martes, 23 de abril de 2013

Real como la vida misma. De Sherlock Holmes a Peter Pan

Arthur Conan Doyle se graduó en la Universidad de Edimburgo en 1881 y abrió una consulta de oculista; seis años después, ante la pertinaz ausencia de pacientes, decidió probar suerte escribiendo un relato detectivesco. Sólo necesitaba un tipo de detective diferente, original; entonces, se acordó de su antiguo profesor, el agudo, observador y deductivo doctor Joseph Bell; ese mismo año de 1887 nació Sherlock Holmes. Como el detective de Conan Doyle, muchos otros personajes novelescos han sido inspirados por personas reales, desde Tom Sawyer o Drácula, hasta Crusoe, Peter Pan o el mismísimo Dr. Jekyll. Y Mr. Hyde, claro.

 
Escocia, finales del siglo XIX, una noche de invierno tras una cacería, alrededor de una reconfortante chimenea. Un eminente cirujano mantiene en vilo a la docena de invitados con sus malabarismos deductivos: “La mayoría de la gente ve, pero no observa. Fijaos: en cierta ocasión entró un hombre en el aula donde yo estaba dando clase. Caballeros, les dije, este hombre ha sido soldado en un regimiento escocés y, probablemente músico de su banda. Les hice observar su fanfarrón modo de caminar y su baja estatura, que demostraba que de ser soldado, tuvo que serlo como músico. Aunque al principio el hombre lo negó acabó confesando que, en efecto, fue gaitero en un regimiento escocés (y además desertor, de ahí su reticencia). Entonces uno de mis alumnos exclamó: El doctor Bell bien pudiera ser Sherlock Holmes. A lo que yo respondí: Mi querido señor, yo soy Sherlock Holmes”.
            En efecto, el propio Conan Doyle reconoció abiertamente su inspiración a la hora de crear al más famoso detective de la literatura universal. El doctor Bell siempre insistía a sus alumnos en la enorme importancia de los pequeños detalles, en el infalible poder de la observación y la deducción, que ponía permanentemente en práctica tanto en sus clases como en sus diagnósticos médicos. Y opinaba que el desarrollo de esta facultad podía transformar la vida monótona de cualquier persona en un mundo emocionante y diferente. Es lo que hizo, con creces, su alumno Conan Doyle.
 
Otro alumno aventajado del profesor Bell fue Robert Louis Stevenson, aunque a la hora de crear al honorable doctor Jekyll y su reverso tenebroso Mr. Hyde no se inspiró en el deductivo doctor, sino en el ciudadano modélico de día y ludópata ladrón de noche William Brodie. Concejal del Ayuntamiento de Edimburgo, próspero comerciante y rector de una comunidad masónica, Brodie ocultaba una vida secreta tras su virtuosa máscara: dos amantes simultáneas, con las que tuvo cinco hijos; robos a bancos y comercios durante más de 18 años (sin levantar sospechas); y una desmedida afición por el juego y los bajos fondos. Su buena racha de impunidad expiró en 1786, tras aliarse con unos ladrones de baja estofa y dar un fallido golpe a las oficinas centrales de recaudación; aunque Brodie logró escapar, uno de sus cómplices lo delató para librarse del destierro. Murió ahorcado el 1 de octubre de 1788… y resucitó casi un siglo después de la mano de Stevenson su obra El diácono Brodie y su doble vida, estrenada en Londres en 1844 y editada dos años más tarde como novela con el inmortal título de El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, que nos mostró “la íntima y primitiva dualidad del hombre”.
 
Otra terrorífica realidad es la que inmortalizó (y nunca mejor dicho) el irlandés Bram Stoker en 1897 con su novela Drácula. Aparte de ciertas leyendas medievales sobre mitos chupasangres y la reconocida inspiración en el relato El Vampiro de William Polidori (doctor personal de Lord Byron, cuyo carácter inspiró a su vez este primigenio relato vampírico), el protagonista de la obra de Stoker nació en la Rumanía del siglo XV bajo el apelativo de Vlad V. el Empalador, también conocido como Draculaea, que significa “hijo del demonio” en rumano. Este tirano, que gobernó Valaquia entre 1452 a 1462, hizo alarde de su brutal sadismo en guerras y represalias posteriores, llegando a empalar en largas estacas a más 40.000 prisioneros. Stoker también pudo haberse inspirado en la sanguinaria condesa húngara Isabel Bathory, que pretendía conservar su hermosura bañándose en la sangre de jóvenes doncellas, a las que torturaba y desangraba colgándolas en cadenas. Finalmente, la sádica condesa fue condenada a morir emparedada, episodio que aparece reflejado en el cuento de Stoker El huésped de Drácula.

