lunes, 28 de octubre de 2019

¿Racionalización de horarios? ¡Sí, por favor!




Madrugada del sábado 26 al domingo 27 de octubre: cambio de hora. La polémica, un año más, está servida. Unos hablarán de ahorro de energía, otros de alargar las horas de sol por abajo, muchos negarán que se ahorre energía y tampoco les importará esa hora extra de luz por la mañana, porque lo que les gustaría es poder disfrutarla por la tarde. Sin embargo, el verdadero debate, el realmente importante no es si en la Península Ibérica nuestro horario de vida debería estar sincronizado con el meridiano de Greenwich, que es el que nos corresponde, sino si nuestro horario de trabajo debería estar sincronizado con nuestra vida. Y, de paso, con el sentido común.

Hablamos de reconciliación con la vida familiar. Hablamos de disfrutar un poco más de la vida. Hablamos de racionalidad. Y hablamos de productividad laboral. De optimizar las horas de trabajo. De dormir más y mejor. De trabajar menos y mejor. Y de europeizarnos un poco más. Hablamos de cambiar radicalmente la mentalidad de las empresas y las administraciones públicas: señores, de una vez por todas, MAYOR PRESENCIA NO IMPLICA MAYOR PRODUCTIVIDAD. Ni salir después del jefe significa ser más trabajador. Ni dormir menos horas conlleva mayor mérito laboral. Más bien lo contrario.

Lo explica con absoluta nitidez y demoledor sentido común Ignacio Buqueras, presidente de la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles (ARHOE). Cuando en el resto de Europa se trabaja hasta las cinco de la tarde, seis como mucho, aquí no salimos del trabajo hasta las ocho o las nueve; entramos no mucho más tarde, pero dedicamos dos horas o más al almuerzo (tanto en oficinas como en comercios). Más el tiempo, el estrés y el dinero (gasolina) que dedicamos a acudir puntualmente a nuestro lejano puesto de trabajo o cada día. También dormimos menos y desayunamos peor; llegamos más cansados a la oficina; las reuniones en plena digestión nos matan; seguimos presos de la cultura del presentismo (esperar a que el jefe acabe su jornada para salir escopetados); los hijos apenas nos ven entre semana; y no perdonamos el partido de fútbol o la serie de moda, que no empiezan antes de las diez o diez y media de la noche (hora a la que toda Europa está ya acostada).

¿Las consecuencias? Las bajas por estrés en España son más numerosas que las bajas por maternidad. También el fracaso escolar es más elevado porque los padres no están en casa para ayudar con los deberes (aunque esa es otra cuestión). Disfrutamos menos de la familia, y también de nosotros mismos. Si queremos ocio, hay que robarle horas al sueño. Nos falta tiempo. Trabajamos demasiadas horas. Gastamos más energía. Perdemos muchas horas semanales en el coche. Y encima ganamos menos que nuestros homólogos europeos.


¿Y qué podemos hacer? Lo primero y urgente, un cambio radical de mentalidad. De toda la sociedad. Políticos, empresarios, comerciantes, sindicatos, medios de comunicación, televisiones, ciudadanos… TODOS.

· Debemos dar más valor al tiempo (“perder tiempo es perder vida”, afirma Buqueras). Y eso incluye la puntualidad.

· Debemos aprender a establecer prioridades: no todo es importante, no todo es urgente.

·  Debemos aplicar la conciliación con hechos, no con palabras; con normas, no con buenas intenciones. Y con ejemplo (va por los que mandan).

· Debemos sincronizar la salida (y la llegada) del colegio con la salida (y la llegada) del trabajo.

· Debemos distribuir racionalmente el tiempo: salir bien desayunados de casa, almorzar en media hora, no eternizar las reuniones,  dormir más, disfrutar más… (volver a la fórmula 8 + 8 + 8).

· Debemos aprender -de una vez por todas- a aprovechar las posibilidades del teletrabajo. Sin miedo. Que para eso se ha inventado internet, y el email y las videoconferencias y el Facetime y el portátil y el wifi... Son muchas las empresas -y no solo las de última generación- las que están aplicando en serio medidas REALES para fomentar el trabajo desde casa. Y funcionan maravillosamente.

· En definitiva, horarios más humanos, más racionales, más europeos… y más productivos (“La productividad no es una cuestión de horas, sino simplemente de aprovechar mejor el tiempo”). Más de 2019. 


