de los Monotones y su éxito de 1958 “The book of love”; y de bailar lento y del rhythm 'n' blues y de la canción de Marty Robbins “A White Sport Coat (And a Pink Carnation)” y de su furgoneta pick ‘up de teenager. Y luego entra de lleno en Bob Dylan, al que considera un bufón (jester) envuelto en la cazadora de James Dean (en su portada del disco The Freewhelin’), al que reprocha haber abandonado su faceta contestataria y vivir de las rentas musicales; y se refiere también a un Elvis en decadencia (“the King is looking down”); y a los Beatles, y su deriva política (“reading Marx”) y su Seargent Pepper, y al Charles Manson (Helter Skelter) que se ‘inspiró’ en su mítico “White Album”. Nos recuerda también cuando los Byrds dejaron de volar alto y “cayeron en la hierba” (les pillaron con marihuana); y cuando “todos estaban en un único lugar” (Woodstock), una generación perdida en el espacio… y en otras sustancias.

Y entonces llegan los Rolling Stones y su Jampin’ Jack Flash (“Jack Flash sat on a candlestick) y su simpatía por satán y los Hell Angels; y aparece fugazmente una chica que canta blues (Janis Joplin) a la que pregunta por alguna noticia feliz… pero se va (muere) con una sonrisa. Y Don McLean se lamenta, porque los tres hombres que más admira (“The Father, Son and Holy Ghost”: Valens, Big Bopper y Holly) han cogido el último tren a la costa, el día que murió la música… “the day the music died”. Y todos volveremos a cantar “Bye bye Miss American Pie…” una y otra vez, pero no como un lamento por la música perdida, sino para dar gracias por un himno que sigue eternamente vivo en nuestra memoria. Y en nuestro ipod. 



Por curiosidad, otras canciones con historia
Cuando entiendes la letra de una canción que te gusta (y esa letra es interesante), te gusta un poco más. Pero cuando también conoces su significado, la historia que hay detrás (de su composición, de su autor, de su realidad), esa canción se convierte en algo especial, porque te identificas más con ella, porque te llega más hondo. Estos son algunos ejemplos:

· I Don’t Like Mondays (Boomtown Rats). El lunes 29 de enero de 1979 la adolescente Brenda Ann Spencer estrenó el rifle que le había regalado su padre disparando a los alumnos del colegio frente a su casa. Resultado, dos muertos y nueve heridos. No me gustan los lunes” fue la única explicación que dio a la policía.

· Huracán (Bob Dylan) denuncia el caso real del boxeador negro Rubin Carter, falsamente acusado de triple asesinato por motivos racistas, en 1966. Condenado a cadena perpetua, fue absuelto en 1985 tras una revisión del juicio.

· Sunday Bloody Sunday (U2) recuerda el Domingo Sangriento de 1972 en el Ulster, en el que murieron 14 manifestantes por los disparos del ejército británico.

· Piano Man (Billy Joel) repasa los personajes y experiencias que vivió realmente el cantante cuando era un joven pianista de bar en las noches de Nueva York.

· Layla (Eric Clapton) se inspira en el amor no correspondido de Pattie Boyd, por aquel entonces (1972) esposa de su amigo George Harrison. Finalmente, Pattie se divorció y se casó con Clapton. Sin rencores, el amigo y exmarido Harrison acudió a la boda.

· You’ve Got a Friend (Carole King). La cantautora escribió esta canción para su amigo James Taylor, que pasaba por una profunda depresión. La versión que realizó el propio Taylor le devolvió el éxito y le salvó de un más que probable suicidio.

· The Wall (Pink Floyd). La obra cumbre del rock sinfónico está inspirada directamente en la vida de Roger Waters: la opresión escolar, la muerte de su padre en la guerra, una madre absorbente, sus fracasos sentimentales, la fama y los devaneos con las drogas…

· Candle In The Wind (Elton John) fue en primera instancia dedicada a Marilyn Monroe (Norma Jeane). En 1997 el cantante realizó una versión en homenaje póstumo a su gran amiga Diana de Gales.