Hace mucho, mucho tiempo, una
tarde de junio de 1961, se estrenó en la cartelera madrileña una obra
cinematográfica emblemática, estrambótica, simbólica, epigramática, cómica, dramática,
hiperbólica, poética, satírica, paródica y muy simpática. Una obra genial e inmortal
sobre un menda llamado Mendo que escribió otro menda llamado Pedro, quien
vivió, ripió y murió... con dos quiñones.
No sabemos si el estreno tuvo lugar en la sesión de las siete y
media (su inocencia no debería ignorar a esta hora, querido lector o lectora,
que «las siete y media a más de una hora es un juego; y un juego vil que no hay
que jugarlo a ciegas, pues juegas cien veces, mil, y de las mil, ves febril que
o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y
eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!»); lo que
sí sabemos es que la película, desde que levantó el telón, tuvo un éxito
arrollador de público, que es el éxito que importa; y no tanto de crítica,
aunque éste importa siempre menos, especialmente al público, que suele ser más
crítico con la crítica que la crítica con la película.
El caso es que a la genialidad
inmortal de la inmortal obra de Muñoz Seca se le añadió en esta ocasión la
genialidad de Fernán Gómez, director, guionista, protagonista y cronista de
aquesta historia de venganzas, amoríos, cabras, toros, mansos, cuernos, bardos,
magdalenas, emparedados, judías, moras (de la morería), traiciones, pendones, trapalonas,
canelos, duelos y nobles que se suicidian.
La principal aportación de la versión cinematográfica fue, precisamente, el
profundo respeto hacia la obra teatral; tan profundo y tan respetuoso que
mantuvo intacto el formato teatro, e incluso lo potenció. En efecto, Fernando
Fernán Gómez, que en un principio desestimó el encargo, supo sacar provecho
como nadie del texto y del espíritu del Don Mendo original; rodó en escenarios
teatrales de lo más delirante (decorados de cantoso cartón piedra, llamas de papel
celofán, lanzas de goma, castillos de tela, nubes colgadas del cielo…), incluida la
presencia del apuntador; las batallas resultan hilarantes por lo ridículas y
los exteriores son tan escasos y absurdos que canta que fueron impuestos al
director por los productores para “dar más apariencia cinematográfica”, y que
el director obedeció... a su manera.
El texto es íntegramente el original, con sus ripios
desternillantes (decís-querís, quizás-zas, insidia-falsidia-suicidia,
escuchad-abad-piedad-adalid-edad-hablad-david-decid-hablad), sus incesantes
juegos de palabras (los Toros y los Mansos, “por aquí; ¡por Alá!”, “para
asaltar torreones dos Quiñones son pocos; hacen falta más… quiñones”), su
mofa-homenaje al teatro histórico dramático español (los lances y escarceos, el
honor, la venganza... ¡por mi dama, vive Dios!), el espectacular dominio del
castellano, puro malabarismo lingüístico (“mora de la morería, mora que a mi
lado moras, mora que ligó tus horas a la triste suerte, mora que a mis plantas
lloras...”; “y me arrulo y me atribulo y mi horror no disimulo”), la prodigiosa
puesta en escena (esos cuernos del decorado que van ‘persiguiendo’ al de Toro;
esas torturas de cosquillas y ducha; esa escabechina final en la cueva moruna)
y el toque moderno, que de extemporáneo se vuelve intemporal (“para lavar del
baldón la mancha que nos agravia, ¡henos de Pravia!... Señores, ¡vaya jabón!”).
Todo bañado de una absurda y encantadora irrealidad, que es, en el fondo, lo
que le da vida y pleno sentido a la
obra. Y de diálogos inmortales que recitan de memoria generaciones
de espectadores (“puñal de puño de aluño, /puñal de bruñido acero, /orgullo del
puñalero /que te forjó y te dio bruño”).
