martes, 14 de diciembre de 2021

El Rock que sonó en Belén


Hace unos años, por estas fechas, me asomé a la pantalla de mi vieja y catódica Phillips, perezosamente, dejando pasar los canales uno tras otro para ver qué había, o qué no había, en estado de desilusión preventiva, cuando de pronto, y ante el asombro agradecido de mis ojos y mis oídos, me reconcilié durante una hora con la televisión. Porque lo que vi fue una impresionante exhibición de patinaje sobre hielo de los más grandes ex campeones mundiales; y lo que escuché fueron maravillosas canciones de Navidad interpretadas en directo por dos grandes del rock, Reo Speedwagon y Rick Springfield (Hollyday Cellebration on Ice se llamó el invento). Y ver las piruetas imposibles de Brian Boitano, Calyssa Davidson o Shae-Lynn Bourne mientras Rick, Kevin y la banda se dejaban el alma cantando Silent Night, Christmas With You o Little Drummer Boy, la verdad, uno se sintió afortunado… y apenado también, porque echaba de menos en su país esta forma de entender el espectáculo, la música (el rock) y la Navidad. Sobre todo, la Navidad.

Hoy, viendo de nuevo esta maravilla (la grabé en mi viejo VHF, y aún la veo cada año), me quedo con ganas de más. De más música y de más Navidad. Y pienso que estaría bien poner la televisión y encontrarme con el Especial Navidad de Johnny Cash& Friends, por ejemplo, al que acudían lo más de lo más de la canción popular americana; pero la cruda realidad me obliga a apagar la tele. Y aprovecho entonces para regodearme con el penúltimo disco del maestro Dylan, Christmas In The Heart (2010) divertido, emotivo y sincero repaso de algunos clásicos navideños que, como el sabio Bob dice, “es una música universal y todo el mundo puede relacionarse con ella a su propia manera”. Y entonces me pregunto por qué allí sí y aquí no; por qué en España el villancico queda para los coros parroquiales, las reuniones familiares, los programas infantiles y Raphael, y en Estados Unidos e Inglaterra es una tradición que llena de orgullo a los más grandes entre los grandes. ¿Tan ingratos somos?

Y uno no se resigna. Y entonces, tras compartir su corazón con Dylan, da paso al viejo B.B. King, cantando y punteando generosamente un Merry Christmas, Baby; y después llega el Rey, Elvis, melancólico por no poder celebrar la Navidad con su alguien muy especial… blue Christmas without you...”; y luego Lynyrd Skynyrd, cantando en familia su Navidad de rock sureño tirando a country o a blues, según les dé. Y siguen los Kinks y su Father Christmas, que es tan Kinks como Sunny Afternoon; y Smokie, que tienen todo un LP dedicado a estas fechas (como el gran Neil Diamond, que acaba de sacar disco navideño, y tantos otros), y que cantan, con toda la razón, que “la Navidad no es sólo para los niños”; y LouisArmstrong, y Stevie Wonder y Dolly Parton y Freddie Mercury y BruceSpringsteen y Chuck Berry y Elton John y Bonnie Raitt y ArethaFranklin y Bob Seger y Shakin' StevensColdplay y The Pogues y Jethro Tull y Emereson Lake & Palmer, y los Beach Boys y hasta AC-DC y su cañero Mistress for Christmas, que te deja el cuerpo como si te hubiera pasado el trineo de Papá Noel por encima. Y hasta el mismísimo Bowie, porque los extraterrestres también celebran la Navidad: ¿quién no ha escuchado ese maravilloso dúo del Duque Blanco con Bing Crosby, deseando Paz en la Tierra ante el piano que preside un majestuoso salón, lleno de espíritu navideño, de magia y de complicidad? 


Y de Bing a Frank, dos estrellas que también cantaron juntas bajo la Estrella de la Navidad. Pero lo que ahora llega a mis oídos —y a mi corazón— es esa Voz, la de Frank Sinatra, acompañado por su “pandilla de ratas”, en un disco inolvidable repleto de joyas inmortales (Christmas With The Rat Pack), interpretadas por el propio Frank y sus colegas Dean Martin y Sammy Davis Jr., esos entrañables gamberros que cantaban como los ángeles y que nos desean, como no podía ser de otra manera, que la Navidad suene en todo el mundo.

Y mientras escucho, pienso que todos ellos, auténticas leyendas de la música, los más grandes artistas del rock, el blues, el soul o el country, los crooners eternos, están regalando todo su inmenso talento, su cariño más sincero al Niño pobre que nació en Belén. Independientemente de creencias o ideas políticas. Con respeto, devoción y un gran sentido de la tradición. Y me pregunto, con sana envidia, ¿por qué aquí no?


Y en ese preciso instante resuena la voz poderosa, profunda y honesta de Johnny Cash, que nos recuerda el verdadero significado de la Navidad, mientras le canta al Niño Dios: “Baby Jesus, I’m a poor boy too / I have no gift to bring / That’s fit to give the King / Shall I play for you on my drum?”. Y pienso, ¡qué mejor regalo se puede pedir!



jueves, 25 de noviembre de 2021

Enrique Urquijo. Crónica emocional del concierto homenaje. Wizink 17.11.2019




«Cuando miras atrás / Y ves la vida que has dejado / Cuando te paras a pensarlo, ¿no te preguntas / qué te hace estar a mi lado?» (You Love The Thunder, 1977). Empezar esta crónica emocional con unos versos de Jackson Browne (traducción de Alberto Manzano) no es capricho. Primero, porque citar o escuchar a Jackson Browne nunca es caprichoso; segundo, porque es probablemente ese amor incondicional por el californiano lo que más me acercó a Enrique Urquijo y familia desde mi tierna adolescencia. Especialmente cuando se unió a la banda el gran Ramón Arroyo y la enriqueció con ese sonido country y tex mex que tanto amábamos (ellos y yo). Tan Browne, tan Eagles, tan Gram Parsons, tan Warren Zevon (ahí queda esa Carmelita, agarrada/abrazada con fuerza a la María de Enrique para la eternidad). Y tercero porque, mirando atrás y viendo la vida que ha dejado Enrique, con sus Secretos y con sus Problemas, con su sensibilidad y su talento, con su poesía y su fragilidad, con su gigantesco legado, no tengo que preguntarme qué me hace seguir estando a su lado cuarenta años después de bailar su música por primera vez, veintidós años después de verlo sobre un escenario por última vez -aún lo veo- en el viejo Palacio de Congresos de Madrid, en marzo del 97.

