lunes, 22 de abril de 2019

Jack es mucho Jack



La noticia corrió por internet como la pólvora hace unos años; o, por ser más exactos, a la velocidad de una bala del nueve largo directa al pecho de una vertiginosa rubia. El disparo letal fue presuntamente efectuado por un insider de Hollywood: “Jack se ha retirado. Hay una sola razón detrás de su decisión, y es la pérdida de memoria”. A sus 76 años, la cabeza del actor al parecer ya no retenía los guiones que le enviaban (su última película, ¿Cómo sabes si...?, es de 2010), lo mismo que su próstata tampoco retenía los líquidos como debiera en Cuando menos te lo esperas. Pero Jack es mucho Jack, y el desmentido —contundente aunque anónimo— llegó en el siguiente acto: Jack Nicholson sigue vivo, y coleando. Y uno, que conoce a Jack desde la imberbe adolescencia (y eso que me estrené con la infausta Missouri), lo primero que pensó es que esto no ha sido más que una astucia, genial y oportunista, del alter ego —nada loco— del indomable McMurphy. Un grito cínico y categórico, a medio camino entre la amenaza y la carcajada, como diciendo: “¡Eh, estoy aquí! Soy Jack, el poderoso Jack, el sonriente Jack, el carismático Jack; el actor más nominado de la historia del cine. ¿Has bailado alguna vez con el diablo a la luz de la luna? Pues ése soy yo. En persona y en estatuilla. ¿No tendrás un guioncito por ahí, eh? Otro tío Oscar para papi…”

Sí, Jack es mucho Jack. Hijo de bígamo y show girl, entró en esto del cine muy jovencito por la puerta oscura y genial de Roger Corman, al servicio del genio de Edgar Alan Poe y otras siniestras compañías. Allí aprendió el oficio, del cine y del ahorro. Pero fue en 1969, fecha histórica, el año de su estreno en la celebridad, junto a sus colegas de carretera, viajes lisérgicos y contracultura Peter Fonda y Dennis Hopper, a ritmo de Steppenwolf, Hendrix y Dylan, en la mítica Easy Rider. Fue su primera nominación de doce; algo que puede parecer exagerado echando un vistazo fugaz a su irregular carrera (hay malas y muy malas películas en su filmografía), pero no tanto si nos detenemos en algunas de ellas, verdaderas obras maestras del cine y auténticas lecciones magistrales de interpretación.


Por ejemplo Jake Gittes, el detective cínico e irreverente de Chinatown (1974), que ve su plácida y rutinaria existencia convertida en una espiral de violencia, mentiras, corruptelas e incluso incesto por mor de una rubia fatal con los ojos y los labios de Faye Dunaway. Una obra perturbadora de Roman Polansky, inscrita con mayúsculas en la mejor tradición del cine negro; y un trabajo memorable de Nicholson, a pesar de su nariz rajada (por el propio Polansky-actor) y vendada durante casi todo el film. Un parche que no hizo sino potenciar su mirada cargada con bala.

Otro ejemplo: su inolvidable y conmovedor rebelde con causa R. P. McMurphy, de Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975); el simpático, el patán, el revolucionario, el desafiante, el inconformista, el refrescante, el cuerdo McMurphy y su camarilla de locos adorables (especial mención a los debutantes Brad Dourif y Christopher Lloyd) y su inseparable gigantón (no)sordomudo Jefe Bromden ("Mi padre sí era un hombre fuerte. Era como tú. Y por eso no le dejaban en paz") y esa malvada bruja de bata blanca fanática del orden establecido que bordó Louise Fletcher (de Oscar, lo mismo que Nicholson, Forman, la película y el guión); probablemente la mejor interpretación de Jack y de todos los que participaron en esa maravillosa oda al desorden vivificante y liberador que, como no podía ser de otro modo, tiene un final desolador y esperanzador a un tiempo.


Jack es mucho Jack, sí. Por eso no requiere necesariamente un papel protagonista para merendarse él solito toda una película, por ejemplo el juguetón Joker de Batman, o el imponente Coronel Nathan R. Jessup de Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992) donde, además de merendarse la película, se desayuna a Tom Cruise con un par de huevos crudos; le bastan apenas unos minutos de tenso, electrizante, medido y espectacular monólogo, sin un gesto más allá de su voz y su mirada (¡qué voz, qué mirada!), manteniendo el tipo ante la cámara fija con la misma sangre fría que Jessup ante 15.000 soldados cubanos entrenados para matarle; un momento mayúsculo, épico, que ha quedado para la historia (“¡Tú no puedes encajar la verdad! (…) Tú no quieres la verdad porque en zonas de tu interior de las que no charlas con los amiguetes, me quieres en ese muro, me necesitas en ese muro…”). ¡Buff!

Bastante más histriónico y desmadrado está Jack Nicholson como el otro Jack, Torrance, en la claustrofóbica obra de Kubrick/King El resplandor (1980), una de sus películas más populares aunque no necesariamente de las mejores; sí, quizá, la imagen más icónica y recordada del actor: esa demencial sonrisa en ese rostro desencajado tratando de atravesar la puerta del cuarto de baño, hacha en mano, dispuesto a descuartizar a su señora después de haber llenado cientos de folios con la letanía febril “All work and no play makes Jack a dull boy”. ¡Qué mala es la falta de inspiración!


