sábado, 26 de noviembre de 2016

Gracias, gracias, gracias por el mejor regalo: lo que de verdad importa.



Es genial esto de ir a una fiesta de cumpleaños y que el regalo te lo hagan a ti. Especialmente cuando ese regalo es algo tan necesario, tan valioso, tan IMPORTANTE, que ni siquiera podrías conseguirlo en un súper black  friday con un 99,99% de descuento. Ayer, viernes 25 de noviembre, fue más bien Blue Friday. Celebramos el X Aniversario del congreso de valores de Lo Que De Verdad Importa. Un día señalado, sí. Una fiesta de cumpleaños que, como todos los años desde hace diez (yo desde hace siete), muchos miles de jóvenes de toda España -y cada vez más parte del extranjero- esperan ansiosos y expectantes, ilusionados y agradecidos casi más que su propia fiesta de cumpleaños. Y entre los jóvenes nos incluimos todos los ‘maduros’ que formamos parte del club de fans de LQDVI. Porque para participar en estos congresos, para imbuirse de lleno en sus lecciones de vida, hay que ir con la mentalidad de un chaval de 17 años; hay que ir sin prejuicios tontos, fruto de la presunta sabiduría de la edad; hay que ir con la idea de dejarse llevar; hay que ir con la humildad de dejarse enseñar, con el corazón abierto de par en par, presto a dejarse empapar de todo de lo que allí se vive, se disfruta, se respira, se aprende. De todo lo que, año tras año, allí se contagia. De todo lo que, desde hace ya diez años (diez años, María, ¿te das cuenta?), allí se nos regala. Que es mucho. Muchísimo.

Se nos regalan emociones que quizá hacía tiempo que no sentíamos, y de las que, sin saberlo, andábamos ya muy necesitados. Se nos regalan alegrías de ésas que le roban una sonrisa al corazón, más que a los labios; se nos regalan superpoderes como la capacidad de querer entregarse a los demás, de no hacerse invisibles cuando alguien nos necesita o de superar obstáculos que veíamos imposibles unas horas antes; se nos regala música y humor y llanto (del bueno, del sano), tres regalos tan necesarios para el alma y tan olvidados por la razón; se nos regalan abrazos con potentísimas descargas de VIDA, con mayúsculas (no sabes cómo te sacude por dentro un abrazo de de Kyle o de Mariaje o de Marimar o de Tavo o de María; es como un chute de adrenalina emocional); se nos regala magia y sueños y valor y nuevas capacidades que antes desconocíamos, y nuevos límites, más anchos, más altos; y ganas de crecer y de crear y de emprender y de aprender; y sobre todo, se nos regalan valiosísimas lecciones que nos enseñan a ser mejores personas, a mirar más por los demás y a descubrir, sí, LO QUE DE VERDAD IMPORTA.


En esta fiesta de cumpleaños tan intensa y palpitante que vivimos ayer, los regalos que recibimos los casi dos mil jóvenes de todas las edades que allí estábamos, sin apartar la vista ni un segundo del escenario (salvo, quizá, para ocultar alguna lágrima tonta que se deslizaba por la mejilla sin autorización), fueron los regalos más valiosos que uno puede recibir a lo largo de su vida, da igual la edad. Regalos envueltos con mimo por fenómenos de la naturaleza como Kyle Maynard, Jaime Garrastazu, Paco Arango y Jorge Font.

Kyle, el gran Kyle, fue el primer ponente de aquel primer congreso de valores, celebrado diez años atrás. Y fue también quien abrió, con todos los honores, el congreso del X Aniversario. Y nos regaló su historia de superación, su vida sin excusas ni sueños imposibles; su lección magistral sobre cómo superar tus retos insuperables, llámese subir el Kilimanjaro, ganar campeonatos de lucha libre, ponerse un calcetín o comer comida china con palillos… todo ello sin brazos ni piernas. Kyle nos regaló también el valor de la familia, de los amigos, del buen humor (pedazo de sonrisa la de Kyle, más potente que sus brazos, que levantan 200 kilos) y del infinito poder de la voluntad y del esfuerzo; del poder de creer o del fracaso como lección, no como excusa; y de la capacidad que tenemos todos de abrir caminos donde sólo vemos maleza. Nos regaló la importancia de buscar tu porqué; después, todo es posible. Gracias, Kyle, por tu regalo.

Jaime Garrastazu es uno de esos jóvenes que dan pleno sentido a Lo Que De Verdad Importa. Jaime asistió a ese primer congreso en 2007, en el que quedó impactado por las historias de Kyle Maynard, Bosco Gutiérrez Cortina, Nando Parrado y Alfonso Rojo. Tenía 14 años. Fueron, con toda seguridad, las mejores pellas de su vida, porque lo que ahí aprendió le empapó de tal manera que cambió para siempre su perspectiva de la vida. Tal vez no fuera consciente a los 14 años, más allá de la impresión de ver a Kyle en acción (“Mamá, hoy he conocido a un gladiador sin brazos ni piernas”), pero si conoces a Jaime te das cuenta de que su humildad, su infinita capacidad de aprender y agradecer, su honestidad, su valentía, su coherencia, su precoz madurez y, por descontado, su espíritu emprendedor, su locura (es uno de los jovencísimos fundadores de la exitosa Pompeii), te das cuenta de que Jaime descubrió lo que de verdad importa a una edad más temprana de lo habitual, y que esos valores que comparte con Kyle y con la Fundación LQDVI han sido de su vida durante estos 10 años (“hay que pelear el camino, sea cual sea”). Y lo que entonces fue un maravilloso regalo para él, ayer se transformó en un maravilloso regalo para todos nosotros. Gracias, Jaime, por tu regalo.

