En la durísima novela de Cormac McCarthy,
el estado fronterizo de Texas no es país para viejos porque el sádico y frío
Anton Chigurh se encarga de que muy pocos lleguen a la edad madura. Pero España
no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y cada año son más nuestros mayores.
Más en número y más en edad. La clave está en cómo transcurre su vejez, con qué
grado de dignidad, o de soledad, o de compasión. La clave está en cuánto amor
les entregamos nosotros, todos, para mantener viva su llama.
Vivimos
malos tiempos para los abuelos. A lo largo de los últimos años hemos logrado
dinamitar los dos pilares básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad
humana. La mismísima Declaración
Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el
elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección
de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida,
especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las
consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven
abandonados, marginados, olvidados...).
Y si además vivimos en una sociedad donde
se escuchan cada vez más altas las
voces en pro de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer
paso hacia el cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa
quizá, es nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado,
nos auto convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra
razón y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo
estorban. Un lastre indeseado e incómodo.
Asesinato por compasión
Y claro, en
nombre de la muerte digna haremos como esas dos entrañables y simpáticas
asesinas de “Arsénico por compasión”, que se deshacían con toda amabilidad (y
un té envenenado) de los viejos solitarios que tenían la desgracia de aterrizar
en su pensión, y cuyos cadáveres enterraban cuidadosamente en el sótano, a
espaldas del mundo, del agente de policía O’Hara y especialmente de su sobrino
Mortimer Brewster (grandísimo Cary
Grant en la versión cinematográfica de Frank Capra). Ya lo hizo, con la misma
excusa de la compasión, el asesino en serie de Olot, quien envenenó a once
octogenarios que estaban a su cuidado en el centro geriátrico La Caritat (cruel paradoja), donde
trabajaba como celador. Pero Joan Vila, que “ayudó a morir” a los once ancianos
inyectándoles lejía, está más cerca del siniestro doctor Montes que de las
encantadoras tía Abby y tía Martha Brewster, partiendo de que ni unos ni otras
tienen derecho a decidir quién puede vivir y quién debe morir, y mucho menos a
ser el brazo ejecutor. Eso se llama jugar a ser Dios. O, cuando menos, Anton
Chigurh, el asesino de “No es país para viejos”.
Por
supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren enfermedades terribles,
que malviven con míseras pensiones, que se encuentran desvalidos y abandonados
a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en degradante turno, que permanecen anestesiados durante horas frente
al televisor, que simplemente estorban y han perdido toda ilusión por vivir.
Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de Caridad del periódico un domingo
cualquiera, o pasarse por un comedor social de Cáritas un día cualquiera, o
visitar un centro geriátrico cualquiera en cualquier pueblo o ciudad de España.
La tristeza y la soledad golpean sin piedad sus almas, y la pobreza y los malos
tratos golpean sus cuerpos con inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay
que escatimar cariño ni cuidados; todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad,
como sociedad, como familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el
ombligo y mirar más sus arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los
“cuidados paliativos” a su sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los
abuelos son lo mejor que tenemos y lo que más debemos cuidar.
Envejecimiento Activo
Decía García
Márquez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado
con la soledad. Puede
que los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez
solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más
infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la
compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa
vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el
criterio de un celador, un médico o un familiar, cualesquiera que sean sus
intenciones últimas, sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto.
Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores,
nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más,
lo siguen dando. Si les dejamos. Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los
abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, «sólo los padres
están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto». «Son como libros
vivientes y archivos de la familia», añade Kornhaber. Son también el elemento
transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a
comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo
esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria,
religiosidad, sacrificio, humanidad...
«Cuando me dicen que soy demasiado viejo
para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida»; muchos de nuestros mayores
siguen la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece
rápidamente, las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más
importante, con su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas
enfermas o dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo
ahora, en estos tiempos de crisis, en que son los abuelos quienes han
sustituido a las guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus
escasos ingresos con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les
falte un pollo en su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.
O como Laura ,
que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés («aunque jamás lo
hablaré»), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7
años. O como Alfredo, que a pesar de arrastrar una hemiplejia desde hace treinta años, hoy, a sus casi ochenta, no ha perdido un ápice de ánimo ni de humor ni de pasión por el fútbol y los paseos. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya
superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir
en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle:
«tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y
cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella
empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír». O como Ina, que trabajó durante
60 años en la misma familia, primero cuidando a los hijos y luego a los nietos,
hasta que la salud se lo permitió; y en sus últimos años fue ella la que se
dejó mimar por unos y otros, que fueron su verdadera familia (su familia “de
sangre” se desentendió de Ina muchos años atrás). O como Íñigo, que a sus
setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay
olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de
tres décadas en Zarauz; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a
sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman más de siglo y
medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a
la sociedad. Sólo
tenemos que dejarles.