 


La banda más grande

Es una pregunta que tampoco nos hicimos ninguna de las ocho mil almas agradecidas que abarrotamos el domingo el Palacio de Deportes (aún se me resiste lo de Wizink). Simplemente había que estar ahí, a su lado. Por pura gratitud. Por amor a su música. Por respeto –y gratitud también, y mucho cariño y admiración- a su hermano Álvaro, a Ramón Arroyo, a Jesús Redondo, a Juanjo Ramos, a Santi Fernández. Los guardianes de la llama, los defensores del legado. Grandes, muy grandes. Si alguien me preguntara cuál es la mejor banda de todos los tiempos, la más influyente, la más importante, fuera de España quizá tendría dudas (Pink Floyd, Eagles, Beatles, la Credence, Stones, The Who, Led Zeppelin), pero no aquí. Aquí no hay otra banda más influyente, más longeva, más carismática, más constante, más querida por su público y más admirada por sus colegas. Sólo hay que fijarse en la altura de las decenas de artistas –de todos los palos- que han interpretado, con enorme devoción, las canciones de Enrique, Álvaro y compañía. Echa un vistazo, por ejemplo, al primer disco homenaje a Enrique, A tu lado (2000), o al irrepetible concierto en Las Ventas, Gracias por elegirme, ocho años después. ¡Menuda lista de invitados!

 

Y el Wizink se hizo Galileo Galilei

Todo eso estuvo presente el domingo en el Palacio, vestido de Galileo Galilei. Las canciones, los recuerdos, las emociones, la nostalgia, los amigos, la familia, Enrique. Sobre todo Enrique. Ahí estuvo, al lado de su amigo Rafa Higueras, que lleva veinte años echándole de menos –hoy exactamente igual que ayer- y rindiéndole homenaje puntualmente cada noviembre, como el ramito de violetas de Cecilia. Él abrió esta noche «triste y alegre, emocionante y emotiva» con un tema de la etapa de Los Problemas, Desde que no nos vemos («Desde que no nos vemos no sé ni donde vivo, salí de aquella casa llorando como un niño») marcando el tono melancólico de la noche; y nos presentó también las dos otras buenas causas por las que estábamos todos ahí, Cris contra el cáncer y Cirugía en Turkana.

 


¡Viva Enrique siempre!

Estuvo Enrique al lado de Rebeca Jiménez –«¡Viva Enrique siempre!»- cantando, reivindicando, Adiós tristeza («porque hoy empieza el resto de tu vida, adiós tristeza, adiós soledad»). Y al lado de Jorge Marazu, sublime en Y no amanece, que reconoció que se dedica a esto porque escuchó a Enrique cuando tenía 15 años. Y con Vicky Castelo –¡qué voz, qué talento!- que cantó sobre ese escenario con Antonio Vega años atrás y ahora repetía al lado de Enrique… nunca es Demasiado tarde. Enrique estuvo también al lado de su amigo Juanma “Elegante”, como siempre lo estuvo, y juntos cantaron a dúo esa gran verdad que es Siempre hay un precio, porque siempre lo hay y lo tienes que pagar, «todo de golpe o día a día lo harás». Rafa Higueras, que también ha estado siempre al lado de Enrique, antes de dedicarle Quiero beber hasta perder el control recordó que hace veinte años, «Enrique nos acababa de dejar», apenas había sesenta personas en un bar de Malasaña en aquel primer concierto homenaje. Este domingo sobrepasaban las ocho mil.

 


He muerto y he resucitado

La noche entró en su segunda parte, y ahí seguía Enrique, ahora con mayor presencia aún al lado de sus almas gemelas e incondicionales. Álvaro, Ramón, Jesús, Juanjo, Santi, con el último fichaje –gran fichaje- Txetxu Altube, acompañados por una orquesta sinfónica, se marcaron tres de los himnos eternos de Enrique: Aunque tú no lo sepas, Cambio de planes y, claro, A tu lado. Y ahí estaba Enrique, muerto y resucitado, saboreando el fruto del árbol plantado con sus cenizas –y regado día a día durante veinte años por su hermano Álvaro-, soñando en otra vida, en otro mundo, pero a nuestro lado. Fue un momento mágico, intenso y maravilloso, de lágrimas contenidas e incontenibles, que nos puso a todos en pie y nos recordó lo grande que fue ese poeta de la tristeza que tanto nos ha hecho sentir.

 


Un homenaje a la altura

Y llegaron los grandes. Los colegas que con su homenaje miden la talla de un artista cuando se va. Y allí estuvieron recordándole Mikel Erentxun («No me imagino como podré estar sin ti») y Rozalén (que aprendió a tocar la guitarra agarrándose fuerte a María) y la leyenda viva, Miguel Ríos, en plena forma (que volvió a ponernos los pelos de punta con una de las mejores frases que se han escrito jamás en el rock patrio: «Pero como explicar / que me vuelvo vulgar / al bajarme de cada escenario»). Y Coque Malla (Otra tarde), ilusionado porque se estrenaba con Los Secretos, y Manolo García (Por la calle del olvido) y Amaral (Buena chica) y el incombustible Alejo Stivel (Sobre un vidrio mojado) y, finalmente, otro amigo de los de toda la vida, David Summers (Ojos de perdida), quien también está viviendo una segunda vida. Y ahí estuvo Enrique, con todos ellos sobre el escenario. Con todos nosotros en nuestros corazones. Y en nuestra memoria intacta.

