“Todo
lo que no se da, se pierde”. Son las palabras que abren el último libro de Dominique Lapierre, India mon amour; ocho palabras que
encierran en cada letra todo el alma generosa y espiritual de ese misterio
gigantesco y extremo que es la India. “Todo lo que no se da, se pierde”. ¿Se lo
imaginan, aplicado a nuestro día a día; al de todos y cada uno de nosotros en
todas y cada una de nuestras acciones? Imposible, ¿verdad? Inalcanzable.
Lejanísimo. Ajeno, cuando menos. “Que den los otros -justificaremos- que
bastante tengo con lo mío”. Y será verdad. El libro de Lapierre continúa con
una anécdota implacable, que desmorona nuestra vaga excusa como un castillo de
naipes bajo los efectos de un terremoto grado 9 en la escala de Richter. Una
niña que vuelve de la escuela, cargada de libros y cuadernos, probablemente sin
haber probado bocado desde la mañana; y no mucho, tampoco, el día anterior. El
escritor le ofrece una galleta que ella agradece “como si le hubiera puesto la
luna en la mano” y sigue su camino. A los pocos pasos, la niña se cruza con un
perro famélico, sin pensárselo un segundo parte la galleta en dos y le da la
mitad al pobre animal. “La India me acababa de dar la lección más bella de
todas acerca de lo que significa compartir”, remata Dominique Lapierre.
“Todo
lo que no se da, se pierde” dice el proverbio indio. “Ama hasta que te duela.
Si te duele, es buena señal” decía la Madre
Teresa de Calcuta. Amar, dar, darse... Vivimos en un mundo que parece
venerar justo el extremo opuesto de lo que aquella niña india o la Madre Teresa
nos quisieron enseñar. Afortunadamente, algunos seres humanos –muy humanos-
nivelan la balanza hacia el lado de lo extraordinario. El misionero español Christopher Hartley Sartorius, por
ejemplo, que lleva dándose a los demás
desde que se ordenó sacerdote. Eligió el camino espinoso, antes que el
purpurado. Primero, en el Bronx; durante 13 años sirvió a los más pobres y
marginados de la comunidad hispana en este barrio neoyorquino; allí se ganó el
respeto y el cariño de todos sus feligreses y también de los que no lo eran. El
secreto es que a unos y otros el padre Christopher los amaba por igual, y a
unos y otros se daba por igual.
“Ama
hasta que te duela. Si te duele es buena señal”. Una lección que el misionero aprendió
(y practicó) sobradamente al lado de Madre
Teresa, en los años que compartió con ella en Calcuta. Allí conoció la más
profunda miseria, y también el más profundo amor; y lo aprendió directamente de
quien mejor lo conocía y quien mejor lo ejercía. “Ella para mí fue, sobre todo,
madre; madre de mi vocación. Me enseñó a amar con un amor que yo jamás había
conocido. Me enseñó que el amor es terco y tenaz. Me enseñó a reconocer el
rostro del Crucificado en cada pobre. Que la vida es don y por eso sólo tiene
sentido cuando se entrega. Me enseñó que la vida es una maravillosa aventura y
que sólo de nosotros depende vivirla apasionadamente o conformarnos con
existencias irrelevantes.”
Vida de bestias
El padre Christopher siempre ha elegido vivir su
vida apasionadamente y, desde luego, su existencia no ha sido irrelevante. Ni
para los habitantes del Bronx, ni para los pobres de Calcuta ni, sobre todo,
para los trabajadores del azúcar en los bateyes dominicanos. El 5 de septiembre de 1997,
justo el día en que murió la Madre Teresa, él llegaba a un nuevo rincón de
miseria: San José de los Llanos, en la República Dominicana. Allí, los
emigrantes haitianos que acudían a los cañaverales –a menudo engañados o
directamente forzados-, malvivían en condiciones de semi esclavitud, explotados
como animales, trabajando jornadas de catorce horas por unos céntimos,
hacinados en barracones sin luz ni agua ni camas; ni dignidad. “Viviendo vida
de bestias”. El padre Christopher luchó por ellos y por sus derechos, se
enfrentó a los señores de las plantaciones (la familia Vicini y otras) y
logró llevar luz y agua a 60 poblados, crear comedores para los niños y, por
primera vez en la historia, un contrato que establecía un día de descanso a la
semana, una cama por trabajador y un sueldo por jornada, mísero pero en metálico
(hasta entonces cobraban su miseria en vales canjeables únicamente en los
economatos de los campamentos). Además, levantó un centro educativo, un taller
de costura, una unidad de atención primaria y un hospital de 100 camas
especializado en atención materno-infantil. Y también les llevó a Dios. Siguiendo
a rajatabla la Doctrina Social de la Iglesia y las palabras que el propio Juan
Pablo II pronunció en su ordenación (“Comprometeos en todas las causas
justas de los trabajadores”), recorrió cada día los campamentos clandestinos en
su maltrecha furgoneta, para recordarles que Él está siempre con los más
pobres.
Su recompensa, el amor inquebrantable de su gente… y
el odio cobarde de los magnates del azúcar, que vieron en él una amenaza para su
negocio y su poder. En 2006, tras recibir numerosas amenazas de muerte (“Díganle
a ese reverendo que un día va a parecer en un carril de lodo con la boca
llena de moscas”) la propia Iglesia lo apartó de los bateyes y del peligro y lo
llevó de vuelta a Europa, desde donde continuó su lucha contra la injusticia y
la miseria, a través de documentales, exposiciones fotográficas, reportajes...
“Dar
hasta que duela y cuando duela dar todavía más”. Después de su batalla
dominicana, el padre Christopher buscó el rincón más pobre, miserable y
peligroso de África en el que pudiera continuar su labor misionera, y lo
encontró en Gode, Etiopía, hace siete años. Terrorismo, guerras, niños
soldados, hambre, enfermedades, desierto, olvido… el lugar perfecto para
comenzar de cero una nueva misión al servicio de los desfavorecidos. Una
oportunidad de llevar un mensaje de esperanza –que se traduce en educación,
asistencia sanitaria, higiene, agricultura- en medio de la desolación. Pero aun
allí, a millones de kilómetros de ninguna parte, mientras observa el polvoriento
anochecer a orillas del Wabe Shebele, el corazón del padre Christopher permanece
en San José de los Llanos, junto a la doctora Noemí Méndez (su sucesora en la lucha y en la vida amenazada),
junto a Bubona, Fefa, Pedro, Roberta, Rafelina, Santiago, Toni, Lidia y todos
los demás trabajadores de la caña en los campos y bateyes dominicanos y sus hijos,
hoy un poco menos esclavos, un poco más personas gracias al amor, a la entrega
y al coraje de quien lleva dándose toda una vida.
Su historia, su lucha, su misión es un ejemplo para todos, creyentes y no creyentes. Es uno de los capítulos más intensos de mi libro "La muerte del egoísmo". Hay que leerla. Y atesorarla. Es la mejor manera de
que no olvidemos a quienes no tienen la suerte de estar en nuestro lugar.
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