miércoles, 29 de septiembre de 2021

Juicios, prejuicios y puntos de vista

 


Imagina la escena: una callejuela de Londres, una mujer apoyada sobre la pared y un skinhead corriendo en su dirección. Cambio de plano: el skinhead en realidad se dirige a toda velocidad hacia un hombre trajeado que se vuelve aterrorizado y se protege con su cartera (o protege su cartera) del violento agresor. Cambio de plano: una tonelada de ladrillos está a punto de caer sobre la cabeza del hombre trajeado y el skinhead se abalanza sobre él para salvarle, literalmente, la vida. «Solo cuando ves la imagen completa puedes entender realmente lo que sucede», concluye el mítico spot “Point of view” (1986) del diario británico The Guardian. Bastan tres planos y treinta segundos para lanzarnos un mensaje demoledor. La enorme facilidad que tenemos todos –todos- para juzgar por las apariencias. Y generalmente para mal. Será que tenemos tendencia natural -o adquirida- a lo negativo.

Maquiavelo, que era un tipo sabio y en realidad nada malvado –los malos eran los príncipes sobre los que escribió- lo expresó con claridad: «En general, las personas juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver pero pocos comprenden lo que ven». Y tenía toda la razón. Y aún se quedaba corto. Porque además de juzgar –y condenar- por las apariencias, por lo que ven nuestros ojos, juzgamos guiados por nuestros prejuicios. Y ese sistema de evaluación basado en prejuicios –casualmente siempre negativos- es uno de los grandes males del mundo desde que es mundo.

 

Yo juzgo, tú juzgas, él juzga… Todos juzgamos

Pero cuidado, no es solo cosa de padres reaccionarios que no comprenden a sus hijos o son incapaces de entender los nuevos tiempos, como cantaba DylanCome mothers and fathers / Throughout the land / And don't criticize / What you can't understand. Es cosa de todos y cada uno de nosotros. ¿O es que acaso tú mismo -sí, tú- no has pensado alguna vez que ese tipo con rastas es un antisistema, o que esa pija es facha por llevar una pulsera rojigualda, o que esos gitanos están trapicheando con droga, seguro, que es que se les ve…? O que esa rubia buenorra se ha operado, fijo; y ese cachas seguro que es un machista violento y estúpido; o que esos adolescentes que se ríen tanto van puestos hasta las cejas; o que ese negro es un inmigrante ilegal y una amenaza real…



Sí. Todos los días juzgamos con malos ojos, con prejuicios y superficialidad. Porque es más cómodo reafirmarnos en nuestra visión que reconocer otra verdad, otro punto de vista. Aunque estemos ciegos. Quizá por eso nos guste tanto aparentar y mirar por encima en lugar de profundizar, conocer, entender. En esta sociedad de haters sin fronteras, de calumnias virulentas y vanidad ilimitada, la empatía debería ser asignatura obligatoria. En los colegios, en las universidades, en las empresas, en las canchas y, sobre todo, en la política.

Porque, para tener perspectiva (el “big picture” del spot de The Guardian), también es muy importante detenerse en los detalles. En los motivos. En las razones. Ver de cerca, mirar adentro, más allá del envoltorio. El árbol y el bosque. Y así entender los diferentes puntos de vista, que pueden ser tan válidos como el nuestro, o más. Porque nadie tiene la razón absoluta. Nadie. Y menos tú o yo. Así que, antes de juzgar (de opinar, de tuitear, de criticar, de machacar, de insultar), trata de ver el cuadro completo.

Si todos pusiéramos nuestro granito de arena, quizá el mundo sería un poco más amable. Y ya, si en cada opinión o comentario, en cada juicio, tratáramos de aportar en lugar de patear (o sea, mirar en positivo), significaría que aún tenemos remedio. «Odio los juicios que sólo aplastan y no transforman», nos dijo el escritor Elias Canetti. Y unos siglos antes, Sócrates nos sugería: «Sé amable con todo el mundo, pues cada persona libra algún tipo de batalla». Sobran las explicaciones.

 

El incidente del ascensor

Y ya que estamos en positivo, viene al caso una divertida anécdota presuntamente verídica (aunque con múltiples versiones y protagonistas) sobre esto de los prejuicios y las apariencias. Las Vegas. Una señora de mediana edad, Karen, entra en el ascensor de un hotel-casino. Lleva un cubo lleno de monedas que acaba de ganar en la máquina tragaperras, con la intención de guardarlas en su habitación. Pero –¡horror!- dentro del ascensor la esperan dos hombres negros –uno de ellos realmente alto y fuerte- que mantienen la puerta abierta para que ella entre. Y ella entra. Agarrada a su cubo de monedas como si en ello le fuera la vida, Karen ve cómo se cierran las puertas del ascensor. Uno de los hombres le pregunta por su piso (“Hit the floor, lady”), pero ella, en su pequeña paranoia mental, entiende: “¡Tírese al suelo, señora!” Y Karen se tira al suelo y todas sus monedas se desparraman por el ascensor.