La noche llegaba a su fin. Y estuvo a punto de acabar con una gran mentira, cuando todos, público, anfitriones, invitados, y hasta el hermano pródigo, Javier, coreamos como una sola voz Déjame. Y digo mentira, porque jamás dejaremos a Enrique ni dejaremos que nos deje, porque a su lado sí volveremos, sí volveremos. Así que, Los Secretos también volvieron al escenario para terminar con algo más propio del momento. No pudieron elegir mejor.

 

«Te he echado de menos hoy,

exactamente igual que ayer,

confío en que siempre estaré,

contigo aunque no estés».




viernes, 12 de noviembre de 2021

Todos fuimos Peter Parker



Tiene una fuerza poderosísima, una agilidad extraordinaria y un instinto arácnido que le avisa de cualquier amenaza con matemática precisión. Se ha enfrentado a los peores supervillanos, ha limpiado las calles de Nueva York y luchado en extraños planetas junto a otros superheroicos colegas. Fuerte, inteligente, poderoso, valiente… Pero, por encima de todo, es el más humano de los superhéroes. Y eso es lo que le ha hecho verdaderamente único. El favorito de millones de fans desde hace 60 años.



Hubo un tiempo, allá por los albores de la II Guerra Mundial, en que el mundo estaba necesitado de superhéroes. Los héroes de carne, sangre y hueso ya no eran suficientes para enfrentarse al nivel descomunal de maldad que el mundo estaba engendrando. Nazismo, comunismo, genocidio, bomba atómica y demás grandezas humanas necesitaban una contrapartida limpia capaz de enfrentarse a ellas con una cierta esperanza de victoria. Así, los primeros superhéroes nacieron tan superpoderosos como inmaculados, sin un atisbo de mancha en sus currículums, sin una mínima flaqueza en sus valores, sin una arruga en sus resplandecientes uniformes.
            Hasta que llegó Stanley Marvin Lieber, alias Stan Lee. En 1961 la Marvel no atravesaba un buen momento –su particular kriptonita era DC Comics, la editora de Superman y Batman- y encargó a su mejor hombre renovar el elenco de superhéroes en decadencia que mantenían a duras penas la casa en pie. Stan Lee, en perfecta complicidad con el genio ilustrado de Jack Kirby, creó en solo tres años el olimpo del cómic moderno, habitado por dioses como The X-Men, Hulk (aquí la Masa), Thor, Los Vengadores, Iron Man (aquí el Hombre de Hierro) y Spiderman. La genial novedad de estos nuevos superhéroes no eran, sin embargo, sus superpoderes. Más bien todo lo contrario: eran, precisamente, sus flaquezas. Gracias al talento de Lee y Kirby, los superhéroes se volvieron humanos, esto es, débiles, imperfectos, con más de un punto oscuro en su pasado y en su presente, y unos valores no siempre definidos. Con dudas. Con miedos. “No hay nadie que no pase una mala época –lo explicó Lee-. Cuando estábamos escribiendo todos esos comics, Kennedy parecía tener una vida perfecta... hasta que alguien le voló la cabeza. Todos tenemos problemas y todos tenemos sufrimientos secretos”.


De todos ellos, el más humano –en el sentido más amplio- fue, sin duda, Spiderman. Y, por tanto, con el que más fielmente se podía identificar un quinceañero inquieto, inseguro y semi perdido en los difusos caminos de la adolescencia. Porque, en el fondo, todos éramos Peter Parker. Un tipo normal tirando a tímido, que sufre lo indecible en su primera cita, con escasos amigos incondicionales y abundantes enemigos declarados, con sus obsesiones y sus miedos, con el cariño sin fisuras de su tía May, con sus trabajos basura y su particular tirano, con sus grandes luchas interiores y sus pequeñas pero importantes victorias; ¡hasta con sus exámenes! Y siempre con el descomunal peso de su responsabilidad irrenunciable (“Recuerda, Peter: todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”). Un héroe, vamos. El héroe mundano al que todos aspirábamos legítimamente. Y es que, si ya éramos Peter Parker ¿por qué no podíamos ser también Spiderman?


Superhéroe de carne, hueso y alma

Porque Spiderman, además de ser Peter Parker (o sea, nosotros), como superhéroe era también el más cercano. Nada que ver con el perfecto Supermán, ni con el oscuro y millonario Batman, ni con el endiosado Thor o el bipolar Hulk, ni con el seco Namor (el hombre submarino), ni con el impertinente y archimillonario Iron Man, ni con el engreído Antorcha, ni con los demás superhéroes al uso; fantásticos, sí, pero también antipáticos, lejanos, maduros, serios. Spiderman era como era, único y genial con sus bravatas, sus provocaciones y su imponderable ironía; capaz de soltar un chiste mientras esquiva los mortíferos tentáculos del Doctor Octopus o de pensar en su cena con Mary Jane al tiempo que se enfrenta a su más fiel archienemigo, el Duende Verde. Spiderman era, ante todo, simpático; te caía bien. Punto. También tenía sus dramas, claro (tal vez lo mejor de los extraordinarios guiones de Stan Lee, su dimensión más atormentada y emotiva); especialmente su punto débil, tía May; o la traición inesperada de su fiel amigo Osborn; o sus vaivenes amorosos. Y el permanente peso de su condición de superhéroe, insoportable a veces, hasta el punto de querer abandonarlo todo: “Cuando me convertí en Spiderman sólo era un adolescente irreflexivo. Pero han pasado los años y el mundo ha cambiado… ¡Y tarde o temprano, todo muchacho debe abandonar sus juguetes y convertirse en hombre!” reflexiona cabizbajo Peter mientras se aleja bajo la lluvia; en primer plano, el uniforme de su alter ego abandonado, tirado en un cubo de basura (número 50 de El asombroso Spiderman).

