viernes, 12 de noviembre de 2021

Todos fuimos Peter Parker



Tiene una fuerza poderosísima, una agilidad extraordinaria y un instinto arácnido que le avisa de cualquier amenaza con matemática precisión. Se ha enfrentado a los peores supervillanos, ha limpiado las calles de Nueva York y luchado en extraños planetas junto a otros superheroicos colegas. Fuerte, inteligente, poderoso, valiente… Pero, por encima de todo, es el más humano de los superhéroes. Y eso es lo que le ha hecho verdaderamente único. El favorito de millones de fans desde hace 60 años.



Hubo un tiempo, allá por los albores de la II Guerra Mundial, en que el mundo estaba necesitado de superhéroes. Los héroes de carne, sangre y hueso ya no eran suficientes para enfrentarse al nivel descomunal de maldad que el mundo estaba engendrando. Nazismo, comunismo, genocidio, bomba atómica y demás grandezas humanas necesitaban una contrapartida limpia capaz de enfrentarse a ellas con una cierta esperanza de victoria. Así, los primeros superhéroes nacieron tan superpoderosos como inmaculados, sin un atisbo de mancha en sus currículums, sin una mínima flaqueza en sus valores, sin una arruga en sus resplandecientes uniformes.
            Hasta que llegó Stanley Marvin Lieber, alias Stan Lee. En 1961 la Marvel no atravesaba un buen momento –su particular kriptonita era DC Comics, la editora de Superman y Batman- y encargó a su mejor hombre renovar el elenco de superhéroes en decadencia que mantenían a duras penas la casa en pie. Stan Lee, en perfecta complicidad con el genio ilustrado de Jack Kirby, creó en solo tres años el olimpo del cómic moderno, habitado por dioses como The X-Men, Hulk (aquí la Masa), Thor, Los Vengadores, Iron Man (aquí el Hombre de Hierro) y Spiderman. La genial novedad de estos nuevos superhéroes no eran, sin embargo, sus superpoderes. Más bien todo lo contrario: eran, precisamente, sus flaquezas. Gracias al talento de Lee y Kirby, los superhéroes se volvieron humanos, esto es, débiles, imperfectos, con más de un punto oscuro en su pasado y en su presente, y unos valores no siempre definidos. Con dudas. Con miedos. “No hay nadie que no pase una mala época –lo explicó Lee-. Cuando estábamos escribiendo todos esos comics, Kennedy parecía tener una vida perfecta... hasta que alguien le voló la cabeza. Todos tenemos problemas y todos tenemos sufrimientos secretos”.


De todos ellos, el más humano –en el sentido más amplio- fue, sin duda, Spiderman. Y, por tanto, con el que más fielmente se podía identificar un quinceañero inquieto, inseguro y semi perdido en los difusos caminos de la adolescencia. Porque, en el fondo, todos éramos Peter Parker. Un tipo normal tirando a tímido, que sufre lo indecible en su primera cita, con escasos amigos incondicionales y abundantes enemigos declarados, con sus obsesiones y sus miedos, con el cariño sin fisuras de su tía May, con sus trabajos basura y su particular tirano, con sus grandes luchas interiores y sus pequeñas pero importantes victorias; ¡hasta con sus exámenes! Y siempre con el descomunal peso de su responsabilidad irrenunciable (“Recuerda, Peter: todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”). Un héroe, vamos. El héroe mundano al que todos aspirábamos legítimamente. Y es que, si ya éramos Peter Parker ¿por qué no podíamos ser también Spiderman?


Superhéroe de carne, hueso y alma

Porque Spiderman, además de ser Peter Parker (o sea, nosotros), como superhéroe era también el más cercano. Nada que ver con el perfecto Supermán, ni con el oscuro y millonario Batman, ni con el endiosado Thor o el bipolar Hulk, ni con el seco Namor (el hombre submarino), ni con el impertinente y archimillonario Iron Man, ni con el engreído Antorcha, ni con los demás superhéroes al uso; fantásticos, sí, pero también antipáticos, lejanos, maduros, serios. Spiderman era como era, único y genial con sus bravatas, sus provocaciones y su imponderable ironía; capaz de soltar un chiste mientras esquiva los mortíferos tentáculos del Doctor Octopus o de pensar en su cena con Mary Jane al tiempo que se enfrenta a su más fiel archienemigo, el Duende Verde. Spiderman era, ante todo, simpático; te caía bien. Punto. También tenía sus dramas, claro (tal vez lo mejor de los extraordinarios guiones de Stan Lee, su dimensión más atormentada y emotiva); especialmente su punto débil, tía May; o la traición inesperada de su fiel amigo Osborn; o sus vaivenes amorosos. Y el permanente peso de su condición de superhéroe, insoportable a veces, hasta el punto de querer abandonarlo todo: “Cuando me convertí en Spiderman sólo era un adolescente irreflexivo. Pero han pasado los años y el mundo ha cambiado… ¡Y tarde o temprano, todo muchacho debe abandonar sus juguetes y convertirse en hombre!” reflexiona cabizbajo Peter mientras se aleja bajo la lluvia; en primer plano, el uniforme de su alter ego abandonado, tirado en un cubo de basura (número 50 de El asombroso Spiderman).

