jueves, 18 de abril de 2013

Es país para viejos (obligado homenaje a nuestros mayores).


En la durísima novela de Cormac McCarthy, el estado fronterizo de Texas no es país para viejos porque el sádico y frío Anton Chigurh se encarga de que muy pocos lleguen a la edad madura. Pero España no es Texas. Aquí sí llegamos a viejos; y cada año son más nuestros mayores. Más en número y más en edad. La clave está en cómo transcurre su vejez, con qué grado de dignidad, o de soledad, o de compasión. La clave está en cuánto amor les entregamos nosotros, todos, para mantener viva su llama.
 

Vivimos malos tiempos para los abuelos. A lo largo de los últimos años hemos logrado dinamitar los dos pilares básicos que los sustentaban: la familia y la dignidad humana. La mismísima Declaración Universal de los Derechos Humanos define la familia como “el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”, pero en España cada vez está menos protegida, especialmente por el Estado, y son miles y miles los abuelos que sufren las consecuencias (se sienten fuera de lugar, no pueden ver a sus nietos, se ven abandonados, marginados, olvidados...).
    Y si además vivimos en una sociedad donde se escuchan cada vez más altas las voces en pro de “la muerte digna”, ese siniestro eufemismo que es el primer paso hacia el cadalso de la eutanasia por decreto. La consecuencia, o la causa quizá, es nuestra decreciente capacidad de compasión; miramos hacia otro lado, nos auto convencemos de que es la mejor solución para todos, anestesiamos nuestra razón y nuestro corazón y decidimos que los viejos sobran, que no sirven, que sólo estorban. Un lastre indeseado e incómodo. 
 
Asesinato por compasión
Y claro, en nombre de la muerte digna haremos como esas dos entrañables y simpáticas asesinas de “Arsénico por compasión”, que se deshacían con toda amabilidad (y un té envenenado) de los viejos solitarios que tenían la desgracia de aterrizar en su pensión, y cuyos cadáveres enterraban cuidadosamente en el sótano, a espaldas del mundo, del agente de policía O’Hara y especialmente de su sobrino Mortimer Brewster (grandísimo Cary Grant en la versión cinematográfica de Frank Capra). Ya lo hizo, con la misma excusa de la compasión, el asesino en serie de Olot, quien envenenó a once octogenarios que estaban a su cuidado en el centro geriátrico La Caritat (cruel paradoja), donde trabajaba como celador. Pero Joan Vila, que “ayudó a morir” a los once ancianos inyectándoles lejía, está más cerca del siniestro doctor Montes que de las encantadoras tía Abby y tía Martha Brewster, partiendo de que ni unos ni otras tienen derecho a decidir quién puede vivir y quién debe morir, y mucho menos a ser el brazo ejecutor. Eso se llama jugar a ser Dios. O, cuando menos, Anton Chigurh, el asesino de “No es país para viejos”.
 
Por supuesto que hay ancianos que lo pasan mal, que sufren enfermedades terribles, que malviven con míseras pensiones, que se encuentran desvalidos y abandonados a su suerte, que van pasando de un hijo a otro en degradante turno, que  permanecen anestesiados durante horas frente al televisor, que simplemente estorban y han perdido toda ilusión por vivir. Sólo hay que echar un vistazo a la Hoja de Caridad del periódico un domingo cualquiera, o pasarse por un comedor social de Cáritas un día cualquiera, o visitar un centro geriátrico cualquiera en cualquier pueblo o ciudad de España. La tristeza y la soledad golpean sin piedad sus almas, y la pobreza y los malos tratos golpean sus cuerpos con inhumana crueldad. Por eso, con ellos, no hay que escatimar cariño ni cuidados; todo lo que necesiten y más. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, como familia y como individuos. Debemos mirarnos menos el ombligo y mirar más sus arrugas; las de fuera y las de dentro. Y aplicar los “cuidados paliativos” a su sufrimiento, no a su aliento vital. Porque los abuelos son lo mejor que tenemos y lo que más debemos cuidar.
 
