El mundo está lleno de inocentes. Que se lo digan si no al conde
checo Victor Lustig y a su compinche
norteamericano Dan Collins, de
profesión estafadores. En 1925 Lustig se hacía pasar por un alto funcionario
francés del Ministerio de conservación de edificios públicos; en su despacho
parisiense había reunido a seis importantes hombres de negocios para explicarles
que la Torre Eiffel debía ser
desmantelada, debido a su altísimo coste de mantenimiento. Siete mil toneladas
de hierro de la mejor calidad estaban a disposición de quien realizara la mejor
oferta de compra.
A la mañana siguiente,
el acaudalado André Poisson recibió
la grata noticia de que su oferta había resultado la
ganadora. Una semana después, recaudado el dinero, Poisson se
reunió con el conde Lustig y su “secretario” en el Hotel de Crillon, les
entregó el cheque certificado y una cartera repleta de billetes, y se despidió
feliz con el documento oficial de venta en sus manos. Sólo una hora más tarde,
Lustig y Collins habían cobrado su cheque y se instalaban en su compartimento
del expreso de Viena, rumbo a una vida de lujo. Durante un mes comprobaron que
nada se mencionaba en la prensa sobre su “faena”; Poisson estaba demasiado
avergonzado para denunciar la
estafa. Confiados , Lustig y Collins repitieron la hazaña… solo
que esta vez la víctima sí acudió a la Policía francesa. Y aunque los astutos
estafadores jamás fueron capturados, no pudieron volver a vender la
Torre Eiffel una tercera vez.
Firmado William Shakespeare... o no
Siempre ha habido falsificadores, pero seguramente ninguno tan
joven como William Henry Ireland.
Hijo de un grabador de libros londinense, Ireland se enamoró de Shakespeare y de su obra a los 13 años,
en una visita a Stratford Upon Avon, cuna del dramaturgo inglés. Su particular
homenaje se tradujo en una serie de pequeñas falsificaciones, utilizando papel
de la época isabelina y tinta envejecida artificialmente. Primero fue la
firma. Luego , un manuscrito “original” del Rey Lear y algunas escenas de Hamlet,
imitando la caligrafía shakesperiana.
Expertos y críticos certificaron “sin ninguna duda” la autenticidad de los
documentos, lo que dio alas al temerario joven para intentar el más difícil
todavía: crear una obra inédita de Shakespeare, desconocida, totalmente
original y escrita por William… Ireland.
El intrépido falsificador tenía 17
años cuando eligió una obra al azar, contó el número de versos (2.800) y empezó
a escribir. En dos meses estaba finalizada. La tinta, el papel y la caligrafía
otorgaron credibilidad al “hallazgo”, y aunque los expertos pusieron en tela de
juicio la calidad de la obra, no dudaron de su autoría. El 1 de abril de 1796
(Día de los Inocentes) se estrenó en el teatro Drury Lane la obra recientemente
descubierta Vortigern y Rowena, de William Shakespeare. Esa misma noche,
con el teatro lleno, el fraude fue descubierto por el actor principal ("Y cuando esta solemne burla haya concluido", recitó) y William Ireland confesó la
verdad. A lo largo de su vida escribió numerosas novelas y
poesías, pero sólo se recuerdan sus textos apócrifos de Shakespeare, cuyos
manuscritos se conservan en el Museo Británico.
El arte de la venganza
El caso del pintor Van
Meegeren fue a un tiempo falsificación y venganza. Denostado por el
renombrado crítico de arte Abraham
Bedius, que había destruido su incipiente carrera años atrás, decidió
demostrar su habilidad artística falsificando obras de Vermeer. Fue tal su nivel de perfección, su delicadeza y composición
del cuadro, su lograda textura envejecida, que algunas de ellas se llegaron a
admirar, por ejemplo, en el Museo Boymans de Rotterdam. Otras fueron vendidas a
prestigiosos coleccionistas y museos por verdaderas fortunas. En 1945, una de
sus falsificaciones fue confiscada de la colección privada del dirigente nazi Goering; siguiendo su rastro, la
policía llegó hasta Meegeren, quien fue acusado de colaborar con los alemanes.
Ante la amenaza de ser ejecutado, finalmente confesó: “¡Idiotas, no vendí
ningún Vermeer a los alemanes, sólo un Van Meegeren! No colaboré con ellos, los
engañé”. Por supuesto, esta declaración fue suficiente para destruir la
reputación de Bedius y los demás expertos, que era, en realidad, lo que siempre
había perseguido Meegeren. El auténtico arte de la venganza.
La inocentada letal de Jonathan Swift
Corría el año 1708 y al escritor irlandés Jonathan Swift le quedaban aún 18 años
para escribir esa feroz sátira de la sociedad y la condición humana titulada Los Viajes de Gulliver. Sin embargo, aquel
año creó otro personaje, no tan inmortal como Gulliver pero sí mucho más
mortífero. Su nombre, Isaac Bickerstaff.
El protagonista de una venganza real que, curiosamente (o no), se consumó la
víspera del Día de los Inocentes. El adversario era un conocido astrólogo, John Partridge, que había cometido el error de mofarse en su “Merlinus
Almanac” de la Iglesia de Inglaterra, algo que no
gustó en absoluto al clérigo Jonathan
Swift. Éste creó entonces un personaje falso, Isaac Bickerstaff, a través del cual publicó una curiosa
predicción: “…yo pronostico solemnemente que ese vulgar escritor de
almanaques llamado Partridge, cuyas predicciones son siempre vagas, imprecisas
y erróneas, morirá exactamente el 29 de marzo, por lo que le recomiendo que
ponga sus asuntos en orden”.
El bulo corrió
como la pólvora entre la población londinense; Partridge trató de contrarrestar sus efectos con una carta en la
que aseguraba que el tal Bickerstaff
no era más que un astrólogo de poca monta (lo que, en realidad, dio más
credibilidad a la existencia del personaje). Para completar la farsa, el 30 de
marzo (víspera del Día de los Inocentes en el calendario anglosajón) Swift publicó una carta anónima en la
que relataba que Partridge había
fallecido en su residencia la madrugada del día anterior, tras cuatro días de
dolorosa enfermedad. La carta fue reproducida por otros escritores y
periódicos, otorgándole absoluta veracidad. Por supuesto, John Partridge se apresuró a desmentir su muerte, pero en vano. Su
nombre fue retirado del registro oficial y todo el
mundo le consideró muerto.
Desde ese momento, la carrera del famoso astrólogo cayó en
desgracia y dejó de publicar su almanaque. El bulo continuó durante todo un
año. La última aparición de Bickerstaff
fue en 1709, a
través de una carta titulada “Una reivindicación de Isaac Bickerstaff”,
en la que probaba la muerte de Partridge
con razones como que era “imposible que ningún hombre vivo pudiera haber
escrito tanta bazofia“, o que su esposa había admitido que “no tenía ni
vida ni alma”. Partridge murió finalmente en 1715, tratando aún de
explicar que estaba vivo. Una inocentada, la
de Swift , de lo más
letal, sin duda.
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