Mención aparte merecen los actores, que bordan sus personajes con teatral seriedad: desde el propio Fernán Gómez (un don Mendo a la altura de Saza o Gómez Bur, que lo fueron en el teatro), un jovencito Juanjo Menéndez (el de Toro), el siempre único Antonio Garisa (el rey) o la bellísima y olvidada Paloma Valdés (Magdalena); y, claro, todo el elenco de secundarios.
Mención aparte merecen los actores, que bordan sus personajes con teatral seriedad: desde el propio Fernán Gómez (un don Mendo a la altura de Saza o Gómez Bur, que lo fueron en el teatro), un jovencito Juanjo Menéndez (el de Toro), el siempre único Antonio Garisa (el rey) o la bellísima y olvidada Paloma Valdés (Magdalena); y, claro, todo el elenco de secundarios.
Al final, tras la suicidia
muerte de Don Mendo (“sabed que menda es Don Mendo y que Don Mendo mató a
menda”) y la de Azofaifa
y la de Magdalena
y la de Don Nuño
y la de Don Pero
y hasta la del apuntador (quien, por cierto, muere dos veces en la obra)... cae
el telón. Digno colofón para ese sincero y rendido tributo a una obra de teatro
que fue y es una de las grandes genialidades de nuestra escena (estrenada en el Teatro de la Comedia en 1918, es una de las cuatro obras más representadas de todos los tiempos en España). Y que en la
versión cinematográfica logró dar una nueva vuelta de tuerca a su genialidad,
parodiando la versión teatral original, que a su vez parodia el teatro “de
honor” de Lope y Calderón; o sea, una astracanada de la astracanada.
Empero, lo que hoy consideramos, más de un siglo después de su nacimiento
(fue escrita en 1912), obra cumbre del teatro cómico patrio, no siempre tuvo
tal dicha y aprecio. Y es que, en esta España nuestra de envidias y tristezas,
se ha tendido históricamente –y a menudo histéricamente- a menospreciar el
género cómico. En el caso del teatro de don Pedro Muñoz Seca la
injusticia es doble, pues además de cómico fue de derechas, y eso
intelectualmente ha de resultar imperdonable. Pero la inteligencia, la
genialidad, la visión de su prolífica obra superó sin problema sesgos, envidias
y críticas destructivas, porque su teatro ha sido, generación tras generación,
amado y aclamado por el público, que en su butaca es el rey. Y también fue
admirado por insignes colegas, como el mismísimo Valle Inclán, quien declaró:
"Quítenle al teatro de Muñoz Seca el humor; desnúdenle de caricatura,
arrebátenle su ingenio satírico y facilidad para la parodia, y seguirán ante un
monumental autor de teatro".
Y es que desde que
estrenó su primera obra, en 1901, hasta su trágica muerte en los albores de la
guerra civil, fusilado en
Paracuellos por católico y monárquico, Muñoz Seca fue, siempre y ante todo, un autor
de teatro; un humorista de ley, un cómico, en el mejor sentido de la palabra; y
un hombre fiel a sus principios, a su patria y a su Dios. “A Muñoz Seca no lo
mató la barbarie, lo mató la envidia.”, afirmó Jacinto Benavente. Pero está
equivocado don Jacinto, porque en realidad a Muñoz Seca, como a Don Mendo, no
ha logrado matarlo aún ningún menda.
Ingenio a secas.
Muñoz Seca tenía siempre presto el ingenio, 24 horas y a pleno
rendimiento. Cierto día, un crítico literario le preguntó cuáles eran, a su
juicio, las cinco plumas más insignes de las letras españolas contemporáneas, a
lo que contestó: “Don Miguel de Unam-uno; Benito Pérez Gal-dos; Miguel de
Cervan-tres; Luca de Tena, don Tor-cuatro; Benavente, don Ja-cinco”. Incluso a
las puertas de su propia muerte, el humor era más poderoso que el odio enemigo:“Podréis
quitarme las monedas que llevo encima –inquirió a sus verdugos- podréis
quitarme el reloj y las llaves, podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una
cosa que no podréis quitarme, y es el miedo que tengo”. Y es que, don Pedro,
tenía los quiñones bien puestos.
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