Paco Arango es un crack. Muchos lo saben, porque es un tipo famoso en España, un creador inagotable y multidisciplinar que ha pasado por la música, el cine y la televisión con no pocos éxitos. Pero lo más importante de Paco, el mayor de sus éxitos, es que es un buen tipo. Y contagioso. La historia de Paco, y de su Fundación Aladina entregada a los niños con cáncer, fue un doble regalo porque, además de enseñarnos a levantar la mirada, a vivir la vida a tope para poder dársela a los demás, a tener una fe a prueba de cáncer (que es una fe más poderosa que a prueba de bombas), a tener claro que estamos aquí por algo y que es más importante curar el alma que el cuerpo, además de todo eso, Paco nos hizo reír, nos hizo llorar, nos hizo cantar, nos hizo soñar y nos hizo un poco más valientes (“Dicen que cuando haces cosas que pensabas que no podías hacer te haces valiente para siempre”). Paco nos enseñó que a veces hay que dejarlo todo para entregarte a aquello en lo que crees, y que es entonces, sólo entonces, cuando realmente lo tienes todo. Gracias, Paco, por ese doble regalo (y en febrero nos hará otro regalo valiosísimo, importantísimo, del que ya os contaré).

Y Jorge Font. El poeta de la vida. Escuchar hablar a Jorge Font es uno de esos placeres que podrías estar saboreando durante horas sin echar de menos nada más. Y luego repetirías. Jorge, desde su silla de ruedas, nos enseñó lo sagrado del valor de la presencia, y que en las páginas más oscuras del libro de cada uno es donde a veces se encuentran los colores más hermosos. Nos enseñó que el mundo está desacomodado, y que estamos aquí no para permanecer acomodados, sino para pensar en cómo cambiarlo; y hacerlo. Nos enseñó que la vida es ser deudor de lo que nos va regalando y que lo importante no es descubrir personas extraordinarias, sino ver lo extraordinario que hay en cada persona. Nos enseñó que la verdadera discapacidad es no poner toda nuestra capacidad en lo que estamos haciendo (él lo sabe: ha sido 9 veces campeón del mundo de esquí acuático… después de quedarse tetrapléjico). Y que la vida no siempre puede alargarse, pero siempre, siempre, se puede ensanchar. Y eso no se enseña todos los días. Gracias, Jorge, por tu regalo. Y por el precioso envoltorio.

Y gracias, gracias, gracias y mil veces gracias, María, Pilar, Carol y todo ese equipo de locas maravillosas que conformáis la familia de Lo Que De Verdad Importa. Gracias por existir, por estos diez años de lecciones tan necesarias y tan olvidadas. Gracias por acogerme, por enseñarme, por contagiarme. Gracias por alegrarme la vida. Gracias por sacudirme por dentro cuando más falta me hace. Gracias por esos abrazos al corazón. Gracias por vuestro trabajo y por vuestras sonrisas y por vuestra locura y por vuestro ejemplo. Gracias por la oportunidad de conocer a tanta gente valiosa. Gracias por hacerme mejor persona. Y gracias por demostrarme cada año, cada día, lo que de verdad importa. No puede haber en el mundo mejor regalo que éste.      




sábado, 12 de noviembre de 2016

Forever Young

La primera vez que vi a Neil Young fue el 25 de abril de 1987, en el mítico Rockódromo de la Casa de Campo. La penúltima, el 27 de junio de 2008, en Rock in Rio. En ambos conciertos lo recuerdo exactamente con el mismo poderío, la misma vitalidad y la misma entrega; con la misma ferocidad eléctrica de su vena más rockera, y la misma sensibilidad acústica de su lado más country. Y, sobre todo, con las mismas ganas. Como si por él no hubieran pasado dos décadas. Hoy sigue igual. Como si no hubieran pasado más de siete décadas desde que pisó este mundo por primera vez. Como si, haciendo honor a su apellido, se mantuviera eternamente joven.



Y es que, arrastrar más de 70 años con esa fuerza y esas ganas de seguir dándolo todo en cada escenario es un lujo que sólo se pueden permitir los músicos de raza, los de verdad, los grandes. Neil Young es, junto a su amigo Bob Dylan y pocos más, el último grande vivo. Más de 50 años en la carretera, 55 discos rebosantes de lirismo, garra, genialidad, experimentación, compromiso, belleza, historia, muerte, romanticismo; decenas de creaciones que se han convertido en leyenda, a lomos de su desbocada guitarra eléctrica (su amada “Old Black”) o acariciando la acústica cuando su inspiración le hace transitar por los viejos caminos del folk. Y es que el espíritu inquieto y experimental del genio canadiense ha engrandecido todos los géneros musicales, desde el country más clásico al rock duro, desde el blues y el soul de pata negra al jazz, la música eléctrica o el grunge, del que es considerado el ‘padrino’.

Neil Percival Young nació en un pueblecito de Toronto un 12 de noviembre de 1945. Inició su andadura musical en el instituto, donde formó su primera banda, Neil Young & The Squires, con la que interpretaba temas de los Beatles, Elvis o los Shadows en fiestas locales. Muy pronto descubrió que su camino no pasaba por el colegio, así que abandonó los estudios y partió hacia Winnipeg, donde empezó a componer sus primeras canciones. Pero no fue hasta 1965, en Los Angeles, cuando comenzó la leyenda con el nacimiento de Buffalo Springfield, junto a su amigo Stephen Stills y Richie Furay. Duró poco, pero en apenas dos años de existencia nos dejó un legado repleto de joyas imperecederas como Mr. Soul, Broken Arrow o I Am a Child.

 
La leyenda se agigantó el 16 de agosto de 1969, fecha en la que debutó uno de los grupos más grandes del universo folk-rock: Crosby, Stills, Nash & Young. De esa colaboración surgió un disco legendario, Déjà Vu, con canciones como Woodstock, Teach Your Children, Country Girl, Our House o Helpless, que se convirtieron en auténticos e imperecederos himnos de toda una generación. El choque de egos acabó minando —temporalmente— el cuarteto y Neil Young se despidió de sus anclados compañeros, eso sí, manteniendo reuniones esporádicas cada diez años, y a quienes en 1979 dedicó un obra maestra de sensibilidad poética y amable cinismo, Thrasher (“Así que me aburrí y los dejé ahí —a los ‘dinosaurios’—, sólo eran un peso muerto para mí; es mejor rodar sin ese lastre”…).

A partir de ahí, llegaron discos magistrales, con su banda habitual Crazy Horse o en solitario; reencontrándose con Crosby, Stills and Nash o junto a sus ‘ahijados’ musicales Pearl Jam (Mirror Ball). En el mientras tanto, le ha dado tiempo a enterrar a amigos muertos por sobredosis, a cuidar a su hijo Zeke nacido con parálisis cerebral, a componer bandas sonoras, a organizar conciertos en favor de los granjeros (Farm Aid), a clausurar los Juegos Olímpicos de Vancouver 2010, a pelearse amigablemente con Lynyrd Skynyrd (quienes respondieron con Sweet Home Alabama a la visión esclavista del Sur que había denunciado Young en Alabama y Southern Man), a escribir su autobiografía íntima y familiar (Waging Heavy Peace: A Hippie Dream) y, en fin, a recorrer Estados Unidos protestando contra la guerra de Irak, ensalzando los coches eléctricos o atacando sin miramientos a políticos, corporaciones y sistemas comprimidos de música (mp3).

Y, de paso, nos ha dejado grabadas a fuego decenas de canciones inmortales como Heart of Gold, Pocahontas, Comes a Time. My My, Hey Hey (Out of the Blue), Like a Hurricane, Harvest, Southern Man o Rocking in the Free World. Su último disco de estudio (el 37º), que salió a la luz hace un año, lleva por título The Monsanto Years; un álbum conceptual ‘dedicado’ a la multinacional de productos agrícolas Monsanto, que ha grabado acompañado por la banda de los hijos de su amigo Willie Nelson, y en el que pervive todo el talento, el poderío y el carácter de este genio inquieto e incandescente. Con él, la leyenda continúa, porque “el rock’ n roll está aquí para quedarse / el rock n’ roll nunca morirá”.


El lado solidario
A lo largo de estos cincuenta y pico años de carrera incombustible, Neil Young ha realizado también una gran labor social, especialmente en favor de los niños con minusvalías físicas y psíquicas (como su hijo Zeke). A ellos dedica cada mes de octubre, ininterrumpidamente desde 1986, el concierto a beneficio del Bridge School (The Bridge School Concerts), en el que colaboran fieles amigos de la talla de Bruce Springsteen, Crosby, Stills & Nash, Tom Petty, Elton John, Emmilou Harris, Eagles, Norah Jones, Pearl Jam o el mismísimo Bob Dylan; quien tal vez pensaba en su colega Neil cuando compuso la mítica Forever Young (que, por cierto, sonó maravillosamente en el legendario The Last Waltz, donde coincidieron Dylan y Young junto a otras leyendas de la talla de Van Morrison, Neil Diamond, Eric Clapton, Muddy Waters y los anfitriones, The Band). Con ella me despido hasta el próximo concierto: “Que Dios te bendiga y proteja siempre / Que construyas una escalera a las estrellas / y subas un peldaño cada día / Que siempre permanezcas joven / Siempre joven / Siempre joven”. Pues eso, ¡forever Young!



viernes, 28 de octubre de 2016

El exorcista. Más allá del terror.


Hace cincuenta años llegó a las librerías de todo el mundo la novela que marcó un antes y un después en la literatura de terror contemporánea. Dos años más tarde se estrenó en Nueva York la película que marcó un antes y un después en el cine de terror moderno. Su título, El Exorcista. Lo curioso es que su autor, William Peter Blatty, siempre la consideró una “novela de fe” vestida de thriller policiaco. Pero ambas, novela y película, fueron mucho más.




El Exorcista comienza con tres sugerentes citas, que son una verdadera declaración de intenciones de lo que Blatty quiso transmitir con su novela: la primera es un pasaje del Nuevo Testamento (Lucas VIII, 27-30) que nos describe un encuentro de Jesús con un hombre poseído («¿Cuál es tu nombre? Contestó él: Legión»); la segunda es un fragmento de una conversación telefónica de la Cosa Nostra, captada por el FBI, en la que dos asesinos comentan entre risas cómo colgaron a William Jackson de un gancho de carnicero; la tercera, una exposición del psiquiatra Dr. Tom Dooley acerca de las atrocidades cometidas en Laos por los comunistas contra sacerdotes, maestros y niños («¿Cómo se tratan los casos como estos?», se pregunta). Las tres citas hablan del Mal, en estado más o menos puro; y la novela nos habla de ese Mal, y de su enfrentamiento con el Bien, desde el punto de vista espiritual (primera cita), policiaco (segunda) y psiquiátrico (tercera), tomando como inspiración un hecho real de posesión ocurrido en 1949 en Mount Rainier, Washington.

Pero lo que en realidad pretende contarnos W. P. Blatty no es una novela de terror, sino, según sus propias palabras, «una parábola del cristianismo, de la eterna lucha entre el bien y el mal; una historia de amor y sacrificio por salvar un alma (…) Una novela de fe en el ropaje popular de una historia de detectives, lleno de suspense; en otras palabras, un sermón en el que nadie se durmiese». E insiste: «Es una novela de fe; no quería dar miedo».
            A pesar de su intención espiritual, no cabe duda de que El Exorcista sí da miedo  —un miedo especialmente aterrador, por lo real de su causa— y que probablemente nadie se haya dormido leyendo el misterioso caso de esta candorosa niña poseída por el Mal absoluto, magníficamente envuelto en una apasionante trama policíaca y aderezado con el drama personal y espiritual de un sacerdote con una fe titubeante. Ingredientes que convirtieron la novela en un best seller mundial desde que viera la luz en el otoño de 1971 (57 semanas seguidas en la lista del New York Times, 17 de ellas como número uno), y que ha aterrorizado a millones de lectores a lo largo de más de 40 años. Curiosamente, hasta El Exorcista, Blatty sólo había escrito novelas y guiones en tono más humorístico que terrorífico; de hecho, comenzó a escribirla tras ganar un premio de 10.000 dólares en un show televisivo de su amigo Groucho Marx, y después de haber colaborado en varias comedias de su también amigo Blake Edwards. Algo que ya nunca volvería a hacer, a su pesar, como confesó más tarde: «La triste realidad es que ya nadie me quiere para escribir comedia. El Exorcista no sólo acabó con esa carrera, también fulminó cualquier recuerdo de su existencia.»