Ya sabes, si tienes una
persona mayor en tu familia, cuídala, mímala, llénala de afecto y de nietos,
haz que se sienta útil; y, sobre todo, querida. Y si ves un anciano por la
calle o en el parque, salúdale como si le conocieras, sonríele con sinceridad
e incluso siéntate a charlar con él. Seguro que te lo agradecerá
infinitamente; y seguro que tú aprendes una valiosa lección (de historia,
de generosidad, de humanidad). Dice un proverbio oriental “Gobierna tu casa y
sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto
debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de pagárselo. Y con intereses.
Hola! Me ha gustado mucho tu entrada y estoy de acuerdo con todo lo que dices, debemos cuidarlos tal y como ellos nos cuidaron a nosotros, y si les queremos no pueden ser una carga. Me gusta tu blog así que me hago seguidora. Un saludo!
ResponderEliminarRealizando una búsqueda en Internet encontré este blog que, desde hoy, considero muy interesante (aunque he leído por el momento dos entradas :P ). Pero si me pongo a escribir es porque este tema me llega de cerca.
ResponderEliminarNo tengo abuelos, pero actualmente estoy trabajando en una residencia de mayores. En ella, están presentes todos los temas que has tocado. Veo en mis "viejecitos" (permíteme llamarlos así porque ya es la forma cariñosa con la que los nombro) todo lo que has contado: su soledad al verse en una residencia, su tristeza al ver que no hay visitas de sus familiares, o cuando éstas son muy distanciadas en el tiempo, sus ganas de estar en otro lugar y seguir disfrutando de una vida que ahora no les llena, la obligación al verse que tienen que convivir con otras personas mayores, sus dolores y sus enfermedades que les están quitando felicidad y calidad de vida...
Y pienso lo mismo: somos nosotros los que debemos darles tanto por todas las cosas que han llegado a hacer, somos nosotros los que debemos juntarnos para conseguir que sean un poco más felices, que, como indicas, sólo es suficiente con sentarse a su lado y que hablen... Se pueden aprender tantas cosas...
Es injusto que una sociedad los haya apartado. Es injusto que nuestros maayores tengan que estar completamente solos en residencias porque los padres y los hijos no pueden estar con ellos. Es injusto no dedicarles un mínimo de tiempo. Y es tan fácil hacerles sonreír...
Sin embargo, no estoy de acuerdo en una cosa: en la "muerte digna", o también llamada eutanasia. No creo que sea un tema fácil de tratar, porque conlleva muchas cosas de las que estaría bien hablar. Entre ellas, qué se considera muerte digna. O hasta dónde tiene que llegar la libertad de una persona para decidir SU propia muerte. Lejos de querer abrir un debate extenso de esto, que sería largo, quiero poner una reflexión que me parece interesante.
En la residencia en la que trabajo hay una persona con Alzheimer, que, por desgracia, también tiene un cáncer de estómago. Hace mes y medio dijeron que se iba a morir en poco tiempo. El Alzheimer de esta persona es algo avanzado, y actualmente está completamente consumida. Yo la conocí cuando todavía estba algo mejor del cáncer, y el Alzheimer no era tan profundo. Y puedo decir que ver su deterioro tanto físico como cognitivo es muy duro, y eso que no soy un familiar. Cuando pienso en esta residente, que además dejaron en la residencia sin más y no volvieron a verla, me pregunto si realmente merece la pena que siga viviendo. Y digo esto no porque yo sufra en el momento de verla (sólo trabajo unas horas y no estoy todo el rato con ella, aparte que el sufrimiento que me puede dar no es comparado al de un familiar), sino me lo pregunto porque todos los días la estoy viendo sufrir a ella. Tiene dolores, no come, está sentada en su silla sin hacer nada... A veces pienso que su vida en realidad ha terminado, y que esto sólo es alargar lo inevitable.
Bueno, no sé. Yo seguiré igual. No soy quién para decidir qué hacer con esta mujer. Y seguiré siendo una persona que, aunque no me entienda nada, la saludaré todos los días, le preguntaré qué tal está, y le dé un abrazo. Creo que, por lo menos, si sigue viviendo, y hasta el último día de su vida, se lo debo.
Muchas gracias,
Peter Pan.