viernes, 21 de febrero de 2020

169.358 gracias. Por leerme. Por estar ahí.



Hace unos años, cuando estrené este blog con mucho mar de fondo e incontables olas de ilusión, no sabía exactamente hasta dónde me iba a arrastrar. De hecho, tampoco nació con propósito claro. Más bien surgió de una necesidad. La necesidad imperiosa, inevitable, compulsiva de escribir. De contar historias. De compartir reflexiones y sentimientos. De tratar de expresar con palabras lo que solo entiende el corazón. De sacar todo lo que uno lleva dentro —no siempre bueno, no siempre sano— en una especie de auto terapia sentimental.

A lo largo de estos años, unos más prolíficos que otros, mi pluma y mis neuronas han estado bastante ocupadas dando fondo y olas a este mar. He contado infinidad de historias de valores, de héroes anónimos —o no— cuyas vidas nos inspiran, nos despiertan y nos mueven a ser mejores. He compartido viejos poemas de  juventud y también alguno más cercano en el tiempo, aunque no necesariamente más maduro. He recordado las hazañas de mis héroes de adolescencia, he ahondado en las vidas de mis grandes mitos musicales y he revisitado una y otra vez a mis inmortales del cine. He escrito tantas historias reales que parecían increíbles como historias inventadas llenas de verdad. He llorado, a veces. He disfrutado siempre. Y nunca he sabido con certeza si lo que he escrito ha sido leído o ignorado, si ha sido entendido o despreciado; si ha llegado con la fuerza —y la intención— con la que fue creado. O si, al menos, ha llegado. En cualquier caso, no escribo con el ombligo, ni con el bolsillo, ni con la necesidad de ser escuchado. Escribo con el corazón. Para el corazón.

Es lo mejor que sé hacer, escribir; lo que, según quienes me leen, se me da incluso bien. Talento, lo llaman algunos; don, los más atrevidos; habilidad, facilidad, tablas, arte, llámalo como quieras. El caso es que escribir es lo que mejor hago. Pero —¡ay, ese maldito pero!— a veces no sé si ese talento, ese presunto don, es una bendición o una maldición. En un mundo que no valora la palabra, ¿qué valor tiene escribir? No, desde luego, el de hacer dinero. Ojalá, pienso a menudo, hubiera sido bendecido con ese otro don. El de ganar dinero, digo. Hay días en que vendería mi alma de poeta por tener faltas de ortografía, o por no saber juntar más de tres palabras con sentido y sentimiento, a cambio de una cuenta saneada, de un viaje de vez en cuando, de una cena cara, de la tranquilidad tantas veces soñada y siempre esquiva. ¡Eso sí que es una habilidad productiva, y no juntar unos versos o contar una historia!

A veces, echo la vista atrás y atisbo todo cuanto he escrito a lo largo de los años, mi vasta producción literaria. Los poemas de adolescencia, los relatos de terror y de humor corrosivo, las canciones, the songs; los cientos de artículos de actualidad, cultura y valores; los libros sobre extraordinarias lecciones de vida; o esa maravillosa novela —y posterior película— que lleva casi una década de puerta en puerta esperando una oportunidad que no llega. Y entonces miro a mi alrededor, a mis amigos, a mi familia, a mi entorno más o menos cercano y veo el éxito que yo no alcanzo; veo a los CEOs, a los empresarios, a los altos directivos, a los emprendedores, a los profesionales valorados y asentados, a los triunfadores. Gente de mi generación que ha conseguido volar alto, que ha sabido plantearse las metas adecuadas para llegar adonde les correspondía; donde, pienso, también debería estar yo. Y sufro. No por mi orgullo, ni por mi autoestima. Sufro por las oportunidades perdidas, por las prioridades equivocadas, por las expectativas defraudadas. Porque lo tuve todo a mi alcance y lo desaproveché. Cambié el éxito por la vocación. Y entonces pienso: ¡maldito talento! Maldita mente dispersa, en permanente caos. Siempre pensando siete o ocho cosas a un tiempo, y ninguna productiva, ninguna facturable (un artículo, un cuento, una canción, una idea, un sueño, un proyecto para salir de la tormenta que nunca llegará a puerto).

Pero luego reflexiono. Me calmo. Vuelvo a la cordura. Buceo en este blog (o releo mis escritos) y veo que habéis entrado 169.358 veces a leer mis historias. A unas más, a otras menos, a algunas nada. Pero son 169.358 maravillosas razones para sonreír. Para estar orgulloso y agradecido. Son, sobre todo, 169.358 argumentos —irrefutables, contundentes— para seguir escribiendo. Aunque no me lleve a nada productivo.

