El circo,
desde siempre, es sinónimo de magia, de fantasía, de sorpresa, de espectáculo,
de fascinación. Pero su mejor definición está escrita en el rostro de un niño,
de cualquier niño, la primera vez que asiste a una función circense. Y es
exactamente la misma expresión que se escribe en el rostro de un adulto, de
cualquier adulto, cuando acude por primera vez a una función del Cirque du Soleil. Y todas las demás veces.
Una magia que nació en las calles de Quebec y ahora fascina al mundo entero.
Cuando llegas a una función del Cirque du Soleil lo primero que sientes
es que te envuelve una atmósfera especial. El color, la estética, la música, el
vestuario, la puesta en escena… poco a poco percibes que te estás adentrando en
un mundo mágico y sorprendente, algo que no habías conocido, ni siquiera
imaginado, en tu vida anterior. Una sensación que se transforma automáticamente
en fascinación en el instante de comenzar el espectáculo, con el primer foco,
con la primera nota, con la primera aparición. A partir de ese momento, tu boca
ya no se vuelve a cerrar, tus ojos no se atreven a parpadear y tus manos y tu
corazón no cesan de aplaudir hasta que se apaga el último foco, hasta que se pierde
la última nota.
Entre el primer y el último instante, han pasado ante tus asombrados ojos bufones, trovadores, saltimbanquis, acróbatas, contorsionistas, malabaristas o payasos, decenas de artistas que realizan proezas imposibles porque, sencillamente, no son de este mundo. Esta es la esencia del Cirque du Soleil, una nueva concepción artística que, partiendo de los números circenses tradicionales, añadió vestuario, coreografía, música, iluminación, glamour, argumento y diferentes disciplinas para crear un espectáculo absolutamente innovador, cuyo objetivo final es, en palabras de su fundador: “asombrar y dejar al público sin aliento”. Tal cual.
Magia
callejera
No siempre fue así, claro. Aunque sí ha
mantenido intacta su atmósfera de mágica fascinación, el Cirque du Soleil nació del arte callejero. Su fundador y alma
creativa, Guy Laliberté (1959), ya tenía la certeza a los 16 años de que
dedicaría su vida a las artes escénicas. Comenzó tocando el acordeón en un
grupo de música folk (La Gueule du loup) por las calles de Quebec, su
ciudad natal, y después por Europa, donde aprendió otro ancestral arte ambulante:
el de tragar fuego. A su regreso a Quebec, en 1979, se unió al grupo de échassiers (caminantes con zancos) de
Gilles Ste-Croix; juntos organizaron una feria de verano en Baie Saint Paul, a
la que se unió el futuro socio de Laliberté, Daniel Gauthier. Les Échassiers de Baie-Saint-Paul
recorrieron las calles de la localidad sorprendiendo a los transeúntes con su
espectáculo visual de bailarines, acróbatas y tragafuegos. Una experiencia que
el verano siguiente repetirían en Quebec.
En los años posteriores cambiaron su nombre por Le Club des talons hauts pero no su actividad callejera. En 1982 organizaron un gran festival cultural en Baie Saint Paul al que asistieron artistas callejeros de todo Canadá; la convocatoria fue un éxito y una experiencia que sembró en las mentes de Laliberté y Ste-Croix la idea de fundar un circo. Un año después convencieron al gobierno para subvencionar un espectáculo que recorrería en 1984 todo el país como parte de los festejos que celebraban el 450 aniversario del descubrimiento de Canadá. Le Club recibió 1,5 millones de dólares y se convirtió en Le Grand Tour du Cirque du Soleil, primera vez que se utilizó el término que acabaría siendo reconocido en todo el mundo. Un “montaje dramático de artes circenses y esparcimiento callejero”, como reseñaba su espíritu fundacional.
El
tour resultó un éxito, aunque no financieramente. Con 60.000 dólares en el
banco, Laliberté solicitó al gobierno una nueva subvención, que le fue
concedida (a regañadientes) y le permitió estrenar una segunda temporada de Le Grand Tour, que pasó a llamarse
simplemente Cirque du Soleil. Era el
mes de mayo de 1985. El reto era ahora convertir al grupo de artistas
callejeros en un verdadero circo. Añadieron música, dramatización, nuevos
artistas, números innovadores y mucha imaginación y nació su primer
espectáculo, La Magie Continue. Recorrieron
Canadá con una carpa para 800 espectadores, con gran éxito de público y
crítica, a pesar de lo cual bordearon de nuevo la quiebra.
Invocar la imaginación, incitar a los sentidos
Después de tres años de duro trabajo y
sinsabores financieros, en 1987 logran salir de Canadá por primera vez. Su
destino, el Festival de Artes de Los Angeles. Sólo viaje de ida, pues ni
siquiera disponían de fondos para poder regresar a Quebec. Lo reconoce el
propio Laliberté: “Aposté todo a esa noche. Si fallábamos, no habría dinero
para regresar a casa”. Afortunadamente ganó la apuesta y la triunfal
presentación de su producción Cirque Réinventé permitió que el Cirque du Soleil no sólo sobreviviera,
sino que comenzara una carrera imparable hacia el firmamento del show business. Después de Los Angeles
llegaron otras ciudades americanas y luego Europa y Japón; la carpa para 800
personas se transformó en la Grand
Chapiteau actual, con capacidad para 2.500; en 1992 se instaló el primer
espectáculo fijo, en el Mirage Hotel de Las Vegas y, a partir de ahí, la
conquista del mundo, un nuevo show cada dos años (van ya 22) y unos beneficios
millonarios con cada gira.
