jueves, 24 de septiembre de 2020

Jim Henson: el genio con alma de trapo

El mundo del espectáculo está repleto de pioneros que descubrieron y marcaron un camino hasta entonces desconocido. Inventos prodigiosos, avances tecnológicos, hallazgos científicos, innovaciones que maravillan a millones de espectadores cada vez más difíciles de sorprender. Por eso, cuando la sorprendente innovación consiste en un simple trapo con ojos, el mérito del genio creador es mucho mayor. Hay truco, claro. Y no es otro que dar vida a ese trapo. Es exactamente a lo que dedicó su vida Jim Henson.


Cuando en 1969 asomó en los televisores de los hogares norteamericanos una rana de felpa con ojos saltones, boca contorsionista y labia inagotable presentando el programa Sesame Street (en España Barrio Sésamo) el mundo descubrió a un nuevo genio. Pero la historia de la rana Gustavo (Kermit, el original) se remonta 14 años atrás; y la de su creador, unos cuantos más. James Maury Henson, Jim para los amigos, descubrió que quería dedicarse al mundo del espectáculo cuando era apenas un chaval, exactamente el día que llegó a su hogar la primera televisión (“el mayor acontecimiento de mi adolescencia”); en esa pantalla, Jim conoció al gran marionetista Burr Tillstrom y descubrió también su amor por los muñecos de trapo y voz ventrílocua.

En 1954, aún en el colegio, comenzó a trabajar en una pequeña emisora de TV creando un show con marionetas para la programación matutina de los sábados. Siguió desarrollando su artística afición en la universidad, en Washington, donde descubrió las posibilidades de los diferentes materiales textiles y donde una emisora local le ofreció la oportunidad que decidiría el resto de su vida: crear su propio show de marionetas en directo. El 9 de mayo de 1955 se emitió el primer programa de Sam and Friends; ese día, los telespectadores de Washington D.C. tuvieron el honor de conocer a la rana Gustavo (en blanco y negro, en un programa de cinco minutos y en una versión muy básica, pero llena de vida; y de humor). El show se prolongó durante seis años y fue el germen de lo que algún tiempo después serían los Muppets. Y también el germen de la familia Henson, ya que una de las marionetistas, Jane, se convertiría en la esposa de Jim y madre de sus cinco hijos.



Henson pensaba que las marionetas necesitaban tener “vida y sensibilidad” para ser creíbles en televisión. Así que comenzó a diseñar personajes utilizando materiales flexibles que permitieran mostrar diferentes emociones, algo imposible para una marioneta rígida. Además, en lugar de mover los brazos con cuerdas desde arriba, utilizó varillas para manipularlos desde abajo, enriqueciendo sus movimientos. Por último, les dio voz y personalidad. Lo que logró fue crear unas marionetas llenas de vida como no se habían visto antes; y las completó con unos diálogos ingeniosos y divertidos que convirtieron Sam and Friends en un éxito durante seis años.

Una vez graduado, el joven Jim anduvo dubitativo sobre su futuro y el de sus criaturas de felpa. Su sueño era realizar un show de “entretenimiento para todo el mundo” con sus Muppets. Mientras tanto, su mujer abandonó las marionetas para criar a sus hijos y Henson se asoció con Frank Oz, otro genio apasionado por los títeres que sería su amigo, cómplice y colaborador durante 27 años. En 1969 Jim Henson cumplió su sueño: entró a formar parte de un visionario programa infantil de televisión, Sesame Street, lleno de estrafalarios personajes de trapo (El Monstruo de las Galletas, Bert y Ernie, el Pájaro Gigante) a los que se sumó Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo.