Spiderman nació –casi para morir, debido a las reticencias del director editorial, Martin Goodman, que pensaba que las arañas no eran del gusto del público- en el último número (agosto de 1962) del comic book de Marvel Amazing Fantasy, con guion de Stan Lee y dibujos de Steve Ditko (“A Stan se le ocurrió el nombre. Yo diseñé el traje, el artilugio de las redes y la spider señal”). Por primera vez el héroe es un perdedor, Peter Parker, un adolescente enclenque y empollón, apocado y con un aire de cotidianeidad inédito en el mundo superhéroe; en una clase de ciencias es picado por una araña radiactiva que le proporciona poderes extraordinarios (fuerza, agilidad, intuición) y también una carga extraordinaria. Al tiempo que va descubriendo sus nuevas habilidades (“¿Qué me sucede? Me siento… diferente. ¡Parece como si todo mi cuerpo se cargara con algún tipo de energía fantástica!”) va tomando también conciencia de su responsabilidad. Y el público americano va convirtiendo, número a número, al peculiar trepamuros en su héroe favorito.


Las ventas de aquel marginal número 15 de Amazing Fantasy fueron tan espectaculares que Goodman se olvidó de su aracnofobia y ordenó la creación de una colección propia para el enmascarado: The Amazing Spider-Man (“El asombroso Hombre-Araña”), que lanzó su primera red en marzo de 1963 a las órdenes de la pareja creativa Lee/Ditko. Ambos mantuvieron a Spiderman en lo más alto del ranking durante 38 números, pero en julio de 1966 la pareja rompió por desavenencias creativas (concretamente revelar o no la identidad secreta del Duende Verde) y el mítico dibujante John Romita tomó el relevo de Ditko, con nuevas ideas que dotaron al personaje de su personalidad definitiva, única e inimitable. Romita creó un Spiderman más romántico y musculoso, y también más irónico y dramático; más profundo; más humano. Las aventuras tomaron un tono más épico y realista, y los personajes femeninos adquirieron a su vez mayor protagonismo, en especial la frágil Gwen (el gran amor de Peter) y la divertida vecina Mary Jane (“¿Sabes, tigre? Te acaba de tocar la lotería”). Después de innumerables citas, dudas, peleas, reconciliaciones y rescates de las garras del villano de turno, y tras la trágica muerte de Gwen a manos del Duende Verde, finalmente sería la explosiva pelirroja Mary Jane la que, años después, atraparía a Spiderman en su red, convirtiéndolo en un hombre casado.

El número 500

Peter Parker fue creciendo como personaje; acabó sus estudios y se convirtió en el científico que siempre había querido ser. Pero nunca pudo abandonar a Spiderman. Sí lo hicieron Romita y Lee, tras cinco años de fructífera relación, en la que siempre se ha considerado, por expertos y fans, la más esplendorosa etapa del superhéroe arácnido. Otras manos y talentos se encargaron de dar forma a nuevas aventuras del lanzarredes, solo y en compañía de otros héroes de la casa (Marvel Team-Up). Años después se creó una serie más centrada en la vida privada de Peter (Peter Parker, The Spectacular Spiderman) que se desarrolló en paralelo a las aventuras de Amazing.
Más o menos en forma, el hombre araña superó una década tras otra balanceándose por los rascacielos neoyorkinos, persiguiendo y siendo perseguido, hasta superar los 500 números (mítica cifra alcanzada en diciembre de 2003), un más que meritorio récord en un mundo de escasas fidelidades prolongadas y juventudes hambrientas de novedades. Sobre todo teniendo en cuenta las numerosas reconversiones editoriales a las que se ha visto sometido el personaje, algunas de la cuales han estado a punto de acabar definitivamente con él. Algo que no han conseguido en 50 años ni el Duende Verde, el Lagarto, el Buitre, el doctor Octopus, el Hombre-Arena, Kraven y J. J. Jameson todos juntos.


Con un buen puñado de películas estrenadas en los últimos años (la última, por ahora, Spiderman, lejos de casa), además de su reciente unión a la exitosa saga de Los Vengadores, un filón que parece no tener fin, está claro que el héroe favorito de nuestra adolescencia –y un poco más allá- está vigente y en plena forma; que no andábamos muy desencaminados cuando lo hicimos nuestro, primero en papel y ahora en pantalla grande (con la escusa de llevar a nuestros hijos); y que debimos haber tenido más cuidado a la hora de guardar los comics originales, que desaparecieron de nuestro cajón secreto en alguna oscura y traicionera ‘operación limpieza’ materna. Lástima que nuestro sentido arácnido no funcionara bien aquel día.