Poco a poco las empresas españolas —grandes y pequeñas—están comenzando a establecer horarios más racionales y a valorar sus consecuencias positivas. Pero sigue pesando demasiado la costumbre, lo malo conocido. Es urgente dar el paso. Cambiar de mentalidad, replantearse nuestro sistema de trabajo. Aprender de Europa y del resto del mundo. Pero ha de ser un compromiso total, de todos. Repito, de TODOS. Si no, seguiremos perdiendo el tiempo. Como idiotas.




jueves, 17 de octubre de 2019

España y los abuelos. Una deuda pendiente.



En la durísima novela de Cormac McCarthy, el estado fronterizo de Texas no es país para viejos porque el sádico y frío Anton Chigurh se encarga de que muy pocos lleguen a la edad madura. Pero España no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y cada año son más nuestros mayores. Más en número y más en edad. La clave está en cómo transcurre su vejez, con qué grado de dignidad, o de soledad, o de compasión. La clave está en cuánto amor les entregamos nosotros, todos, para mantener viva su llama.

Vivimos malos tiempos para los abuelos. A lo largo de los últimos años casi hemos logrado dinamitar los dos pilares básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad humana. La mismísima Declaración Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida, especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven abandonados, marginados, olvidados...).


Mirar hacia otro lado

Y además vivimos en una sociedad donde se escuchan cada vez más altas las voces en pro de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer paso hacia el cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa quizá, es nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado, nos auto convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra razón y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo estorban. Un lastre indeseado e incómodo. Evitable.

Por supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren enfermedades terribles, que malviven con míseras pensiones, que se encuentran desvalidos y abandonados a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en degradante turno, que permanecen anestesiados durante horas frente al televisor, que simplemente estorban y han perdido toda ilusión por vivir. Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de Caridad del periódico un domingo cualquiera, o pasarse por un comedor social de Cáritas un día cualquiera, o visitar un centro geriátrico cualquiera en cualquier pueblo o ciudad de España. La tristeza y la soledad golpean sin piedad sus almas, y la pobreza y los malos tratos golpean sus cuerpos con inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay que escatimar cariño ni cuidados; todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, como familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el ombligo y mirar más sus arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los “cuidados paliativos” a su sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los abuelos son lo mejor que tenemos y lo que más debemos cuidar.





Muerte digna vs vida digna

Decía García Márquez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Puede que los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el criterio de un celador, un médico o un familiar —cualesquiera que sean sus intenciones últimas— sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto. Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores, nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más, lo siguen dando. Si les dejamos. 

Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, “sólo los padres están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto”. “Son como libros vivientes y archivos de la familia”, añade Kornhaber. Son también el elemento transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria, religiosidad, sacrificio, humanidad...



Abuelos activos, un bien social

 “Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”; muchos de nuestros mayores siguen la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece rápidamente, las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más importante, con su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas enfermas o dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo desde los tiempos de la crisis, son los abuelos quienes han sustituido a las guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus escasos ingresos con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les falte un pollo en su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.

Como don Alfredo, que a sus setenta y ocho años, y a pesar de arrastrar una hemiplejia desde hace treinta, mantiene un envidiable espíritu vital. No sólo por su inagotable y contagioso sentido del humor, sino porque durante sus paseos por el barrio, del brazo de su hija Rocío, ha decidido que su misión es que los demás se sientan útiles: una excusa para piropear a la bisabuela vecina, que vuelve encantada a su casa después de un “parece mentira que tenga usted bisnietos, con lo joven que es”; o para comentar el partido del Madrid con todos los porteros de su calle, íntimos ya; o, simplemente, para escuchar las penas de los mendigos más o menos habituales, cuyas biografías se sabe de memoria.

O como Laura, que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés (“aunque jamás lo hablaré”), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7 años. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle: “tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír”. O como Íñigo, que a sus setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de tres décadas; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman siglo y medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a la sociedad. Sólo tenemos que dejarles.



Dice un proverbio oriental “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de pagárselo. Y con intereses. 

(Este artículo es uno de los capítulos de mi libro "La muerte del egoísmo", Ed. Palabra)


lunes, 14 de octubre de 2019

Cirque du Soleil: Laliberté, Fraternité, Genialité


El circo, desde siempre, es sinónimo de magia, de fantasía, de sorpresa, de espectáculo, de fascinación. Pero su mejor definición está escrita en el rostro de un niño, de cualquier niño, la primera vez que asiste a una función circense. Y es exactamente la misma expresión que se escribe en el rostro de un adulto, de cualquier adulto, cuando acude por primera vez a una función del Cirque du Soleil. Y todas las demás veces. Una magia que nació en las calles de Quebec y ahora fascina al mundo entero.



