jueves, 17 de octubre de 2019

España y los abuelos. Una deuda pendiente.



En la durísima novela de Cormac McCarthy, el estado fronterizo de Texas no es país para viejos porque el sádico y frío Anton Chigurh se encarga de que muy pocos lleguen a la edad madura. Pero España no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y cada año son más nuestros mayores. Más en número y más en edad. La clave está en cómo transcurre su vejez, con qué grado de dignidad, o de soledad, o de compasión. La clave está en cuánto amor les entregamos nosotros, todos, para mantener viva su llama.

Vivimos malos tiempos para los abuelos. A lo largo de los últimos años casi hemos logrado dinamitar los dos pilares básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad humana. La mismísima Declaración Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida, especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven abandonados, marginados, olvidados...).


Mirar hacia otro lado

Y además vivimos en una sociedad donde se escuchan cada vez más altas las voces en pro de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer paso hacia el cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa quizá, es nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado, nos auto convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra razón y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo estorban. Un lastre indeseado e incómodo. Evitable.

Por supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren enfermedades terribles, que malviven con míseras pensiones, que se encuentran desvalidos y abandonados a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en degradante turno, que permanecen anestesiados durante horas frente al televisor, que simplemente estorban y han perdido toda ilusión por vivir. Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de Caridad del periódico un domingo cualquiera, o pasarse por un comedor social de Cáritas un día cualquiera, o visitar un centro geriátrico cualquiera en cualquier pueblo o ciudad de España. La tristeza y la soledad golpean sin piedad sus almas, y la pobreza y los malos tratos golpean sus cuerpos con inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay que escatimar cariño ni cuidados; todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, como familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el ombligo y mirar más sus arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los “cuidados paliativos” a su sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los abuelos son lo mejor que tenemos y lo que más debemos cuidar.





Muerte digna vs vida digna

Decía García Márquez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Puede que los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el criterio de un celador, un médico o un familiar —cualesquiera que sean sus intenciones últimas— sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto. Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores, nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más, lo siguen dando. Si les dejamos. 

Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, “sólo los padres están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto”. “Son como libros vivientes y archivos de la familia”, añade Kornhaber. Son también el elemento transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria, religiosidad, sacrificio, humanidad...



Abuelos activos, un bien social

 “Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”; muchos de nuestros mayores siguen la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece rápidamente, las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más importante, con su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas enfermas o dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo desde los tiempos de la crisis, son los abuelos quienes han sustituido a las guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus escasos ingresos con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les falte un pollo en su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.

Como don Alfredo, que a sus setenta y ocho años, y a pesar de arrastrar una hemiplejia desde hace treinta, mantiene un envidiable espíritu vital. No sólo por su inagotable y contagioso sentido del humor, sino porque durante sus paseos por el barrio, del brazo de su hija Rocío, ha decidido que su misión es que los demás se sientan útiles: una excusa para piropear a la bisabuela vecina, que vuelve encantada a su casa después de un “parece mentira que tenga usted bisnietos, con lo joven que es”; o para comentar el partido del Madrid con todos los porteros de su calle, íntimos ya; o, simplemente, para escuchar las penas de los mendigos más o menos habituales, cuyas biografías se sabe de memoria.

O como Laura, que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés (“aunque jamás lo hablaré”), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7 años. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle: “tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír”. O como Íñigo, que a sus setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de tres décadas; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman siglo y medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a la sociedad. Sólo tenemos que dejarles.



Dice un proverbio oriental “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de pagárselo. Y con intereses. 

(Este artículo es uno de los capítulos de mi libro "La muerte del egoísmo", Ed. Palabra)


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