Antonio Pampliega: la cruda realidad de la guerra, sin filtros

 



Antonio es periodista, la versión más dura del periodista: corresponsal de guerra. “Por suerte o por desgracia”, como él mismo señala. Y como buen corresponsal de guerra, va directo al grano. Su historia, y sus historias, cuentan la realidad pura y dura y a él le gusta contarlas como fueron, desnudas, sin filtros. No son necesarios y además idiotizan. Bastante nos idiotizan ya la televisión y las redes sociales, apunta. Así que lo que relata Antonio, a través de sus imágenes y sus palabras (no tienen pleno sentido las unas sin las otras), es la cruda realidad del mundo en que vivimos, de la sociedad global que hemos creado, y de la que somos responsables todos y cada uno. Aunque miremos hacia otro lado. Aunque creamos que nos queda lejos. Aunque pensemos que no nos toca. Pues sí, nos toca. Antonio, periodista de guerra, es además de testigo víctima de esa vida siempre en el filo, o en el punto de mira. Porque en uno de sus numerosos viajes a Siria, fue secuestrado por Al Qaeda, retenido y torturado durante 299 días. Aunque aquel suceso, para él, no fue más que un “accidente laboral”. Una víctima colateral, como tantas, en esa descarnada realidad que nos muestra. 

 

La primera imagen que nos planta en las narices Antonio es de Sudán del Sur. Un país joven que se fundó en 2011… y que lleva en guerra desde diciembre de 2013. La imagen muestra gente huyendo de una cruenta guerra civil, de una masacre en toda regla. Familias aterrorizadas cruzando el Nilo Blanco para escapar de una muerte que las persigue con insistencia. Cargando con lo que pueden, que es lo más parecido a nada, lo que han podido coger en la huida desesperada; lo que pueden cargar a las espaldas en su larga e incierta marcha. A raíz de esta imagen, la pregunta que nos plantea Antonio es: “¿Qué te llevarías tú si tuvieras que huir de una guerra?”. Una pregunta sencilla. La respuesta, quizá no tanto. ¿Maletas con ropa? ¿Objetos de valor? ¿Recuerdos familiares? ¿La Play? ¿Nada? Ahí queda la reflexión… Volveremos a ella al final.

Antonio ha sido corresponsal en muchas guerras y conflictos, en muchos países y regiones. Siria es uno de los que más veces ha visitado, la que él considera “la peor guerra del siglo xxi, con más de medio millón de personas eliminadas de la faz de la tierra. Llevan en guerra desde 2011, matándose como si no hubiera mañana.” Para los quinientos mil muertos ya no lo hay, tampoco mucho para los vivos. Pero es algo que a nosotros nos queda lejos, ajeno. Quizá lo hemos visto en las noticias, pero “la guerra por televisión es imperfecta. La guerra sobre el terreno es implacable.” Lo que nos muestran las televisiones (incluidos los reportajes del propio Antonio) está suavizado, tamizado, “la realidad es mucho más jodida, muchísimo más”.

 


Un mal que deshonra al ser humano

Estar en permanente zona de conflicto, jugándose el tipo en su jornada de trabajo, incluso habiendo sufrido un durísimo secuestro de diez meses, “no me hace un ser especial, ni un héroe. Yo soy un tío normal. Lo que me pasó es un accidente laboral. Punto.” Los héroes, para Antonio, son las personas que viven en ciudades devastadas por las bombas, entre ruinas, miseria y dolor; ciudades como Deir ez-Zor, al este de Siria, que en 2013 pasó de 250.000 habitantes a 12.000 personas sitiadas. Eso es lo que quedó. Un cinco por ciento de la población y una de las ciudades más importantes de Siria completamente asolada, arrasada, muerta. Antonio nos lo muestra en imágenes, un vídeo que le llevó cinco años de trabajo en Siria. La revolución pacífica de 2011, en la que miles de sirios se echaron a la calle pidiendo libertad, y que desembocó en una cruenta guerra civil; combates entre el régimen y los rebeldes dejando un rastro de sangre por todo el país; francotiradores, muerte, dolor, calles destruidas por las bombas, la vida entre los escombros. Escenas desgarradoras, pánico, huida desesperada, médicos tratando de salvar vidas en medio del caos, tumbas improvisadas, cadáveres mirando a cámara, mirándote a ti a los ojos. También hay escenas cotidianas, niños que tratan de olvidar, familias que intentan sobrevivir como pueden. Pero la realidad es tozuda, y la guerra aún más, y al final lo que queda es el horror. Y las cifras del horror: tres millones de refugiados, seis millones y medio de desplazados, cerca de doscientos cincuenta mil fallecidos, nueve mil de ellos niños. Lo que queda, al final, es un país roto.

Esto es la guerra. Un mal que deshonra al ser humano, en palabras del teólogo y escritor francés François Fénelon. Es una curiosa y cruel ironía, pero “las guerras son lo más democrático que hay en el mundo. Mueren soldados, mueren mujeres, mueren hombres, mueren periodistas y mueren niños.” Los niños son las víctimas más vulnerables en cualquier guerra. No solo por todos los que mueren, también por los que sobreviven. Niños a los que una bomba les ha robado la infancia o una pierna, solo por ir a comprar el pan. O que han quedado huérfanos y abandonados a su suerte en un minuto. O han sido raptados y vendidos. Es la vida que existe al otro lado de un muro invisible, que no vemos ni queremos ver, y que separa ese mundo de nuestro mundo, esa brutal tragedia de nuestras pequeñas tragedias. “Como dice mi madre, en Occidente tenemos problemas de gente sin problemas.”