Hay, claro, muchas otras interpretaciones memorables, en el drama, en el terror, en el cine negro, en la comedia (El honor de los Prizzi, La fuerza del cariño, El cartero siempre llama dos veces, Tallo de hierro, Hoffa, Mejor… imposible, Blood and Wine, Mars Attacks, o el genial “diablillo cachondo” de Las brujas de Eastwick). Tal vez, de las últimas, la más destacable sea el violento, psicótico y amoral mafioso Frank Costello que Jack borda en esa otra gran obra maestra del genio Scorsese, Infiltrados (2006). Un macabro juego de traiciones e intrigas salpicado de tanta sangre como de humor negro, que vibra al ritmo diabólico de los Stones; un ambiente sórdido en el que Nicholson se mueve como piraña en el agua… o como cartero en la mesa de la cocina de Jessica Lange.


Jack sigue vivo y con ganas de pelea, estoy firmemente convencido. Esperando aún su mejor interpretación. Pero en una industria en la que “las grandes productoras están dirigidas por jóvenes que no saben quién fue Billy Wilder” (Jack dixit), tal vez su genialidad tarde en encontrar un proyecto a su altura. Mientras, seguiremos deleitándonos con esa sonrisa cínica bajo esas cejas desafiantes que asoman tras sus eternas gafas oscuras, en la primera fila del Staples Center, sentado junto al banquillo de sus admirados Lakers. Genio y figura. 


lunes, 8 de abril de 2019

Nando Parrado. Milagro (y algo más) en Los Andes

Fernando Seler Parrado, Nando, era un joven deportista y buen estudiante en octubre de 1972. Jugador del equipo de rugby los Old Christians de Montevideo (uno de los mejores equipos de Uruguay), se dirigía junto con sus compañeros y algún familiar a Chile, para disputar un partido amistoso de exhibición. No llegaron. Su avión se estrelló en mitad de la cordillera de los Andes, a más de 4000 metros de altitud. Un desierto gélido e inaccesible, sin comida, sin agua, sin abrigo, sin apenas oxígeno, sin esperanza. Un ataúd blanco en el que Nando y sus amigos estuvieron enterrados en vida durante 72 días, en unas condiciones en las que es imposible la supervivencia humana. En teoría. Porque dieciséis de ellos lograron sobrevivir.



El ambiente que se respiraba en el interior del avión Fairchild mientras sobrevolaba el imponente macizo de roca y nieve era de juvenil diversión y camaradería. Hasta que asomó la primera turbulencia. La alegría se cortó en seco cuando comenzaron a chirriar los motores y las montañas se veían demasiado cerca del avión. Otra sacudida y el fuselaje comenzó a vibrar con extrema violencia. Luego, un fuerte temblor, un crujido terrible y el aire gélido invadió la cabina. A Nando apenas le dio tiempo a cruzar la mirada con su madre y su hermana Susy. Un segundo después, el golpe brutal. Y la nada.

Cuando Nando Parrado despertó del coma, habían transcurrido tres días desde el accidente. La primera noticia que recibió fue la muerte de su madre. La segunda, la muerte de su mejor amigo, Panchito. La tercera, el gravísimo estado de su hermana. Decidió aferrarse con todas sus fuerzas (escasas, aún) a esta última y dedicarse enteramente a su cuidado, alimentándola y masajeando sus piernas gangrenosas, consolando su delirio febril. Sus compañeros, liderados por el capitán del equipo, Marcelo, llevaban ya tres días organizando la supervivencia, administrando las barritas de chocolate, los cacahuetes y algunas botellas de vino y licor que constituían el único alimento disponible; habilitando los escasos cinco metros de fuselaje que habían quedado intactos tras el golpe (que partió el avión en dos: de la fila 9 hacia atrás, no quedó nada; a Nando le había tocado, por casualidad, la fila 9); apilando maletas, y asientos para taponar el hueco abierto en la parte trasera y mitigar en lo posible los 20 o 30 grados bajo cero de la noche.


Quedaban 32 supervivientes, cinco de ellos con heridas graves. A todos les mantenía vivos una única esperanza: ser rescatados. Solo tenían que aguantar unos días en esas terribles condiciones y acabaría su sufrimiento. A esa idea se aferraron con fervor casi religioso. Pero iban pasando los días y no había señal alguna de los equipos de rescate. Ni un helicóptero, ni una avioneta, nada. La tarde del octavo día Susy murió en los brazos de Nando. Le invadió una deprimente sensación de vacío y de soledad, pero ni siquiera pudo llorarla (“las lágrimas malgastan sal”). Pensó en su padre, y eso fue lo único que le dio nuevos motivos para seguir luchando.