Poco a poco, los personajes creados por Jim Henson cobraron mayor protagonismo en el “barrio”; pero la idea de su creador era concederles su propio programa. Un show exclusivo para los Muppets. Y orientado no sólo al público infantil, sino también al adulto. El proyecto fue una realidad en 1976, con producción británica. A la Rana Gustavo se le fueron uniendo personajes memorables y variopintos como la inimitable y oronda Miss Peggy, el gran Gonzo, el presunto chistoso Fozzie, el descerebrado Animal, el ininteligible Chef Sueco, la rockera Electric Mayhem (banda del programa) y los entrañables y sarcásticos ancianos Slater y Waldorf, siempre dispuestos a desprestigiar el show desde su palco. El resultado fue un programa de variedades de lo más surrealista y disparatado, que conquistó a la audiencia durante cinco temporadas (120 programas y 235 millones de espectadores en 100 países) y convirtió a sus personajes en auténticos referentes culturales de varias generaciones. Por el plató de los Muppets cantaron, bailaron y rieron las más relumbrantes estrellas del momento, en perfecta complicidad con la extravagante troupe: Elton John, Nureyev, Peter Sellers, Johnny Cash, John Denver, Julie Andrews, Bob Hope, Liza Minelli, Gene Kelly, Candice Bergen, Peter Ustinov… y muchos, muchos más. Todos querían ser invitados al show y dejarse llevar por las disparatadas ocurrencias de sus personajes (las estrellas femeninas, además, debían soportar los incombustibles celos de Miss Peggy).

La familia Muppet creció con los años (en cantidad y en disparate) y perduró en la memoria colectiva gracias al talento, el ingenio y la iniciativa de Jim Henson (y sus colaboradores, Frank Oz a la cabeza). Luego llegaría el salto a la gran pantalla, con obras memorables dirigidas por Henson y, tras su muerte, por su hijo Brian; y otros proyectos paralelos a los Muppets, como las películas El Cristal Oscuro y Dentro del Laberinto o la serie de televisión Fraguel Rock, digna heredera del humor y el colorido musical de sus “mayores”.


James Maury Henson murió en la mañana del 16 de mayo de 1990, a los 53 años. A su funeral, en la Catedral de San Juan el Divino, en Nueva York, nadie acudió vestido de negro; una banda de Nueva Orleans, The Dirty Dozen Brass Band, interpretó When The Saints Go Marching In y su amigo Harry Belafonte entonó emocionado Turn The World Around (“Dale la vuelta al mundo”); tras dos horas y media de ceremonia, seis de sus entrañables hijos de trapo le cantaron un popurrí de sus canciones favoritas; conforme avanzaba la música, se iban uniendo al coro inicial los demás Muppets, portados por los compungidos empleados; finalmente, sobre el escenario quedaron todos y cada uno de los personajes creados por Henson, llorando la pérdida de quien les había dado no sólo la vida, sino también su propia vida.


domingo, 13 de septiembre de 2020

Maestros de cine. Un homenaje a los buenos profesores de siempre.



Aprovechando que estos días estamos terminando el curso en toda España, vaya ahora mi rendido homenaje a todos los profesionales de la enseñanza, desde los educadores infantiles a los catedráticos, que en estos tiempos de pandemia e incertidumbre también tienen lo suyo. Un homenaje merecido, desde luego, por lo que los maestros —los buenos maestros— representan para la sociedad. Por lo que hicieron por nosotros, y por lo que ahora hacen por nuestros hijos, en unas condiciones que desde luego no son las ideales. Aunque casi nunca lo son. Me llegan también los propios recuerdos, envueltos en nostalgia, de aquellos profesores que nos dejaron huella en nuestra lejana adolescencia. Buenos maestros que, además de saber, sabían enseñar. Y sabían inspirar. Algunos de ellos en clase; otros, en el cine.


El tema de la educación (en el colegio, instituto o high school; como drama, comedia o musical) es un género recurrente en la historia del cine. No todas las películas son buenas, claro; ni siquiera reseñables. Pero hay un selecto puñado que, además de sacar sobresaliente en Cine, han llegado a marcar a más de una generación de espectadores que en ellas vieron reflejadas sus propias experiencias escolares y vitales. Las buenas, claro. Decía el autor –y célebre inspirador- William A. Ward, “El profesor mediocre dice. El profesor bueno explica. El profesor superior demuestra. El profesor excelente inspira”. Pues a eso vamos, a recordar a unos cuantos de esos excelentes maestros de cine, inolvidables, imprescindibles, inspiradores; que no vendría mal, por cierto, recuperar en estos tiempos aciagos para la educación (en su sentido amplio).

