Arthur Conan Doyle se graduó
en la Universidad
de Edimburgo en 1881 y abrió una consulta de oculista; seis años después, ante
la pertinaz ausencia de pacientes, decidió probar suerte escribiendo un relato
detectivesco. Sólo necesitaba un tipo de detective diferente, original;
entonces, se acordó de su antiguo profesor, el agudo, observador y deductivo
doctor Joseph Bell; ese mismo año de 1887 nació Sherlock Holmes. Como el
detective de Conan Doyle, muchos otros personajes novelescos han sido
inspirados por personas reales, desde Tom Sawyer o Drácula, hasta Crusoe, Peter
Pan o el mismísimo Dr. Jekyll. Y Mr. Hyde, claro.
Escocia, finales del siglo XIX, una noche de invierno tras una cacería,
alrededor de una reconfortante chimenea. Un eminente cirujano mantiene en vilo
a la docena de invitados con sus malabarismos deductivos: “La mayoría de la
gente ve, pero no observa. Fijaos: en cierta ocasión entró un hombre en el aula
donde yo estaba dando clase. Caballeros, les dije, este hombre ha sido soldado
en un regimiento escocés y, probablemente músico de su banda. Les hice observar
su fanfarrón modo de caminar y su baja estatura, que demostraba que de ser
soldado, tuvo que serlo como músico. Aunque al principio el hombre lo negó
acabó confesando que, en efecto, fue gaitero en un regimiento escocés (y además
desertor, de ahí su reticencia). Entonces uno de mis alumnos exclamó: El doctor
Bell bien pudiera ser Sherlock Holmes. A lo que yo respondí: Mi querido señor,
yo soy Sherlock Holmes”.
En efecto, el propio
Conan Doyle reconoció abiertamente su inspiración a la hora de crear al más
famoso detective de la literatura universal. El doctor Bell siempre insistía a
sus alumnos en la enorme importancia de los pequeños detalles, en el infalible
poder de la observación y la deducción, que ponía permanentemente en práctica
tanto en sus clases como en sus diagnósticos médicos. Y opinaba que el
desarrollo de esta facultad podía transformar la vida monótona de cualquier
persona en un mundo emocionante y diferente. Es lo que hizo, con creces, su
alumno Conan Doyle.
Otro alumno aventajado del
profesor Bell fue Robert Louis Stevenson, aunque a la hora de crear al
honorable doctor Jekyll y su reverso tenebroso Mr. Hyde no se inspiró en el
deductivo doctor, sino en el ciudadano modélico de día y ludópata ladrón de
noche William Brodie. Concejal del Ayuntamiento de Edimburgo, próspero
comerciante y rector de una comunidad masónica, Brodie ocultaba una vida
secreta tras su virtuosa máscara: dos amantes simultáneas, con las que tuvo cinco
hijos; robos a bancos y comercios durante más de 18 años (sin levantar
sospechas); y una desmedida afición por el juego y los bajos fondos. Su buena
racha de impunidad expiró en 1786, tras aliarse con unos ladrones de baja
estofa y dar un fallido golpe a las oficinas centrales de recaudación; aunque
Brodie logró escapar, uno de sus cómplices lo delató para librarse del
destierro. Murió ahorcado el 1 de octubre de 1788… y resucitó casi un siglo
después de la mano de Stevenson su obra El
diácono Brodie y su doble vida, estrenada en Londres en 1844 y editada dos
años más tarde como novela con el inmortal título de El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, que nos mostró “la
íntima y primitiva dualidad del hombre”.
Otra terrorífica
realidad es la que inmortalizó (y nunca mejor dicho) el irlandés Bram Stoker en
1897 con su novela Drácula. Aparte de
ciertas leyendas medievales sobre mitos chupasangres y la reconocida
inspiración en el relato El Vampiro
de William Polidori (doctor personal de Lord Byron, cuyo carácter inspiró a su
vez este primigenio relato vampírico), el protagonista de la obra de Stoker
nació en la Rumanía
del siglo XV bajo el apelativo de Vlad V. el
Empalador, también conocido como Draculaea,
que significa “hijo del demonio” en rumano. Este tirano, que gobernó Valaquia
entre 1452 a
1462, hizo alarde de su brutal sadismo en guerras y represalias posteriores,
llegando a empalar en largas estacas a más 40.000 prisioneros. Stoker también
pudo haberse inspirado en la sanguinaria condesa húngara Isabel Bathory, que
pretendía conservar su hermosura bañándose en la sangre de jóvenes doncellas, a
las que torturaba y desangraba colgándolas en cadenas. Finalmente, la sádica
condesa fue condenada a morir emparedada, episodio que aparece reflejado en el
cuento de Stoker El huésped de Drácula.
