martes, 12 de mayo de 2020

Katharine Hepburn: espíritu indomable con estilo propio


No es fácil definir con palabras a alguien de la dimensión, de la grandeza, de la inalcanzable perfección de Katharine Hepburn. Tal vez quien más se acercó fue el director Frank Capra tras dirigirla en El Estado de la Unión (1948): “Hay mujeres y mujeres, y luego está Kate. Hay actrices y actrices, y luego está Hepburn”. Y en efecto, como mujer fue única, vital, expansiva, indomable y absolutamente independiente; sofisticada y elegante; desafiante y combativa; Kate. Como actriz fue sublime, fascinante, intensa, expresiva, natural; fue divertida y extravagante; fue disciplinada y valiente; fue generosa con sus compañeros, exigente consigo misma (“trabajaba, trabajaba y trabajaba hasta que todos desfallecían” afirmó Stanley Kramer); fue –es- la actriz con más Oscars en su haber (cuatro) más ocho nominaciones. Fue… Hepburn.




Katharine, Kate, Jimmy (sí, a los ocho años decidió que por qué no podía llamarse Jimmy) fue una pelirroja indomable, criada en un ambiente liberal, culto y combativo (su madre era sufragista), que estudió en los mejores colegios privados y se codeó con la flor y nata de la alta sociedad norteamericana, política e intelectualmente hablando. Inconformista y rebelde por naturaleza, decidió desde muy temprana edad que ella no iba a ser como las demás mujeres y que, por tanto, tampoco iba a vestir como ellas. Así, en una época en la que la feminidad suponía llevar vestidos, ella desafió al stablishment vistiendo pantalones. Su marca de la casa se convirtió en su declaración de independencia y, de paso, creó un nuevo estilo, tan único como su creadora. Un casual chic de cuidado desaliño (perfectamente despeinada y con un imperdible como cierre en su abrigo de tweed, por ejemplo), estudiada ambigüedad y prendas sport hechas a medida que le sentaban maravillosamente. Tenía clase; su propia clase.

Su legendaria aversión a las faldas no era sino una batalla intelectual contra los arquetipos femeninos de su tiempo; los pantalones de perneras holgadas, los chaquetones de manga ancha y las camisas remangadas, estilo tomboy, le proporcionaban la libertad -de movimiento y de comportamiento- que definían su carácter tanto como su estilo. Muy femenino, eso sí (usaba pantalones pero derrochaba feminidad); y muy suyo. Un estilo pionero de dama moderna independiente que se adelantó a su época en unos cuantos años. Y que no abandonó hasta el final de sus días.
Su interés por la moda se extendía también a su trabajo —aparte de interpretar a la mismísima Coco Chanel en el musical Coco (1969)—, involucrándose en el vestuario de las películas en las que actuó, en muchas ocasiones diseñado por los más renombrados creadores de la época. Fue necesariamente masculina en El Viaje de Silvia, sofisticada y frágil (como una diosa de hielo) en Historias de Filadelfia, majestuosa en El león en invierno, elegante y atolondrada en La fiera de mi niña, excesiva y barroca en La loca de Chaillot, multideportiva en La impetuosa, sobria y sensual (según tocara sala o casa) en La costilla de Adán, madura y moderna de cuello Mao en Adivina quién viene esta noche, aristocrática desafiante, muy ella, en Vivir para gozar

Katharine Hepburn tampoco fue una típica star de Hollywood. No participaba en las fiestas ni premieres, odiaba a la prensa (a la que trataba con indisimulado desdén) y evitaba a sus fans. No acudió a recoger ninguno de los oscars que ganó (Gloria de un día,1933, Adivina quién viene esta noche, 1967, El león en invierno,1968, En el estanque dorado, 1981), ni atendió a sus otras ocho nominaciones. Pero es, para muchos, la mejor actriz de la historia del cine, y parte del teatro. A lo largo de su extensísima carrera (desde su primera película, Doble Sacrificio, en 1932, hasta la última, Un asunto de amor, en 1994) nos ha regalado alguna de las interpretaciones más memorables e inmortales del séptimo arte, con una versatilidad que muy pocas actrices –si hay alguna- han logrado alcanzar. Nadie ha brillado como ella en el drama histórico y en la comedia disparatada, en el romance sofisticado y en la aventura desbordada, en la adaptación más teatral y en el puro teatro. Y nadie engrandeció como ella a sus compañeros de reparto, que a su lado llegaron a cotas a las que quizá no habían llegado antes, ni después: Cary Grant (Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña), Humphrey Bogart (La Reina de África), James Stewart (Historias de Filadelfia), Henry Fonda (En el estanque dorado), John Wayne (El rifle y la Biblia), Peter O’Toole (El león en invierno)… y, claro, Spencer Tracy. Spence. La costilla de Kate.