Uno de los más entrañables, queridos y recordados es el carismático Mister Chips, Chipping para los alumnos y colegas de Brookfield. Un personaje que es el paradigma de la vocación abnegada, del amor sin fisuras a la enseñanza, del maestro que se debe a sus alumnos y a ellos se entrega durante 58 años, forjando hombres a partir de niños. Sin gritos ni autoritarismo, a pesar de lo que de él se espera (“Hace falta carácter y valor. Si no sabe ejercer la autoridad, creo que, como todo joven, debería preguntarse seriamente si quizá no habrá equivocado su vocación”); sino desde el ejemplo, desde la humildad y la bondad, desde la inquebrantable rectitud moral.


A lo largo de seis décadas, Mr Chips ha ido dejando una profunda huella en la institución y en todos cuantos ha pasado por ella; primero es blanco de burlas, debido a su timidez y tono pausado, pero pronto sus métodos de enseñanza y su personalidad se ganan el respeto merecido. Es el amigo que nos guiña un ojo ante una falta leve, pero también es implacable si la falta compromete a los demás. Comparte su vida con los alumnos, con ellos vive guerras, revoluciones, conflictos emocionales, alegrías y duelos (la muerte repentina de su esposa; y la de numerosos pupilos, a causa de la guerra), pero Chipping se debe a su trabajo, a su pasión, que sigue ejerciendo hasta el final, cuando ya la soledad, la melancolía y la vejez han ido ganando terreno y la vida se le escapa.

Una obra inspiradora, sin duda, Adiós Mister Chips y probablemente la película que inauguró el género en 1939, junto con Forja de hombres, un año antes. Aunque en este caso el buen maestro no es un profesor, sino un sacerdote, el padre Flanagan; y no forja hombres en una escuela convencional, sino en un hospicio que acoge a niños sin hogar y muchachos conflictivos que malviven en las calles. Uno de los más memorables personajes de Spencer Tracy, basado en el fundador de La Ciudad de los Muchachos, que resulta toda una lección de tolerancia, comprensión y buenismo bien entendido (“No hay ningún chico malo” es su lema).

Conflictivos son también los alumnos de Semilla de Maldad, que además de inmortalizar el Rock Around The Clock de Bill Halley, y con él dar fecha de nacimiento oficial al Rock and Roll (25 de marzo de 1955), fue también el primer papel de peso de Sidney Poitier y una de esas películas imprescindibles para tratar de entender a la juventud de la posguerra. Glenn Ford interpreta a un veterano de guerra, Richard Dadier, que comienza una nueva vida como profesor de instituto en un barrio conflictivo de una ciudad cualquiera; trata desesperadamente de conectar con sus alumnos, una variada fauna de marginados, rebeldes sin causa y potenciales delincuentes, liderados por Gregory Miller (Poitier). El profesor choca de lleno no sólo contra la indiferencia de los alumnos, los conflictos raciales y la violencia, sino también con el desinterés de los otros profesores y su propia soledad. Pero poco a poco, con paciencia, con tesón, con astucia, se va ganando el respeto de los jóvenes, que en el fondo andan perdidos tratando de hallar una luz que les guíe. Dadier sólo pretende que esos chicos que "están a su cargo", muestren y sientan un atisbo de ganas por aprender, hacer de ellos hombres y mujeres de provecho. Sólo eso.


Doce años después, por una de esas carambolas de los castings (o no), el que fuera alumno marginal (Sidney Poitier) se transforma en profesor novato de instituto conflictivo en Rebelión en las aulas (1967), ahora en un suburbio londinense en plena revolución pop. Mark Thackeray se da cuenta de que sus estudiantes están bastante más necesitados de lecciones de vida que de lecciones académicas; de comprensión que de mano dura (la violencia ya la tienen en casa); de empatía que de disciplina. Al final, el respeto y el sentido común se imponen y alumnos y profesor reciben su premio: ellos, un sentido a su vida; Thackeray, una emotiva fiesta de despedida (quizá demasiado idílica para ser real) en la que sus jóvenes descarriados le muestran su agradecimiento y su cariño sin fisuras (el título original es To Sir, With Love).