Pero si la novela se convirtió en un mito del terror y precursora de la literatura de exorcismos, la película que se estrenó dos años después no hizo sino acrecentar su leyenda. Y con la plena complicidad de William Peter Blatty, que escribió un oscarizado guión más centrado en lo aterrador que en lo policiaco. El hecho es que, cuatro décadas después de su estreno, El Exorcista sigue siendo considerada la imbatible número uno en el ranking de películas de terror de todos los tiempos, y un verdadero fenómeno sociológico. Las razones que la han convertido en un mito, aparte la magnífica novela de la que nace, son algunas convenientes casualidades y no pocas genialidades cinematográficas. Por ejemplo, siempre se pensó que el rodaje estaba envuelto en una suerte de maldición: se incendió uno de los sets de producción en las primeras semanas, se velaron rollos sin razón aparente, tuvieron lugar una serie de accidentes laborales inexplicables y nueve personas relacionadas con la película fallecieron poco después de su estreno, incluyendo el actor Jack MacGrowan (quien también muere misteriosamente en la ficción). Por si acaso, el director William Friedkin llamó a un sacerdote para bendecir a todo el equipo; y la gran actriz Mercedes McCambridge, que dobló la voz del diablo, acudía a confesarse cada día después del rodaje.

Para lograr el máximo realismo, la habitación de Regan se refrigeró hasta alcanzar una temperatura de 40 grados bajo cero; la actriz Linda Blair, vestida únicamente con un camisón, no podía dejar de moverse ni un minuto para no quedarse congelada. Con el objeto de mantener a sus actores en permanente estado de nerviosismo, William Friedkin les lanzaba petardos sin aviso, los mantenía agotados e incluso llegó a abofetear al sacerdote (no actor) que interpreta al padre Dyer en la escena de la extremaunción del padre Karras (el temblor de sus manos es absolutamente real). Y para acrecentar aún más la sensación de agobio y turbación, entre otros escalofriantes efectos de sonido se utilizaron potentes zumbidos de abejas y gruñidos de cerdos al filo de la matanza. Mención aparte la inquietante e imperecedera banda sonora de Mike Olfield y su Tubular Bells.
Sin embargo, los efectos visuales más espeluznantes de la película, paradójicamente, son los que no se ven. Se trata de imágenes subliminales que duran un instante y apenas captan los ojos pero sí, nítidamente, el cerebro. En concreto, un primer plano del rostro del demonio (sobre fondo negro y sobre fondo blanco), que aparece en dos escenas muy significativas: cuando el padre Karras, en sueños, se cruza con su madre a la salida del metro (al despertar el sacerdote, ella ya ha muerto); y en un momento en que la niña Regan vuelve su mirada hacia el padre Merrin y el padre Karras, justo antes de su célebre giro de cabeza de 360 grados. Si ven la película en casa, un consejo: eviten la tentación de detener la imagen en esos dos instantes. Dormirán mejor.


El conjunto funcionó, ciertamente, porque la película provocó en su estreno abundantes escenas de histeria en muchas salas de cine, incluyendo gritos, desmayos y crisis de ansiedad. Un efecto que tal vez no persiguiera William Peter Blatty al escribir su novela (y el guión), pero que ha convertido El Exorcista en un mito del terror. Un fenómeno cinematográfico y sociológico que aún hoy, cuatro décadas después, continúa generando secuelas, imitaciones, estudios y tratados de lo más diverso. Y, de paso, mantiene vigente la eterna cuestión de la existencia o no del demonio. O, dicho de otro modo, en palabras de su autor: «Si hay demonios, ¿por qué no ángeles? ¿Por qué no Dios?». Así sea.

viernes, 14 de octubre de 2016

Bob Dylan. El tipo que cambió las reglas del juego


Hace más de medio siglo, en marzo de 1962, comenzó oficialmente una de las leyendas más relevantes, longevas y prolíficas del rock. Aunque entonces sólo se vendieron 2.500 copias, ese vinilo de trece canciones marcó un antes y un después en la historia musical del siglo XX. Y el joven de mirada burlona, gorra contestataria y chaquetón de granjero de Minnesota que aparecía en la carátula, se convertiría en el más revolucionario trovador que haya dado la música popular. El tipo que cambió las reglas del juego. El tipo que ayer, 54 años después de aquella revolución musical y literaria, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura.  


Aquel primer disco llevaba por título un sucinto “Bob Dylan”, a modo de simple presentación. Apenas había dos canciones del propio Dylan, pero fue el inicio de una leyenda que aún hoy no ha concluido. Aunque, como todas las leyendas, esta tuvo también su prólogo. Robert Allen Zimmerman empezó a amar la música a los diez años, tras toparse con la vieja guitarra de su padre y un disco de country que escuchó en el tocadiscos de 78 rpm oculto en una radio de caoba. “El sonido del disco me hizo sentir como si yo fuera otra persona y mis padres no fueran los que me correspondían”. Tal vez porque, ya desde pequeño, el pueblo de Hibbing, Minnesota, le pesaba más que las toneladas de hierro que salían de esa mina que alimentaba a sus habitantes y los asfixiaba al mismo tiempo.

Robert odiaba Hibbing. Su agobiante calor en verano, su frío extremo en invierno (“hacía tanto frío que no podías ni ser rebelde”), sus aburridos comercios a lo largo de la aburrida avenida, la tienda de electricidad de su padre, los vecinos de corta conversación, los trenes que pasaban de largo; por no haber, no había ni ideología a la que enfrentarse. Su único escape era la radio, las canciones melancólicas de Hank Williams, los lamentos de Webb Pierce (“ahí está el vaso que va a borrar mi pena…”), los ritmos desenfrenados de Muddy Waters o el rock desenfadado de Gene Vincent.
            Pero Hibbing no estaba hecho para el country, el rhythm & blues o el rock ‘n’ roll. Aunque a Robert le servía para ensayar con algún grupo y conquistar a las chicas, el futuro trovador sabía que tenía que escapar de allí cuanto antes. Lo hizo al día siguiente de acabar el instituto. En 1959 marchó a Minneapolis y se matriculó en la Universidad estatal. Pero no solía acudir a clase. Tocaban y ensayaban toda la noche, dormían de día. No había tiempo para estudiar. Comenzó a leer a Kerouak y a escuchar música folk, a sentir su mensaje, a compartir su ideología. Descubrió al poeta Dylan Thomas (“la piedad canta, la inocencia endulza mi último, negro aliento”) y decidió adoptar su nombre. Acababa de nacer Bob Dylan.


Por aquella época, hambriento de experiencias, se empapaba de todo lo que llegaba a sus oídos: música negra, baladas irlandesas, jazz, folk contestatario… y Woody Guthrie. Su maestro, su pope, su líder espiritual y musical. Lo leyó todo, lo escuchó todo, lo absorbió todo de Guthrie; y cuando enfermó gravemente, se trasladó a Nueva York para velarle. Era 1961, y JFK preguntaba a los americanos qué podían hacer por su país, mientras la oscura amenaza nuclear sobrevolaba por encima de sus cabezas.
            Dylan aterrizó en el mítico Greenwich Village con 20 años y una mente abierta de par en par. Desde luego, estaba en el lugar adecuado. El Village era un revoltijo de bohemios, artistas, excéntricos, poetas, iluminados y toda suerte de rebeldes con y sin causa. Pero, sobre todo, había música. Dylan tocaba y componía sin descanso; fue telonero de John Lee Hooker y una elogiosa crítica en el New York Times (“Brillante nueva cara del folk”), lo llevó directamente a Columbia Records. Los días 20 y 22 de noviembre de 1961, en los míticos estudios del 799 de la Séptima Avenida, Bob Dylan grabó su primer disco. Trece canciones, de las que sólo dos eran composiciones propias (Talkin’ New York y Song to Woody). El resultado no fue el esperado, ni siquiera para él. Su primera reacción al escucharlo fue grabar otro inmediatamente, esta vez con composiciones propias, The Freewheelin' Bob Dylan.

Eran tiempos de disturbios raciales, miedo y violencia en las calles. Vietnam. Cuba. El mundo dolía, y Dylan lo sufría especialmente. De este sentimiento nació uno de los himnos universales de la música popular, Blowin’ In The Wind (“¿Cuanto tiempo tienen que volar las balas de cañón / Antes de que sean prohibidas para siempre?”); y otras canciones míticas como A Hard Rain’s Gonna Fall o Masters of War. El sentido antibelicista de sus letras encandiló a las fuerzas izquierdistas del país, Pete Seeger a la cabeza, que trataron de atraer al joven Dylan a su causa. Pero la influencia del poeta llegó sobre todo a los otros artistas consagrados, que comenzaron a versionar sus canciones y, de paso, a llevarlo en volandas hacia el olimpo del folk. Los tiempos empezaron a cambiar para el trovador.


A Dylan no le interesaba la política (“Para mí no hay blanco y negro, izquierda y derecha. Sólo hay arriba y abajo; y abajo está muy cerca del suelo”), pero sí los derechos humanos y la segregación racial, como transmitió maravillosamente en su tercer álbum, The Times They Are A-Changin’ (1963). Su obsesión era escribir letras intensas, llenas de poesía y mensaje, y explorar nuevos caminos musicales. Aunque ello significara romper con su trayectoria, con su público, con sus supuestos camaradas. Fue en el Newport Folk Festival de 1965 cuando Dylan apareció por primera vez con una guitarra eléctrica y acompañado por una banda que, además, era bastante cañera. Los puristas del folk y la ideología se rasgaron las vestiduras, pero el público (en su mayoría) estaba entusiasmado. Ese mismo verano, en julio, Dylan publicó Like a Rolling Stone (para los expertos la mejor canción de todos los tiempos), un tema de seis minutos que narra una caída en desgracia (“cuando no tienes nada, nada tienes que perder”) y que revolucionó el rock, hasta entonces destinado a llenar las pistas de baile al grito de “tú eres mi chica”, y ahora dotado de una infinita capacidad para transmitir mensajes tan profundos como el folk o la mismísima poesía. El resto, es Historia.


El día que cambiaron las reglas del juego
“¡Hipócrita!” “¡Traidor! ¿Por qué no te escuchas a ti mismo?” “¡Farsante!” “Escuchar esta basura te hace enfermar.” “¡Bastardo!” son algunas de las lindezas que los fans dedicaron a Bob Dylan durante su gira europea de 1966, alcanzando el punto álgido en aquel concierto del Free Trade Hall de Manchester, el 17 de mayo (aquel “¡Judas!” que le dolió en el alma). No admitían que hubiera traicionado su esencia folk, de guitarra acústica y armónica, “prostituyéndola” con una banda eléctrica.

Dos meses después de su regreso de Europa, el 29 de julio, sufrió un grave accidente de moto que Dylan aprovechó para descansar de giras, periodistas, contestatarios y folkers exaltados… durante ocho años. Aprovechó bien su tiempo, componiendo decenas de canciones que siguieron marcando el camino a viejos y nuevos rockeros. Y hasta hoy.


sábado, 1 de octubre de 2016

Vencedores o vencidos: justificando lo injustificable

Como los grandes acontecimientos de la Historia, las grandes películas no están adscritas a su tiempo, sino que están en permanente vigencia. Porque no se limitan a contar extraordinariamente una historia, también nos invitan a reflexionar sobre la esencia misma del hombre y de sus porqués. Hace ya 75 años que comenzaron los juicios de Nuremberg,  y hace 60 una obra maestra nos invitaba a reflexionar sobre la conveniencia de que hubiera o no vencedores y vencidos tras la caída del nazismo. Un planteamiento que se ha venido repitiendo a lo largo de estas décadas en diversos entornos y con muy variadas excusas (políticas, económicas, religiosas, raciales…).