Más amable resulta el personaje de Robin Hood, ladrón legendario donde los haya, y al que se refiere un manuscrito descubierto recientemente en la biblioteca de la famosa Escuela Eton, fundada por Enrique VI en 1440: “En esta época, según la opinión popular, un ladrón con el nombre de Robin Hood y sus cómplices, infectaron Sherwood y otras regiones respetables y honradas de Inglaterra con sus continuos robos”. La referencia no es más que una breve anotación al margen de un libro de historia, el Polychronico, escrita en latín al parecer por un monje anónimo. No es mucho, pero al menos abre la posibilidad de que personaje tan universalmente atractivo fuera una realidad; aunque no sepamos si, efectivamente, robaba a los ricos para dárselo a los pobres o para redecorar su castillo.
 
Cierta noche de 1704, en algún lugar de los Mares del Sur, tuvo lugar una acalorada discusión a bordo de un barco pirata entre el capitán y su primer piloto, de nombre Alexander Selkirk. Tras el altercado, el piloto fue abandonado en la deshabitada isla de Juan Fernández, en la que permaneció durante cuatro largos y solitarios años. Rescatado en 1709, Selkirk fue trasladado a Inglaterra, donde el periodista Daniel Defoe conoció su aventura (o desventura) y rescribió en 1719 bajo el título de "La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe”, oficialmente la primera novela de habla inglesa. Es posible que Dafoe se inspirara también en las peripecias del español Pedro Serrano, que en 1526 naufragó en algún punto del Caribe y permaneció ocho años en un islote perdido, con uno de sus marineros, sin agua potable y sin apenas comida pero con mucho ingenio, valor y esperanza.
 
Por orden del tirano Hessler, el arquero Guillermo Tell disparó a una manzana colocada sobre la cabeza de su propio hijo, Walter, desde una distancia de 150 pasos. Su delito, no haberse inclinado ante el paso del invasor austriaco. El certero disparo y los sucesos que luego acontecieron fueron recogidos por primera vez 200 años después en las crónicas suizas del escritor Aegiidius Tschudi, en el siglo XVI. Al parecer se inspiró en multitud de leyendas y relatos de arqueros medievales, pero especialmente en uno: el escocés Gilpatrick, que fue obligado a disparar su flecha contra un huevo colocado sobre la cabeza de su hijo. Por obra y gracia de Tschudi, el arquero escocés se convirtió en el personaje más popular del folklore suizo.
            También la literatura infantil tiene sus mágicos personajes reales. Tal es el caso de la Alicia de Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll. Su famoso cuento está lleno de referencias a la vida, la sociedad y los conocidos del escritor, pero su inspiración indiscutible es su amiga de la infancia Alice Pleasance Liddell. El cuento nació una calurosa tarde de julio de 1862, de picnic a orillas del Támesis con las tres hermanas Liddle; Dodgson comenzó a relatar una serie de historias disparatadas a las que llamó "Las aventuras subterráneas de Alicia" , y que encandilaron a las tres niñas, especialmente a Alice. Cuatro meses después, comenzó a escribir el manuscrito y a dibujar las ilustraciones. Finalmente se publicó en 1865, dedicado a Alice Liddell; como detalle final, el autor incluyó un retrato ovalado de la niña en la última página.
 
 
Un caso muy similar al de Alicia y Alice Liddle es el de Peter Pan y Peter Llewelyn Davies. El escritor James M. Barrie, gran amigo de la familia, comenzó a desarrollar la idea de su relato a partir de la amistad con Peter y sus hermanos, con los que jugaba a menudo y para los que creaba pequeñas obras de teatro que ellos mismos representaban. Esa convivencia, trufada de juegos y aventuras imaginarias, se plasmó primero en una obra de teatro, Peter Pan (1904) y luego en un libro, Peter Pan y Wendy (1911), que más tarde el propio Barry desarrolló en otros relatos y novelas. También Mark Twain recogió experiencias de su entorno vital para plasmarlas en sus geniales aventuras de Tom Sawyer; Tía Polly estaba inspirada en su madre y Tom en el propio escritor, junto con rasgos de “tres amigos”; Hunkleberry Finn era Tom Blankenship, el hijo del borracho de su pueblo, Hannibal (Missouri); y, según reconoce él mismo: “La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad; uno o dos me han ocurrido a mí mismo; el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela”.

Para crear su legendario personaje El Zorro, Johnston McCulley se inspiró en bandidos reales de California durante la Fiebre del Oro, a mediados del s. XIX; uno de ellos fue Joaquín Murrieta, también conocido como el Robin Hood de El Dorado, forajido para unos y para otros héroe patriótico y símbolo de la resistencia contra la dominación yanqui en California.  Muchos otros personajes de la ficción literaria fueron personas reales antes de nacer: el Conde Montecristo fue el inocente zapatero Picaud; James Bond fue un tímido ornitólogo de nombre… James Bond; Cyrano de Bergerac, escritor, poeta y militar vivió realmente en el s. XVII con el nombre de Cyrano de Bergerac Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac; y el estricto capitán Blight fue tan real como el motín del HMS Bounty, 146 años antes de que fuera encarnado magistralmente por Charles Laughton en el cine.
 
 
 
 
 

jueves, 18 de abril de 2013

Es país para viejos (obligado homenaje a nuestros mayores).