No precisamente marginados son los estudiantes de la elitista y conservadora Welton, cuyos valores fundacionales “tradición, honor, disciplina, grandeza” no han sido jamás cuestionados. Hasta que asoma por la puerta el profesor Keating (Robin Williams), cuyo amor por la poesía, su rechazo a los convencionalismos y sus inspiradores métodos de enseñanza logran impactar de tal modo en sus alumnos que cambia radicalmente no sólo su estancia en el colegio sino, sobre todo, sus vidas. Trágicamente para algunos. Los jóvenes adoptan la pasión por la poesía de su maestro y su filosofía vital (“carpe diem”, aprovecha el momento); descubren en su interior recovecos cuya existencia ni siquiera sospechaban (valentía, talento, compromiso, rebeldía… ¡Nuwanda!); viven una aventura transgresora con la plena intensidad de su juventud; y, por encima de todo, experimentan la libertad, frente a padres, profesores y sociedad. Ya lo dijo San Agustín: “Obedeced más a los que enseñan que a los que mandan”.

Para algunos, El club de los poetas muertos puede resultar una película tramposa y su liberal y liberador maestro un cepo para mentes cándidas. Tal vez. Pero en realidad, lo que Keating pretende no es otra cosa que mostrar la grandeza de la Poesía como un arte lleno de vida, no de letras superpuestas; él está ahí para inspirar, no para reprimir; para invitar a sus discípulos a vivir sus sueños, a no desechar sus ilusiones antes de tiempo. Dentro de una reglas, claro (“hay que usar la razón y tener la capacidad de anticiparse a las consecuencias”, les advierte); líneas que los alumnos, impulsados por su propia juventud (resorte indomable), deciden saltarse por su cuenta y riesgo. Keating es revolucionario porque es librepensador, porque va más allá, porque crea discípulos donde antes sólo había estudiantes, porque dice a los chicos “Vivid el momento. Coged las rosas mientras aún tengan color, pues pronto se marchitarán. La medicina, el derecho, la ingeniería... son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida humana. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos”. Y eso, en Welton, se castiga severamente.


El club de los poetas muertos es una de esas películas que marcó a toda una generación e inspiró a millones de imberbes poetas que aún no sabían que lo eran. Otro buen maestro que hizo lo propio, pero desde las artes marciales, fue el sabio señor Migayi de Karate Kid. Una película floja, quizás, pero nos enseñó una valiosa lección: que la integridad, el honor, el esfuerzo, el valor, la nobleza forjan el verdadero carácter; y que ser buena persona es más importante que alcanzar el éxito. También nos enseñó que los adolescentes han de aprender cosas que a veces no entienden hasta pasado un tiempo (como “pulir cera, dar cera”). Más emotiva y memorable es Profesor Holland, en la que un brillante pianista y compositor ha de ganarse el pan impartiendo clases de música en un colegio de Portland. Lo que logra, más allá de enseñar a leer una partitura, es hacer de la vida de sus alumnos algo extraordinario; y la suya también (“Enseñar es aprender dos veces”). A lo largo de 30 años de entrega total a sus discípulos, a su familia (tiene un hijo sordo de nacimiento) y a su sueño (componer una sinfonía), el maestro descubre que su ‘obra’ más importante (el título original es Mr Holland’s Opus, ‘La obra de Mr. Holland’) en realidad ha sido más humanista que musical, más vital que académica y, desde luego, más coral que instrumental.

Lo mismo que la obra del “vigilante en paro, músico fracasado” Clément Mathieu, el bonachón y sensible profesor de Los chicos del coro, que se enfrenta a los métodos represores del director de un lúgubre internado (“Acción-reacción. Si hoy no es culpable lo habría sido mañana”) y le demuestra, con hechos (un maravilloso coro de angelitos), que la prepotencia, la crueldad y el castigo no son buenos métodos educativos; y que la música es un medio excepcional para extraer lo mejor de las personas, e incluso trasformar el mundo.