Más amable resulta el personaje de Robin Hood, ladrón legendario donde los haya, y al que se refiere un manuscrito descubierto recientemente en la biblioteca de la famosa Escuela Eton, fundada por Enrique VI en 1440: “En esta época, según la opinión popular, un ladrón con el nombre de Robin Hood y sus cómplices, infectaron Sherwood y otras regiones respetables y honradas de Inglaterra con sus continuos robos”. La referencia no es más que una breve anotación al margen de un libro de historia, el Polychronico, escrita en latín al parecer por un monje anónimo. No es mucho, pero al menos abre la posibilidad de que personaje tan universalmente atractivo fuera una realidad; aunque no sepamos si, efectivamente, robaba a los ricos para dárselo a los pobres o para redecorar su castillo.
Cierta noche de
1704, en algún lugar de los Mares del Sur, tuvo lugar una acalorada discusión a
bordo de un barco pirata entre el capitán y su primer piloto, de nombre
Alexander Selkirk. Tras el altercado, el piloto fue abandonado en la
deshabitada isla de Juan Fernández, en la que permaneció durante cuatro largos
y solitarios años. Rescatado en 1709, Selkirk fue trasladado a Inglaterra,
donde el periodista Daniel Defoe conoció su aventura (o desventura) y rescribió
en 1719 bajo el título de "La
vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe”, oficialmente la
primera novela de habla inglesa. Es posible que Dafoe se inspirara
también en las peripecias del español Pedro Serrano, que en 1526 naufragó en
algún punto del Caribe y permaneció ocho años en un islote perdido, con uno de
sus marineros, sin agua potable y sin apenas comida pero con mucho ingenio,
valor y esperanza.
Por orden del tirano Hessler, el
arquero Guillermo Tell disparó a una manzana colocada sobre la cabeza de su
propio hijo, Walter, desde una distancia de 150 pasos. Su delito, no haberse
inclinado ante el paso del invasor austriaco. El certero disparo y los sucesos
que luego acontecieron fueron recogidos por primera vez 200 años después en las
crónicas suizas del escritor Aegiidius Tschudi, en el siglo XVI. Al parecer se
inspiró en multitud de leyendas y relatos de arqueros medievales, pero
especialmente en uno: el escocés Gilpatrick, que fue obligado a disparar su flecha contra un
huevo colocado sobre la cabeza de su hijo. Por obra y gracia de Tschudi, el
arquero escocés se convirtió en el personaje más popular del folklore suizo.
También la literatura
infantil tiene sus mágicos personajes reales. Tal es el caso de la Alicia
de Charles
Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll. Su famoso cuento está lleno de referencias a la vida, la
sociedad y los conocidos del escritor, pero su inspiración indiscutible es su
amiga de la infancia Alice Pleasance Liddell. El cuento nació una calurosa
tarde de julio de 1862, de picnic a orillas del Támesis con las tres hermanas
Liddle; Dodgson comenzó a relatar una serie de historias disparatadas a las que
llamó "Las
aventuras subterráneas de Alicia" , y que encandilaron a las tres niñas, especialmente a Alice. Cuatro meses después, comenzó a
escribir el manuscrito y a dibujar las ilustraciones. Finalmente se publicó en
1865, dedicado a Alice Liddell; como detalle final, el autor incluyó un retrato
ovalado de la niña en la última página.
Un caso muy
similar al de Alicia y Alice Liddle es el de Peter Pan y Peter Llewelyn Davies.
El escritor James M. Barrie, gran amigo de la familia, comenzó a desarrollar la
idea de su relato a partir de la amistad con Peter y sus hermanos, con los que
jugaba a menudo y para los que creaba pequeñas obras de teatro que ellos mismos
representaban. Esa convivencia, trufada de juegos y aventuras imaginarias, se
plasmó primero en una obra de teatro, Peter
Pan (1904) y luego en un libro, Peter
Pan y Wendy (1911), que más tarde el propio Barry desarrolló en otros
relatos y novelas. También Mark Twain recogió experiencias de su entorno vital
para plasmarlas en sus geniales aventuras de Tom Sawyer; Tía Polly estaba
inspirada en su madre y Tom en el propio escritor, junto con rasgos de “tres
amigos”; Hunkleberry Finn era Tom Blankenship, el hijo del borracho de su
pueblo, Hannibal (Missouri); y, según reconoce él mismo: “La mayoría de las
aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad; uno o dos me
han ocurrido a mí mismo; el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos
de la escuela”.
Para crear su legendario personaje El Zorro, Johnston McCulley se inspiró en bandidos reales de California durante la Fiebre del Oro, a mediados del s. XIX; uno de ellos fue Joaquín Murrieta, también conocido como el Robin Hood de El Dorado, forajido para unos y para otros héroe patriótico y símbolo de la resistencia contra la dominación yanqui en California. Muchos otros personajes de la ficción literaria fueron personas reales antes de nacer: el Conde Montecristo fue el inocente zapatero Picaud; James Bond fue un tímido ornitólogo de nombre… James Bond; Cyrano de Bergerac, escritor, poeta y militar vivió realmente en el s. XVII con el nombre de Cyrano de Bergerac Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac; y el estricto capitán Blight fue tan real como el motín del HMS Bounty, 146 años antes de que fuera encarnado magistralmente por Charles Laughton en el cine.
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