En la mañana del undécimo día se selló definitivamente su condena a muerte. Lo escucharon por la radio (que habían conseguido medio arreglar tras el accidente): “Después de 10 días de búsqueda, las autoridades han decidido suspender las tareas de rescate. Es demasiado peligroso y después de tanto tiempo no hay probabilidades de que nadie sobreviva”. Los 29 supervivientes se quedaron en silencio. Luego, unos cayeron de rodillas, otros gritaron a las montañas, otros rezaron, otros se limitaron a llorar. Marcelo, el heroico líder hasta ese instante, el capitán que los había mantenido unidos y vivos durante 10 días, se desmoronó. Un segundo después, Roberto Canessa había asumido el liderazgo. Y Nando había decidido que él no iba a morir.

En el momento en que oí la radio vi lo que iba a pasar y me di cuenta al instante de que estábamos condenados a una muerte horrible. Y yo decidí que no quería morir así, decidí irme del avión, huir de allí. Pero no lo podía hacer, porque estábamos atrapados; caminábamos diez metros y nos hundíamos hasta la cintura en nieve virgen, con zapatos y ropa de verano. Yo solo miraba hacia las montañas, pensando por dónde iba a salir de ahí…” El espacio que tenían para vivir en el fuselaje del Fairchild era de 4,5 metros, justo detrás de la cabina (destrozada por el impacto). 27 dormían en el suelo, rotando para turnarse las partes más frías; dos de ellos, malheridos, permanecían colgados del techo en hamacas fabricadas con cinturones y butacas.

La noche del día 13, Nando no podía dormir. Se giró y golpeó la cara de Carlitos. “Carlitos, ¿qué estás pensando?” “Estaba pensando exactamente lo mismo que tú, Nando”. Lo mismo que pensaban también los otros. Diez minutos después, todos estaban hablando del tema en la gélida oscuridad. “Fue una conversación muy dura, muy dramática y muy sincera. Llegamos a la conclusión de que podíamos hacer tres cosas: unos optaban por el suicidio, ya que estábamos muertos; vamos todos a la grieta más cercana, nos cogemos de las manos y saltamos; morimos en 10 segundos en vez de esperar una muerte horrible, mirándonos a los ojos. Otros optaban por seguir rezando, con la esperanza de que nos vinieran a rescatar; yo les dije que tal vez rezar ayudara a mantener la esperanza, pero había que hacer algo. Entonces Roberto, el líder, saltó y dijo: ‘Sí sabemos lo que tenemos que hacer, ¡tenemos que comer! Para poder aguantar hasta el verano y tener fuerzas para salir”.


Todos ellos estaban ya condenados a muerte, y cualquier decisión que tomaran, saliera bien o mal, no iba a cambiar esa situación. Nando tomó la palabra: “Soy un muerto viviente, no importa lo que pase, yo estoy condenado a morir. Pero no quiero morirme sentado, y voy a intentar cualquier cosa para salir de aquí. Quiero abrazar a mi padre y decirle que estoy vivo”. Para lograrlo —para intentarlo siquiera— solo tenían una opción: alimentarse de los cuerpos de sus compañeros muertos. Como si hubieran donado sus órganos para que sus amigos tuvieran una mínima opción de sobrevivir.
            “Hicimos un pacto, los 27 que quedábamos vivos: ‘Por favor, si yo muero comed mi cuerpo para que al menos uno pueda salir de aquí’. Nosotros éramos católicos, y alguno lo vio como una Comunión, entregar nuestro cuerpo para salvar a nuestros amigos, como hizo Jesús. Para mí era simplemente la posibilidad de vivir, de volver a ver a mi padre. La solución a un problema, el del hambre. Aún quedaban otros problemas graves: el agua, el frío, los heridos”.

Pero si la supervivencia en aquellas condiciones era ya casi imposible, todavía podían empeorar. La noche del 29 de octubre, dos semanas y media después del accidente, sintieron un ruido extraño en la distancia, que fue haciéndose ensordecedor a velocidad vertiginosa; luego, un temblor, un potentísimo impacto y, finalmente, el silencio. En apenas unos segundos el fuselaje había quedado cubierto de nieve por una gigantesca avalancha. Varios de ellos quedaron aprisionados en la tumba blanca, sin poder respirar, sin posibilidad de mover un solo dedo. “Descubrí lo eterno que puede ser un minuto y medio. Sin respiración, en completa oscuridad. Uno no ve ni un centímetro delante… Estaba enterrado”. Los que quedaron fuera actuaron con heroica rapidez (“¡después de un shock tan tremendo!”), desenterrando los rostros que habían quedado bajo la nieve para que pudieran respirar.

“Yo no podía resistir más. No tuve pánico, solo sentí paz. Pensé que nunca imaginé que iba a morir bajo una avalancha, que era extraño. Pero a la vez un alivio”. Un minuto y medio llevaba Nando enterrado, a punto de estallarle los pulmones, cuando sintió una mano que le raspaba la cara y al instante un chorro de aire helado entrando por su garganta. Dos horas después pudieron empezar a desenterrar el resto de su cuerpo. Otros no tuvieron tanta suerte: ocho murieron enterrados. Aunque todos los demás, los supervivientes, también permanecían enterrados en el fuselaje, ahora bajo tres metros de nieve. Tres días tardaron en cavar un túnel para poder salir a la superficie.
“La situación era esta: un agujero en la nieve y tres metros más abajo un trozo de fuselaje donde vivía gente (además de ocho cadáveres), en una montaña en mitad de los Andes”. Sin embargo, la avalancha también había salvado sus vidas, pues elevó la temperatura en el interior 15 o 20 grados, como en un igloo. Y disponían de 8 cuerpos más.