Con perseverancia y con amor todo se puede. Como demuestra también Miss Stubbs en la reciente –y magnífica- An Education, cuando recupera a su alumna favorita, Jenny, tras haber estado a punto de desperdiciar su vida por culpa de un enamoramiento imposible, que la arrastraba hacia el desastre y la alejaba de su sueño (la Universidad de Oxford). Nadie dijo que la adolescencia fuera fácil. Por eso es importante contar con una tabla de salvación en el momento preciso, una mano tendida que en realidad siempre ha estado ahí: “—Señorita Stubbs, necesito su ayuda. —No sabes cuánto esperaba que dijeras eso”.

Vocación admirable y dedicación inagotable la de todos los maestros —reales o ficticios, nuestros o de nuestros hijos— que merecen, cuando menos, un infinito agradecimiento. Y acaso también encaramarnos a nuestros pupitres y reconocer, ahí erguidos y en emocionado silencio, todo lo bueno que aprendimos de ellos. Especialmente fuera de la pizarra.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El hombre que vendió la torre Eiffel… dos veces







El mundo está lleno de inocentes. Que se lo digan si no al conde checo Victor Lustig y a su compinche norteamericano Dan Collins, de profesión estafadores. En 1925 Lustig se hacía pasar por un alto funcionario francés del Ministerio de conservación de edificios públicos; en su despacho parisiense había reunido a seis importantes hombres de negocios para explicarles que la Torre Eiffel debía ser desmantelada, debido a su altísimo coste de mantenimiento. Siete mil toneladas de hierro de la mejor calidad estaban a disposición de quien realizara la mejor oferta de compra.

A la mañana siguiente, el acaudalado André Poisson recibió la grata noticia de que su oferta había resultado la ganadora. Una semana después, recaudado el dinero, Poisson se reunió con el conde Lustig y su “secretario” en el Hotel de Crillon, les entregó el cheque certificado y una cartera repleta de billetes, y se despidió feliz con el documento oficial de venta en sus manos. Sólo una hora más tarde, Lustig y Collins habían cobrado su cheque y se instalaban en su compartimento del expreso de Viena, rumbo a una vida de lujo. Durante un mes comprobaron que nada se mencionaba en la prensa sobre su “faena”; Poisson estaba demasiado avergonzado para denunciar la estafa. Confiados, Lustig y Collins repitieron la hazaña… solo que esta vez la víctima sí acudió a la Policía francesa. Y aunque los astutos estafadores jamás fueron capturados, no pudieron volver a vender la Torre Eiffel una tercera vez.


Firmado William Shakespeare... o no

Siempre ha habido falsificadores, pero seguramente ninguno tan joven como William Henry Ireland. Hijo de un grabador de libros londinense, Ireland se enamoró de Shakespeare y de su obra a los 13 años, en una visita a Stratford Upon Avon, cuna del dramaturgo inglés. Su particular homenaje se tradujo en una serie de pequeñas falsificaciones, utilizando papel de la época isabelina y tinta envejecida artificialmente. Primero fue la firma. Luego, un manuscrito “original” del Rey Lear y algunas escenas de Hamlet, imitando la caligrafía shakesperiana. Expertos y críticos certificaron “sin ninguna duda” la autenticidad de los documentos, lo que dio alas al temerario joven para intentar el más difícil todavía: crear una obra inédita de Shakespeare, desconocida, totalmente original y escrita por William… Ireland. 

El intrépido falsificador tenía 17 años cuando eligió una obra al azar, contó el número de versos (2.800) y empezó a escribir. En dos meses estaba finalizada. La tinta, el papel y la caligrafía otorgaron credibilidad al “hallazgo”, y aunque los expertos pusieron en tela de juicio la calidad de la obra, no dudaron de su autoría. El 1 de abril de 1796 (Día de los Inocentes) se estrenó en el teatro Drury Lane la obra recientemente descubierta Vortigern y Rowena, de William Shakespeare. Esa misma noche, con el teatro lleno, el fraude fue descubierto por el actor principal ("Y cuando esta solemne burla haya concluido", recitó) y William Ireland confesó la verdad. A lo largo de su vida escribió numerosas novelas y poesías, pero sólo se recuerdan sus textos apócrifos de Shakespeare, cuyos manuscritos se conservan en el Museo Británico.