            Su costilla en el cine, sí (formaron la pareja que científicamente tenía más química en la pantalla, según la Royal Society of Chemistry); pero por encima de todo, en la vida real. Ambos se conocieron en 1941, durante el rodaje de La Mujer del Año. “Me temo que soy un poco alta para usted, señor Tracy” dijo Kate, al ser presentados; “No se preocupe, señorita Hepburn –respondió él— La rebajaré hasta dejarla a mi altura”. Ella, una señorita culta, de la alta sociedad, liberal, deportista, independiente y rebelde. Él, irlandés “hasta las uñas”, católico y convencional, terco, autoritario, alcohólico y mujeriego. A priori, no parecían la pareja perfecta, precisamente. Y sin embargo, desde aquella primera vez, trabajaron juntos en otras ocho películas, algunas tan memorables como La Costilla de Adán, La impetuosa o El Estado de la Unión; y desde aquel primer encuentro, vivieron una historia de amor de 27 años, lleno de trabas y de complicidad a un tiempo. Un amor no consumado, discreto y autocensurado (él estaba casado y sus convicciones católicas le impedían divorciarse), pero tan entregado, tan honesto, tan devoto y tan fiel que sólo pudo separarles la muerte.


Precisamente, fue en su última película juntos donde esas cotas de complicidad en el escenario y en la vida real alcanzan su máximo más absoluto (una cima que nadie ha alcanzado jamás en la pantalla). Adivina quién viene esta noche no es sólo una gran película, es, además, la última película que compartieron Tracy y Hepburn. Y ambos lo sabían (él estaba ya muy enfermo y murió apenas dos semanas después). Por eso, el mítico discurso final de Matt Drayton, su personaje, trasciende la película y se convierte en la declaración de amor más sinceramente conmovedora de la historia del cine, porque cada palabra, cada mirada (esa mirada de diez eternos segundos), cada sonrisa, estaba dedicada no a Christine Drayton, sino a Katharine Hepburn. Por su parte, ella, Kate, la indomable, la rebelde, nos regala su definición de Amor en su autobiografía (“Me”) y, de paso, nos desvela el secreto de esa relación que no siempre fue entendida ni comprendida: «’Te amo’ quiere decir que te pongo a ti y tus intereses y comodidad por encima de mis intereses y mi comodidad porque te amo. El Amor no tiene nada que ver con lo que esperas recibir, sino con lo que esperas dar… que es todo. Si tienes mucha suerte, tal vez te correspondan. Eso es delicioso, pero no sucede necesariamente (…) Pasamos juntos 27 años en lo que para mí era una situación de felicidad total. Se llama Amor».


Katharine Hepburn murió en 2003 a los 96 años, tras haber superado el cáncer y haber sufrido el mal de Parkinson durante largo tiempo. Supo envejecer con la misma independencia, con la misma energía y con el mismo espíritu rebelde con que vivió durante toda su vida. Nunca dejó de ser ella misma. Y nunca, nunca dejó de llevar los pantalones.  

lunes, 4 de mayo de 2020

El Principio de Peter: incompetencia más incompetencia, igual a incompetencia




Hace justo 60 años —¿simple coincidencia? ¿cruel sarcasmo?— tuvo lugar la primera presentación pública del célebre Principio de Peter, formulado por el doctor Laurence J. Peter, eminente pedagogo y escritor canadiense. Durante años, el doctor Peter dedicó su esfuerzo, su pasión didáctica y su talento científico a investigar «el subordinado principio que pudiera explicar por qué tantos puestos importantes son ocupados por individuos incompetentes para desempeñar los deberes y responsabilidades de sus respectivas ocupaciones.» El insigne doctor, con la ayuda inestimable del escritor y guionista Raymond Hull, logró publicar su libro en febrero de 1969 —tras numerosos rechazos de incompetentes editoriales— y se convirtió automáticamente en un best-seller. No era para menos.

El Principio de Peter es una brillante, precisa, explícita, empírica y satírica explicación de las causas y consecuencias de la jerarquiología y la incompetencia; una colección de valiosas teorías y fórmulas, basadas en meticulosas investigaciones de centenares de casos reales, compilados cuidadosamente y profundamente analizados por el muy competente doctor L. J. Peter. El propio R. Hull lo definió como «el más penetrante descubrimiento social y psicológico del s XX».


