Hace unos años, cuando estrené este blog con
mucho mar de fondo e incontables olas de ilusión, no sabía exactamente hasta
dónde me iba a arrastrar. De hecho, tampoco nació con propósito claro. Más bien
surgió de una necesidad. La necesidad imperiosa, inevitable, compulsiva de
escribir. De contar historias. De compartir reflexiones y sentimientos. De tratar
de expresar con palabras lo que solo entiende el corazón. De sacar todo lo que
uno lleva dentro —no siempre bueno, no siempre sano— en una especie de auto
terapia sentimental.
A lo largo de estos años, unos más prolíficos
que otros, mi pluma y mis neuronas han estado bastante ocupadas dando fondo y
olas a este mar. He contado infinidad de historias de valores, de héroes
anónimos —o no— cuyas vidas nos inspiran, nos despiertan y nos mueven a ser
mejores. He compartido viejos poemas de juventud
y también alguno más cercano en el tiempo, aunque no necesariamente más maduro.
He recordado las hazañas de mis héroes de adolescencia, he ahondado en las
vidas de mis grandes mitos musicales y he revisitado una y otra vez a mis
inmortales del cine. He escrito tantas historias reales que parecían increíbles
como historias inventadas llenas de verdad. He llorado, a veces. He disfrutado
siempre. Y nunca he sabido con certeza si lo que he escrito ha sido leído o
ignorado, si ha sido entendido o despreciado; si ha llegado con la fuerza —y la
intención— con la que fue creado. O si, al menos, ha llegado. En cualquier
caso, no escribo con el ombligo, ni con el bolsillo, ni con la necesidad de ser
escuchado. Escribo con el corazón. Para el corazón.
Es lo mejor que sé hacer, escribir; lo que,
según quienes me leen, se me da incluso bien. Talento, lo llaman algunos; don,
los más atrevidos; habilidad, facilidad, tablas, arte, llámalo como quieras. El caso
es que escribir es lo que mejor hago. Pero —¡ay, ese maldito pero!— a veces no
sé si ese talento, ese presunto don, es una bendición o una maldición. En un
mundo que no valora la palabra, ¿qué valor tiene escribir? No, desde luego, el
de hacer dinero. Ojalá, pienso a menudo, hubiera sido bendecido con ese otro don. El
de ganar dinero, digo. Hay días en que vendería mi alma de poeta por tener faltas de ortografía, o por no
saber juntar más de tres palabras con sentido y sentimiento, a cambio de una cuenta
saneada, de un viaje de vez en cuando, de una cena cara, de la tranquilidad tantas veces soñada y siempre esquiva. ¡Eso sí que es una habilidad productiva, y no juntar unos versos o contar una historia!
A veces, echo la vista atrás y atisbo todo cuanto
he escrito a lo largo de los años, mi vasta producción literaria. Los poemas de
adolescencia, los relatos de terror y de humor corrosivo, las canciones, the
songs; los cientos de artículos de actualidad, cultura y valores; los libros sobre
extraordinarias lecciones de vida; o esa maravillosa novela —y posterior
película— que lleva casi una década de puerta en puerta esperando una
oportunidad que no llega. Y entonces miro a mi alrededor, a mis amigos, a mi
familia, a mi entorno más o menos cercano y veo el éxito que yo no alcanzo; veo
a los CEOs, a los empresarios, a los altos directivos, a los emprendedores, a los
profesionales valorados y asentados, a los triunfadores. Gente de mi generación
que ha conseguido volar alto, que ha sabido plantearse las metas adecuadas para
llegar adonde les correspondía; donde, pienso, también debería estar yo. Y
sufro. No por mi orgullo, ni por mi autoestima. Sufro por las oportunidades
perdidas, por las prioridades equivocadas, por las expectativas defraudadas.
Porque lo tuve todo a mi alcance y lo desaproveché. Cambié el éxito por la
vocación. Y entonces pienso: ¡maldito talento! Maldita mente dispersa, en permanente caos. Siempre pensando siete o ocho cosas a un tiempo, y ninguna productiva, ninguna facturable (un artículo, un cuento, una canción, una idea, un sueño, un proyecto para salir de la tormenta que nunca llegará a puerto).
Pero luego reflexiono. Me calmo. Vuelvo a
la cordura. Buceo en este blog (o releo mis escritos) y veo que habéis entrado 169.358 veces a leer
mis historias. A unas más, a otras menos, a algunas nada. Pero son 169.358 maravillosas
razones para sonreír. Para estar orgulloso y agradecido. Son, sobre todo, 169.358
argumentos —irrefutables, contundentes— para seguir escribiendo. Aunque no me lleve a nada productivo.
Así que, 169.358
gracias. Por leerme. Por estar ahí.
Gracias por ayudarme a seguir siendo insolvente, pero fiel a lo que pienso, a lo que siento. A lo que soy.
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