Da igual el país o la región. Las guerras son todas iguales. Gente que muere y gente que llora a sus muertos. Combatientes que caen en campos de batalla y víctimas civiles que caen en las retaguardias. Ciudades convertidas en cementerios. Parques infantiles donde antes había vida, niños jugando, risas, y ahora solamente hay muerte, dolor, sufrimiento. Y es lo mismo en Sudán, en Siria, el Congo. O en Somalia. Un país que lleva en guerra desde 1991. ¡Casi treinta años! “Esta foto está tomada en el hospital Banadir, en Mogadiscio, capital de Somalia. Es un hospital que se conoce entre los somalíes como la fábrica de muertos; por cada diez niños que entran, ocho no salen y se mueren de hambre. De hambre.” En Somalia, la mortalidad infantil de cero a cinco años es de ciento trece por cada mil nacidos; en España, por ejemplo, son dos por cada mil. No es una estadística. Cada uno de esos niños que sufre y que muere es un ser humano y es un drama para sus madres, para sus familias. No hay coraza que evite ese dolor. “Esta es la vida real, no lo que vivimos desde aquí. Cuando os hablen de hambre, pensad que es verdad. La gente se muere de hambre. Así que, por favor, pensad en ellos cuando vayáis a tirar la comida”. El problema es que aquí, en nuestro mundo privilegiado, hemos perdido la empatía con ese mundo ajeno y molesto. Y es algo que urge recuperar.

 

Los niños de la guerra

Otra imagen (otro bofetón). El Congo, en guerra desde 1994. La excusa para matarse desde hace décadas es un mineral que se llama coltán y que sirve para fabricar smartphones. ¿Cuál es el problema? Que el ochenta por ciento del coltán que hay en el mundo se encuentra en el Congo. Una riqueza que es al mismo tiempo su bendición y su perdición. Por cada kilo de coltán que se extrae, dos personas mueren directa o indirectamente por su causa. “Dos. Directamente, porque trabajan en las minas, hay un derrumbe y se mueren. Indirectamente, porque en el Congo hay ciento veinte grupos armados que manejan las minas de coltán. Coltán que viene a occidente. A nuestros móviles.” La realidad del país, que no vemos en nuestros móviles, es devastadora: masacres, violaciones masivas, niños robados, niños soldados.

Niños como Trésor, “que tiene once años y tiene la mirada más triste que he visto en mi vida”. Su historia es la de muchos otros niños. Un grupo armado entra en su aldea, asesina a doscientas personas a machetazos, unos logran huir, otros son capturados. A Trésor lo secuestraron durante tres meses para convertirlo en niño soldado. Porque en estas guerras sin reglas ni convenciones los niños son los mejores soldados, no cuestionan la orden de un adulto, no se plantean si está bien o está mal, hacen lo que se les dice que hagan, punto. “La primera prueba que tienen que pasar estos niños en países como el Congo, Somalia, Etiopía o Sudán del Sur es "súper sencilla": matar a su padre. Porque cuando matas a tu padre después puedes matar a quien sea.” No importa que solo tengas once años. Y si tienes la suerte de ser salvado de ese calvario y te dan una segunda oportunidad, una nueva vida, aún te queda superar el estigma de la sociedad, que no perdona a los niños soldados lo que han hecho. Son culpados, apartados, repudiados. Y les dejan muy pocas opciones, ninguna buena: engancharse al pegamento, volver a la guerrilla, prostituirse. “Hay que sentarse con la gente y hablar, comprender por qué hacen las cosas. Ese es el problema que tienen en el Congo, que no se perdona. Y es una de las cosas que tenéis que aprender, el valor de perdonar a los demás.” 

Una reflexión que cobra aún más valor cuando quien lo dice permaneció 299 días secuestrado por un grupo terrorista, sufriendo tortura física y psicológica, en completa soledad durante 204 de esos 299 días. Y aun así, Antonio no alberga odio ni en su corazón ni en su cabeza. “¿Para qué odiar, qué sentido tiene? ¿Sirve para algo? ¿Os beneficia? No sirve para nada. Odiar no tiene sentido. Y si odias te conviertes en uno de ellos. Y yo no quiero ser como ellos.” A lo mejor tenían sus razones, sus motivos, reflexiona Antonio. A lo mejor, la solución es sentarse frente a frente y hablar. Y tratar de entender. “El diálogo es la solución. Desde luego, el odio nunca, porque el odio lleva a la venganza.”

 


Dignidad

Antonio es reacio a hablar de su secuestro. No porque no tenga importancia para él, sino porque piensa que, hoy, su mensaje no va de Antonio Pampliega, sino de esa otra realidad que él vio y vivió en tantos países y quiere que también nosotros veamos, sin filtros, y que esa realidad nos remueva y nos despierte y nos movilice y cambie nuestra percepción del mundo –el propio y el ajeno- y nos ayude a reordenar nuestras prioridades. Son muchas las imágenes que carga Antonio a su espalda, escenas muy duras, complicadas de asumir, a veces insoportables; más incluso por lo que hay detrás que por lo que muestran. Pero, además del dolor y la tragedia, siempre hay dignidad en esas imágenes, en esos rostros. Niños que tratan de sonreír a la cámara de Antonio, que eligen la camiseta que menos se ensucia para posar “porque no quieren salir feos en las fotos, porque les da vergüenza. Sí, ellos también tienen vergüenza.” Mujeres que, después de haber sido violadas por una manada de guerrilleros son repudiadas por sus maridos -por haber mancillado el honor del marido- y expulsadas de la casa junto con sus hijos, y que, a pesar de todo el dolor y la humillación y la impotencia y el miedo, su única preocupación no son ellas, sino sus hijos. Dignidad. Como la imagen de una madre afgana primeriza, con sus dos gemelos y la abuela, tratando de aportar algo de normalidad, algo de dignidad, en medio de una guerra. O como Fide, que padece una enfermedad terrible llamada piel de mariposa, y posa con sus manos vendadas (y ensangrentadas) en su nueva silla de ruedas, feliz porque ya puede ir al colegio sin que su madre tenga que cargarlo a hombros cada día; un chaval de diecisiete años, amante del fútbol (sigue cada fin de semana la liga española), que no ha podido correr en su vida. Felices también están los niños de Kobane, al norte de Siria, en su primer día de colegio, tras nueve meses bajo el asedio de Estado Islámico, viviendo en un campo de refugiados. Felicidad. Dignidad.