La incompetencia como fenómeno viral


En sus investigaciones, el doctor Peter descubrió realidades tan contundentes como inquietantes. Organizaciones que eran un prodigio de despilfarro, corrupción, ignorancia e indolencia. Y comportamientos tan insensatos como extendidos: «Como individuos tendemos a trepar hacia nuestros niveles de incompetencia. Nos comportamos como si lo mejor fuese trepar cada vez más arriba, y el resultado lo tenemos a nuestro alrededor: las trágicas víctimas de la irreflexiva e insensata escalada

Continúa reflexionando el doctor Peter: «Cuando yo era pequeño, se me enseñaba que los hombres de posición elevada sabían lo que hacían.» Pero pronto empezó a comprobar que la incompetencia se empeñaba en existir en todas las organizaciones y estamentos de la sociedad, nadie tenía el monopolio. Estaba presente en todas partes. Un fenómeno universal. Viral, que diríamos hoy. «Vemos políticos indecisos que se las dan de resueltos estadistas y a la “fuente autorizada” que atribuye su falta de información a “imponderables de la situación”. Es ilimitado el número de funcionarios públicos que son indolentes e insolentes, de gobernadores cuyo innato servilismo les impide gobernar realmente.»

Viendo incompetencia en todos los niveles de todas las jerarquías, el doctor Peter formuló la hipótesis de que «en una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia. Con el tiempo todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones.» Y añade: «La jerarquiología afirma que toda organización floreciente se caracterizará por una acumulación de peso muerto (incompetente) en el nivel ejecutivo (la sublimación percuciente). Una conocida empresa productora de aparatos eléctricos tiene ¡veintitrés vicepresidentes!»


Jerarquiología, Política e Incompetencia


En su libro, el doctor Peter se detiene un buen rato en el análisis de las nada sorprendentes interconexiones entre Jerarquiología, Política e Incompetencia. «En pasados tiempos, cuando la oratoria era un noble arte, la clave de un político exitoso residía en su capacidad de hechizar, divertir, de inflamar a la multitud, a la masa votante con los gestos y con la voz. Lo cual no implicaba pensar juiciosa y serenamente ni, mucho menos, votar sabiamente. Con la llegada de la televisión, un partido puede nombrar como candidato al hombre que mejor aspecto ofrezca en la pantalla. Pero la capacidad de dar una imagen atractiva en televisión no es garantía alguna de una competente actuación.»

El doctor Peter da otro paso más, y nos revela una realidad demoledora: «En un partido, como en toda organización, cada miembro tiende a elevarse hasta su nivel de incompetencia y cada puesto tiende a ser ocupado por alguien incompetente para desempeñar sus deberes. Un político difícilmente se muestra contento al permanecer en su nivel de competencia: insiste en elevarse a un nivel que está más allá de sus facultades.» Parece que es hoy, España 2020, pero no; seguimos en 1960. Lo peor, continúa el doctor Peter, es que «el trabajo incompetente puede extenderse hasta más allá del tiempo asignado. Más allá de la vida de la organización, de modo que un gobierno puede caer, una civilización puede derrumbarse en la barbarie, mientras los incompetentes continúan trabajando.»


De la Espiral de Peter a la Incompetencia de Pedro


Concluye el doctor Peter que vivimos en un permanente estado de síndrome generalizado de incompetencia vital, de incompetencia compulsiva e incluso de gigantismo tabulario, a saber, la obsesión del incompetente por tener una mesa más grande que sus colegas. Y añade, como remate final: «Cada vez, el número de incompetentes aumenta en torno a la Espiral de Peter. Fórmula matemática tan simple como demoledora:

INCOMPETENCIA + INCOMPETENCIA = INCOMPETENCIA

Insisto en que todas las reflexiones, investigaciones, conclusiones y fórmulas incluidas en El Principio de Peter fueron definidas por el doctor Laurence J. Peter en los años 60, y compiladas y publicadas como libro en 1969. El propio doctor Peter falleció en 1990, por lo tanto, es físicamente y metafísicamente imposible que conociera al también doctor y también Peter, el doctor Pedro S., a la hora de escribir su revelador libro; ni mucho menos que El Principio de Peter, en su conjunto, y la Espiral de Peter (Incompetencia + Incompetencia = Incompetencia), en concreto, se refiera a nuestro Pedro S.