Así que, 169.358 gracias. Por leerme. Por estar ahí.


Gracias por ayudarme a seguir siendo insolvente, pero fiel a lo que pienso, a lo que siento. A lo que soy.     


miércoles, 19 de febrero de 2020

Eso intento



Lo que yo hago no es escribir.

Es transmitir. 
Una idea, una emoción, una historia, un sentimiento.
Un sueño compartido. Un cuento.

Es provocar. 
Una respuesta, una reflexión, un deseo, un pensamiento.
Un movimiento, fugaz o intenso.

Es plantear dudas. O afianzar certezas.
Es consolar. Y cabrear.
Lanzar mensajes al viento.
Es hacer poesía de lo mundano.
Y convertir lo humano en inmortal.
Es expresar lo que siento.
Repensar lo que pienso.
Es decir y no decir.
Es crear imágenes con palabras.
Y dejar estelas de silencio que perduren en el tiempo. 

O eso intento. 
 

viernes, 14 de febrero de 2020

Qué jodida, la muerte





Qué jodida, la muerte. Esa burla del destino, traicionera, repentina, a destiempo siempre, que te ataca por la espalda y te sacude, y te golpea y te hiere y te corta la respiración; y transforma de un zarpazo todo tu amor en dolor, toda tu fuerza en impotencia, todo tu pensamiento en melancolía.

Qué jodida, la muerte. Una garra poderosa, implacable, que te atenaza el corazón. Y no lo suelta. Y lo aplasta y lo retuerce hasta que estalla en llanto y lo inunda todo de vacío. Vacío profundo, oscuro, denso. Infinitamente vacío de todo. De ganas, de risa, de afecto, de razón; vacío de luz, de alma, de todo sentir que no sea el dolor, la impotencia, la melancolía.

Vacío de todo, sí; salvo de memoria. Un río que te lleva, imparable, hacia atrás. Al recuerdo vivo. A esa estela de momentos que han quedado ahí, anclados, esperando tu regreso. Y tú vuelves la vista atrás, la vida atrás, y la vida te vuelve; y la risa y la mirada limpia, y el latido fuerte y claro, como campanada de campana de plata; y vuelve la música y el abrazo y la llamada, y el entusiasmo, y el guiño cómplice; y el paseo, con aroma a eucalipto y mar. Y sientes que tu corazón se libera, quizá no del todo aún, pero sí lo suficiente. Lo justo para latir de nuevo, para sentirse vivo. Otra vez.

Y el río que te lleva te devuelve a la imagen viva, a la presencia, a ese tiempo compartido que, sí, sin duda fue mejor. Y la tenaza cede, y la garra se abre y se quiebra. Y la herida, aunque sabes que nunca cerrará del todo, comienza a cicatrizar. Y escuece, sí, pero poco a poco el amor vence al dolor y el recuerdo destierra a la melancolía. Y el tiempo —sabio, tenaz— empieza a cubrir el vacío y a secar el llanto y todo comienza a cobrar sentido. Su vida, tu vida, su pasado, tu presente. Tu futuro. Incluso la muerte.

Porque —piensas— mientras yo tenga su risa, su imagen, su voz; mientras yo tenga su abrazo y su ejemplo y sus ganas de vivir, y cada minuto compartido; mientras yo tenga la certeza, la certeza incuestionable, nítida, de que ahora está en un mundo infinitamente mejor, mirándome, sintiéndome, cuidándome, velando por mí… seguirá siempre vivo. Cada minuto, cada instante de su vida, eternamente vivo en mí.


Qué jodida la muerte, sí. Pero qué bonita la vida.



jueves, 6 de febrero de 2020

El Gran Carnaval, Kirk Douglas y la tele carroñera



Años 50. Nuevo México. Chuck Tatum es un periodista de poca monta y menos escrúpulos que, tras quedarse sin trabajo en Nueva York, acaba, por un capricho del destino y de la gasolina, en un pueblo –un agujero- perdido en el desierto. Alburquerque se llama, el agujero. Allí alquila su pluma y su talento al diario local, en espera de alguna miserable noticia que reseñar. La suerte sonríe a Tatum cuando el indio Leo Mimosa queda atrapado en una mina. Rescatarlo puede ser cuestión de horas, pero Tatum se saca de la manga una jugada maestra y convence al ambicioso sheriff, al corrupto capataz del equipo de rescate y a la amargada esposa de Leo, Lorraine, de realizar el salvamento de forma que dure varios días y dé tiempo a convertirse en noticia, en “la Gran Historia”, y en la gran exclusiva, claro. Un hombre atrapado entre la vida y la muerte en las entrañas de la roca; una esposa desconsolada esperando, impotente, a sus pies; unos hombres jugándose el tipo por rescatarlo; y un cronista que tiene acceso en exclusiva al condenado, que incluso se convierte en su único amigo, para contar la historia día a día, minuto a minuto, resuello a resuello.