Porque todos ellos son personas. “Da igual el color de piel, da igual el idioma, da igual la religión, son seres humanos como nosotros. Exactamente iguales. Que nacen sin odiar a nadie.” Esos “valores” los aprenden a posteriori de sus mayores. Y eso sucede en todas partes, no solo en África o en Oriente Medio. También en Europa. La última, en 2014, en Ucrania; el país donde España ganó la Eurocopa. Así de cerca. Diez mil muertos al año desde que empezó la guerra, cientos de miles de refugiados, miles de niños que viven entre escombros, a merced de los bombardeos. Lo mismo en Afganistán, que lleva enlazando una guerra tras otra desde 1979. Y claro, cuando vives rodeado de guerra, al final te conviertes en guerrero, en niño soldado. Y cuando la guerra ha arruinado el país, entonces no te queda otra que multiplicar las plantaciones de opio (de 550 hectáreas con los talibanes a las 110.000 actuales), que acabará en las venas de los jóvenes españoles y europeos en forma de heroína. La cruel ironía, es que los occidentales fuimos allí para acabar con ello. “Eso es lo que nos vendieron. La prensa está muy bien, yo soy periodista, pero también levanto la mano y digo: os manipulamos a nuestro antojo. ¿Por qué? Porque no exigís, porque os da igual. Os lo creéis. No, no puede ser así, no os podéis creer los mensajes de la prensa.” Hay que ser crítico, hay que dudar, hay que pensar. Surge inevitablemente la vieja cuestión moral de retratar o no esta realidad, la delgada línea –a veces invisible- entre ética y morbo. ¿Prima la información o la intimidad de las víctimas? “¿En qué momento debemos bajar la cámara y respetar el dolor ajeno? ¿Todo vale en aras de remover conciencias?” Lo cierto es que cuando se juzga de esta manera la labor de los corresponsales de guerra o los fotoperiodistas se hace injustamente, porque se juzga desde la distancia, desde la ignorancia y sin la menor empatía. En el caso de Antonio, además de su finalidad loable –abrirnos los ojos-, cada foto desprende una extraordinaria humanidad, porque cada situación, cada persona es retratada con una extraordinaria dignidad.

 


Escapar del infierno

Después de este viaje en imágenes por el infierno –“un infierno light, tengo fotos y vídeos mucho más explícitos, mucho más reales”-, la gran pregunta: ¿Os quedaríais a vivir en esos países? Por supuesto que no. Ellos tampoco. Por eso huyen, y tratan de llegar a Europa para salvar sus vidas. Y en esa huida también se juegan la vida. Vienen en frágiles pateras, que salen todos los días de la costa africana, desde Libia hacia Lampedusa. Trescientos kilómetros por el Mediterráneo Central, hacinados, sin comida, sin agua, sin chalecos salvavidas; hombres, niños, mujeres, bebés. Probablemente han estado un año caminando hasta llegar a la costa, atravesando desiertos y zonas de guerra, a merced de las mafias. Lo que sea con tal de escapar de la guerra y del hambre, en busca de un poco de refugio, de un futuro que seguramente no tenga más horizonte que el top manta. Eso, los que tienen suerte. No son terroristas, aunque haya quien lo piense. Son víctimas. Y cuando llegan, los que llegan –muchos se quedan en el Mediterráneo- su primera preocupación es enviar noticias a casa, un selfie a su familia para decirles que están bien, vivos. “Porque la familia siempre es lo primero. La familia es el pilar fundamental de todos nosotros. Siempre.” Otros, más conscientes del peligro, llevan encima un número de teléfono, por si alguien encuentra su cuerpo flotando en el mar, para que puedan avisar a su madre, decirle que su hijo ya no va a volver. Que llore lo que tenga que llorar, pero que deje de angustiarse.

La madre de Antonio recibió esa llamada. “A mi madre le dijeron: su hijo no va a volver a casa. No sabemos si vive, pero no va a volver, en una semana, en un mes.” Fueron 299 días de dolor, de angustia indescriptible. También la angustia de Antonio, en su encierro, de no tener noticias de su familia, de no saber qué tal estaban su madre, su padre, su hermana cuando recibieron la noticia –el shock- de su secuestro. “Durante diez meses lo peor es eso, la incertidumbre de no saber qué ha ocurrido fuera. Porque la vida sigue girando, no se para, aunque te metan a ti en una celda. Y yo tenía una pesadilla que se repetía todas las noches, y era que no iba a volver a ver a mi madre nunca más con vida. Porque mi madre tiene un problema del corazón. Ni las palizas, ni los interrogatorios, ni las amenazas de muerte ni las simulaciones de ejecución. A mí lo que me daba miedo era regresar a casa y que ya no estuviera mi madre.”

 

Un accidente laboral

A Antonio aún le cuesta hablar del secuestro. Revivirlo es demasiado doloroso (“La oscuridad nunca se llega a vencer del todo”). Ocurrió en julio de 2015, durante uno de sus muchos viajes de trabajo a Siria, el duodécimo, para cubrir el conflicto. Otro viaje de tantos. Solo que esta vez algo salió mal. O simplemente sucedió lo que tenía que suceder (cuestión de probabilidad…). Antonio lo llama “accidente laboral”. En realidad, su persona de contacto en la zona los traicionó, a Antonio y a sus dos compañeros (José M. López y Ángel Sastre), y los vendió a la rama de Al Qaeda en Siria. Durante un breve tiempo, compartió secuestro con sus amigos, pero pronto los separaron y Antonio quedó completamente solo, aislado, en una oscura celda situada en algún punto de la frontera entre Siria y Turquía. Encerrado durante diez meses con todos sus miedos y la peor de las incertidumbres, sin saber si iba a sobrevivir un día más o iba a ser ejecutado, como lo fue su gran amigo James Foley, el periodista asesinado en directo por el Dáesh en 2014, a manos del célebre fanático John el Yihadista