Los dos hombres negros, aguantando la risa como pueden, ayudan a la pobre –y avergonzada- Karen a recoger sus ganancias y le explican que solo quieren saber a qué planta va para apretar el botón. Cuando el ascensor se detiene en la planta de Karen, ambos, muy galantes, la acompañan hasta su habitación. Karen entra y cierra la puerta. Suspira, entre el alivio y el bochorno. Y tras la puerta, escucha las carcajadas –ya sin disimulo- de los dos hombres negros. A la mañana siguiente, Karen recibe en su habitación una hermosa docena de rosas. Y una nota que dice: «Gracias por la mejor carcajada que he tenido en muchos años. Eddie Murphy». (Según esta versión, el amigo "alto y fuerte" era el mismísimo Michael Jordan).



lunes, 27 de septiembre de 2021

Pero qué pequeños somos...

 


«El mar te pone en tu sitio. Al océano no le importa que tú estés ahí. Él hará siempre lo que tenga que hacer.» Esta reflexión se la escuché al escritor Don Winslow hace unos años, en un encuentro con sus lectores. El autor de El poder del perro, El cártel y La frontera, además de gran experto en el submundo del narcotráfico, es un consumado surfer y, como tal, muy consciente de la grandiosidad del océano, de su poder ilimitado, y de lo insignificantes que somos los humanos cuando estamos en sus dominios, ya sea sobre una tabla de surf o en el más colosal transatlántico. Apenas una gota de agua, apenas una mota de sal.

El sabio pensamiento de Winslow vale tanto para el océano como para la Naturaleza en general, especialmente en cualquiera de sus variantes catastróficas: inundaciones, tsunami, terremoto, sequía, diluvio, nevada, incendio, pandemia… o esta inédita, traicionera y descomunal erupción que está asolando La Palma y que nos ha recordado, una vez más, nuestra pequeñez frente al poderío incontrolable de la Naturaleza. La misma Naturaleza que exprimimos sin compasión ni previsión, la misma que pretendemos –ingenuamente- tener perfectamente amaestrada. Hasta que se cabrea.

«La proporción entre la obra humana y la naturaleza es la misma que media entre el hombre y Dios». Otro sabio pensamiento, que nos dejó Leonardo da Vinci (un humano que nunca se rindió ante las limitaciones humanas) y que resume certeramente los efectos devastadores, en muchos sentidos, de estas imprevisibles calamidades que nos han asolado últimamente (en un país, por cierto, poco habituado a las calamidades devastadoras, salvo las inundaciones y los incendios anuales), pero que también nos sirven para mirarnos un poco por dentro y obligarnos a reflexionar.  

La primera reflexión es, precisamente, lo pequeños que somos frente al poder y la imprevisibilidad de la Naturaleza. Simples hormiguitas indefensas. Por si alguno (que los hay) seguía creyéndose el ombligo del Universo, el maldito bicho y la inesperada erupción le han tenido que derribar de un plumazo los pilares de su ego y arrasar su desfasada idea de que el Hombre es Dios. No importa lo que hagamos, lo que inventemos, lo que construyamos, lo que tratemos de prever para protegernos, para sentirnos fuertes y seguros: la Naturaleza -o Dios, según cada cual- nos volverá a poner siempre en nuestro sitio, en nuestra verdadera dimensión. Hormiguitas, repito. Con alma, con razón, con enormes capacidades para crear, inventar, sentir y hacer muchas cosas buenas -y también malas- pero hormiguitas al fin y al cabo. Ladrillos en el muro, que diría Pink Floyd.

 


Somos gente solidaria

Hay una segunda reflexión importante: que, salvo las excepciones de turno (gente mala por naturaleza) y los aprovechados de rigor (periodistas y políticos a la cabeza) somos gente bastante solidaria. Lo demostramos en los días peores de la pandemia, en los que cada hogar era un taller de confección de EPIs, una cocina industrial, una fábrica de ánimos virtuales o una academia de creatividad multidisciplinar; lo mismo que miles de empresas -grandes, medianas y pequeñas- que además estar pasando lo suyo no dudaron un segundo en remangarse y sacar su lado más altruista, colaborativo y ejemplar (repartiendo zapatillas, regalando alimentos, facilitando transporte, fabricando material esencial…). Lo demostramos nuevamente durante la gran nevada que asoló el centro de España, poniendo los todoterrenos particulares a disposición de enfermos y sanitarios, liberando calles vecinales a base de pico y pala o simplemente llevando la compra a las personas mayores para que no se jugaran la vida en esas pistas de patinaje que unos días antes eran aceras. Lo demostramos en cada incendio incontrolable, en cada inundación salvaje, en cada catástrofe ferroviaria o terrorista, en cada desgracia humana, individual o colectiva.