A casi de 60 años del estreno de esa gran obra del cine -aunque nació para la televisión- que es ¿Vencedores o vencidos? (Judgement at Nuremberg, 1961), no viene mal recordar la lección que nos mostró la magistral película de Stanley Kramer. Una lección tan actual y tan necesaria hoy como en la época en que aconteció. ¿Vencedores o vencidos? nos describe con precisión y perspectiva, con detalle y objetividad, el proceso en 1948 a cuatro dirigentes nazis acusados de apoyar, amparar y servir al Tercer Reich y sus políticas de esterilización y eugenesia desde su privilegiada posición de jueces. La defensa que argumenta su abogado, Hans Rolfe (Maximillian Schell), es en primera instancia que los acusados cumplieron la ley, mala o buena, pero la ley; luego intenta darle la vuelta a la causa colocando a los verdugos como víctimas de ese régimen que ellos no eligieron pero se vieron forzados a obedecer; y finalmente trata de compartir su culpa con todo el pueblo alemán, corresponsable del omnímodo poder de Hitler por acción, omisión o silencio.

Los acusados se defienden y justifican con cobardía: «No somos verdugos, somos jueces», «Los demás lo sabían, nosotros no». O alegan que hicieron «lo que fue necesario para la protección de su país» frente a sus enemigos (gitanos, judíos, comunistas, liberales…). La excepción es Ernst Janning (Burt Lancaster), ex Ministro de Justicia y una eminencia jurídica desde los tiempos de Weymar, que aún mantiene su dignidad, ajeno al proceso: él ya se ha juzgado a sí mismo y se ha declarado culpable, junto a todo el pueblo alemán («Si tiene que haber alguna salvación para Alemania, los que sabemos que somos culpables debemos admitirlo, sea cual fuere la pena y la humillación que nos cause»).



Frente a los acusados, el implacable fiscal, el coronel Dawson (Richard Widmark), que acusa a los jueces de connivencia con el Holocausto; ellos no dirigían personalmente los campos de concentración, ni tuvieron que accionar el mecanismo que llevaba el gas a las cámaras, pero impusieron y ejecutaron leyes que enviaron a millones de víctimas a su destino; aplicaron leyes que sabían injustas y condenaron a miles de personas que sabían inocentes. Algunas de ellas declaran como testigos en el juicio, aún atormentadas por su pasado reciente: una mujer (Judy Garland) que fue acusada de corrupción racial, esto es, mantener relaciones sexuales con una persona no aria (delito castigado con la muerte); y el hijo de un comunista que, tras ser declarado débil mental,  fue esterilizado para preservar la raza (Montgomery Clift).

Pero quizá el personaje más significativo de todo el proceso sea el juez Haywood (Spencer Tracy), no sólo por estar en sus manos el destino de esos cuatro criminales –y de toda Alemania-, sino sobre todo por su dimensión humana, que coloca la historia en su justa medida. Haywood es un modesto juez de distrito retirado, que ha llegado a Nuremberg desde sus lejanos bosques de Maine con una responsabilidad que no ha buscado, pero tampoco rechaza. Trata de juzgar con objetividad, y para eso necesita comprender, entender a esos hombres, a esa sociedad, a esa nación antaño ejemplar. Pasea por las calles en ruinas, conoce a sus gentes, bebe su vino, escucha sus canciones; entabla amistad con la señora Bertholt (Marlene Dietrich), aristocrática viuda de un general nazi acusado y ajusticiado tras la guerra, que trata de convencerlo de que no todos los alemanes son monstruos, y que es necesario olvidar y perdonar. No es la única que presiona al juez Haywood: el senador Burkette le insinúa la conveniencia de un juicio laxo, porque «nos hará falta el apoyo del pueblo alemán» frente a los comunistas; el general al mando se lo deja más claro aún: «No esperes conseguir la ayuda de los alemanes aplicando rigurosas condenas»; incluso uno de los magistrados de su equipo, que no comparte su interpretación de la ley; o el propio pueblo alemán, que trata desesperadamente de olvidar que hace sólo tres años era cómplice de aquellos crímenes y ahora necesita mirar “hacia delante”. Un juicio sin vencedores ni vencidos.


 Pero el viejo y sensato juez de Maine antepone el pleno sentido de la Justicia, con mayúsculas, a cualquier conveniencia política o relativismo moral. Lo que se juzga va mucho más allá de esos cuatro criminales nazis, pues «quien realmente pide justicia es la Civilización»; lo más grave no es que se cometan atrocidades, sino que parezcan bien a unos, inevitables a otros e inexistentes a todo un país. Finalmente, los cuatro acusados son declarados culpables y condenados a reclusión perpetua; pero el proceso aún no ha terminado. Queda la demoledora conclusión de la película: «Los juicios de Nuremberg finalizaron el 14 de julio de 1949. Noventa y nueve acusados fueron condenados a penas de prisión. Ninguno de ellos cumple condena en la actualidad». Al final, los vencidos se convierten en vencedores y los vencedores en vencidos. Y los millones de víctimas que reclamaban –y merecían- justicia, sólo obtuvieron “conveniencia política” a cambio de su sacrificio.

¿Vencedores o Vencidos? no se puede etiquetar como una simple película histórica, bélica o judicial; es una obra profunda y llena de matices, es también objetiva y honesta en su planteamiento (justa con las razones de ambos bandos), bien documentada, emotiva (hay imágenes y testimonios sobrecogedores), magníficamente interpretada (todos están soberbios: el contenido pero imponente Burt Lancaster, el enérgico Maximillian Schell, la orgullosa Marlene Dietrich, el torturado Montgomery Clift, la angustiada Judy Garland, el equilibrado Spencer Tracy) y magistralmente dirigida por Stanley Kramer. Pero por encima de todo es una película necesaria, porque nos enseña que nunca debemos olvidar a las víctimas ni perdonar a sus verdugos, y que nada justifica sacrificar valores como la vida, la justicia y la libertad en pro de ningún fanático nacionalismo (o fundamentalismo). «La estructura moral de una sociedad se rompe tan pronto como se dice ‘sí’ a la injusticia, al atropello, a la violación de la ley, a la privación del derecho justo» nos recuerda Julián Marías precisamente en un artículo sobre ¿Vencedores o Vencidos?; una reflexión que, como la película, está vigente en cualquier época. Especialmente hoy.



viernes, 30 de septiembre de 2016

Beach Boys: ¿Buenas vibraciones?

Hace más de medio siglo, tres hermanos, un primo y un amigo de clase decidieron alquilar unos instrumentos y reunirse en casa de los primeros, aprovechando la ausencia de sus padres, para tocar un poco de rock and roll. El sol de California, la playa, el surf y las chicas fueron su fuente de inspiración. Ese año de 1961 grabaron su primera canción. Muy poco después se convirtieron en la banda americana más importante de todos los tiempos.