La cosa funciona: el bar de Lorraine empieza a recibir visitantes curiosos, primero de la región, luego de todo el país. Llegan coches, caravanas, autobuses, trenes. Se montan tiendas de campaña junto a la mina, y después tiendas de souvenirs y puestos de comida y casetas de feria y atracciones y hasta una noria. Miles y miles de personas, de insensibles voyeurs de la tragedia de Leo, de espectadores sin corazón y sin cerebro, sin conciencia, expectantes ante el mínimo acontecimiento de esta historia “de interés humano”. Y Tatum, el narrador, saboreando el éxito de la jugada. Pero su ambición no se detiene ahí, y además de jugar con la vida de Leo, se la juega también con su mujer. Todo por la noticia, por la gran historia.



Al final, claro, Leo muere (“¡El circo ha terminado! ¡Váyanse a sus casas!”). Y el público de este gran carnaval de miserias hace que lo siente, y se retira apesadumbrado, decepcionado, a la falsa y gris felicidad de sus hogares. Lorraine, la esposa, la viuda, ve abierta la puerta de su celda y escapa de su vida, de sus fantasmas, de su agujero. Y el desalmado Chuck Tatum, el periodista, el carroñero, acaba siendo devorado por el monstruo ambicioso y desalmado que él mismo ha creado. Y puede que por su propia conciencia.


“El Gran Carnaval” (Ace In The Hole, 1951) es una obra maestra, otra más, del genio Billy Wilder (y una de las más impactantes interpretaciones de un enorme Kirk Douglas). Su película más cáustica, más despiadada y más corrosiva. Y probablemente la más real. Por eso es también la única de las obras del maestro que no triunfó, porque el espejo que colocó frente a la sociedad norteamericana de la época fue demasiado cruel y demasiado certero.

Y yo me pregunto: ¿no es éste, acaso, el mismo Gran Carnaval que transcurre, cada día y cada noche, por las pantallas panorámicas que presiden nuestros hogares, adormeciendo nuestras mentes y codificando nuestras conciencias? ¿No son esos presuntos periodistas de la víscera como Chuck Tatum, carroñeros de la noticia “de interés humano”, que fabrican sus crónicas barrenando vidas? ¿No son esos pseudofamosos por un día, juguetes rotos y devorados por sus carroñeros, como el indio atrapado y sacrificado en la mina? ¿O como su amargada esposa, que no duda en venderse por unas monedas y unas promesas? ¿Y no son los espectadores de nuestro circo televisivo como esos miles de ciudadanos curiosos y ociosos, insaciables de morbo y sensacionalismo, indolentes ante al dolor ajeno?

¡Miren a su alrededor, damas y caballeros, niñas y niños! ¡Disfruten del Gran Carnaval! Revuélvanse las tripas con la carnaza del famoseo, con las vísceras de las familias rotas, con las princesas del pueblo y los exhibicionistas del vicio; con las vociferantes vendedoras de baratijas morales; con los calumniadores al peso, a tanto la onza de mentira; con los profesionales de la escandalera y el alboroto, nada gratuitos por cierto; con los tertulianos de la gresca y el insulto, del vocerío y la falsa disputa; con los charlatanes y los embaucadores, traficantes de miserias y de juguetes rotos que venden su alma al telediablo; con los cronistas de la farsa, moscas cojoneras con zoom o micrófono, siempre pegadas a la mugre, propia y ajena.



Miren a su alrededor y asquéense con esta Feria de las Vanidades infame y cruel, con esta Ruleta Rusa de la denigración, voluntaria o involuntaria, de los impostores de la fama y de la nada, del sexo como moneda de cambio (¿no es eso prostitución?), de muertos juzgados y condenados, de familias rotas vendidas como saldo, en pedacitos, a tanto el pedacito con lágrima, a tanto el pedacito con cuernos, a tanto el pedacito con sangre…

Todo por la noticia. Todo y más por la gran historia. Todo y más aún si hay exclusiva.

Alguien dijo que la gente está dispuesta a ver cualquier cosa en la televisión con tal de no verse a sí misma. Lo que no saben es que, en realidad, eso es precisamente lo que ven: su inequívoco reflejo. Como la sociedad norteamericana (y universal) de 1951 ante el espejo despiadado y palmario de Billy Wilder.


Y ahora, háganse un favor, desconecten la televisión, enciendan el dvd y pónganse una buena película. Les recomiendo El Gran Carnaval.