Cuando llegas a una función del Cirque du Soleil lo primero que sientes es que te envuelve una atmósfera especial. El color, la estética, la música, el vestuario, la puesta en escena… poco a poco percibes que te estás adentrando en un mundo mágico y sorprendente, algo que no habías conocido, ni siquiera imaginado, en tu vida anterior. Una sensación que se transforma automáticamente en fascinación en el instante de comenzar el espectáculo, con el primer foco, con la primera nota, con la primera aparición. A partir de ese momento, tu boca ya no se vuelve a cerrar, tus ojos no se atreven a parpadear y tus manos y tu corazón no cesan de aplaudir hasta que se apaga el último foco, hasta que se pierde la última nota.

Entre el primer y el último instante, han pasado ante tus asombrados ojos bufones, trovadores, saltimbanquis, acróbatas, contorsionistas, malabaristas o payasos, decenas de artistas que realizan proezas imposibles porque, sencillamente, no son de este mundo. Esta es la esencia del Cirque du Soleil, una nueva concepción artística que, partiendo de los números circenses tradicionales, añadió vestuario, coreografía, música, iluminación, glamour, argumento y diferentes disciplinas para crear un espectáculo absolutamente innovador, cuyo objetivo final es, en palabras de su fundador: “asombrar y dejar al público sin aliento”. Tal cual.


Magia callejera

No siempre fue así, claro. Aunque sí ha mantenido intacta su atmósfera de mágica fascinación, el Cirque du Soleil nació del arte callejero. Su fundador y alma creativa, Guy Laliberté (1959), ya tenía la certeza a los 16 años de que dedicaría su vida a las artes escénicas. Comenzó tocando el acordeón en un grupo de música folk (La Gueule du loup) por las calles de Quebec, su ciudad natal, y después por Europa, donde aprendió otro ancestral arte ambulante: el de tragar fuego. A su regreso a Quebec, en 1979, se unió al grupo de échassiers (caminantes con zancos) de Gilles Ste-Croix; juntos organizaron una feria de verano en Baie Saint Paul, a la que se unió el futuro socio de Laliberté, Daniel Gauthier. Les Échassiers de Baie-Saint-Paul recorrieron las calles de la localidad sorprendiendo a los transeúntes con su espectáculo visual de bailarines, acróbatas y tragafuegos. Una experiencia que el verano siguiente repetirían en Quebec.


En los años posteriores cambiaron su nombre por Le Club des talons hauts pero no su actividad callejera. En 1982 organizaron un gran festival cultural en Baie Saint Paul al que asistieron artistas callejeros de todo Canadá; la convocatoria fue un éxito y una experiencia que sembró en las mentes de Laliberté y Ste-Croix la idea de fundar un circo. Un año después convencieron al gobierno para subvencionar un espectáculo que recorrería en 1984 todo el país como parte de los festejos que celebraban el 450 aniversario del descubrimiento de Canadá. Le Club recibió 1,5 millones de dólares y se convirtió en Le Grand Tour du Cirque du Soleil, primera vez que se utilizó el término que acabaría siendo reconocido en todo el mundo. Un “montaje dramático de artes circenses y esparcimiento callejero”, como reseñaba su espíritu fundacional.

El tour resultó un éxito, aunque no financieramente. Con 60.000 dólares en el banco, Laliberté solicitó al gobierno una nueva subvención, que le fue concedida (a regañadientes) y le permitió estrenar una segunda temporada de Le Grand Tour, que pasó a llamarse simplemente Cirque du Soleil. Era el mes de mayo de 1985. El reto era ahora convertir al grupo de artistas callejeros en un verdadero circo. Añadieron música, dramatización, nuevos artistas, números innovadores y mucha imaginación y nació su primer espectáculo, La Magie Continue. Recorrieron Canadá con una carpa para 800 espectadores, con gran éxito de público y crítica, a pesar de lo cual bordearon de nuevo la quiebra.



Invocar la imaginación, incitar a los sentidos

Después de tres años de duro trabajo y sinsabores financieros, en 1987 logran salir de Canadá por primera vez. Su destino, el Festival de Artes de Los Angeles. Sólo viaje de ida, pues ni siquiera disponían de fondos para poder regresar a Quebec. Lo reconoce el propio Laliberté: “Aposté todo a esa noche. Si fallábamos, no habría dinero para regresar a casa”. Afortunadamente ganó la apuesta y la triunfal presentación de su producción Cirque Réinventé permitió que el Cirque du Soleil no sólo sobreviviera, sino que comenzara una carrera imparable hacia el firmamento del show business. Después de Los Angeles llegaron otras ciudades americanas y luego Europa y Japón; la carpa para 800 personas se transformó en la Grand Chapiteau actual, con capacidad para 2.500; en 1992 se instaló el primer espectáculo fijo, en el Mirage Hotel de Las Vegas y, a partir de ahí, la conquista del mundo, un nuevo show cada dos años (van ya 22) y unos beneficios millonarios con cada gira.

