«Era el
mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos». La célebre frase que inicia
la novela de Dickens Historia de dos ciudades bien
podría aplicarse –salvando las distancias con la Revolución Francesa- al
momento que nos ha tocado vivir. Este aquí y ahora en el que también se
entrecruzan «la edad de la sabiduría y la de la locura; la época de las
creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la
primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación». Un tiempo en el
que, de pronto, nos hemos dado cuenta de que «todo lo poseíamos pero no
teníamos nada». Aunque nuestra reclusión más o menos forzosa pero limitada
tirando a breve –no lo olvidemos- poco tiene que ver con los dieciocho eternos años
que el padre de Lucía Manette permaneció preso en la Bastilla; y menos aún nuestros
conectados y confortables hogares del s. XXI, tan infinitamente alejados de la
mazmorra 105 de la torre norte de la infecta prisión parisina.
El invierno de la desesperación
Pero,
volviendo al principio, lo cierto es que nos ha tocado vivir el peor y el mejor
de los tiempos. El peor, porque en un
mundo globalizado e híper conectado como el presente, un bichito que nace a
9860 kilómetros -en un país recién abierto al mundo- nos llega a la misma velocidad que un envío de Amazon Prime y se expande con la misma letal
eficacia que un vídeo viral de gatitos o el fake ruso de turno. Y contagia de
locura, incredulidad y desesperación al mundo entero, país por país, ciudad por
ciudad, calle por calle. Nos ha pillado en pelotas, la emergencia. No sabemos
qué hacer o dejar de hacer, cómo actuar, quién y por qué, o para qué. Nos
dejamos llevar por el pánico y el caos, los más, o por el sentido común y la
cordura, los menos. Y mientras unos
arrasan el súper en busca de provisiones como si esto fuera Beirut –lo del
papel higiénico sigue siendo un misterio insondable- otros se van de terrazas;
mientras unos se encierran en casa bajo siete llaves otros aprovechan para
escaparse a la sierra, que ahí se está la mar de bien. Y mientras los países
cierran sus fronteras y encierran a sus gentes, el maldito bicho se va colando
-imparable, impredecible- por todos y cada uno de los recovecos de nuestras
vidas. Cuerpos, mentes y almas se contagian a velocidad de vértigo. Porque
igual que el bicho expande su vírica contaminación, los medios de comunicación,
los whatsapps y las redes, con su mix de verdades, exageraciones y falsedades,
expanden el miedo y la confusión. La sobreexposición a la información sobre el
virus es tan fatal para la mente como el propio virus para el cuerpo. Ahí
también se debería recomendar la contención.
Y lo peor de
este peor de los tiempos no es la enfermedad en sí –entendámonos, el
coronavirus no es la peste bubónica, ni el cólera, ni el tifus, ni el ébola- sino
el letal efecto dominó que afecta a la
economía globalizada e híper conectada en la que vivimos. Y eso no ha hecho
más que empezar. Solo cabe esperar -porque obviamente no está en nuestras manos-
que gobiernos, bancos mundiales, grandes entidades financieras y demás
responsables de la cosa estén a la altura. Porque si no lo están nos vamos
todos de cabeza a un pozo sin fondo. Sé que es mucho pedir, pero quien no llora
no mama. Y esta es una buena razón para llorar.
La primavera de la esperanza
Pero también nos ha tocado vivir esta crisis mundial
en el mejor de los tiempos. Y, ya
puestos, en el mejor de los países.
Porque las condiciones de nuestra reclusión (con wifi, Netflix, houseparty,
Amazon o la compra a domicilio) no son precisamente las de otros tiempos lejanos,
ni siquiera décadas atrás. Quedarse en
casa no es ir la guerra a la que fueron enviados nuestros abuelos; la
escasez de papel higiénico y de otros –no muchos- bienes de primera necesidad no
es el estado de racionamiento que vivieron nuestros padres en la posguerra. Y las
avalanchas en los hipermercados tampoco son comparables –la sola comparación da
hasta vergüenza- con la tragedia diaria de los cientos de miles de personas –repito,
personas- que hoy, marzo de 2020, huyen de la guerra, la miseria o el fanatismo.
Que tratan de escapar de una muerte segura e inminente, por enfermedad, por
inanición, por bala o por una bomba en la cola del súper.
Y en el
mejor de los países. Porque en España tenemos
el mejor sistema sanitario público del mundo, los mejores profesionales y los
mejores hospitales. Públicos y privados, que aquí están todos a una. Aunque
le pese a más de uno, y de una. La entrega, la profesionalidad, el compromiso y
la sensatez que están demostrando, la esperanza que nos contagian cada día y el
ejemplo de sacrificio que nos están dando a todos en su heroica lucha son
sencillamente espectaculares. Y esto es extensible a otros héroes expuestos como el personal de las líneas aéreas (que ha reunido estos días a muchas familias,incluida la mía, con riesgo evidente), las farmacias, los comercios de todo tipo que permanecen abiertos para que podamos sobrevivir, los mensajeros y conductores, los transportistas, las fuerzas del orden y un largo etcétera de profesionales que ayudan a contener la locura.
Ante esta lección, también a nosotros nos toca estar a la altura, más allá de los aplausos en la terraza. Es lo único que se nos está pidiendo. Algo tan sencillo como pensar en el otro, ser conscientes del riesgo, ser humildes y obedientes; y también aprender a tener paciencia, adaptarse a una nueva forma de ver la vida, el trabajo, la familia. Sosegar el paso. Retomar aficiones. Replantearse prioridades. Repensar lo que es de verdad necesario y lo que es perfectamente prescindible. Recogerse, mirar hacia dentro, volver a lo esencial. Y, por favor, no dejar de contagiarnos ese sentido del humor tan nuestro, tan ingenioso, tan genial. Y tan necesario. En eso, incontinencia total.
Ante esta lección, también a nosotros nos toca estar a la altura, más allá de los aplausos en la terraza. Es lo único que se nos está pidiendo. Algo tan sencillo como pensar en el otro, ser conscientes del riesgo, ser humildes y obedientes; y también aprender a tener paciencia, adaptarse a una nueva forma de ver la vida, el trabajo, la familia. Sosegar el paso. Retomar aficiones. Replantearse prioridades. Repensar lo que es de verdad necesario y lo que es perfectamente prescindible. Recogerse, mirar hacia dentro, volver a lo esencial. Y, por favor, no dejar de contagiarnos ese sentido del humor tan nuestro, tan ingenioso, tan genial. Y tan necesario. En eso, incontinencia total.
La pregunta que
cabe hacerse ahora es: ¿estamos a la altura? O, mejor, desde el interior de
cada uno: ¿estoy a la altura? Porque, no lo olvidemos, el precio
de la libertad colectiva es el ejercicio de la responsabilidad individual.
Poner todos y cada uno la parte que nos corresponde, que es ínfima.
Si todos
respondemos, el final de esta historia llegará antes, y será un final feliz. Porque,
eso tampoco lo olvidemos nunca, tenemos mucha
suerte de vivir en el mejor de los tiempos, en el mejor de los países.
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