Aquel grupo de 20 artistas callejeros y 50 empleados de Le Club que en 1984 definieron su misión como “invocar la imaginación, incitar a los sentidos y evocar las emociones de la gente en todo el mundo” alcanzan hoy los 5.000 empleados –de ellos 1.300 artistas- procedentes de 50 países, con 22 espectáculos que han fascinado –y siguen fascinando- a más de 100 millones de espectadores. El sueño de un visionario llamado Laliberté hecho mágica realidad.
Las claves que explican el éxito del Cirque du Soleil a lo largo de estos casi
treinta años pueden resumirse en tres: originalidad (mezcla de circo, arte,
danza y teatro, además de reinventarse en cada espectáculo); perfección (sólo
valen los mejores, cada número es sinónimo de excelencia técnica y estética); y
emoción (conexión total con el espectador, ofrecerle una experiencia realmente
única de principio a fin). Para lograrlo no vale cualquiera, claro. Y esta sea
tal vez su mayor dificultad: encontrar el talento adecuado. A esa labor se
dedican sus “buscadores de tesoros”, 60 expertos que rastrean el mundo en busca
de artistas, gimnastas, deportistas de élite (muchos medallistas olímpicos) que
quieran prolongar su carrera. Sólo tienen que cumplir dos requisitos:
excelentes condiciones atléticas y expresividad, capacidad de dar vida a un
personaje.
El atleta o artista idóneo será luego entrenado durante meses en un estudio/laboratorio especial, con sede en Montreal. Allí aprenderá a potenciar sus cualidades físicas y, sobre todo, a transmitir emoción, a actuar en el escenario. Aprenderá también a convivir con personas de multitud de países y culturas; y a trabajar para el equipo, para el éxito de la compañía, no para su ego. El reto de cada producción del Cirque du Soleil es ser mejor que la anterior; todos, desde el director artístico hasta la encargada del guardarropa, son conscientes de que siempre están a un paso del fracaso, que el éxito en el pasado no garantiza el futuro; y es esta preocupación, bien gestionada por los directivos, la que obliga a cuidar hasta el detalle más nimio y buscar permanentemente la perfección y la creatividad.
La vida en el Cirque du Soleil no es fácil,
obviamente. El trabajo es duro, el entrenamiento es exhaustivo y en algunos
espectáculos los artistas están viajando durante años (Saltimbanco lleva de gira desde 1992); pero esto crea también unos
lazos entre el personal que no se dan en ninguna otra organización. Además, la
compañía cuida al máximo la calidad de vida de sus trabajadores, incluidas sus
familias (hay programas de estudios para los hijos). Cada cual encuentra sus
propias razones para pertenecer a esta gran familia circense: Para Fernando
Dudka, equilibrista argentino, “Vengo del mundo de la gimnasia y aquí tienes
más capacidad para expresarte”; a David Chala, percusionista cubano, lo que le atrae
es que “dentro del número siempre queda un pequeño hueco para la
improvisación”; y al español Pablo Gomis, payaso, le motiva viajar y descubrir
que “el humor cambia de un país a otro”.
A Guy Laliberté, su fundador, además de ver cumplido su sueño y haberse convertido en multimillonario, le motivan otras dos buenas causas: sacar a los niños de la calle a través de su programa Cirque du Monde y combatir la pobreza mundial facilitando el acceso al agua potable con la Fundación One Drop, creada en 2007. La buena causa que nos motiva a los espectadores es, simplemente, soñar durante un par de horas y vivir una experiencia que perdurará toda la vida.
Un atardecer
en Hawai
El nombre Cirque du Soleil (Circo del Sol)
nació una tarde de 1984, mientras Laliberté admiraba una puesta de sol durante
un viaje a Hawai; buscando una denominación para su nuevo espectáculo optó por
usar el término en francés soleil,
como símbolo de “juventud, dinamismo y energía”. Un nombre que transmite, en
cualquier país del mundo, el espíritu, la magia y la personalidad original,
intransferible del Cirque du Soleil. Sólo intentaron cambiarla una vez… y la
lección quedó aprendida: Sucedió en la primera actuación fuera de las fronteras
de Québec, en Notario, cerca de las Cataratas del Niágara. Como el público era
mayoritariamente anglosajón, Laliberté decidió adaptar el nombre al inglés y
denominarlo Circus of the Sun. El
espectáculo fracasó. Las razones fueron probablemente variadas, pero la lección
que aprendió Laliberté es que al perder su nombre perdieron también su
originalidad, su esencia. Su magia.
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