Aprovechando que estos días estamos terminando el curso en toda España, vaya ahora mi rendido homenaje a todos los profesionales de la enseñanza, desde los educadores infantiles a los catedráticos, que en estos tiempos de pandemia e incertidumbre también tienen lo suyo. Un homenaje merecido, desde luego, por lo que los maestros —los buenos maestros— representan para la sociedad. Por lo que hicieron por nosotros, y por lo que ahora hacen por nuestros hijos, en unas condiciones que desde luego no son las ideales. Aunque casi nunca lo son. Me llegan también los propios recuerdos, envueltos en nostalgia, de aquellos profesores que nos dejaron huella en nuestra lejana adolescencia. Buenos maestros que, además de saber, sabían enseñar. Y sabían inspirar. Algunos de ellos en clase; otros, en el cine.
El
tema de la educación (en el colegio, instituto o high school; como drama, comedia o musical) es un género recurrente
en la historia del cine. No todas las películas son buenas, claro; ni siquiera
reseñables. Pero hay un selecto puñado que, además de sacar sobresaliente en Cine, han
llegado a marcar a más de una generación de espectadores que en ellas vieron
reflejadas sus propias experiencias escolares y vitales. Las buenas, claro.
Decía el autor –y célebre inspirador- William A. Ward, “El profesor
mediocre dice. El profesor bueno explica. El profesor superior demuestra. El
profesor excelente inspira”. Pues a eso vamos, a recordar a unos cuantos de
esos excelentes maestros de cine, inolvidables, imprescindibles, inspiradores; que
no vendría mal, por cierto, recuperar en estos tiempos aciagos para la
educación (en su sentido amplio).
Uno de los más entrañables, queridos y recordados es el carismático
Mister Chips, Chipping para los alumnos y colegas de Brookfield. Un personaje que
es el paradigma de la vocación abnegada, del amor sin fisuras a la enseñanza,
del maestro que se debe a sus alumnos y a ellos se entrega durante 58 años,
forjando hombres a partir de niños. Sin gritos ni autoritarismo, a pesar de lo
que de él se espera (“Hace falta carácter y valor. Si no sabe ejercer la
autoridad, creo que, como todo joven, debería preguntarse seriamente si quizá
no habrá equivocado su vocación”); sino desde el ejemplo, desde la humildad y la
bondad, desde la inquebrantable rectitud moral.
A lo largo de seis décadas, Mr Chips ha ido dejando
una profunda huella en la institución y en todos cuantos ha pasado por ella;
primero es blanco de burlas, debido a su timidez y tono pausado, pero pronto
sus métodos de enseñanza y su personalidad se ganan el respeto merecido. Es el
amigo que nos guiña un ojo ante una falta leve, pero también es implacable si
la falta compromete a los demás. Comparte su vida con los alumnos, con ellos
vive guerras, revoluciones, conflictos emocionales, alegrías y duelos (la
muerte repentina de su esposa; y la de numerosos pupilos, a causa de la guerra),
pero Chipping se debe a su trabajo, a su pasión, que sigue ejerciendo hasta el
final, cuando ya la soledad, la melancolía y la vejez han ido ganando terreno y
la vida se le escapa.
Una obra inspiradora, sin duda, Adiós Mister Chips y probablemente la película que inauguró el género en 1939, junto con Forja de hombres, un año antes. Aunque en este caso el buen maestro no es un profesor, sino un sacerdote, el padre Flanagan; y no forja hombres en una escuela convencional, sino en un hospicio que acoge a niños sin hogar y muchachos conflictivos que malviven en las calles. Uno de los más memorables personajes de Spencer Tracy, basado en el fundador de La Ciudad de los Muchachos, que resulta toda una lección de tolerancia, comprensión y buenismo bien entendido (“No hay ningún chico malo” es su lema).
Conflictivos son también los alumnos de Semilla de Maldad, que además de inmortalizar el Rock Around The Clock de Bill Halley, y con él dar fecha de nacimiento oficial al Rock and Roll (25 de marzo de 1955), fue también el primer papel de peso de Sidney Poitier y una de esas películas imprescindibles para tratar de entender a la juventud de la posguerra. Glenn Ford interpreta a un veterano de guerra, Richard Dadier, que comienza una nueva vida como profesor de instituto en un barrio conflictivo de una ciudad cualquiera; trata desesperadamente de conectar con sus alumnos, una variada fauna de marginados, rebeldes sin causa y potenciales delincuentes, liderados por Gregory Miller (Poitier). El profesor choca de lleno no sólo contra la indiferencia de los alumnos, los conflictos raciales y la violencia, sino también con el desinterés de los otros profesores y su propia soledad. Pero poco a poco, con paciencia, con tesón, con astucia, se va ganando el respeto de los jóvenes, que en el fondo andan perdidos tratando de hallar una luz que les guíe. Dadier sólo pretende que esos chicos que "están a su cargo", muestren y sientan un atisbo de ganas por aprender, hacer de ellos hombres y mujeres de provecho. Sólo eso.
Doce años después, por una de esas carambolas de los
castings (o no), el que fuera alumno marginal (Sidney Poitier) se transforma en
profesor novato de instituto conflictivo en Rebelión en las aulas (1967), ahora en un suburbio londinense
en plena revolución pop. Mark Thackeray se da cuenta de que sus estudiantes
están bastante más necesitados de lecciones de vida que de lecciones
académicas; de comprensión que de mano dura (la violencia ya la tienen en
casa); de empatía que de disciplina. Al final, el respeto y el sentido común se
imponen y alumnos y profesor reciben su premio: ellos, un sentido a su vida;
Thackeray, una emotiva fiesta de despedida (quizá demasiado idílica para ser
real) en la que sus jóvenes descarriados le muestran su agradecimiento y su
cariño sin fisuras (el título original es To Sir, With Love).