Esto sucedió dos semanas y media después del accidente. Pero aún quedaban dos meses hasta su rescate. ¿Y qué pasó durante aquellos 60 días? “Nada. Y mucho. Nada en acción, porque en cuanto andábamos unos metros nos hundíamos. Empezamos a experimentar calzados para la nieve: almohadones atados a los pies, planchas de aluminio. Inventamos gafas de sol, máquinas de hacer agua, un saco de dormir con las fundas de los asientos. A mí me eligieron jefe de expedición, supongo que porque yo solamente quería salir de ahí”. Aunque era una muerte segura (frío, avalanchas, grietas…) Nando no tenía dudas al respecto: “moriré luchando contra esta montaña, pero al menos lo intentaré”. Para él, sin embargo, no era ningún acto heroico: “el coraje viene del miedo”.
Los días y las semanas transcurrían desesperadamente lentas. Y las fuerzas se iban minando con rapidez. Dos más murieron. Los rostros demacrados, los cuerpos famélicos, las mentes débiles y desesperanzadas de este flamante equipo de jóvenes guerreros tan solo unos días atrás, clamaban por una salida. No podían esperar hasta el verano, porque la montaña les estaba matando poco a poco. Eligieron un día para la expedición, el 12 de diciembre. La noche anterior ultimaron los preparativos: dos pantalones, dos camisetas, una camisa, un jersey y una cazadora de algodón. Por la mañana, los tres expedicionarios (Antonio, Roberto y Nando) se abrazaron a sus compañeros y partieron montaña arriba. A 5000 metros de altitud, y con sus exiguas fuerzas, cada paso suponía un esfuerzo brutal; no se lo esperaban. Esa noche durmieron los tres abrazados dentro del saco y al día siguiente decidieron que Antonio debía volver con los demás; su ritmo entorpecía la marcha.


“Seguimos subiendo y subiendo, y al llegar a la cima (esta es una lección en mi vida) descubrimos que era una falsa cima. No podíamos más, pero había que seguir. Hubo cuatro de esas falsas cimas, y las cuatro veces no podíamos más. La última era la peor de todas. No había rocas donde agarrarse, no teníamos guantes (era como golpearse los dedos como un martillito durante horas y horas); no había oxígeno. Tardamos 14 horas en subir 60 metros; toda la noche, gritando, llorando, insultando a la suerte; orinándonos en las manos y en las piernas tratando de calentarlas. Cuando llegamos, a la mañana siguiente, hacía sol. Dios nos había bendecido con los días de mejor tiempo que uno pueda imaginarse”.
El mazazo llegó unos minutos después. “¿Ves verde?”, preguntaba Roberto, que aún no había llegado hasta arriba. “¡Dime que ves verde!” Nando no fue capaz de responder; apenas podía respirar. Ante él, 360 grados a su alrededor, solo se veían “montañas, montañas y nada más que montañas”; moles de roca y nieve hasta donde alcanzaba la vista. Moles de roca y  nieve que aplastaron sus esperanzas sin contemplación, en un instante. O casi. “Los siguientes 40 o 50 segundos fueron los más importantes de mi vida, porque tomé la decisión más difícil  de mi vida. Decidí cómo iba a morir. Le dije a Roberto ‘hacia atrás no podemos volver y aquí no vamos a morir. Yo me voy. Cada paso que dé estaré más cerca de mi padre’. Y él me dijo: ‘hemos hecho tantas cosas juntos que vamos a hacer una más, moriremos juntos’”.

Fueron bajando hacia un valle y luego otro, caminando sin descanso durante diez días, kilómetros y kilómetros de nieve, hielo, rocas, grietas y ríos. Y cuando ya no podían dar un solo paso, caminaban diez o doce horas más. “Rezábamos mucho, cada paso era un Avemaría; yo con la imagen de mi padre, y sin fuerzas, pero caminando, siguiendo adelante”. Un paso más, un esfuerzo más; en su mente recordaba la historia de su padre, cuando ganó el Campeonato Sudamericano de remo; a 50 metros de la meta su cuerpo estaba al límite, le estallaban los pulmones, los músculos agarrotados, sólo quería rendirse, dejar de sufrir; entonces miró a su contrincante y vio el mismo sufrimiento en su rostro, y empezó a remar con más fuerza, un poco más, un poco más, hasta que atravesó la meta, el primero. “Esa historia, años después, me salvó la vida”.