Hoy, 54 años después de su nacimiento, los Beach Boys siguen manteniendo viva la leyenda. Durante estos últimos años los tres miembros supervivientes del grupo (Brian Wilson, Alan Jardinel y Mike Love) realizaron sendas giras... por separado. Aunque los millones de fans que han dejado por todo el mundo no pierden la esperanza de que, al menos en un concierto, vuelvan a unir sus buenas vibraciones. Pero empecemos por el principio. Aquel día de verano de 1961 en casa de los Wilson, los hermanos Brian, Dennis y Carl, junto a Mike y Alan, comenzaron a tocar en serio y a definir el “sonido Beach Boys”, un estilo de preciosista armonía vocal, ritmo pegadizo y temática surfera. En realidad sólo Dennis surfeaba, pero cuando se animaron a escribir sus propias canciones, propuso como tema su deporte favorito, muy de moda en las playas californianas.
     La primera composición de Brian Wilson fue Surfin’, y también el primer sencillo que grabaron, el 3 de octubre de 1961, bajo el nombre de... The Pendletones. En efecto, tal fue su primer nombre oficial, que no era sino la marca de sus gruesas camisas de lana. Pero cuando, temblorosos por la emoción, desempaquetaron la primera caja de discos, descubrieron que el estudio había decidido rebautizarles con un nombre más pegadizo: The Beach Boys. Acaba de nacer la leyenda. El último día de 1961 celebraron su primera actuación, en el concierto en memoria de Ritchie Valens (intérprete de La Bamba). Durante los meses siguientes, Surfin’ sonó en la radio y se vendió en las tiendas de discos, alcanzando las 50.000 copias. En febrero llegaron nuevas canciones (Surfin’ Safari, Surfer Girl, Beach Boys Stomp...) y nuevos conciertos. Por primera vez salieron de California, llevando su sonido playero a otros Estados... que ni siquiera tenían playa. Justo un año después de su primer single, en octubre de 1962, editan su primer álbum, Surfin’ Safari, que lleva a la banda a las listas de éxito.

A partir de ahí, los chicos de la playa son ya tan imparables como una ola salvaje de Mavericks Point. En 1963, el disco Surfin’ USA (el single era una curiosa adaptación de Sweet Little Sixteen de Chuck Berry, manteniendo la melodía pero cambiando toda la letra) es el segundo más vendido de Estados Unidos; y con el siguiente, Surfer Girl, triunfaron incluso en la lejana y lluviosa Gran Bretaña, país en el que los Beach Boys siempre han tenido enormes simpatías. En 1964 la ola llega a la muy surfera Australia y a Nueva Zelanda, donde ofrecen sus primeros conciertos fuera de Estados Unidos; después de la gira triunfal graban el primer número uno de su carrera, I Get Around, y llegan a la auténtica cresta de la popularidad. Y también a la primera caída en las encrespadas aguas de la fama.

En diciembre, tras su boda con Marilyn Rovell, las presiones y las agotadoras giras acabaron mermando las fuerzas del líder y alma de la banda, Brian Wilson, que empezó a flaquear física y psicológicamente. En enero de 1965 anunció su retiro definitivo de los conciertos para concentrarse en componer, siendo sustituido por Bruce Johnston. La decisión no pudo ser más acertada, porque de su genio empezaron a surgir canciones mucho más maduras, innovadoras y profundas. Abandonó los coches, el surf y las chicas, dejó atrás la adolescencia y creció como compositor. De esa época son clásicos como When I Grow Up (To Be a Man) o la desgarradora Please Let Me Wonder.


Y entonces llegaron los Beatles. La banda británica acababa de publicar su gran obra, Rubber Soul, que cautivó a Brian Wilson. Como respuesta, decidió componer “¡el álbum de rock más grande jamás hecho!”. Y lo hizo: se llamó Pet Sounds, y aún hoy es considerado uno de los mejores discos de la historia de la música. El propio Paul MacCartney lo considera “el mejor disco vocal jamás grabado", y siempre ha reconocido abiertamente su inspiración para el mítico Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (“Sgt. Pepper fue un intento de igualar el nivel de Pet Sounds” afirmó el beatle). Como curiosidad, God Only Knows es la primera vez que se menciona la palabra Dios en una canción. Paradójicamente, fue el primer álbum de los Beach Boys que no alcanzó el éxito al que estaban habituados, pero convirtió a Brian Wilson en uno de los grandes autores del Rock.
     Por esa época se inició también el camino a la perdición de Brian. Drogas, paranoias y extravagancias que acabaron mermando las relaciones del grupo. Aún faltaba, sin embargo, la gran canción de los Beach Boys; la más inmortal, la más admirada, la más grandiosa y la más compleja (se gestó en 6 meses con un proceso de producción inédito): Good Vibrations, “una sinfonía de bolsillo” como la definió Brian. Número uno en 1966 y considerado por críticos y público uno de los mejores sencillos de todos los tiempos.

Curiosamente, estas “buenas vibraciones” fueron el principio del fin. Brian dejó el grupo y cada cual siguió su propio camino. Aún sacaron nuevas canciones como banda, pero se dedicaron más a editar recopilatorios y a vivir del directo (sus conciertos eran muy atractivos, y seguidos en todo el mundo). Hubo algún regreso esporádico de Brian, pero ya fue tras la muerte de sus hermanos Dennis y Carl, por lo que nunca más llegaron a tocar los cinco Beach Boys originales. Aun así, el público les seguía adorando: el 4 de julio de 1985 actuaron ante un millón de personas en Filadelfia, un auténtico “Record Guinness”. A lo largo de los 90 los Beach Boys han continuado haciendo giras, aunque por separado. Hasta el año 2012.

En efecto, aquel año Brian, Mike y Alan (con David Marks y Bruce Johnston) celebraron su 50 aniversario de la mejor manera posible, con el Reunion Tour 2012, una gira de reconciliación que hizo felices a muchos fans; y además, un album con material completamente nuevo, That's Why God made The Radio  (el primero en 20 años), producido por el propio Brian y que incluía incluso la voz de su hermano Carl, fallecido en 1998.