Envejecimiento Activo
Decía García Márquez que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. Puede que los viejos deban, por fuerza, aprender a soportar la soledad, pero una vejez solitaria nunca puede ser buena. Es, precisamente, la soledad lo que hace más infelices a nuestros mayores, la sensación de abandono, de inutilidad. Y es la compañía, el afecto, la comprensión lo que les da la vida; y lo que hace esa vida realmente digna. No se trata de asegurarles una “muerte digna” según el criterio de un celador, un médico o un familiar, cualesquiera que sean sus intenciones últimas, sino de procurarles una vida digna, cada día, cada minuto. Si hay alguien que se lo merece, con absoluta certeza, son nuestros mayores, nuestros abuelos. Porque ellos lo han dado todo por nosotros y, lo que es más, lo siguen dando. Si les dejamos. Según el psiquiatra infantil Kornhaber, los abuelos ocupan un lugar destacado en la vida de los niños, «sólo los padres están por encima de los abuelos en su jerarquía del afecto». «Son como libros vivientes y archivos de la familia», añade Kornhaber. Son también el elemento transmisor de la experiencia y los valores, los encargados de ayudarnos a comprender principios hoy olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo esenciales para una buena vida familiar: tradición, generosidad, memoria, religiosidad, sacrificio, humanidad...
 
 
«Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida»; muchos de nuestros mayores siguen la consigna de Picasso con entusiasmo. En un mundo que envejece rápidamente, las personas mayores activas desempeñan un papel cada vez más importante, con su ejemplo y con su trabajo voluntario, cuidando a personas enfermas o dependientes, e incluso a sus propias familias: lo estamos viendo ahora, en estos tiempos de crisis, en que son los abuelos quienes han sustituido a las guarderías... y al subsidio. Como Isabelu, que comparte sus escasos ingresos con su hija menor y su yerno (ambos en paro), para que no les falte un pollo en su mesa ni un biberón en la cuna de su bebé.
        O como Laura, que va a buscar a sus nietos al colegio, da clases de inglés («aunque jamás lo hablaré»), ayuda en un comedor de Cáritas y aprende solfeo con su nieta de 7 años. O como Alfredo, que a pesar de arrastrar una hemiplejia desde hace treinta años, hoy, a sus casi ochenta, no ha perdido un ápice de ánimo ni de humor ni de pasión por el fútbol y los paseos. O como Manuel, que a pesar de sus problemas de visión, un tumor cerebral (ya superado) y la muerte reciente de su esposa (aún no superada), prefiere vivir en su casa y no molestar a sus hijos, aunque todos se han ofrecido a acogerle: «tengo una visión positiva de mi vida. Si la vista me deja, dibujo, leo y cuando puedo me hago un viaje. Me fui a Florencia con mi nieta mayor, ella empujaba mi silla de ruedas; yo la hacía reír». O como Ina, que trabajó durante 60 años en la misma familia, primero cuidando a los hijos y luego a los nietos, hasta que la salud se lo permitió; y en sus últimos años fue ella la que se dejó mimar por unos y otros, que fueron su verdadera familia (su familia “de sangre” se desentendió de Ina muchos años atrás). O como Íñigo, que a sus setenta y pico años sigue practicando surf casi todos los días (cuando hay olas), además de enseñar a sus nietos y dirigir la tienda que fundó hace más de tres décadas en Zarauz; o como Paco y Rosa, que siguen recogiendo el heno y ordeñando a sus nueve vacas a diario, sin acordarse de que entre los dos suman más de siglo y medio. Y como ellos, miles y miles de mayores que pueden y quieren ser útiles a la sociedad. Sólo tenemos que dejarles.
 