Spiderman nació –casi para morir, debido a las reticencias del director editorial, Martin Goodman, que pensaba que las arañas no eran del gusto del público- en el último número (agosto de 1962) del comic book de Marvel Amazing Fantasy, con guion de Stan Lee y dibujos de Steve Ditko (“A Stan se le ocurrió el nombre. Yo diseñé el traje, el artilugio de las redes y la spider señal”). Por primera vez el héroe es un perdedor, Peter Parker, un adolescente enclenque y empollón, apocado y con un aire de cotidianeidad inédito en el mundo superhéroe; en una clase de ciencias es picado por una araña radiactiva que le proporciona poderes extraordinarios (fuerza, agilidad, intuición) y también una carga extraordinaria. Al tiempo que va descubriendo sus nuevas habilidades (“¿Qué me sucede? Me siento… diferente. ¡Parece como si todo mi cuerpo se cargara con algún tipo de energía fantástica!”) va tomando también conciencia de su responsabilidad. Y el público americano va convirtiendo, número a número, al peculiar trepamuros en su héroe favorito.


Las ventas de aquel marginal número 15 de Amazing Fantasy fueron tan espectaculares que Goodman se olvidó de su aracnofobia y ordenó la creación de una colección propia para el enmascarado: The Amazing Spider-Man (“El asombroso Hombre-Araña”), que lanzó su primera red en marzo de 1963 a las órdenes de la pareja creativa Lee/Ditko. Ambos mantuvieron a Spiderman en lo más alto del ranking durante 38 números, pero en julio de 1966 la pareja rompió por desavenencias creativas (concretamente revelar o no la identidad secreta del Duende Verde) y el mítico dibujante John Romita tomó el relevo de Ditko, con nuevas ideas que dotaron al personaje de su personalidad definitiva, única e inimitable. Romita creó un Spiderman más romántico y musculoso, y también más irónico y dramático; más profundo; más humano. Las aventuras tomaron un tono más épico y realista, y los personajes femeninos adquirieron a su vez mayor protagonismo, en especial la frágil Gwen (el gran amor de Peter) y la divertida vecina Mary Jane (“¿Sabes, tigre? Te acaba de tocar la lotería”). Después de innumerables citas, dudas, peleas, reconciliaciones y rescates de las garras del villano de turno, y tras la trágica muerte de Gwen a manos del Duende Verde, finalmente sería la explosiva pelirroja Mary Jane la que, años después, atraparía a Spiderman en su red, convirtiéndolo en un hombre casado.

El número 500

Peter Parker fue creciendo como personaje; acabó sus estudios y se convirtió en el científico que siempre había querido ser. Pero nunca pudo abandonar a Spiderman. Sí lo hicieron Romita y Lee, tras cinco años de fructífera relación, en la que siempre se ha considerado, por expertos y fans, la más esplendorosa etapa del superhéroe arácnido. Otras manos y talentos se encargaron de dar forma a nuevas aventuras del lanzarredes, solo y en compañía de otros héroes de la casa (Marvel Team-Up). Años después se creó una serie más centrada en la vida privada de Peter (Peter Parker, The Spectacular Spiderman) que se desarrolló en paralelo a las aventuras de Amazing.
Más o menos en forma, el hombre araña superó una década tras otra balanceándose por los rascacielos neoyorkinos, persiguiendo y siendo perseguido, hasta superar los 500 números (mítica cifra alcanzada en diciembre de 2003), un más que meritorio récord en un mundo de escasas fidelidades prolongadas y juventudes hambrientas de novedades. Sobre todo teniendo en cuenta las numerosas reconversiones editoriales a las que se ha visto sometido el personaje, algunas de la cuales han estado a punto de acabar definitivamente con él. Algo que no han conseguido en 50 años ni el Duende Verde, el Lagarto, el Buitre, el doctor Octopus, el Hombre-Arena, Kraven y J. J. Jameson todos juntos.


Con un buen puñado de películas estrenadas en los últimos años (la última, por ahora, Spiderman, lejos de casa), además de su reciente unión a la exitosa saga de Los Vengadores, un filón que parece no tener fin, está claro que el héroe favorito de nuestra adolescencia –y un poco más allá- está vigente y en plena forma; que no andábamos muy desencaminados cuando lo hicimos nuestro, primero en papel y ahora en pantalla grande (con la escusa de llevar a nuestros hijos); y que debimos haber tenido más cuidado a la hora de guardar los comics originales, que desaparecieron de nuestro cajón secreto en alguna oscura y traicionera ‘operación limpieza’ materna. Lástima que nuestro sentido arácnido no funcionara bien aquel día.


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