El arte de la venganza

El caso del pintor Van Meegeren fue a un tiempo falsificación y venganza. Denostado por el renombrado crítico de arte Abraham Bedius, que había destruido su incipiente carrera años atrás, decidió demostrar su habilidad artística falsificando obras de Vermeer. Fue tal su nivel de perfección, su delicadeza y composición del cuadro, su lograda textura envejecida, que algunas de ellas se llegaron a admirar, por ejemplo, en el Museo Boymans de Rotterdam. Otras fueron vendidas a prestigiosos coleccionistas y museos por verdaderas fortunas. En 1945, una de sus falsificaciones fue confiscada de la colección privada del dirigente nazi Goering; siguiendo su rastro, la policía llegó hasta Meegeren, quien fue acusado de colaborar con los alemanes. Ante la amenaza de ser ejecutado, finalmente confesó: “¡Idiotas, no vendí ningún Vermeer a los alemanes, sólo un Van Meegeren! No colaboré con ellos, los engañé”. Por supuesto, esta declaración fue suficiente para destruir la reputación de Bedius y los demás expertos, que era, en realidad, lo que siempre había perseguido Meegeren. El auténtico arte de la venganza.


La inocentada letal de Jonathan Swift

Corría el año 1708 y al escritor irlandés Jonathan Swift le quedaban aún 18 años para escribir esa feroz sátira de la sociedad y la condición humana titulada Los Viajes de Gulliver. Sin embargo, aquel año creó otro personaje, no tan inmortal como Gulliver pero sí mucho más mortífero. Su nombre, Isaac Bickerstaff. El protagonista de una venganza real que, curiosamente (o no), se consumó la víspera del Día de los Inocentes. El adversario era un conocido astrólogo, John Partridge, que había cometido el error de mofarse en su “Merlinus Almanac de la Iglesia de Inglaterra, algo que no gustó en absoluto al clérigo Jonathan Swift. Éste creó entonces un personaje falso, Isaac Bickerstaff, a través del cual publicó una curiosa predicción: “…yo pronostico solemnemente que ese vulgar escritor de almanaques llamado Partridge, cuyas predicciones son siempre vagas, imprecisas y erróneas, morirá exactamente el 29 de marzo, por lo que le recomiendo que ponga sus asuntos en orden”.

El bulo corrió como la pólvora entre la población londinense; Partridge trató de contrarrestar sus efectos con una carta en la que aseguraba que el tal Bickerstaff no era más que un astrólogo de poca monta (lo que, en realidad, dio más credibilidad a la existencia del personaje). Para completar la farsa, el 30 de marzo (víspera del Día de los Inocentes en el calendario anglosajón) Swift publicó una carta anónima en la que relataba que Partridge había fallecido en su residencia la madrugada del día anterior, tras cuatro días de dolorosa enfermedad. La carta fue reproducida por otros escritores y periódicos, otorgándole absoluta veracidad. Por supuesto, John Partridge se apresuró a desmentir su muerte, pero en vano. Su nombre fue retirado del registro oficial y todo el mundo le consideró muerto.

Desde ese momento, la carrera del famoso astrólogo cayó en desgracia y dejó de publicar su almanaque. El bulo continuó durante todo un año. La última aparición de Bickerstaff fue en 1709, a través de una carta titulada “Una reivindicación de Isaac Bickerstaff”, en la que probaba la muerte de Partridge con razones como que era “imposible que ningún hombre vivo pudiera haber escrito tanta bazofia“,  o que su esposa había admitido que “no tenía ni vida ni alma”. Partridge murió finalmente en 1715, tratando aún de explicar que estaba vivo. Una inocentada, la de Swift, de lo más letal, sin duda.