Diez días después, consumidos por el agotamiento, la suerte (el milagro) decidió que Roberto se sentara mirando hacia la montaña que tenía enfrente, mientras Nando observaba la puesta de sol. Roberto gritó “¡Un hombre! ¡Un hombre a caballo!” Estaba a unos 300 metros. Comenzaron a gritar y el hombre les hizo una seña, justo antes de que el sol se ocultara por completo. Aquella noche no durmieron, de pura excitación. Al amanecer, bajaron la montaña y llegaron hasta un río, infranqueable y ensordecedor; al otro lado, a 20 metros de distancia, el hombre y su caballo. Le hicieron señas y el hombre les lanzó una piedra envuelta en un papel y un lápiz bien atado. Le devolvieron la piedra con este mensaje: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Tengo 14 amigos ahí arriba. No tenemos comida. ¿Cuándo nos vienen a buscar arriba? Por favor”. El hombre les lanzó un poco de queso y pan y se marchó.

Regresó al día siguiente con caballos, comida y ayuda. Les mostraron un mapa para que señalaran el lugar donde estaba el avión. “¡Pero si esto está a 60 kilómetros! Ustedes no pueden haber atravesado los Andes con esa ropa; ni haber sobrevivido dos meses y medio en las montañas”. Cuatro horas después llegó el helicóptero desde Santiago de Chile. Nando subió, muerto de miedo por las fuertes turbulencias, y guio al equipo de rescate hasta los restos del Fairchild. Era muy arriesgado aterrizar, pero consiguió bajar lo suficiente como para que tres supervivientes pudieran subir al avión, que se lanzan sobre Nando y le cubren de besos, abrazos y lágrimas. “Aún recuerdo sus caras, con una alegría inmensa de estar vivos de nuevo”. Una horas más tarde, todos estaban a salvo en el hospital. La muerte había quedado definitivamente atrás, en las montañas, y para los dieciséis acababa de empezar una nueva vida.


“Yo aprendí muchas cosas: por ejemplo a sobrevivir en cualquier circunstancia. Pero eso no es lo más importante. Lo que modificó realmente mi vida es lo que aprendí al volver a casa”. Sentado frente a frente con su padre, ante las sillas vacías de su madre y de su hermana. La tristeza, la ausencia. Su padre le dice. “No miremos hacia atrás, no podemos cambiar el pasado. Miremos hacia adelante. Y no pienses que esto es lo más importante de tu vida. Tienes que vivir, crear una familia, trabajar, cometer errores…”

Nando rehízo su vida. Alcanzó el éxito como empresario, continuó su pasión por los deportes. Conoció a Veronique, su esposa; tuvieron dos preciosas hijas, Cecilia y Verónica, que cada vez que le abrazan es como si le dijeran “gracias papá por haber sufrido lo que sufriste, porque si no, nosotras no estaríamos respirando”. Y cada minuto que pasa con ellas, con su padre, con sus amigos, Nando se da cuenta de qué es lo que de verdad importa: “lo único que vale es el amor y los afectos; lo demás desaparece en un segundo”. Como le dijo su padre: “no cometas el mismo error que yo, que esperé a decirle cosas a tu madre que luego no pude, porque no tuve tiempo; así que vive, quiere a tu familia y diles todos los días lo que significan para ti”.


Lo más importante que Nando aprendió allí, durante 72 días de sufrimiento extremo, mirando a la muerte cada minuto, fue el significado de la palabra Amor: “El calor de mis hijas cuando las acuesto cada noche o la presencia callada de mi esposa Veronique cerca de mí, momentos que no se repetirán, esos son los valores importantes y duraderos”. Y el significado de la palabra Amistad: sus compañeros de los Andes siguen siendo sus mejores amigos 40 años después; se ven a menudo, comparten sus vidas, se ayudan cuando tiene problemas, se quieren. Y todos conservan la misma ética, los mismos valores (generosidad, esfuerzo, unidad, entrega…) que salvaron sus vidas en aquel test imposible.

“Gracias a esa experiencia, hoy valoro infinitamente más cada instante, vivo sobre todo el presente. Disfrutar cada aliento es sensacional. Vivo de regalo todos los días en honor de los que no tuvieron mi suerte”. Y lo más importante, su sufrimiento en los Andes se llevó todo lo trivial e insignificante. “Todos nos dimos cuenta de que lo único crucial en esta vida es amar y ser amado”.


Esta historia la escribí originalmente para el  libro Lo Que De Verdad Importa (Volumen I), editado por Lunwerg.



martes, 2 de abril de 2019

Xavi Torres. Soñador y luchador sin límites

Xavi Torres nació sin brazos y sin piernas. Cualquiera podría pensar que esa situación de aparente desventaja ha limitado sus objetivos en la vida. Muy al contrario, le ha llevado más lejos de lo que probablemente habría llegado si hubiera nacido, digamos, completo. Con coraje, con esfuerzo, con ilusión y sin extremidades Xavi ha logrado participar en seis Juegos Olímpicos. En cinco ganó medalla; aunque para él la medalla más valiosa no es de oro ni de plata ni de bronce; la más importante de su vida es su “medalla de barro”.