Sí. Tenemos nuestros defectos, pero somos un país bastante solidario, a pesar de todo. Número uno mundial en donaciones y trasplantes de órganos, líderes en voluntariado y cooperación en todo tipo de causas (el 86% de los españoles ha colaborado en una ong), con unos profesionales (UME, sanitarios, bomberos, Guardia Civil…) admirados en todo el mundo y uno de los países más concienciados con la inmigración (a pesar de lo que digan por ahí) y la lucha contra la pobreza en el tercer mundo (mucha ong y aún más misiones). Para que luego digan que la envidia es nuestro pecado nacional (salvo si entramos en twitter).

 


Si quieres hacer reír a Dios...

El cielo ha caído sobre nuestras cabezas (que diría Astérix) más de lo habitual últimamente. Ha generado mucho dolor y sufrimiento y ha agravado la crisis un poco más (otro palo en la rueda). Pero, como siempre hemos hecho, saldremos de ésta. Con nuestro proverbial espíritu de superación y con ese espíritu solidario del que debemos sentirnos orgullosos. Pero también, esperemos, tomando conciencia de lo pequeños e insignificantes que somos frente a los caprichos de la Naturaleza. Asumiendo que toda nuestra ingenua arrogancia, nuestra inteligencia presuntamente superior y nuestra desenfrenada ambición de dominar el planeta poco valen si un temporal de nieve más o menos intenso es capaz de paralizar medio país, un volcán implacable e imparable asola cuanto se abre a su paso sin que podamos hacer nada, salvo huir y rezar, y un bichito desatado nos recuerda que somos (casi) tan frágiles y vulnerables como lo éramos en la Edad Media.

 Pues eso, «si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes», nos enseñó Woody Allen

 


miércoles, 8 de septiembre de 2021

NO ME JUZGUES

 


No me juzgues.

Porque no tienes ni idea.

No sabes nada de mí.

Quién soy, cómo soy

Lo que pienso, lo que creo

Lo que siento.

No me juzgues por lo que ves

Porque no ves lo que llevo dentro.

 

No me juzgues.

Porque no sabes nada de mí.

No conoces mis causas

Mis anhelos,

Mis batallas o mis desvelos.

No sabes cuánto quiero

Ni cuánto amo ni cuánto entrego.

No sabes en qué creo

Ni qué poco me importan

Todas esas cosas

Que forjan tus deseos

 

No me juzgues.

Porque no tienes ni idea.

No sabes por qué estoy herido

Ni por qué, de tiempo en tiempo,

Me siento perdido.

No me juzgues por no tener

Lo que en realidad no quiero.

Lo que a ti te pierde

Quizá no forme parte de mi juego.

 

No me juzgues

Por aquello en lo que creo.

No cuestiones mi fe

Ni mis firmes valores

Ni mi férrea lealtad

A lo que me mantiene en pie.

No te burles

De lo que eres incapaz de apreciar

No menosprecies aquello

Que, desde tu necia ceguera,

Nunca podrás entender,

Valorar o alcanzar.

 

No me juzgues

Por mis fracasos,

Por mis caídas, por mis miedos.

Porque no sabes lo que aprendí

De cada uno de ellos.

No me juzgues

Por mi apariencia

Sin adentrarte en mi interior

Si no sabes de qué me río

O por qué lloro

Qué me conmueve hasta el delirio

O qué me estremece hasta el dolor.

No me juzgues

Según tu criterio

De lo que es malo o bueno

Porque yo no soy tú

Ni pretendo serlo.

 

No me juzgues

Por cómo visto, por cómo hablo

Porque sea lento o incapaz

Por no ser un ser perfecto.

No me juzgues

Por mi discapacidad

Si no sabes valorar mi esfuerzo.

No me juzgues

Por los zapatos que calzo

-gastados, ajados, cansados-

Hasta calzarlos tú mismo.

Hasta que sientas el dolor en tus pies

Al recorrer mi camino.

 

No me juzgues

Si mi forma de amar es diferente

O si añoro la soledad

O si prefiero el pasado

A lo que vendrá.

No me juzgues

Por mis callados silencios

Ni cuestiones mi verdad

Solo porque no es la tuya.

No me juzgues

Si no pido más y más

Y elijo ser feliz

Con lo que tengo.

 

No me juzgues

Por mis carencias.

No me vejes si soy torpe,

Quizá no tenga tu destreza.

No me desprecies por mis dudas

Quizá no tenga tus certezas.

No me juzgues.

No poses en mí

Tu mirada torcida

Ni me midas con tu medida.

Porque yo no soy tú

Ni mi vida es tu vida.

 

No me juzgues

Desde tu atalaya moral.

Desde esa torre de marfil

Tan baja, tan vana, tan frágil

Que se sostiene en mí.

Desde esa falsa superioridad

Que oculta tus complejos.

Tan endeble, tan insegura

Que por no mirarse en tu espejo

Tiene que reflejarse en mí.

 

No me juzgues.

Porque nunca serás justo,

Ni certero ni honesto.

Ni tienes por qué hacerlo.

Porque no sabes nada de mí

Quién soy, cómo soy

Lo que pienso, lo que creo.

Lo que siento.

No me juzgues.

No pierdas tu tiempo conmigo.

Sigue tu torvo camino

Y olvida que una vez existí.