Diez meses sin saber si sus compañeros estaban muertos o vivos, o si habían sido vendidos. Diez meses sin esperanza de salir con vida de su agujero, hundido en la desesperación hasta tal punto que pensó seriamente en acabar con su vida. Viviendo en la más absoluta soledad, salvo por las puntuales visitas de sus carceleros, que entraban una o dos veces al día para llevarle comida, golpearle o humillarle, según les diera. Vejado, torturado, aislado de todo contacto humano. Sufriendo a diario amenazas de muerte, burlas, interrogatorios, golpes. En esa angustiosa realidad, Dios y el recuerdo de su madre son sus únicas compañías. Y el diario que escribe a su hermana pequeña, Alejandra, es su tabla de salvación, el único muro que lo separa de la locura y de la rendición total. “Sueño con el día en que nos volvamos a ver. Te has convertido en mi salvavidas en este lugar de mierda. Trato de no decaer, te lo prometo. Aguanto porque no pierdo de vista ese objetivo: volver a verte”, escribe Antonio en su libro, En la oscuridad. Eso fue para él lo peor del secuestro. “La posibilidad de no volver a ver a mi familia me reconcome por dentro (…) Solo soy un periodista que ha venido a hacer su trabajo, a contar lo que está ocurriendo en esta maldita guerra.” Pero ellos, los secuestradores, creen que es un espía y que trabaja para el Gobierno de Al Assad. Una perversa confusión que le arrebata a Antonio toda esperanza, que le roba impunemente toda su ilusión, su alegría, su risa…

Sin embargo, siempre hay un atisbo de esperanza, incluso en los momentos peores. Una luz, más allá del mortecino brillo del led colgado en la pared de su celda. Cuando te lo quitan todo, y crees que no vas a volver a ver a tu familia, es el momento de pensar: ¿cuándo es la última vez que le he dicho a mi madre ‘te quiero’? ¿Cuándo fue la última vez que abracé a mi padre? “Yo me acordaba de la última vez que le di un abrazo a mi padre, ocho de julio de 2015, el día de su cumpleaños. El día que me dejó en el aeropuerto de Barajas para que viajara a Siria. Así que no penséis que se lo vais a dar luego o mañana. La vida se acaba así de rápido. Así de rápido. De verdad.”

Por suerte, la vida de Antonio –y la de sus dos compañeros- no acabó en aquel secuestro. Y diez meses después de aquella terrible primera llamada telefónica, el siete de mayo de 2016 su madre recibió otra bien distinta. “Mamá, se acabó. Vuelvo a casa”. Pocos días después Antonio bajaba de un avión de las Fuerzas Armadas y pisaba suelo español. Sus padres, su hermano Goyo, su hermana Alejandra –“mi faro en la oscuridad”- le esperaban a los pies del avión, temblorosos, expectantes. Aquel reencuentro con su familia, su sostén durante diez largos y angustiosos meses, fue el momento más intenso y feliz de su vida, una erupción de emociones que iban del llanto a la risa y al abrazo y al beso y al alivio infinito… Fue el fin de una pesadilla.



Y el despertar de un nuevo Antonio Pampliega, que supo sacar luz de aquella densa oscuridad. Una lectura positiva que le ha enseñado a mirar la vida de otra manera. “El secuestro me ha enseñado muchísimas cosas. Una de ellas es valorar todo lo que de verdad importa, que es tu familia (que se amplió el 2 de septiembre de 2020 con la feliz llegada de Ariana, la hija de Antonio y María), y también las cosas pequeñas, cosas que tenemos tan al alcance de la mano que no les damos valor. También el secuestro me dio dos opciones la vida: seguir por el camino de antes o cambiar diametralmente mi forma de vivir. Intento cambiarla. No siempre lo consigo, pero sí que intento ser un Antonio diferente al de antes del secuestro.” También ha multiplicado su capacidad de empatizar, y de perdonar. “Creo que es un acto de valentía perdonar a aquellos que me han hecho tantísimo daño. Lo sencillo es odiar. Me pongo en la piel de esa gente y pienso en lo que les ha tocado vivir. Pienso en sus circunstancias y en su contexto. ¿No haríamos nosotros lo mismo? ¿No nos convertiríamos en monstruos si viviéramos en el mismísimo infierno?” Una pregunta que Antonio deja ahí, flotando en el aire, esperando que todos la enfrentemos con sinceridad y valentía. Esperando una reflexión honesta y una respuesta digna la próxima vez que nos veamos ante una víctima de la guerra, de cualquier guerra. 

Él tiene clara su respuesta. Siempre la ha tenido. Comprender la situación desesperada de los que viven atrapados en ese infierno, ayudarles a escapar dentro de sus posibilidades, darles un poco de esperanza (como ha hecho recientemente con decenas de hombres, mujeres y niños de Afganistán) y, a nosotros, abrirnos los ojos y el corazón a esa realidad despiadada, descarnada y casi siempre tan alejada y tan ajena que apenas la percibimos de pasada en nuestras empequeñecidas conciencias. Una manera rápida y eficaz, leer su última novela: Flores para Ariana, un retrato crudo y valiente de Afganistán a través de los ojos de una niña, que son todas las niñas que Antonio ha conocido de primera mano. Un libro que nació en los oscuros días de su secuestro y que acaba de ver la luz hace apenas unos días. Un libro lleno de verdad, de belleza, de sentimientos, de empatía, de dignidad... y de descarnada y muy actual realidad.