Ya sabes, si tienes una persona mayor en tu familia, cuídala, mímala, llénala de afecto y de nietos, haz que se sienta útil; y, sobre todo, querida. Y si ves un anciano por la calle o en el parque, salúdale como si le conocieras, sonríele con sinceridad e incluso siéntate a charlar con él. Seguro que te lo agradecerá infinitamente; y seguro que tú aprendes una valiosa lección (de historia, de generosidad, de humanidad). Dice un proverbio oriental “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. Pues eso, ya es tiempo de pagárselo. Y con intereses.

 

2 comentarios:

  1. Hola! Me ha gustado mucho tu entrada y estoy de acuerdo con todo lo que dices, debemos cuidarlos tal y como ellos nos cuidaron a nosotros, y si les queremos no pueden ser una carga. Me gusta tu blog así que me hago seguidora. Un saludo!

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  2. Realizando una búsqueda en Internet encontré este blog que, desde hoy, considero muy interesante (aunque he leído por el momento dos entradas :P ). Pero si me pongo a escribir es porque este tema me llega de cerca.
    No tengo abuelos, pero actualmente estoy trabajando en una residencia de mayores. En ella, están presentes todos los temas que has tocado. Veo en mis "viejecitos" (permíteme llamarlos así porque ya es la forma cariñosa con la que los nombro) todo lo que has contado: su soledad al verse en una residencia, su tristeza al ver que no hay visitas de sus familiares, o cuando éstas son muy distanciadas en el tiempo, sus ganas de estar en otro lugar y seguir disfrutando de una vida que ahora no les llena, la obligación al verse que tienen que convivir con otras personas mayores, sus dolores y sus enfermedades que les están quitando felicidad y calidad de vida...
    Y pienso lo mismo: somos nosotros los que debemos darles tanto por todas las cosas que han llegado a hacer, somos nosotros los que debemos juntarnos para conseguir que sean un poco más felices, que, como indicas, sólo es suficiente con sentarse a su lado y que hablen... Se pueden aprender tantas cosas...
    Es injusto que una sociedad los haya apartado. Es injusto que nuestros maayores tengan que estar completamente solos en residencias porque los padres y los hijos no pueden estar con ellos. Es injusto no dedicarles un mínimo de tiempo. Y es tan fácil hacerles sonreír...
    Sin embargo, no estoy de acuerdo en una cosa: en la "muerte digna", o también llamada eutanasia. No creo que sea un tema fácil de tratar, porque conlleva muchas cosas de las que estaría bien hablar. Entre ellas, qué se considera muerte digna. O hasta dónde tiene que llegar la libertad de una persona para decidir SU propia muerte. Lejos de querer abrir un debate extenso de esto, que sería largo, quiero poner una reflexión que me parece interesante.
    En la residencia en la que trabajo hay una persona con Alzheimer, que, por desgracia, también tiene un cáncer de estómago. Hace mes y medio dijeron que se iba a morir en poco tiempo. El Alzheimer de esta persona es algo avanzado, y actualmente está completamente consumida. Yo la conocí cuando todavía estba algo mejor del cáncer, y el Alzheimer no era tan profundo. Y puedo decir que ver su deterioro tanto físico como cognitivo es muy duro, y eso que no soy un familiar. Cuando pienso en esta residente, que además dejaron en la residencia sin más y no volvieron a verla, me pregunto si realmente merece la pena que siga viviendo. Y digo esto no porque yo sufra en el momento de verla (sólo trabajo unas horas y no estoy todo el rato con ella, aparte que el sufrimiento que me puede dar no es comparado al de un familiar), sino me lo pregunto porque todos los días la estoy viendo sufrir a ella. Tiene dolores, no come, está sentada en su silla sin hacer nada... A veces pienso que su vida en realidad ha terminado, y que esto sólo es alargar lo inevitable.
    Bueno, no sé. Yo seguiré igual. No soy quién para decidir qué hacer con esta mujer. Y seguiré siendo una persona que, aunque no me entienda nada, la saludaré todos los días, le preguntaré qué tal está, y le dé un abrazo. Creo que, por lo menos, si sigue viviendo, y hasta el último día de su vida, se lo debo.
    Muchas gracias,
    Peter Pan.

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