Ahora que llega la vuelta al cole –y,
de paso, la vuelta de la sempiterna reclamación de nuevos métodos de enseñanza, que nunca acaban de llegar del todo, y así nos va-
otra vez nos olvidamos de lo realmente importante, que no es otra cosa que
educar a las nuevas generaciones, no para que sepan más que nosotros, sino para
que sean mejores que nosotros.
Cuestión, por cierto, de la que los políticos se olvidan con inconsciente
insistencia. Prefieren mantener sus manejos presentes que propiciar a sus hijos
(y los nuestros) un futuro con posibles.
Lo bueno del principio de curso es
que a uno le vuelven a recordar esas lecciones de vida fundamentales que los
políticos nunca aprendieron o pronto olvidaron. Y no solo en lo que concierne a
los hijos, sino sobre todo en lo que nos concierne a cada uno de nosotros, los
presuntamente adultos. Es lo que hacía cada año Mariló, la genuina Mariló, la sabia, certera y directísima Mariló,
en la presentación del curso de mis hijos. Y lo estuvo haciendo, año tras año,
presentación tras presentación, sin apenas variar una coma. Porque hay valores
que no cambian con el tiempo, lecciones que enseñan con idéntica eficacia a
generaciones tan dispares como la de nuestros padres, la nuestra o la de
nuestros hijos. Son lecciones que se aprenden, básicamente, con eso tan
menospreciado en estos tiempos absurdos como es el sentido común; hoy, si no
proscrito, sí al menos condenado al sótano de lo políticamente incorrecto.
Sentido común a raudales es lo que
desbordaban las palabras de Mariló en sus añorados discursos. Cuestiones tan
políticamente incorrectas como que los padres somos el espejo en el que se
miran los hijos, que sólo se puede educar con el ejemplo y que hacerlo –y
hacerlo correctamente- es nuestra responsabilidad, como apunta el doctor Enrique Rojas en labios de Mariló. No
es fácil educar a nuestros hijos en este mundo hiper permisivo, de caprichos
concedidos por decreto filial y sin lugar para el traumático ‘no’. Ni lo es
tampoco en un mundo de ídolos forjados en oro falso, sin valores, sin
sustancia, ya sea en el deporte, la música o la televisión; y especialmente en
la política. Un clarísimo ejemplo de mal ejemplo, para nuestros hijos y para
nosotros mismos.
No nos preguntemos qué mundo dejamos
a nuestros hijos, sino qué personas dejamos a este mundo, suele decir Leopoldo Abadía (y también nos lo
recordó Mariló), porque ellos son los que lo van a heredar y, tal como van las
cosas, los que van a tener que pagar todas nuestras deudas. Por eso debemos
educarlos bien, enseñarles lo correcto, no lo fácil; afianzarlos en esos
valores que no son precisamente los que rigen hoy los designios del mundo en
general y de España en particular.
Por ejemplo, a valorar la verdad y
asumir la responsabilidad de sus actos y de sus palabras. Si a esas edades
mienten impunemente, qué no harán cuando elegir entre la verdad y la mentira
suponga un puesto, un negocio o un millón de votos.
A respetar lo que no es suyo, a no
coger, dañar o perder aquello que no les pertenece. Aprender a respetar lo del
otro es también aprender a respetar al otro.
A ser honrados. Honestos con su
trabajo, con su esfuerzo, con sus capacidades. Que el éxito no es lo fácil, que
el logro requiere sacrificio.
A desmitificar el culto al cuerpo, a
lo material, a lo superficial y pasajero. Y contrarrestarlo cuidando más el
mundo interior; ayudarles a ser más fuertes por dentro. Y eso se consigue
utilizando más a menudo el ‘no’. La pena no educa; y el ‘no’ no trauma.
A estimular lo positivo, el ‘tú
puedes’ antes que permitirles caer en el ‘no puedo’, o el ‘no sé’. Si se rinden
a la primera dificultad van a estar no pudiendo hacer miles de cosas a lo largo
de su vida.
Ayudarles a valorar lo que se es por
encima de lo que se tiene. Origen de muchos de los males que aquejan a esta
sociedad que les ha tocado vivir.
Fomentar la integración, la atención
a la diversidad, algo tan sencillo y tan olvidado como el amor al prójimo, no
importa cuál sea su presunta diferencia.
Enrique Rojas afirma que educar es convertir a alguien en persona, pero
Mariló nos recordó que es algo más: convertir a alguien en buena persona. No sólo proporcionar información y criterio, sino
también valores para discernir lo que está bien y lo que está mal. Y obrar en
consecuencia. Simplemente. Pero no olvidemos lo fundamental: los padres educan
más por lo que hacen que por lo que dicen, son los primeros modelos de
identidad, la ejemplaridad que forjará su carácter y guiará su conducta.
Si los próceres que manejan el mundo
–políticos, sindicalistas, banqueros, empresarios…- se guiaran por las
sencillas pautas de Mariló (verdad, respeto, honradez, autoestima, integración…
¡sentido común!), ¿no creen que el mundo sería más llevadero? Pues en nuestras
manos está. Nos toca educar a las personas que en pocos años van a tomarnos el
relevo; aún podemos elegir que sean mejores que nosotros.
No es fácil, claro. Pero es lo que
toca. Ya lo cantaban maravillosamente Crosby, Stills, Nash and Young en aquel inmortal Déjà Vu: “Teach the children well, the father’s hell…”
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