Tampoco es probable que la frase «la capacidad de dar una imagen atractiva en televisión no es garantía alguna de una competente actuación» esté dedicada al Pedro del presente. Ni que ese síndrome generalizado de incompetencia vital, de incompetencia compulsiva e incluso de gigantismo tabulario haga referencia a este Pedro, a sus cuatro vicepresidentes y vicepresidentas, sus 18 ministros y ministras y toda la pléyade de asesores y asesoras, especialistas y especialistos, expertos y expertas que están manejando esta crisis de manera tan incompetente, tan incongruente, tan indignante, tan infame, tan insultante y todos los ‘in’ que queramos añadir.


Un breve momento para la indignación


Porque, desgraciadamente, aquí no estamos hablando solo de incompetencia. Una brutal y siniestra incompetencia. Estamos hablando de MENTIRAS, estamos hablando de RUINA, estamos hablando de SUFRIMIENTO, estamos hablando de IMPOTENCIA, estamos hablando de IRRESPONSABILIDAD, estamos hablando de poner en RIESGO grave a profesionales que se juegan la vida salvando vidas, estamos hablando de MUERTOS. Decenas de miles. Y eso son palabras mayores. No es una cuestión solo de incompetencia, no, es sobre todo una cuestión de soberbia, de arrogancia; de no saber hacer y no dejar hacer, ni dejarse aconsejar; y tampoco rectificar, ni reconocer. Es una cuestión de grave y continua improvisación, de negligencia, de pura desidia, de no importarte una mierda lo que suceda a tu alrededor, a los millones de personas de las que eres responsable. Es una cuestión de persistente y desvergonzada manipulación, de bulos oficiales y maquillajes estadísticos (un renovado Ministerio de la Verdad orwelliano); de hábil gestión de la incertidumbre y la confusión; de indisimulado  manejo de los medios fieles (la nueva Policía del Pensamiento, siguiendo con Orwell), que están llegando a las más altas cotas de hipocresía moral (ahí está la hemeroteca). La vieja consigna: blanquear a los nuestros salpicando a los otros, culpando a los otros, condenando a los otros, crucificando a los otros. Lo que sea con tal de no ceder. De no bajar ni un milímetro la cabeza altiva. De no cambiar siquiera el color de la corbata por no reconocer la verdadera dimensión de la tragedia. La imagen lo es todo. La propaganda lo es todo. La política lo es todo. Las personas, los ciudadanos, en cambio, no valen nada. Ni su salud, ni su trabajo, ni su libertad. Ni, por supuesto, su pensamiento.



Nos encontramos ante la peor crisis sanitaria y económica de nuestra historia reciente –y no tan reciente-, una verdadera tragedia humana, económica y social sin precedentes (y que acaba de empezar), y no podemos estar en peores manos, en peores cabezas y en peores corazones. Sólo hay que mirar alrededor, a la mayoría de países, cuyos gestores de la crisis han resultado ser infinitamente más competentes (salvo los dos o tres que siempre nos ponen de ejemplo). No lo digo yo, lo dicen el bajísimo número de fallecidos y las mínimas consecuencias en sus economías.

Lo siento, no quería llegar hasta tal extremo de indignación cuando empecé esta reflexión sobre El Principio de Peter y su incuestionable capacidad premonitoria. No he podido evitarlo. Porque me siento impotente, frustrado y cabreado. Muy cabreado. Solo espero que cuando esto termine, no sé en qué puñetera fase, se ajusten las cuentas que se tienen que ajustar. Judiciales, políticas, económicas, sociales y morales. A todos y todas los y las responsables.


Y un final un poco más positivo


Por terminar de una manera menos dolorosa, vuelvo al doctor Peter, el auténtico. En 1982 publicó, junto con el autor Bill Dana y el ilustrador Norman Klein, el libro The Laughter Prescription (aquí traducido como La mejor receta, la risa) que trata sobre lo imprescindible que resulta el humor sano como remedio de casi todo, infalible para generar un estilo de vida positivo. Tiene razón ahí también, el doctor Peter. La risa —el ingenio, la creatividad, el humor, ¡los bendito memes!— es lo único que nos está salvando de esta situación de incertidumbre económica y tragedia humana. Y la responsabilidad individual es lo único que nos está frenando de tomar las calles como sí hicieron ellos en su día. No hace tanto. Y por mucho, muchísimo menos. Infinitamente menos.


PS. «La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia». Einstein también lo clavó.