lunes, 9 de marzo de 2020

Lo que el viento se llevó / rosas al aire arrojadas


El 30 de junio de 1936 se publicó una de las novelas más legendarias, más vendidas y más traducidas de la literatura americana. Tres años después, esa novela se convertía en una de las películas más legendarias, más taquilleras y más grandes del cine americano. Para muchos, la más grande de todos los tiempos.




Margaret Mitchell, periodista de carácter y dama del Viejo Sur, tardó diez años en escribir su obra inmortal —que, por cierto, comenzó por el capítulo final y luego fue completando de manera más o menos desordenada—. Y aunque no tenía especial intención de publicarla, y cuando lo hizo no aspiraba a vender más de cuatro o cinco mil ejemplares, sólo unos meses después de ese 30 de junio, en Navidad, ya se habían vendido un millón de copias; un año después ganó el prestigioso Premio Pulitzer de novela; después vinieron otros premios y luego el celuloide y, finalmente, el mito. Con el tiempo, se ha convertido en uno de los best sellers más vendidos de todos los tiempos: 28 millones de ejemplares en más de 300 países y en 27 idiomas.


Las primeras palabras —del medio millón que contiene el libro— nos dan una pista clave de su éxito: «Scarlett O´Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton». Ése tal vez sea el secreto, el embrujo que Escarlata O’Hara ha ejercido a lo largo de siete décadas sobre millones de lectores en todo el mundo, de todas las culturas, de todas las épocas. Y junto a Escarlata, unos personajes más grandes que la vida, un retrato de la Historia Americana —y por extensión, universal— preciso y fascinante; una historia rebosante de Amor, Odio, Honor, Familia, Guerra, Celos, Miseria, Grandeza, Lucha, Valor, Felicidad, Drama, Romanticismo, Orgullo, así, todo en mayúsculas. Porque todo en esta novela está escrito en mayúsculas, y todo lo que se generó a su alrededor también. Sobre todo, claro, la magnífica y mayúscula adaptación cinematográfica.


La película más grande jamás filmada

David O. Selznick, siguiendo su instinto de productor y los consejos de su editora, Kay Brown, había vislumbrado la grandeza que encerraba esa historia de amores y guerras y honor y esclavos y Escarlata y Rhett y Ashley y la Tierra Roja de Tara. Y, al contrario que la protagonista, no lo dejó “para mañana”. Compró los derechos de la novela por 50.000 dólares, una cifra récord para la época, y comenzó a planificar la película más grande jamás filmada. Una tarea que resultó tan monumental y tan fabulosa como la propia película.

Y es que desde su pre-producción, Lo que el viento se llevó se convirtió en un fenómeno social, que trascendió lo puramente cinematográfico —hasta se comercializaron perfumes, cremas y camisas con el nombre de la película—; y no era para menos: más de 15 guionistas trabajaron en la adaptación de la novela  —finalmente Sidney Howard firmó el magnífico texto definitivo—; 5 directores pasaron por el set de rodaje —Reeves Eason, Sam Wood, William Cameron Menzies, George Cukor y Victor Fleming, el único acreditado—; a lo largo de dos años de casting, 1400 desconocidas y 100 estrellas realizaron pruebas para el ambicionado papel de Escarlata que se llevó la inglesa Vivien Leigh —entre otras, Joan Crawford, Paulette Godard, Lana Turner y Katharine Hepburn—; para el espectacular incendio de Atlanta, se utilizaron 7 cámaras —todas las disponibles— y se quemaron los descomunales decorados de King Kong y Rey de Reyes; y para la grandiosa escena de la estación, la mitad de los miles de soldados heridos eran muñecos —no había llegado aún la era digital—. Después de 3 años de preproducción y 125 días de rodaje , la obra magna de Selznick —auténtico artífice de la película— se estrenó el 15 de diciembre de 1939 en la ciudad de Atlanta, con la suntuosidad de una coronación; el alcalde declaró tres días de fiesta oficial. El año siguiente batió un nuevo récord al ganar 8 Oscars, incluyendo película, director, actriz principal y guión.

Y si la novela había sido un éxito sin precedentes en Estados Unidos, el fenómeno que supuso la película fue inconmensurable en todo el planeta. De hecho, es la única película que no ha dejado de proyectarse ni un solo día en alguna parte del mundo desde su estreno. Y es que jamás volverá a hacerse una película tan perfecta como ésta, tan completa: con un guión magistral, fidelísimo a la novela original; una banda sonora maravillosa, unos decorados espectaculares, unos personajes profundos, conmovedores e inolvidables, una fotografía bellísima en novedoso Technicolor, unos actores en estado de gracia —todos: Vivien Leigh, Clark Gable, Leslie Howard, Olivia de Havilland, Thomas Mitchel y, claro, Hattie MacDaniel, la oscarizada y entrañable Mamita—, un dominio de las emociones prodigioso, unas secuencias épicas y unas frases memorables, que han trascendido la novela y la película para formar parte de nuestras propias vidas.
En fin, una forma de hacer y entender el Cine que ya no se estila. Y que nos hace rememorar aquellos tiempos pasados que tal vez fueron mejores y el viento se llevó. Como lamenta Ernest Dawson en su poema Cynara, en donde Margaret Mitchell halló el título de su novela: «Lo que el viento se llevó / rosas al aire arrojadas / que vuelan alborotadas / para que, en su danza, olvides / tus lirios, hoy ya marchitos».

Afortunadamente, siempre nos quedará el DVD.

El embrujo de Escarlata en el Palafox

Una tarde de Navidad de 1980, hace ya más de treinta años, mis padres me llevaron al Cine Palafox ("El mejor cine de Europa"); por aquellas fechas se proyectaban en Madrid no pocas películas estupendas para un quinceañero, naturalmente más para ver y disfrutar con amigos que con los jefes. Así, lo que vieron mis ojos ese día no fue El liguero mágicoAterriza como puedas, ni siquiera Forajidos de leyenda o El imperio contraataca; no, afortunadamente lo que vi aquella tarde adolescente en el Palafox fue una oportuna reposición de Lo que el viento se llevó. En pantalla gigante, con todo su espectacular esplendor, palomitas dulces y el obligado intermedio tras la inmortal secuencia bajo el roble crepuscular y ese escalofriante «A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre...». Aquel día, y para siempre, me enamoré perdidamente del CINE. Casi tanto como Escarlata de la tierra roja de Tara.

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