La anécdota: Amistades peligrosas

A mediados de 1968, Dennis Wilson mantuvo una extraña amistad con Charles Manson, que incluso llegó a instalarse en su casa de Sunset Boulevard con un grupo de atractivas seguidoras de su secta satánica. Manson quería impulsar su carrera de cantante folk y Dennis le presentó al productor Terry Melcher, quien no le hizo mucho caso. Un año después, Melcher y su mujer, la actriz Candice Bergen, vendieron su mansión de Cielo Drive a Roman Polanski y Sharon Tate... poco antes de que, la noche del 8 de agosto de 1969, Manson y sus acólitas asesinaran brutalmente, en esa misma casa, a la actriz (embarazada) y a sus invitados.




lunes, 12 de septiembre de 2016

El discurso de Mariló (teach your children well...)



Ahora que llega la vuelta al cole –y, de paso, la vuelta de la sempiterna reclamación de nuevos métodos de enseñanza, que nunca acaban de llegar del todo, y así nos va- otra vez nos olvidamos de lo realmente importante, que no es otra cosa que educar a las nuevas generaciones, no para que sepan más que nosotros, sino para que sean mejores que nosotros. Cuestión, por cierto, de la que los políticos se olvidan con inconsciente insistencia. Prefieren mantener sus manejos presentes que propiciar a sus hijos (y los nuestros) un futuro con posibles.

Lo bueno del principio de curso es que a uno le vuelven a recordar esas lecciones de vida fundamentales que los políticos nunca aprendieron o pronto olvidaron. Y no solo en lo que concierne a los hijos, sino sobre todo en lo que nos concierne a cada uno de nosotros, los presuntamente adultos. Es lo que hacía cada año Mariló, la genuina Mariló, la sabia, certera y directísima Mariló, en la presentación del curso de mis hijos. Y lo estuvo haciendo, año tras año, presentación tras presentación, sin apenas variar una coma. Porque hay valores que no cambian con el tiempo, lecciones que enseñan con idéntica eficacia a generaciones tan dispares como la de nuestros padres, la nuestra o la de nuestros hijos. Son lecciones que se aprenden, básicamente, con eso tan menospreciado en estos tiempos absurdos como es el sentido común; hoy, si no proscrito, sí al menos condenado al sótano de lo políticamente incorrecto.

Sentido común a raudales es lo que desbordaban las palabras de Mariló en sus añorados discursos. Cuestiones tan políticamente incorrectas como que los padres somos el espejo en el que se miran los hijos, que sólo se puede educar con el ejemplo y que hacerlo –y hacerlo correctamente- es nuestra responsabilidad, como apunta el doctor Enrique Rojas en labios de Mariló. No es fácil educar a nuestros hijos en este mundo hiper permisivo, de caprichos concedidos por decreto filial y sin lugar para el traumático ‘no’. Ni lo es tampoco en un mundo de ídolos forjados en oro falso, sin valores, sin sustancia, ya sea en el deporte, la música o la televisión; y especialmente en la política. Un clarísimo ejemplo de mal ejemplo, para nuestros hijos y para nosotros mismos.

No nos preguntemos qué mundo dejamos a nuestros hijos, sino qué personas dejamos a este mundo, suele decir Leopoldo Abadía (y también nos lo recordó Mariló), porque ellos son los que lo van a heredar y, tal como van las cosas, los que van a tener que pagar todas nuestras deudas. Por eso debemos educarlos bien, enseñarles lo correcto, no lo fácil; afianzarlos en esos valores que no son precisamente los que rigen hoy los designios del mundo en general y de España en particular.
Por ejemplo, a valorar la verdad y asumir la responsabilidad de sus actos y de sus palabras. Si a esas edades mienten impunemente, qué no harán cuando elegir entre la verdad y la mentira suponga un puesto, un negocio o un millón de votos.
A respetar lo que no es suyo, a no coger, dañar o perder aquello que no les pertenece. Aprender a respetar lo del otro es también aprender a respetar al otro.
A ser honrados. Honestos con su trabajo, con su esfuerzo, con sus capacidades. Que el éxito no es lo fácil, que el logro requiere sacrificio.
A desmitificar el culto al cuerpo, a lo material, a lo superficial y pasajero. Y contrarrestarlo cuidando más el mundo interior; ayudarles a ser más fuertes por dentro. Y eso se consigue utilizando más a menudo el ‘no’. La pena no educa; y el ‘no’ no trauma.
A estimular lo positivo, el ‘tú puedes’ antes que permitirles caer en el ‘no puedo’, o el ‘no sé’. Si se rinden a la primera dificultad van a estar no pudiendo hacer miles de cosas a lo largo de su vida.
Ayudarles a valorar lo que se es por encima de lo que se tiene. Origen de muchos de los males que aquejan a esta sociedad que les ha tocado vivir.
Fomentar la integración, la atención a la diversidad, algo tan sencillo y tan olvidado como el amor al prójimo, no importa cuál sea su presunta diferencia.

Enrique Rojas afirma que educar es convertir a alguien en persona, pero Mariló nos recordó que es algo más: convertir a alguien en buena persona. No sólo proporcionar información y criterio, sino también valores para discernir lo que está bien y lo que está mal. Y obrar en consecuencia. Simplemente. Pero no olvidemos lo fundamental: los padres educan más por lo que hacen que por lo que dicen, son los primeros modelos de identidad, la ejemplaridad que forjará su carácter y guiará su conducta.

Si los próceres que manejan el mundo –políticos, sindicalistas, banqueros, empresarios…- se guiaran por las sencillas pautas de Mariló (verdad, respeto, honradez, autoestima, integración… ¡sentido común!), ¿no creen que el mundo sería más llevadero? Pues en nuestras manos está. Nos toca educar a las personas que en pocos años van a tomarnos el relevo; aún podemos elegir que sean mejores que nosotros.


No es fácil, claro. Pero es lo que toca. Ya lo cantaban maravillosamente Crosby, Stills, Nash and Young en aquel inmortal Déjà Vu: “Teach the children well, the father’s hell…”