Tal vez sea la de “actor secundario” una de las más injustas
definiciones en el mundo del cine. Especialmente si ese “secundario” es un
actor del talento, la capacidad expresiva y la singularidad de Philip Seymour Hoffman. Uno de los más
grandes de su generación, según los expertos; para el público, la seguridad de
que va a asistir a una clase magistral de interpretación, dure lo que dure su
papel, le toque víctima o villano, novato en el mundo del porno, escritor
estrella o sacerdote empantanado.
Este fin de semana volví a verle en uno de sus grandes papeles -junto
a un magnífico e intenso Ethan Hawke-: el ambicioso, vicioso y manipulador Andy
Hanson en Antes que el diablo sepa que has muerto, del maestro Sidney Lumet. Y, lo confieso sin pudor,
volví a quedarme enganchado a su talento.
Hablando de “secundarios”
Como Seymour Hoffman,
muchos son los actores de reparto -o quizá mejor actores de carácter- los que a
lo largo de la historia del cine han dotado de prestigio, de intensidad, de
personalidad, de presencia a cientos de películas inmortales que, sin ellos,
tal vez se habrían quedado en obras menores. ¿Qué habría sido de El
Cazador sin Christopher Walken, o
de las películas de John Ford sin su
elenco de secundarios de lujo (Ward
Bond, John Carradine, Victor McLaglen…)? ¿Habría brillado Bogart en El Tesoro de Sierra Madre sin la contrapartida del gran Walter Huston o Joan Fontaine/Rebeca nos habría resultado tan frágil sin la
inquietante ama de llaves de Judith
Anderson? ¿Y Eva al desnudo sería la obra maestra que es sin el cinismo de George Sanders acechando en bambalinas?
¿Y qué decir del oscuro Batman sin el inconmensurable Joker de Heath Ledger, o el nido del cuco sin la fanática enfermera Louise Fletcher? O cualquier película
en la que aparezcan John Goodman o Walter Brennan, por poner dos ejemplos
bien distantes en el tiempo.
Auténticos robaescenas que, a menudo, superan con creces al
carismático protagonista, pero cuyos nombres casi nunca recordamos. Alejados
del “star system”, ellos y ellas son el peso de la película, la médula espinal
sobre la que se sostiene la estrella. Actores veteranos provenientes del teatro
o del vodevil, o jóvenes con un don extraordinario pero también con un físico
peculiar. Sin brillo aparente, no sea que opaquen el fulgor del protagonista. Algunos
eternamente encasillados en el mismo rol (¿alguien se imagina a Peter Lorre como honrado granjero de
Kentucky?), pero la mayoría con una versatilidad infinita, dotando a los
caracteres más variopintos de total credibilidad y naturalidad, ofreciendo
verdaderos recitales de Interpretación –con mayúscula- en todos y cada uno de
sus papeles (Anthony Quinn, Harvey
Keitel, John C. Reilly, Gloria Grahame, Karl Malden, Ian Holm… y tantísimos
otros). Atípicos y singulares, sí; geniales e insuperables, sobre todo.
Actor por encima de todo. Incluso de sí mismo
Philip
Seymour Hoffman fue uno de esos ‘secundarios’ de lujo. Un tipo físicamente del
montón, de carácter aparentemente anodino, pero superdotado de talento para la
interpretación, en el cine o en el teatro. Su fórmula: lo único importante es
el personaje, no el actor; darlo todo por él; desgastarse emocionalmente hasta
vaciarse. “Quiero que el público se acuerde de cualquiera de mis personajes, no
de mí. Llevo quince años en esta profesión y he trabajado en grandes películas.
La mayor parte de la audiencia conoce mi nombre, pero no mi rostro, y eso es lo
más grande para un actor porque quiere decir que me reconocen por mis
personajes, no por mi imagen pública”. Un tipo que participó en cuarenta películas en poco más de quince
años, rodó con grandes directores y actores, ganó un Oscar y un Globo de Oro y
fue nominado unas cuantas veces más, mimado por la crítica y amado por el
público y, aun así, prefería el anonimato (“es importante para hacer bien mi
trabajo que el público no me reconozca. Es imposible convencer a la audiencia
de que eres el personaje que interpretas si conocen al detalle toda tu vida”).
Un actor de carácter. Un Actor.
Confeso
admirador de Daniel Day-Lewis, Paul
Newman, Meryl Streep y Christopher
Walken (otro de esos ‘secundarios’ inconmensurables), desde que debutó (y
ya despuntó) en un capítulo de la serie Ley y Orden en 1991 y luego en Esencia
de mujer, Philip Seymour Hoffman
ha tenido tiempo más que suficiente para dejarnos algunas de las
interpretaciones más impactantes, enigmáticas y brillantes de los últimos quince
o veinte años. El enamoradizo y apocado Scotty J de Boogie Nights (1997, de Paul Thomas Anderson, su director
fetiche); el tipo desaliñado y repulsivo aficionado a las llamadas obscenas en Happiness
(1998); el enfermero locuaz y altruista Phil Parma, en la extraña e intensa Magnolia
(1999); el cínico y amargado crítico musical de esa genialidad autobiográfica
de Cameron Crowe que es Casi
Famosos (2000); el oscarizado y multipremiado Capote (2005), que bordó
hasta la perfección; el agente de la CIA y traficante de armas Gus Avrakotos de
La
guerra de Charlie Wilson (2007), por el que fue nominado al Oscar; el
hermano malvado y drogadicto de Ethan
Hawke en la desgarradora y apabullante Antes que el diablo sepa que has muerto
(2007); el sacerdote presuntamente pederasta de La Duda, que le dejó otra nominación a Seymour Hoffman y a nosotros más de un memorable tour de force con Meryl Streep (inmensa, también); el aclamado Lancaster Dodd de The
Master (2012), junto a otro de los grandes talentos del cine actual, Joaquin Phoenix; y el genial y más que
complejo Plutarch
Heavensbee de las últimas entregas de Los Juegos del Hambre. Su último
papel, A Most Wanted Man, estrenada tras su muerte.
“Se
fue demasiado pronto” fue la expresión más repetida tras su muerte repentina,
la noche del 2 de febrero de 2014, por sobredosis de heroína (una adicción de
la que nunca supo curarse, por más que lo intentó). Un final abrupto y
sorprendente que nos dejó hondamente compungidos a todos aquellos que
admirábamos su talento. Un talento que, por fortuna, ha quedado inmortalizado
en un buen puñado de grandes películas, agigantadas gracias a su presencia, por
muy “secundaria” que ésta fuese.
Hace ya seis años que nos dejó. Y echamos mucho de menos las películas que no le dio tiempo a hacer, los papeles que no llegó a interpretar, los personajes que su muerte prematura le impidió encarnar. Sólo queda decir, pues, descansa
en paz, Philip. Y, como escribí aquel fatídico día: espero que llegues al cielo media hora antes de que el diablo sepa que has muerto. Slainte!
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