miércoles, 20 de febrero de 2019

Atticus Finch. Es pecado matar un ruiseñor.



Hace casi 60 años se publicó la que probablemente es la obra favorita de la literatura norteamericana del siglo XX, y de gran parte del mundo. Ese día nació también el héroe por excelencia, el personaje más querido y admirado de América, el arquetipo de padre, abogado, vecino, amigo y ser humano. El hombre que todos (los que aún creemos en ciertos valores) quisiéramos llegar a ser.

 


Cuando la escritora sureña Harper Lee escribió Matar un Ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960) tal vez sólo quería retratar la vida aparentemente tranquila (pero como un volcán a punto de estallar, en realidad) de su Alabama natal: su familia, sus vecinos, sus juegos de infancia, sus amigos, su padre (en quien se basó para crear a Atticus); quizá pretendía únicamente aleccionar a la convulsa e hipócrita sociedad norteamericana de los años 60, recordando aquel incidente racial que ocurrió cerca de su ciudad cuando ella sólo tenía 10 años, en 1936; puede que sólo quisiera retratar la pérdida de la inocencia (¿su inocencia?), vista a través de los ojos limpios de una niña, Scout; es posible, incluso, que nunca pensara que su novela fuera a llegar más allá de los campos de algodón y las maltrechas cabañas de los negros del profundo Sur. Pero el caso es que su novela se convirtió, casi instantáneamente, en un verdadero clásico americano y universal, que ganó el Premio Pulitzer, que alcanzó los 30 millones de copias vendidas en su debut y aún se siguen vendiendo un millón de ejemplares cada año en todo el mundo, que es lectura obligada en todas las escuelas (y hogares) de Estados Unidos y que, en fin, lo que podría haberse quedado en una novela costumbrista sin pretensiones ha devenido a lo largo de este medio siglo en uno de los alegatos más serenos y contundentes en favor de la tolerancia, la honestidad, la justicia, la compasión (“Es pecado matar un ruiseñor” porque “sólo hacen una cosa y es cantar con todo su corazón para nuestro deleite”).

 

Pero, por encima de todo, lo que logró Harper Lee fue crear al auténtico héroe, cercano, humano, real, al héroe que lo es sin pretensiones de serlo. “Atticus Finch no hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie: no cazaba, no jugaba al poker, no pescaba, no bebía, no fumaba, se sentaba y leía”. Un hombre que piensa que “el verdadero arrojo es cuando sabes que tienes todas las de perder, pero emprendes la acción y la llevas a cabo a pesar de todo”. Un tipo corriente que es un padre y ser humano excepcional, por lo valiente, sereno, justo, comprensivo, honesto. Un ejemplo de integridad en estos tiempos (y aquéllos) de corruptelas, odios y violencia.

 

La novela de Harper Lee se hizo cine un año después de su publicación. Estrenada en 1962, la propia escritora quedó prendada con el resultado final («En la película el hombre y la pieza se encuentran... he tenido muchas, muchas ofertas para adaptar la obra a un musical, a la televisión o al teatro, pero siempre las he rechazado. Esa película fue una obra de arte») y, sobre todo, quedó prendada de Gregory Peck: estaba tan impresionada por su interpretación que le regaló el reloj de bolsillo de su padre (fallecido poco antes del estreno), ese reloj que abre la película y que Peck llevó como un tesoro al recoger su Óscar al mejor actor.

 

Dirigida con mano maestra por Robert Mulligan, con un guión de Horton Foote que mimaba el original hasta el mínimo detalle (ganador del Oscar); una bellísima fotografía en blanco y negro; una ambientación sensacional, del profundo sur y de sus gentes, del calor sofocante, de la pobreza, del odio, del miedo; un ritmo perfectamente medido entre el drama, el suspense, el humor y la tragedia; una banda sonora insuperable del gran Elmer Bernstein, canción de cuna incluida; unas interpretaciones espléndidas de todo el reparto (mención especial para los niños protagonistas, Mary Badham y Phillip Alford, que actuaban por primera vez); un debut tan escalofriante como lleno de ternura de un jovencísimo Robert Duvall; y, finalmente, un inmortal Gregory Peck, que realizó el papel de su vida, una interpretación conmovedora, llena de matices, contención y credibilidad que le valió su único Oscar y, de paso, dio un giro a su carrera. Y es que es imposible imaginar a otro en los zapatos de Atticus Finch, ese ejemplo de dignidad humana cuyas enseñanzas son universales y básicas. Un personaje que, sencillamente, nos impulsa a ser mejores personas. “La mayoría de las personas lo son, Scout, cuando finalmente logras verlas en su totalidad”. Lo dijo el actor poco antes de morir: me gustaría que me recordaran como un buen padre.

 


Para el recuerdo, dos escenas absolutamente imprescindibles en la historia del Cine. La primera, una auténtica lección de coraje sin apariencia de serlo: Atticus sentado frente a la puerta de la cárcel, vigilante, esperando a la turba que no tarda en llegar, engañosamente tranquila (armada de rifles y odio a partes iguales). La amenaza velada (“Ya sabe usted qué queremos”) frente a la serenidad. Y los niños, curiosos, preocupados, que aparecen en la escena y se colocan entre los linchadores y el defensor. Y Scout que mira a los ojos de sus vecinos, y les llama por sus nombres (“Hola, señor Cunningham, ¿cómo va su pleito, marcha bien? ¿No se acuerda de mí, señor Cunningham?”) y les recuerda lo que Atticus ha hecho por ellos; y les desarma con su inocencia (la inocencia de un ruiseñor) y vence su odio con la más contundente ternura. “Es posible pararle los pies a una turba, simplemente porque continúan siendo seres humanos”.

 


La segunda, una auténtica lección de dignidad: durante ese juicio imposible de ganar, tras el veredicto de culpabilidad, Atticus recoge sus papeles, cabizbajo, y el público negro, desterrado en la parte de arriba de la sala, se levanta, lentamente, en señal de infinito respeto hacia el defensor de su causa, de la de todos ellos (“Señorita Jean Louise, levántese, su padre se marcha”). Y en la mirada de ese anciano negro, resignada y dolorosa, la dignidad que nunca se dejará vencer. Lo mismo que Atticus: “Quería que descubrieses lo que es la verdadera bravura, en vez de creer que la bravura la encarna un hombre con un arma en la mano. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”.






 

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