El 5 de
agosto de 2010, treinta y tres hombres quedaron atrapados en la mina San José,
Chile. Durante 17 días permanecieron incomunicados y casi (casi) fueron dados
por muertos. Después de dos meses de entierro en vida y tras un espectacular
rescate, los 33 vieron la luz. Lo que se vivió ahí dentro, en el interior de
esa gigantesca y profunda tumba y en el interior de esas treinta y tres almas
sin esperanza, fue desvelado por el único periodista que tuvo acceso directo a
ellos. Gracias a él, todos pudimos conocer la historia y, lo que es más
importante, aprender la lección. Una historia incluida en mi libro "La muerte del egoísmo".
En la despiadada película El Gran Carnaval del maestro Billy Wilder, Chuck Tatum (Kirk
Douglas) es un periodista de poca monta y menos escrúpulos que acaba en un
pueblo perdido del desierto de Nuevo México. La suerte le sonríe cuando el
indio Leo Mimosa queda atrapado en una mina. Rescatarlo puede ser cuestión de
horas, pero Tatum convence al ambicioso sheriff y al corrupto capataz del
equipo de rescate para que realicen el salvamento de forma que dure varios días
y dé tiempo a convertirse en jugosa noticia. Un hombre enterrado vivo en las
entrañas de la roca; una esposa desconsolada e impotente; unos hombres
jugándose el tipo por rescatarlo; y un cronista que tiene acceso en exclusiva al
condenado, que incluso se convierte en su único amigo, para contar la historia
día a día, minuto a minuto, resuello a resuello. La cosa funciona, al
principio: empiezan a llegar visitantes curiosos, primero en coches, luego en
caravanas, en autobuses, en tren. Se montan cientos de tiendas de campaña junto
a la mina, y después tiendas de souvenirs y puestos de comida rápida y
atracciones de feria y hasta una noria. Miles y miles de voyeurs indolentes llegados de todo el estado; y Tatum, el
narrador, saboreando el éxito de la jugada.
Al final, claro, Leo muere
(“¡El circo ha terminado! ¡Váyanse a sus casas!” brama Tatum, desde lo alto). Y
el público de este gran carnaval de miserias hace que lo siente y se retira,
decepcionado, a la gris rutina de sus vidas. Y el periodista sin alma (y sin
noticia) acaba siendo devorado por el monstruo ambicioso y perverso que él
mismo ha creado. Y también por el último atisbo de su propia conciencia.
Hace diez años, en agosto de 2010, treinta y
tres mineros quedaron atrapados en las entrañas de otro desierto, el de
Atacama, en Chile. Como en la película de Billy Wilder, también un periodista
tuvo acceso exclusivo a los mineros y realizó una brillante crónica desde
primerísima línea; mantuvo conversaciones privadas con los protagonistas, se
reunió con el equipo de rescate y con los médicos y fue el primer periodista
que consiguió entrevistar al líder de los mineros, Mario Sepúlveda. Pero, al
contrario que el perverso Chuck Tatum, Jonathan Franklin no se aprovechó de la
tragedia, ni alargó el rescate para estirar su noticia, ni traicionó la
confianza de los hombres atrapados; ni provocó su muerte. Franklin,
simplemente, fue testigo de excepción de esta hazaña de supervivencia y
esperanza, de lucha épica contra el miedo, el calor sofocante, la desesperación, la
enfermedad e incluso el fantasma del canibalismo. Una historia que conmocionó
al mundo y que el periodista estadounidense afincado en Chile escribió en
formato de novela con el sucinto título de “Los 33” (y cuya versión cinematográfica
protagonizó Antonio Banderas).
Jonathan
Franklin nos introduce en las profundidades de la mina San José para
descubrirnos cómo se vive minuto a minuto sepultado a 622 metros durante 70
días y 70 noches; la forma de organizarse, qué roles y tareas se asignaron o el
sistema de racionar los recursos (apenas un par de bocados de atún enlatado
cada 48 horas); cómo soportaron los primeros 17 días, en que estuvieron
incomunicados y dados por muertos (el Gobierno planificaba ya un funeral de
Estado, cuando salió de las entrañas de la tierra ese sucinto mensaje: “Estamos
bien en el refugio los 33”); y también con qué heroica confianza soportaron sus
familias la angustia, la impotencia y la incertidumbre ("Enterrados quizás... Vencidos nunca" rezaba una de
sus pancartas); o la celeridad y acierto con que actuó el Gobierno de Chile,
asesorado por la NASA, para organizar el rescate (cuando sólo había un 2% de
posibilidades de encontrarlos con vida), que supuso el mayor desafío
tecnológico de las últimas décadas. Y, sobre todo, cómo lograron sobreponerse
al instinto de supervivencia individual y formar una piña que fue, en realidad,
lo que los mantuvo cuerdos y vivos. “Sepúlveda tuvo una visión. Se creyó
elegido por Dios para ser líder y que aquellos 33 hombres estaban destinados a
salvarse. Muchos de sus compañeros reconocerían después que a su fuerza,
optimismo y locura se agarraron todos para salir de allí” escribe Franklin. La
mujer de Sepúlveda, Elvira, añade: “Me dice en las cartas que es el líder, el
que manda. Me dice que es el Corazón Valiente. Siempre fue combativo”. Un líder
nato que logró mantener la unidad y, lo que es más importante aún, el orden y
la calma en una situación extrema.
Y fue
también fue su profunda fe, su confianza en la voluntad de Dios lo que afianzó
ese sentimiento de comunidad y unión; hablaban incluso de Jesucristo como el
minero número 34. “Nosotros ahí
clamamos a un Dios vivo y Él nos respondió”. Una devoción que se plasmó, por
ejemplo, en el especialísimo regalo que hicieron llegar al papa Benedicto XVI,
mientras aún permanecían en la mina: una bandera de Chile firmada por los 33
mineros, como símbolo de “la esperanza con que millones de personas en
todo el mundo confiamos a Dios su vida". Y es que el milagro del desierto
de Atacama cambió sus vidas, como pudieron comprobar los mil millones de
personas que siguieron por televisión el espectacular rescate, la noche del martes 12
de octubre: del primer al último de los 33, todos vestían una camiseta en la
que se leía “Gracias, Señor”.
El rescate
fue un rotundo éxito, desde que comenzó a las 23:19 del martes, apenas
transcurrieron 22 horas y 42 minutos hasta que emergió de las profundidades de
la roca viva la estrecha cápsula “Fénix 2” con el último de los heroicos
mineros, Luis Urzúa, el jefe de turno (y otra de las personas clave en la buena
resolución de la tragedia). Las imágenes del reencuentro de los 33 con sus
familias, los abrazos, las lágrimas incontenidas, la alegría desbordada, la
felicidad plena, dio la vuelta al mundo. Y la historia quedó como un
maravilloso ejemplo de supervivencia, de compañerismo y de esperanza, de tesón
y valentía. Y de profunda fe.
Lo cierto es
que, según reconocieron los propios mineros, todos salieron de aquella mina más
religiosos que cuando entraron, porque “creímos en Él y Él nos respondió”. A
diferencia del minero de El Gran Carnaval,
los 33 de San José confiaron en quien tenían que confiar. Ellos vieron la luz
antes de salir del túnel.
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