miércoles, 8 de julio de 2015

Absolutely Live! Los conciertos de mi vida



He admirado las patillas de David Lindley en el Sol, sentado a los pies del Jackson; he visto volar un cerdo gigante sobre 40.000 cabezas en la galaxia Calderón; he besado a Bonnie Tyler al otro lado de la frontera y he llorado escuchando un cuento de O. Henry en Suristán.

He vibrado en la Arena cuando todos nos convertimos en París, a los pies del Hodgson; he temblado al oír el poderoso —y melodioso— rugido del león hecho hombre; y he escapado del infierno en una Harley, propulsado por la voz hecha carne.

He punteado durante horas de puro rock a la sombra del Jefe y su banda callejera; me he adentrado en el túnel del amor y he amado a Julieta infinitamente más que el propio Romeo; he añorado al padre escuchando al hijo; he bailado con mis hermanos de alma, patillas y gafas oscuras; y he envidiado al espontáneo que destrozó aquel verano del 69.

Me he encontrado en la encrucijada con un amable ex presidiario; he llegado al éxtasis con un fluido rosa que me elevaba 10 cm del suelo y he temblado de frío rodeado de surfers, bikinis y buenas vibraciones (mientras una gran bola de fuego se calentaba con alcohol). He llorado con el hombre de negro, el nuestro, acompañado por un Dorian Grey argentino y un tipo frágil y genial que había vencido a la pereza.

He perdido las piernas saltando al ritmo frenético de unos sesentones, que hacían todo lo que querían dentro y fuera de su isla. He escuchado el retumbar del trueno conduciendo por la autopista al infierno, he llamado a las puertas del Cielo uniendo mi voz a la del Maestro y he caminado sobre el arco iris llevado por la mano —lenta—  de Dios.

He visto a Olivier Durand divertirse haciendo magia con los dedos mientras Elliott hacía magia con las palabras; y a Jackson Browne convirtiendo una gira en poesía, sentado en la oscuridad de la luz; he visto al siempre joven Neil rasgando la guitarra sobre un caballo loco; a Graham Parker, afónico, loco por cantar, y al loco de Cocker desafiando a una orquesta sinfónica con su maravillosa voz desgajada.

He contado cuervos viéndolos desde arriba, como un pachá; y a unos halcones sonrientes desde sólo unos metros más abajo; y he volado con tres viejas águilas al reencuentro de un solitario y misterioso hotel de la Costa Oeste. He conocido a los peregrinos mucho antes de ser descubiertos y he asistido al apocalipsis sinfónico del Génesis; me he mojado con los chicos del agua, junto a un triste pescador, y tomado unas cervezas con cuatro viejos amigos y una señora azul, ahora más triste y más sola; he revivido el blues alegre de la otra Bonnie y he paladeado el sonido elegante del otro Bryan, el dandi.

Me he postrado ante el rey del blues, y ante sus satánicas majestades y ante el rey de América, que se llamaba Elvis pero era inglés; he escuchado a Tom Waits reencarnado en la pura elegancia femenina; y me he emocionado ante al espíritu de una Reina narcisista reencarnada en el piano genial de una reina tímida, calva y con gafas imposibles.


He visto a un extraterrestre renegar del polvo de estrellas y a un envejecido trovador renegar del humo mortal. He visto el farol del Bulevar brillando con la misma fuerza en la multitud y en la soledad, pero siempre a mi lado; he madurado al mismo tiempo que los Secretos de mi adolescencia, a uno y otro lado del bulevar de los sueños rotos; y he brindado por la eterna juventud con un Tequila, solo y en compañía de otros. He compartido la sabia y poética locura de un tipo fuerte, feo y formal que no era John Wayne, y he bailado a los pies de un surfer en una gigantesca playa verde con nombre de río.

He volado por la bella Irlanda y la verde Galicia al mismo tiempo, con los Jefes y un novato; y he visto a un irlandés subir de Madrid al cielo, al lado de unos pretendientes que cantaban a un amigo que ya no estaba allí. He vuelto a tener 15 años durante unas horas de sorias, venecias, gatas y gaviotas; y durante unos minutos, he sentido lo fría, distante y aburrida que puede ser Alaska. Y he ardido a placer bajo las añoradas escaleras del Sol, mientras movía mis caderas al ritmo de los Stones y el queridísmo Eric Burdon.

He compartido plaza con una princesa yonky y un capitán, y he sentido el temblor de un gordo que dominaba el escenario a ritmo de rockabilly. He vibrado con una vieja voz de blues (white) que un día se rodeó de animales incomprendidos. He saltado y gritado con mi generación tras unos ojos azules y un micro volante; y una y otra vez he vuelto a escuchar al poeta de blanca melena preguntarme si sé para qué estoy aquí, mientras me cuenta la historia de América, y la tuya y la mía.

He lamentado muchos conciertos que no vi, y alguno que sí vi; he repetido muchos otros, que siempre fueron irrepetibles; y he esperado 25 años la vuelta a la plaza de un gamberro roquero, sensible y futbolero, que tal vez nunca llegue (pero “no quiero hablar de ello”).

He perdido la voz gritando en plazas, estadios, rockódromos, velódromos, garitos, playas… He tocado la guitarra (o la cerveza) sin descanso; he aplaudido y vitoreado, y he echado de menos saber silbar; he escuchado, he sentido, he vivido cientos de canciones, miles de instantes mágicos que no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, porque están grabados a piedra en la memoria y en el corazón. Más de 30 años de conciertos, que son todos los que están pero no están todos los que fueron, ni todos los que pudieron ser. Ni, por supuesto, todos los que serán.