“La vida es corta pero el día es largo”
J. W. GOETHE
El día
se puede hacer muy largo, descarnadamente largo cuando eres prisionero de una
silla de ruedas. O puede hacerse corto, muy corto, casi como una pausa, si decides
que esas ruedas no son tus cadenas sino tus piernas liberadoras, y juegas al
tenis, y vibras en conciertos de rock, y estudias Periodismo, y escribes poesía;
e incluso vives tu propia road movie,
rodeando el cálido y azul Mediterráneo en una furgoneta con la única compañía
de tu música, tus pensamientos —tus miedos— y tu silla de ruedas.
Gabriel es de los que decidieron hacer su día corto. De los que, como anima Goethe, aprovechan el momento, el
presente, la infinitud de cada día único e irrepetible —porque en realidad, y
aunque lo ignoremos, cotidianamente estar vivo es un regalo—. O al menos pone todo su empeño, su energía y
su alma en intentarlo. Porque no siempre es fácil. Y no siempre lo consigue.
Gabriel Villalonga era un
adolescente muy vital, «muy físico» (como él mismo se define), siempre
practicando deporte, siempre en acción. Tenía 17 años cuando cayó escalando una
montaña en Mallorca. Una mañana radiante, «al igual que mi espíritu de
entonces», recuerda. Una mañana absurda que torció su vida de una manera tan brutal
como irreversible. En un instante. Un día antes, todos sus sueños de futuro
estaban intactos y refulgentes, esperándole con los brazos abiertos. Tras la
caída todo se apagó. Literalmente. Catorce días en la UVI, debatiéndose entre
la vida y la muerte. De hecho, los médicos aseguraban que sería un milagro que
viviera. Pero Gabriel quería vivir; recuerda su “muerte” con claridad: «un
estado maravilloso de profunda, paz, unidad y consciencia; nada de dolor o
vacío; una voz me preguntó si quería volver y yo no lo dudé, porque tenía 17
años, toda una vida por vivir y una vitalidad extraordinaria.»
Tras su paso por la UVI en Mallorca fue
trasladado al Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Al poco de llegar, la
doctora le enseñó el dibujo de un cuerpo humano tachado desde el pecho para
abajo y le dijo que había perdido las funciones motoras y sensitivas de la
parte tachada (mazazo), pero que en algunos casos se experimentaba una
recuperación en los meses siguientes (alivio). Lo primero que hizo Gabriel fue
desterrar de su pensamiento la primera parte de la noticia y aferrarse a la
segunda como quien se agarra a la frágil raíz que detiene in extremis su caída hacia el fondo del barranco. «Yo estaba
convencido de que iba a recuperarme y además tenía una vitalidad y un optimismo
extraordinarios que no iban a ser mermados por desplazarme en una silla de
ruedas.»
Pasó ocho meses en el hospital, que Gabriel recuerda incluso como
divertidos y, sobre todo, increíblemente enriquecedores. Su vitalidad constituyó
un ejemplo para muchos —pacientes y médicos— y estableció lazos inquebrantables
con otros accidentados, lazos que aún hoy perduran. Durante esos meses,
experimentó una revolución interna que supuso una liberación. Su
pensamiento fue más fuerte, o más terco, que su cuerpo y decidió vivir, en el
pleno sentido de la
palabra. El pensamiento es lo que tiene, que te puede dejar
atrapado en un laberinto de desesperanza o te libera en un segundo por la
primera salida que encuentre. Puedes elegir entre la compasión y la normalidad. Gabriel
eligió la normalidad.
Antes del accidente, Gabriel estaba enamorado
del tenis, no hacía otra cosa que soñar con ser tenista, incluso se sabía de
memoria los 100 primeros clasificados de la lista ATP. Ese
amor no menguó ni un ápice después del accidente. «Tenía bien claro que yo iba
a jugar a tenis aunque tuviera que reinventarlo.» En España no existía aún el
tenis en silla de ruedas, pero sí en Francia. Y allí se fue. Jugó su primer
torneo en Toulouse y luego el Open de Francia en París, viaje del que guarda un
recuerdo imborrable de camaradería y sueños cumplidos. De vuelta en España,
pasado un tiempo—para estudiar su otra vocación, el Periodismo—, se trajo su deporte
favorito en la mochila, así que se le puede considerar el introductor del tenis
en silla de ruedas en nuestro país. En 1991 se creó la Comisión Nacional de
Tenis en Silla de Ruedas y se disputó el primer Campeonato de España, cuyo
vencedor fue Gabriel Villalonga. Hoy, este deporte cuenta con un circuito de
torneos y miles de participantes, muchos de ellos niños.
