En
la durísima novela de Cormac McCarthy, el estado fronterizo de Texas no es país
para viejos porque el sádico y frío Anton Chigurh se encarga de que muy pocos
lleguen a la edad madura. Pero España no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y
cada año son más nuestros mayores. Más en número y más en edad. La clave está
en cómo transcurre su vejez, con qué grado de dignidad, o de soledad, o de
compasión. La clave está en cuánto amor les entregamos nosotros, todos, para
mantener viva su llama.
Vivimos malos tiempos para los abuelos.
A lo largo de los últimos años casi hemos logrado dinamitar los dos pilares
básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad humana. La mismísima
Declaración Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el
elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección
de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida,
especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las
consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven
abandonados, marginados, olvidados...).
Mirar hacia otro lado
Y además
vivimos en una sociedad donde se escuchan cada vez más altas las voces en pro
de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer paso hacia el
cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa quizá, es
nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado, nos auto
convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra razón
y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo
estorban. Un lastre indeseado e incómodo. Evitable.
Por supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren
enfermedades terribles, que malviven con míseras pensiones, que se encuentran
desvalidos y abandonados a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en
degradante turno, que permanecen
anestesiados durante horas frente al televisor, que simplemente estorban y han
perdido toda ilusión por vivir. Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de
Caridad del periódico un domingo cualquiera, o pasarse por un comedor social de
Cáritas un día cualquiera, o visitar un centro geriátrico cualquiera en
cualquier pueblo o ciudad de España. La tristeza y la soledad golpean sin
piedad sus almas, y la pobreza y los malos tratos golpean sus cuerpos con
inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay que escatimar cariño ni cuidados;
todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, como
familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el ombligo y mirar más sus
arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los “cuidados paliativos” a su
sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los abuelos son lo mejor que tenemos
y lo que más debemos cuidar.
Muerte digna vs vida digna
Decía García Márquez que el secreto de
una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Puede que
los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez
solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más
infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la
compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa
vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el
criterio de un celador, un médico o un familiar —cualesquiera que sean sus
intenciones últimas— sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto.
Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores,
nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más,
lo siguen dando. Si les dejamos.
Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los
abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, “sólo los padres
están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto”. “Son como libros
vivientes y archivos de la familia”, añade Kornhaber. Son también el elemento
transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a
comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo
esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria,
religiosidad, sacrificio, humanidad...
Abuelos activos, un bien social
“Cuando me dicen que soy demasiado viejo para
hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”; muchos de nuestros mayores siguen
la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece rápidamente,
las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más importante, con
su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas enfermas o
dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo desde los tiempos de la crisis, son los abuelos quienes han sustituido a las
guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus escasos ingresos
con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les falte un pollo en
su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.
Como don
Alfredo, que a sus setenta y ocho años, y a pesar de arrastrar una hemiplejia
desde hace treinta, mantiene un envidiable espíritu vital. No sólo por su
inagotable y contagioso sentido del humor, sino porque durante sus paseos por
el barrio, del brazo de su hija Rocío, ha decidido que su misión es que los
demás se sientan útiles: una excusa para piropear a la bisabuela vecina, que vuelve
encantada a su casa después de un “parece mentira que tenga usted bisnietos,
con lo joven que es”; o para comentar el partido del Madrid con todos los
porteros de su calle, íntimos ya; o, simplemente, para escuchar las penas de
los mendigos más o menos habituales, cuyas biografías se sabe de memoria.
O como Laura, que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés (“aunque jamás lo hablaré”), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7 años. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle: “tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír”. O como Íñigo, que a sus setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de tres décadas; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman siglo y medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a la sociedad. Sólo tenemos que dejarles.
Dice un
proverbio oriental “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz;
cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de
pagárselo. Y con intereses.
(Este artículo es uno de los capítulos de mi libro "La muerte del egoísmo", Ed. Palabra)
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