En la durísima novela de Cormac McCarthy, el estado fronterizo de Texas no es país para viejos porque el sádico y frío Anton Chigurh se encarga de que muy pocos lleguen a la edad madura. Pero España no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y cada año son más nuestros mayores. Más en número y más en edad. La clave está en cómo transcurre su vejez, con qué grado de dignidad, o de soledad, o de compasión. La clave está en cuánto amor les entregamos nosotros, todos, para mantener viva su llama.
 

Vivimos malos tiempos para los abuelos. A lo largo de los últimos años hemos logrado dinamitar los dos pilares básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad humana. La mismísima Declaración Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida, especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven abandonados, marginados, olvidados...).
    Y si además vivimos en una sociedad donde se escuchan cada vez más altas las voces en pro de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer paso hacia el cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa quizá, es nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado, nos auto convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra razón y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo estorban. Un lastre indeseado e incómodo. 
 
Asesinato por compasión
Y claro, en nombre de la muerte digna haremos como esas dos entrañables y simpáticas asesinas de “Arsénico por compasión”, que se deshacían con toda amabilidad (y un té envenenado) de los viejos solitarios que tenían la desgracia de aterrizar en su pensión, y cuyos cadáveres enterraban cuidadosamente en el sótano, a espaldas del mundo, del agente de policía O’Hara y especialmente de su sobrino Mortimer Brewster (grandísimo Cary Grant en la versión cinematográfica de Frank Capra). Ya lo hizo, con la misma excusa de la compasión, el asesino en serie de Olot, quien envenenó a once octogenarios que estaban a su cuidado en el centro geriátrico La Caritat (cruel paradoja), donde trabajaba como celador. Pero Joan Vila, que “ayudó a morir” a los once ancianos inyectándoles lejía, está más cerca del siniestro doctor Montes que de las encantadoras tía Abby y tía Martha Brewster, partiendo de que ni unos ni otras tienen derecho a decidir quién puede vivir y quién debe morir, y mucho menos a ser el brazo ejecutor. Eso se llama jugar a ser Dios. O, cuando menos, Anton Chigurh, el asesino de “No es país para viejos”.
 
Por supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren enfermedades terribles, que malviven con míseras pensiones, que se encuentran desvalidos y abandonados a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en degradante turno, que  permanecen anestesiados durante horas frente al televisor, que simplemente estorban y han perdido toda ilusión por vivir. Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de Caridad del periódico un domingo cualquiera, o pasarse por un comedor social de Cáritas un día cualquiera, o visitar un centro geriátrico cualquiera en cualquier pueblo o ciudad de España. La tristeza y la soledad golpean sin piedad sus almas, y la pobreza y los malos tratos golpean sus cuerpos con inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay que escatimar cariño ni cuidados; todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, como familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el ombligo y mirar más sus arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los “cuidados paliativos” a su sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los abuelos son lo mejor que tenemos y lo que más debemos cuidar.
 
Envejecimiento Activo
Decía García Márquez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Puede que los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el criterio de un celador, un médico o un familiar, cualesquiera que sean sus intenciones últimas, sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto. Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores, nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más, lo siguen dando. Si les dejamos. Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, «sólo los padres están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto». «Son como libros vivientes y archivos de la familia», añade Kornhaber. Son también el elemento transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria, religiosidad, sacrificio, humanidad...
 
 
«Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida»; muchos de nuestros mayores siguen la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece rápidamente, las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más importante, con su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas enfermas o dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo ahora, en estos tiempos de crisis, en que son los abuelos quienes han sustituido a las guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus escasos ingresos con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les falte un pollo en su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.
        O como Laura, que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés («aunque jamás lo hablaré»), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7 años. O como Alfredo, que a pesar de arrastrar una hemiplejia desde hace treinta años, hoy, a sus casi ochenta, no ha perdido un ápice de ánimo ni de humor ni de pasión por el fútbol y los paseos. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle: «tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír». O como Ina, que trabajó durante 60 años en la misma familia, primero cuidando a los hijos y luego a los nietos, hasta que la salud se lo permitió; y en sus últimos años fue ella la que se dejó mimar por unos y otros, que fueron su verdadera familia (su familia “de sangre” se desentendió de Ina muchos años atrás). O como Íñigo, que a sus setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de tres décadas en Zarauz; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman más de siglo y medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a la sociedad. Sólo tenemos que dejarles.
 
Ya sabes, si tienes una persona mayor en tu familia, cuídala, mímala, llénala de afecto y de nietos, haz que se sienta útil; y, sobre todo, querida. Y si ves un anciano por la calle o en el parque, salúdale como si le conocieras, sonríele con sinceridad e incluso siéntate a charlar con él. Seguro que te lo agradecerá infinitamente; y seguro que tú aprendes una valiosa lección (de historia, de generosidad, de humanidad). Dice un proverbio oriental “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de pagárselo. Y con intereses.