Fueron tiempos de espíritu vitalista y
aventurero. Acompañado únicamente por su mochila y sus piernas metálicas, rodó
por Turquía, Francia, Argelia, México, California y casi toda Europa; viajando
en tren o en autoestop, durmiendo en parques y estaciones, lo cual no siempre
era seguro: «En Grecia me robaron todo el equipaje mientras dormía y en Escocia
perdí la silla de ruedas en la estación cuando el tren había partido».
En Cuba toqué fondo.
El sufrimiento llegó años después; el optimismo,
la vitalidad y la forma física de la juventud fue mermándose poco a poco
conforme se le iba torciendo la espalda e iban asomando interminables problemas
físicos, que aparecían al mínimo descuido o imprudencia. O el simple hecho de
tener que mirar a todos desde abajo, o soportar las miradas de compasión, o el
ser considerado “minus válido”, cuando, en justicia, debería ser considerado
más como un héroe. Todo, en su conjunto, iba creando una llaga profunda, un
sufrimiento anquilosado que se fue acentuando día a día y desembocó en una
inevitable crisis, en una contienda entre su visión positiva y la cruel
realidad; tal vez la misma contienda que soportan la mayoría de los seres
humanos, pero en su caso multiplicada por una carga más pesada y más dolorosa
sobre los hombros.
Tocó fondo en Cuba. En
un viaje temerario —solo y sin dinero— que acabó en grave accidente y varios
meses de confinamiento sobre una cama, boca abajo, a solas con su conciencia. Tomó
la resolución de cuidarse muy seriamente la salud, que se estaba deteriorando
con excesos de todo tipo. A su vuelta a España, recuerdo que coincidimos en
varios conciertos —Counting Crows, Elliott Murphy y alguno más—. Se le veía más
sosegado, más profundo, más filósofo.
En aquella época Gabriel escribió mucha poesía, viajó sin jugarse la vida,
continuó practicando deporte, redescubrió la naturaleza y, sobre todo, cultivó
su lado más espiritual: «toda desgracia es una llave para entrar en una
realidad diferente y más luminosa y plena; la tan buscada felicidad no depende
de coordenadas exteriores como físico, silla de ruedas, dinero o éxito sino de
algo mucho más complejo que palpita en el interior de cada uno, todo lo que
buscas está dentro de ti».
Rodando alrededor del Mediterráneo
En 2003 su inquieto ‘yo’ viajero lo liberó de la
asfixiante «rutina martilleante de las hormigas» y lo empujó hacia su más
grandiosa hazaña (o su más grande locura, según): rodear su amado Mediterráneo
(«compañero azul»), país a país, reto a reto, en solitario durante seis meses
al volante de una furgoneta. Con la única compañía de sus ruedas y su banda
sonora (Dylan Byrds, Johnny Cash, Lynyrd Skynyrd, Vivaldi… según cada momento).
Partió de Madrid y rodó por Francia, Mónaco, Italia, Eslovenia, Serbia y
Croacia, Albania, Grecia, Siria, Jordania, Israel, Palestina, Egipto, Líbano… venciendo todos los problemas físicos y arquitectónicos a los que se
puede enfrentar un ‘rodante’, en una singular hazaña de superación, tenacidad,
romanticismo y espíritu viajero. Un bellísimo recorrido por la Historia y el
Arte, la Religión y la Filosofía, la Poesía y la Música (mención obligada la
indescriptible belleza del festival Rainbow en el desierto del Neguev, en
Israel), la Miseria y la Grandeza, la Gente… ¡la Vida!,
experiencia que quedó magistralmente plasmada en un libro tan épico como su
hazaña; tan profundo, tan exhaustivo, tan emocionante, tan original, tan
revelador y tan desafiante como su autor. Un libro que, por cierto, permanece a
la espera de una editorial que acepte su propio reto y apueste por él. Su
título, «Compañero Azul»; su autor, Gabriel Villalonga. No hay prisa, «a un
parapléjico le toca muy a menudo ejercitar la paciencia de la inmovilidad como
única opción posible». Pero ahí queda.
Hoy,
a sus casi 50 años, Gabriel continúa su eterna batalla, la del día a día, la
supervivencia común a todos los mortales pero
con un peso añadido: el 80 por ciento del cuerpo paralizado. Y entre sus nuevos objetivos
«la gran lección aprendida en este viaje: conquistar las montañas y explorar
los países de la vida interior, de las pequeñas y grandes aventuras de cada
nueva jornada. Abrazar al Dios de la Minúsculas Cosas. Y
en ésas estoy desde mi llegada…»
Todo un ejemplo de tesón, vitalidad y ganas
de vivir que nos recuerda, a golpe de rueda, que «el secreto
de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo
que se hace». Las palabras son de Tolstoi.
El mérito, de personas como Gabriel.
Muy bonito articulo Tio Pepe.
ResponderEliminarMe encanta cuando nos cuentas estas historias llenas de VIDA de estos maravillosos heroes anonimos