He admirado las
patillas de David Lindley en el Sol,
sentado a los pies del Jackson; he
visto volar un cerdo gigante sobre 40.000 cabezas en la galaxia Calderón ;
he besado a Bonnie Tyler al otro
lado de la frontera y he llorado escuchando un cuento de O. Henry en Suristán.
He vibrado en la
Arena cuando todos nos convertimos en París, a los pies del Hodgson; he temblado al oír el poderoso
—y melodioso— rugido del león hecho hombre; y he escapado del infierno en una
Harley, propulsado por la voz hecha carne.
He punteado durante
horas de puro rock a la sombra del Jefe
y su banda callejera; me he adentrado en el túnel del amor y he amado a Julieta infinitamente más que el propio
Romeo; he añorado al padre
escuchando al hijo; he bailado con mis hermanos de alma, patillas y gafas
oscuras; y he envidiado al espontáneo que destrozó aquel verano del 69.
Me he encontrado en
la encrucijada con un amable ex presidiario; he llegado al éxtasis con un
fluido rosa que me elevaba 10
cm del suelo y he temblado de frío rodeado de surfers,
bikinis y buenas vibraciones (mientras una gran bola de fuego se calentaba con
alcohol). He llorado con el hombre de negro, el nuestro, acompañado por un
Dorian Grey argentino y un tipo frágil y genial que había vencido a la pereza.
He perdido las
piernas saltando al ritmo frenético de unos sesentones, que hacían todo lo que
querían dentro y fuera de su isla. He escuchado el retumbar del trueno
conduciendo por la autopista al infierno, he llamado a las puertas del Cielo
uniendo mi voz a la del
Maestro y he caminado sobre el arco iris llevado por la mano
—lenta— de Dios.
He visto a Olivier Durand divertirse haciendo
magia con los dedos mientras Elliott
hacía magia con las palabras; y a Jackson
Browne convirtiendo una gira en poesía, sentado en la oscuridad de la luz;
he visto al siempre joven Neil
rasgando la guitarra sobre un caballo loco; a Graham Parker, afónico, loco por cantar, y al loco de Cocker desafiando a una orquesta
sinfónica con su maravillosa voz desgajada.
He contado cuervos
viéndolos desde arriba, como un pachá; y a unos halcones sonrientes desde sólo
unos metros más abajo; y he volado con tres viejas águilas al reencuentro de un
solitario y misterioso hotel de la Costa Oeste. He conocido a los peregrinos mucho
antes de ser descubiertos y he asistido al apocalipsis sinfónico del Génesis; me he mojado con los chicos
del agua, junto a un triste pescador, y tomado unas cervezas con cuatro viejos
amigos y una señora azul, ahora más triste y más sola; he revivido el blues
alegre de la otra Bonnie y he paladeado
el sonido elegante del otro Bryan,
el dandi.
Me he postrado ante
el rey del blues, y ante sus satánicas majestades y ante el rey de América, que
se llamaba Elvis pero era inglés; he
escuchado a Tom Waits reencarnado en
la pura elegancia femenina; y me he emocionado ante al espíritu de una Reina
narcisista reencarnada en el piano genial de una reina tímida, calva y con
gafas imposibles.
He visto a un
extraterrestre renegar del polvo de estrellas y a un envejecido trovador renegar
del humo mortal. He visto el farol del Bulevar
brillando con la misma fuerza en la multitud y en la soledad, pero siempre a mi
lado; he madurado al mismo tiempo que los Secretos
de mi adolescencia, a uno y otro lado del bulevar de los sueños rotos; y he
brindado por la eterna juventud con un Tequila,
solo y en compañía de otros. He compartido la sabia y poética locura de un tipo
fuerte, feo y formal que no era John Wayne, y he bailado a los pies de un
surfer en una gigantesca playa verde con nombre de río.
He volado por la bella Irlanda y la verde Galicia al
mismo tiempo, con los Jefes y un novato; y he visto a un irlandés subir de Madrid al cielo, al lado de
unos pretendientes que cantaban a un amigo que ya no estaba allí. He vuelto a
tener 15 años durante unas horas de sorias, venecias, gatas y gaviotas; y
durante unos minutos, he sentido lo fría, distante y aburrida que puede ser Alaska. Y he ardido a placer bajo las
añoradas escaleras del Sol, mientras movía mis caderas al ritmo de los Stones y el queridísmo Eric Burdon.
He compartido plaza
con una princesa yonky y un capitán, y he sentido el temblor de un gordo que
dominaba el escenario a ritmo de rockabilly. He vibrado con una vieja voz de
blues (white) que un día se rodeó de animales incomprendidos. He saltado y
gritado con mi generación tras unos ojos azules y un micro volante; y una y
otra vez he vuelto a escuchar al poeta de blanca melena preguntarme si sé para
qué estoy aquí, mientras me cuenta la historia de América, y la tuya y la mía.
He lamentado muchos
conciertos que no vi, y alguno que sí vi; he repetido muchos otros, que siempre
fueron irrepetibles; y he esperado 25 años la vuelta a la plaza de un gamberro roquero,
sensible y futbolero, que tal vez nunca llegue (pero “no quiero hablar de
ello”).
He perdido la voz
gritando en plazas, estadios, rockódromos, velódromos, garitos, playas… He
tocado la guitarra (o la cerveza) sin descanso; he aplaudido y vitoreado, y he
echado de menos saber silbar; he escuchado, he sentido, he vivido cientos de
canciones, miles de instantes mágicos que no se perderán en el tiempo como
lágrimas en la lluvia, porque están grabados a piedra en la memoria y en el
corazón. Más de 30 años de conciertos, que son todos los que están pero no
están todos los que fueron, ni todos los que pudieron ser. Ni, por supuesto,
todos los que serán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario