lunes, 16 de marzo de 2020

El peor de los tiempos. El mejor de los tiempos.



«Era el mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos». La célebre frase que inicia la novela de Dickens Historia de dos ciudades bien podría aplicarse –salvando las distancias con la Revolución Francesa- al momento que nos ha tocado vivir. Este aquí y ahora en el que también se entrecruzan «la edad de la sabiduría y la de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación». Un tiempo en el que, de pronto, nos hemos dado cuenta de que «todo lo poseíamos pero no teníamos nada». Aunque nuestra reclusión más o menos forzosa pero limitada tirando a breve –no lo olvidemos- poco tiene que ver con los dieciocho eternos años que el padre de Lucía Manette permaneció preso en la Bastilla; y menos aún nuestros conectados y confortables hogares del s. XXI, tan infinitamente alejados de la mazmorra 105 de la torre norte de la infecta prisión parisina.


El invierno de la desesperación


Pero, volviendo al principio, lo cierto es que nos ha tocado vivir el peor y el mejor de los tiempos. El peor, porque en un mundo globalizado e híper conectado como el presente, un bichito que nace a 9860 kilómetros -en un país recién abierto al mundo- nos llega a la misma velocidad que un envío de Amazon Prime y se expande con la misma letal eficacia que un vídeo viral de gatitos o el fake ruso de turno. Y contagia de locura, incredulidad y desesperación al mundo entero, país por país, ciudad por ciudad, calle por calle. Nos ha pillado en pelotas, la emergencia. No sabemos qué hacer o dejar de hacer, cómo actuar, quién y por qué, o para qué. Nos dejamos llevar por el pánico y el caos, los más, o por el sentido común y la cordura, los menos. Y mientras unos arrasan el súper en busca de provisiones como si esto fuera Beirut –lo del papel higiénico sigue siendo un misterio insondable- otros se van de terrazas; mientras unos se encierran en casa bajo siete llaves otros aprovechan para escaparse a la sierra, que ahí se está la mar de bien. Y mientras los países cierran sus fronteras y encierran a sus gentes, el maldito bicho se va colando -imparable, impredecible- por todos y cada uno de los recovecos de nuestras vidas. Cuerpos, mentes y almas se contagian a velocidad de vértigo. Porque igual que el bicho expande su vírica contaminación, los medios de comunicación, los whatsapps y las redes, con su mix de verdades, exageraciones y falsedades, expanden el miedo y la confusión. La sobreexposición a la información sobre el virus es tan fatal para la mente como el propio virus para el cuerpo. Ahí también se debería recomendar la contención. 

Y lo peor de este peor de los tiempos no es la enfermedad en sí –entendámonos, el coronavirus no es la peste bubónica, ni el cólera, ni el tifus, ni el ébola- sino el letal efecto dominó que afecta a la economía globalizada e híper conectada en la que vivimos. Y eso no ha hecho más que empezar. Solo cabe esperar -porque obviamente no está en nuestras manos- que gobiernos, bancos mundiales, grandes entidades financieras y demás responsables de la cosa estén a la altura. Porque si no lo están nos vamos todos de cabeza a un pozo sin fondo. Sé que es mucho pedir, pero quien no llora no mama. Y esta es una buena razón para llorar.



La primavera de la esperanza


Pero también nos ha tocado vivir esta crisis mundial en el mejor de los tiempos. Y, ya puestos, en el mejor de los países. Porque las condiciones de nuestra reclusión (con wifi, Netflix, houseparty, Amazon o la compra a domicilio) no son precisamente las de otros tiempos lejanos, ni siquiera décadas atrás. Quedarse en casa no es ir la guerra a la que fueron enviados nuestros abuelos; la escasez de papel higiénico y de otros –no muchos- bienes de primera necesidad no es el estado de racionamiento que vivieron nuestros padres en la posguerra. Y las avalanchas en los hipermercados tampoco son comparables –la sola comparación da hasta vergüenza- con la tragedia diaria de los cientos de miles de personas –repito, personas- que hoy, marzo de 2020, huyen de la guerra, la miseria o el fanatismo. Que tratan de escapar de una muerte segura e inminente, por enfermedad, por inanición, por bala o por una bomba en la cola del súper.

Y en el mejor de los países. Porque en España tenemos el mejor sistema sanitario público del mundo, los mejores profesionales y los mejores hospitales. Públicos y privados, que aquí están todos a una. Aunque le pese a más de uno, y de una. La entrega, la profesionalidad, el compromiso y la sensatez que están demostrando, la esperanza que nos contagian cada día y el ejemplo de sacrificio que nos están dando a todos en su heroica lucha son sencillamente espectaculares. Y esto es extensible a otros héroes expuestos como el personal de las líneas aéreas (que ha reunido estos días a muchas familias,incluida la mía, con riesgo evidente), las farmacias, los comercios de todo tipo que permanecen abiertos para que podamos sobrevivir, los mensajeros y conductores, los transportistas, las fuerzas del orden y un largo etcétera de profesionales que ayudan a contener la locura.

Ante esta lección, también a nosotros nos toca estar a la altura, más allá de los aplausos en la terraza. Es lo único que se nos está pidiendo. Algo tan sencillo como pensar en el otro, ser conscientes del riesgo, ser humildes y obedientes; y también aprender a tener paciencia, adaptarse a una nueva forma de ver la vida, el trabajo, la familia. Sosegar el paso. Retomar aficiones. Replantearse prioridades. Repensar lo que es de verdad necesario y lo que es perfectamente prescindible. Recogerse, mirar hacia dentro, volver a lo esencial. Y, por favor, no dejar de contagiarnos ese sentido del humor tan nuestro, tan ingenioso, tan genial. Y tan necesario. En eso, incontinencia total.
  
La pregunta que cabe hacerse ahora es: ¿estamos a la altura? O, mejor, desde el interior de cada uno: ¿estoy a la altura? Porque, no lo olvidemos, el precio de la libertad colectiva es el ejercicio de la responsabilidad individual. Poner todos y cada uno la parte que nos corresponde, que es ínfima.

Si todos respondemos, el final de esta historia llegará antes, y será un final feliz. Porque, eso tampoco lo olvidemos nunca, tenemos mucha suerte de vivir en el mejor de los tiempos, en el mejor de los países.






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