No precisamente marginados son los estudiantes de la elitista y conservadora Welton, cuyos valores fundacionales “tradición, honor, disciplina, grandeza” no han sido jamás cuestionados. Hasta que asoma por la puerta el profesor Keating (Robin Williams), cuyo amor por la poesía, su rechazo a los convencionalismos y sus inspiradores métodos de enseñanza logran impactar de tal modo en sus alumnos que cambia radicalmente no sólo su estancia en el colegio sino, sobre todo, sus vidas. Trágicamente para algunos. Los jóvenes adoptan la pasión por la poesía de su maestro y su filosofía vital (“carpe diem”, aprovecha el momento); descubren en su interior recovecos cuya existencia ni siquiera sospechaban (valentía, talento, compromiso, rebeldía… ¡Nuwanda!); viven una aventura transgresora con la plena intensidad de su juventud; y, por encima de todo, experimentan la libertad, frente a padres, profesores y sociedad. Ya lo dijo San Agustín: “Obedeced más a los que enseñan que a los que mandan”.
Para algunos, El club de los poetas muertos puede resultar una película tramposa y su liberal y liberador maestro un cepo para mentes cándidas. Tal vez. Pero en realidad, lo que Keating pretende no es otra cosa que mostrar la grandeza de la Poesía como un arte lleno de vida, no de letras superpuestas; él está ahí para inspirar, no para reprimir; para invitar a sus discípulos a vivir sus sueños, a no desechar sus ilusiones antes de tiempo. Dentro de una reglas, claro (“hay que usar la razón y tener la capacidad de anticiparse a las consecuencias”, les advierte); líneas que los alumnos, impulsados por su propia juventud (resorte indomable), deciden saltarse por su cuenta y riesgo. Keating es revolucionario porque es librepensador, porque va más allá, porque crea discípulos donde antes sólo había estudiantes, porque dice a los chicos “Vivid el momento. Coged las rosas mientras aún tengan color, pues pronto se marchitarán. La medicina, el derecho, la ingeniería... son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida humana. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos”. Y eso, en Welton, se castiga severamente.
El club de los poetas muertos es una de esas películas que marcó a toda una generación e inspiró a millones de imberbes poetas que aún no sabían que lo eran. Otro buen maestro que hizo lo propio, pero desde las artes marciales, fue el sabio señor Migayi de Karate Kid. Una película floja, quizás, pero nos enseñó una valiosa lección: que la integridad, el honor, el esfuerzo, el valor, la nobleza forjan el verdadero carácter; y que ser buena persona es más importante que alcanzar el éxito. También nos enseñó que los adolescentes han de aprender cosas que a veces no entienden hasta pasado un tiempo (como “pulir cera, dar cera”). Más emotiva y memorable es Profesor Holland, en la que un brillante pianista y compositor ha de ganarse el pan impartiendo clases de música en un colegio de Portland. Lo que logra, más allá de enseñar a leer una partitura, es hacer de la vida de sus alumnos algo extraordinario; y la suya también (“Enseñar es aprender dos veces”). A lo largo de 30 años de entrega total a sus discípulos, a su familia (tiene un hijo sordo de nacimiento) y a su sueño (componer una sinfonía), el maestro descubre que su ‘obra’ más importante (el título original es Mr Holland’s Opus, ‘La obra de Mr. Holland’) en realidad ha sido más humanista que musical, más vital que académica y, desde luego, más coral que instrumental.
Lo mismo que la obra del “vigilante en paro, músico fracasado” Clément
Mathieu, el bonachón y sensible profesor de Los chicos del coro, que se enfrenta a los métodos represores
del director de un lúgubre internado (“Acción-reacción. Si hoy no es culpable
lo habría sido mañana”) y le demuestra, con hechos (un maravilloso coro de
angelitos), que la prepotencia, la crueldad y el castigo no son buenos métodos
educativos; y que la música es un medio excepcional para extraer lo mejor de
las personas, e incluso trasformar el mundo.
Con perseverancia y con amor todo se puede. Como demuestra también Miss Stubbs en la reciente –y magnífica- An Education, cuando recupera a su alumna favorita, Jenny, tras haber estado a punto de desperdiciar su vida por culpa de un enamoramiento imposible, que la arrastraba hacia el desastre y la alejaba de su sueño (la Universidad de Oxford). Nadie dijo que la adolescencia fuera fácil. Por eso es importante contar con una tabla de salvación en el momento preciso, una mano tendida que en realidad siempre ha estado ahí: “—Señorita Stubbs, necesito su ayuda. —No sabes cuánto esperaba que dijeras eso”.
Vocación admirable y dedicación inagotable la de todos los maestros —reales o ficticios, nuestros o de nuestros hijos— que merecen, cuando menos, un infinito agradecimiento. Y acaso también encaramarnos a nuestros pupitres y reconocer, ahí erguidos y en emocionado silencio, todo lo bueno que aprendimos de ellos. Especialmente fuera de la pizarra.
Algunas las he visto, otras no, pero por lo que significó en su momento, me quedo con "El club de los poetas muertos".
ResponderEliminarTambién me gustó "Los chicos del coro".
Buen repaso a todas estas películas.
Un saludo!!!
http://quedateenminube.blogspot.com.es/
Gracias, es precioso este texto, emocionante. Un hermoso homenaje.
ResponderEliminarUn saludo.
Todos los maestros debería apoyarse en estos auidios ¡Ayudan de sobremanera a mirar las cosas de diferentes puntos de vista para lograr mejores resultados de los estudiantes de carne y hueso que manejamos.
ResponderEliminarMarco Gudiño
Quito-Ecuador