Dos son los pilares fundamentales en los que se ha apoyado Xavi, a lo largo de su vida, para salir de esa situación de aparente desventaja: sus padres y la natación. Xavi nació con una discapacidad, producto de una malformación del embarazo. El nombre técnico es dismelia, malformación de las extremidades. Aquel momento, el de su nacimiento, fue tremendamente duro para sus padres, «porque no es lo que te esperas» (realmente, ¿quién se espera algo así?). Hace 42 años, cuando Xavi nació, ni sus padres, ni la sociedad, ni siquiera el personal de rehabilitación o educativo («el que se encarga de encauzar una vida con normalidad») estaban preparados para enfrentarse a esta situación; desde luego, no como ahora. «Para un padre, tener un hijo con una discapacidad como la mía resulta complicado porque es un mundo desconocido; se preguntan: ‘¿Qué hago con mi niño? ¿Adónde lo llevo para que pueda desarrollar sus capacidades al máximo?’».

Pero si Xavi es como es, es porque sus padres son como son. Ambos decidieron desde el primer día tirar para adelante, abriéndose puertas ellos mismos «como unos campeones»; incluso llegaron a crear una asociación de chicos y chicas minusválidos (como se les llamaba entonces) con la ayuda de amigos y gente de su entorno. «Mis padres me ayudaron muchísimo, especialmente a llevar una situación como la mía con normalidad. Cuando eres niño no eres consciente de las cosas y haces lo que tus padres te indican».


Lo diferente no nos impide ser normales


Xavi no recuerda exactamente en qué momento fue por primera vez consciente de su situación. Ni de cómo sus padres le iban inculcando esa normalidad. Sí recuerda los juegos: por ejemplo, cuando paseaba con su padre por la calle y apostaban a que la gente se volvía a mirarles; a la de tres ambos se giraban al mismo tiempo y les pillaban casi siempre en la indiscreción. La normalidad consistía en que, para su padre, se volvían para «mirarnos», a los dos. «Evidentemente, cuando tú sabes que te miran por una situación ‘diferente’ o ‘diferencial’, te puede provocar un efecto negativo». Pero con este recurso de sabiduría paterna, Xavi siempre ha relacionado el tema de las miradas con algo divertido, un juego. Y además compartido.


No todo eran juegos, claro. Desde que Xavi nació, sus padres lo llevaron a rehabilitación «un día sí, un día no», con regularidad para no perder la rutina. A su fisioterapeuta le faltaban las dos manos y una pierna, así que la típica excusa de ‘yo no puedo’ estaba totalmente descartada. «Era todo un aliciente para mí». Y fue una magnífica ayuda para tener cierta autonomía, alcanzar una independencia que le permitiera llevar una vida normal, como la de los demás. Algo que comenzó a hacer desde muy pequeñito: con año y medio ya empezó a andar, gracias a unas prótesis que le hicieron en Barcelona. Y cuando tocó, lo escolarizaron como a un niño más.

El otro pilar fundamental de su vida es la natación. Le gustaban también otros deportes, como el fútbol, que jugaba en el patio del colegio aunque no era precisamente un crack, reconoce («había portero, centro, medio centro y yo, medio estorbo»). Pero él se lo pasaba en grande. Ya más mayor, en la universidad, compaginaba los estudios de Magisterio con el vóley, e incluso participó en la liga universitaria de Baleares.


Como pez en el agua


Pero volvamos atrás. En la asociación que crearon sus padres para personas con discapacidad organizaron unos cursos de natación. Y Xavi, claro, se apuntó. «Descubrí un mundo fantástico... Aquí te caes y no duele». Empezó a nadar y también descubrió que, además de caer en blando, se le daba bien; no sólo flotaba magníficamente, sino que tenía facilidad para aprender los diferentes estilos. No era excesivamente competitivo, al principio, hasta que cierto día una entrenadora —que debió de ver en él un gran potencial— le introdujo en la natación de minusválidos. Era una época aquella en la que, en España, aún se sabía poco de las disciplinas paralímpicas.

Xavi empezó a comprender, a través del deporte, que podía alcanzar un mundo fantástico lleno de posibilidades; una actividad que además le hizo crecer como deportista y como persona, aplicando a la vida los valores del deporte. «Porque el deporte en este caso es búsqueda de objetivos, de retos, de desafíos, búsqueda de tus límites, de tu capacidad de esfuerzo. Es algo que te gusta, y te ayuda; es una motivación, un aliciente, que te ayuda a esforzarte y a mejorar tu rendimiento.»

El entrenamiento se hizo un poco más duro, con el objeto de mejorar su resistencia física y su técnica en los diferentes estilos. La entrenadora le animó a que empezara a competir, aunque él siempre había sido muy poco competitivo. De hecho, la primera vez que se clasificó para el Campeonato de España ni siquiera se presentó. Tendría unos 14 años. «A esa edad no sabes muy bien lo que te gusta y lo que no, lo que quieres». Y además, hay gente que, simplemente, no ve el deporte como una competición.
Un año después se clasificó de nuevo para el Campeonato de España; y esta vez sí acudió, porque se estaba dando cuenta de que el deporte era una puerta abierta a un mundo de posibilidades. «El deporte es una herramienta que, bien utilizada, te puede servir de mucho. Para mí el deporte es mucho más que la competición, muchísimas más cosas». Una de esas cosas importantes es que va haciendo amigos por todas partes («Miro el panel de un aeropuerto y tengo amigos en la mayoría de los destinos»). Así que, por una razón o por otra, la competición comenzó a formar parte de su vida.