Aquel grupo de 20 artistas callejeros y 50 empleados de Le Club que en 1984 definieron su misión como “invocar la imaginación, incitar a los sentidos y evocar las emociones de la gente en todo el mundo” alcanzan hoy los 5.000 empleados –de ellos 1.300 artistas- procedentes de 50 países, con 22 espectáculos que han fascinado –y siguen fascinando- a más de 100 millones de espectadores. El sueño de un visionario llamado Laliberté hecho mágica realidad.


Buscadores de tesoros 

Las claves que explican el éxito del Cirque du Soleil a lo largo de estos casi treinta años pueden resumirse en tres: originalidad (mezcla de circo, arte, danza y teatro, además de reinventarse en cada espectáculo); perfección (sólo valen los mejores, cada número es sinónimo de excelencia técnica y estética); y emoción (conexión total con el espectador, ofrecerle una experiencia realmente única de principio a fin). Para lograrlo no vale cualquiera, claro. Y esta sea tal vez su mayor dificultad: encontrar el talento adecuado. A esa labor se dedican sus “buscadores de tesoros”, 60 expertos que rastrean el mundo en busca de artistas, gimnastas, deportistas de élite (muchos medallistas olímpicos) que quieran prolongar su carrera. Sólo tienen que cumplir dos requisitos: excelentes condiciones atléticas y expresividad, capacidad de dar vida a un personaje.

El atleta o artista idóneo será luego entrenado durante meses en un estudio/laboratorio especial, con sede en Montreal. Allí aprenderá a potenciar sus cualidades físicas y, sobre todo, a transmitir emoción, a actuar en el escenario. Aprenderá también a convivir con personas de multitud de países y culturas; y a trabajar para el equipo, para el éxito de la compañía, no para su ego. El reto de cada producción del Cirque du Soleil es ser mejor que la anterior; todos, desde el director artístico hasta la encargada del guardarropa, son conscientes de que siempre están a un paso del fracaso, que el éxito en el pasado no garantiza el futuro; y es esta preocupación, bien gestionada por los directivos, la que obliga a cuidar hasta el detalle más nimio y buscar permanentemente la perfección y la creatividad.


La vida en el Cirque du Soleil no es fácil, obviamente. El trabajo es duro, el entrenamiento es exhaustivo y en algunos espectáculos los artistas están viajando durante años (Saltimbanco lleva de gira desde 1992); pero esto crea también unos lazos entre el personal que no se dan en ninguna otra organización. Además, la compañía cuida al máximo la calidad de vida de sus trabajadores, incluidas sus familias (hay programas de estudios para los hijos). Cada cual encuentra sus propias razones para pertenecer a esta gran familia circense: Para Fernando Dudka, equilibrista argentino, “Vengo del mundo de la gimnasia y aquí tienes más capacidad para expresarte”; a David Chala, percusionista cubano, lo que le atrae es que “dentro del número siempre queda un pequeño hueco para la improvisación”; y al español Pablo Gomis, payaso, le motiva viajar y descubrir que “el humor cambia de un país a otro”.

A Guy Laliberté, su fundador, además de ver cumplido su sueño y haberse convertido en multimillonario, le motivan otras dos buenas causas: sacar a los niños de la calle a través de su programa Cirque du Monde y combatir la pobreza mundial facilitando el acceso al agua potable con la Fundación One Drop, creada en 2007. La buena causa que nos motiva a los espectadores es, simplemente, soñar durante un par de horas y vivir una experiencia que perdurará toda la vida.


Un atardecer en Hawai

El nombre Cirque du Soleil (Circo del Sol) nació una tarde de 1984, mientras Laliberté admiraba una puesta de sol durante un viaje a Hawai; buscando una denominación para su nuevo espectáculo optó por usar el término en francés soleil, como símbolo de “juventud, dinamismo y energía”. Un nombre que transmite, en cualquier país del mundo, el espíritu, la magia y la personalidad original, intransferible del Cirque du Soleil. Sólo intentaron cambiarla una vez… y la lección quedó aprendida: Sucedió en la primera actuación fuera de las fronteras de Québec, en Notario, cerca de las Cataratas del Niágara. Como el público era mayoritariamente anglosajón, Laliberté decidió adaptar el nombre al inglés y denominarlo Circus of the Sun. El espectáculo fracasó. Las razones fueron probablemente variadas, pero la lección que aprendió Laliberté es que al perder su nombre perdieron también su originalidad, su esencia. Su magia.

El último show estrenado en España, Kooza. Que lo disfruten.