Sumar es mejor que restar


Empezó a entrenar más en serio, cuatro o cinco veces por semana, también los sábados. Si había alguna competición importante, mañana y tarde. Sin apenas darse cuenta, a los 16 años Xavi se estaba dedicando casi por completo al deporte, con la dificultad añadida de combinarlo con los estudios. Pero fue su elección, renunciando a muchas otras cosas más propias de su edad. Sin embargo, Xavi es de los que suman, no de los que restan, y sabe a ciencia cierta que son bastantes más las cosas que ganó.
«El deporte me ha servido de mucho: me ha servido para conocerme, para quererme como soy, para conocer mis capacidades. Yo no vengo a hablaros de mi historia de discapacidad, sino de mis capacidades, capacidades que tenemos todos; las cosas las hacemos con nuestras capacidades. Para eso hay que conocerse bien, quererse bien y conocer esas capacidades para desarrollarlas y sentirte bien».

También hay momentos malos, claro. Y ahí es fundamental el apoyo de la familia, «el entorno es fundamental. Pero el entorno sin la fuerza interior que tengas tú no hace nada, eso está íntimamente ligado; son fuerzas que tienen que ir unidas. Tú puedes tener mucha fuerza interior pero siempre hay un momento en que necesitas la ayuda de los demás». Xavi la tuvo, desde luego; el apoyo incondicional de sus padres, de sus entrenadores, de todo el entorno del deporte.
Pero, como él dice, por encima de todo está su propia capacidad de sacrificio, de aguante, su permanente espíritu de superación. Haber estado en seis Juegos Paralímpicos, desde Barcelona 92 hasta Londres 2012, no se logra de ninguna otra manera. «Yo nadaba unos 10.000 metros diarios para entrenar, y en alguna ocasión he llegado a alcanzar los 18.000 metros, preparando el reto de las 24 horas». Una cantidad imponente aún sin discapacidad. La otra clave es el entrenador: «Es un trabajo tuyo pero también de tu entrenador, que tiene que conocerte bien». De hecho, Xavi lleva 17 años con el mismo entrenador, que le conoce mejor que nadie, mejor incluso que él mismo. «Conoce mis capacidades mejor que yo; me propone cosas que a mí me parecen imposibles y las hacemos. Incluso hoy en día, después de tantos años, seguimos descubriendo cosas que nos sorprenden a los dos».


Intentar, fracasar, aprender


Esa capacidad de aprendizaje y de trabajo duro es muy importante no sólo en el deporte, sino en cualquier aspecto de la vida, en el mundo de la empresa, en los estudios. «Es un trabajo de esfuerzo, dedicación, ilusión y disciplina. El esfuerzo es algo fundamental en la vida. Esforzarse a medias es no esforzarse. Porque así no consigues tus objetivos. En la vida hay que buscar cosas nuevas; la vida está llena de emociones». Pero en tu casa, sentado cómodamente en el sofá, no las vas a encontrar.
Hay que buscar las emociones que nos brinda la vida, y a veces hay que hacerlo probando experiencias nuevas, buscando propuestas diferentes, intentando, fracasando y aprendiendo. El deporte puede ser un buen camino para ello. «A mí el deporte me ha aportado muchísimo, una serie de emociones de todos los colores, desde grandes alegrías a grandes decepciones. También se aprende, yo he aprendido mucho de grandes decepciones en el mundo del deporte. Esas experiencias son las que te curten como persona».


Al final, quedan las recompensas a ese esfuerzo, al trabajo continuo y al permanente aprendizaje. Su trayectoria deportiva es impresionante, aunque para él lo importante no es ganar, sino ser el primero para uno mismo, y eso se logra cuando cumples tus sueños.
En este sentido, Xavi recuerda dos momentos especialmente significativos. Acudió a los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 con muchísima ilusión y el convencimiento de que podía ganar; por poco se queda fuera del podio, aunque finalmente quedó segundo; medalla de plata. Para él fue una gran decepción, porque iba con el ojo puesto en el oro. Sin embargo, cuatro años después, en Pekín, llegó también segundo y «era el hombre más feliz del mundo». ¿Por qué? «Porque mis objetivos, mis ilusiones, eran diferentes. Tenía cuatro años más, no era favorito. Por tanto, cumplir esos objetivos, te puede llenar mucho».

Y es que ganar o perder es siempre muy relativo. Uno puede estar en el podio y no sentirse ganador. También hay momentos difíciles, en los que lo único que piensas es en abandonar, te preguntas para qué sigues, qué sentido tiene lo que estás haciendo. «Por eso hay que dedicarle tiempo a reflexionar». Apoyarte en los amigos, los de verdad («Yo tengo pocos amigos pero los que tengo son muy, muy buenos»), en tu familia, en la gente que te quiere.
Xavi lo sabe muy bien. Estuvo a punto de retirarse tras los Juegos de Atenas, a pesar de su medalla de plata; pero luego lo meditó, lo pensó en frío y se planteó qué límites hay que ponerse en la vida, y específicamente en el mundo del deporte. «Yo lo había hecho todo. Había sido campeón del mundo, campeón de Europa, campeón de España, récord mundial… Pero a veces te cansas de hacer lo mismo. Yo soy especialista en estilo y he hecho cientos de veces la misma prueba». Por eso es tan importante proponerse hacer cosas diferentes, plantearse objetivos que quizá no logres, pero que son un aliciente para superarse, para vivir experiencias nuevas, emociones nuevas.


Nuevos sueños, nuevos retos


Por ejemplo, batir el record de 24 horas a nado en piscina, sin interrupción (salvo una parada de 3 minutos cada hora), recorriendo la máxima distancia posible. Un verdadero desafío para el cuerpo, y sobre todo para la mente, que en España sólo han logrado hacer dos personas: María Luisa Cabañero y Xavi Torres. Se preparó a conciencia para la prueba, física y mentalmente. Cuando se lanzó al agua, lo único que pensaba era en superar el reto. Cuando terminó, 24 horas después, había recorrido 58 kilómetros. «Fue una locura», reconoce, pero lo logró. Superó la prueba que se había impuesto a sí mismo.
Y eso que a Xavi no le van las pruebas de distancia ni mucho menos las travesías en aguas abiertas. Aun así, también ha probado la experiencia en alguna ocasión. En Mar de Plata, en 1992, nadando 3.000 metros sobre «aguas muy frías y turbias»; no pretendía competir, simplemente acompañar a un amigo, pero a mitad de la prueba, nadando solo, descolgado, se topó con un lobo marino que le miró «con mirada de lobo marino; expresión que no existe pero se debería inventar». Tras reponerse del susto, acertó a gritar ‘¡Socorro!’ con todas sus fuerzas. Apareció un chaval con una piragua y le dijo que no había peligro, que no se preocupara y que iba a buscar una lancha para recogerlo. Cuando el chaval se marchó y Xavi se vio de nuevo solo ante el peligro, empezó a nadar a toda máquina, impulsado por el pavor ante el más que posible regreso de esa ‘mirada de lobo marino’. Acabó segundo.


Como ponente de los congresos de valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa, su mensaje a los jóvenes es muy claro: «Yo me considero una persona muy afortunada, porque lo que de verdad importa en la vida es sentirte bien con la vida que tienes». Y ser agradecido con aquellos que te apoyan. «Creo que es fundamental en la vida el ser generoso y ofrecer las cosas que tú consigues, que a ti te ayudan, a los demás. Te hace sentir importante, te hace sentir muy bien».


La medalla de barro


De todas las medallas que ha ganado Xavi, en las Olimpiadas y campeonatos por todo el mundo, la más valiosa es su ‘medalla de barro’. La ganó en 1986, a los doce años, en un campamento de verano. Fue el año en el que se designó Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Los monitores del campamento organizaron unas jornadas olímpicas, con un montón de deportes. Xavi se apuntó a béisbol, baloncesto y, claro, natación: una travesía de 200 metros en la playa, en la que acabó segundo. Los niños se hacían sus propias medallas con arcilla, y las dejaban secar hasta la ceremonia de entrega, que se celebraba por la noche. Aquella noche, al recibir su medalla de barro, Xavi ya sabía que iba a ganar una medalla en Barcelona ’92. Es lo que escribió en el dorso de arcilla. Una premonición que se cumplió seis años después. Luego llegó Atlanta ’96, y también ganó medalla; y en Sidney 2000; y en Atenas 2004; y en Pekín 2008.
«Mucha gente piensa que mi carrera deportiva empieza en Barcelona y acaba, de momento, en Londres. Lo que la gente no sabe es que mi carrera deportiva empieza aquí, en mi medalla de barro. ¿Sabéis que escribí aquí? ‘Barcelona ‘92. Ese era mi sueño, era mi ilusión». Una medalla que conserva desde entonces, casi intacta. Gastada por el paso de los años y las citas olímpicas. «El que se vaya gastando es también símbolo de mi carrera deportiva. Yo sé que me queda poco deportivamente. Y me gusta tenerla así, me gusta que refleje el paso del tiempo».

Aquel sueño, que Xavi escribió en su medalla de barro a los 12 años, fue su sueño. Pero todos debemos tener nuestros sueños, y expresar ese deseo cada uno a su manera. «Todos debemos tener ilusiones, porque todos queremos ser felices. No queremos ganar mucho dinero, no queremos ganar muchas medallas… En realidad lo que queremos es ser felices y compartirlo con nuestra gente. Yo lo he expresado así, pero hay mil formas de decirlo. Y hay que ser consecuente con ello; cuando tienes un sueño tienes que hacer todo lo posible por cumplirlo, porque es tu sueño, tu ilusión y es lo que va a llenar tu vida».


«Sólo os pido una cosita: cuando pasen los años y echéis la vista atrás, que nadie os pueda decir nunca jamás que no habéis luchado al máximo por cumplir vuestros sueños». Es el deseo de alguien que no se dejó vencer por las circunstancias, que se impuso una meta (vivir una vida plena, feliz y normal), y que la ha cumplido con creces. Una vida que Xavi Torres no cambia por la de nadie. 


Esta historia la escribí originalmente para el segundo libro de Lo Que De Verdad Importa.