Bosco es un arquitecto mexicano de gran éxito
en su país. Es también hijo, hermano, esposo y padre de nueve hijos. Una
familia tan grande como unida, a la que no vio durante los 257 días —con todos
sus minutos y todos sus segundos— que permaneció secuestrado. Pero en la que no
dejó de pensar uno solo de aquellos instantes de encierro. Gracias a esa fuerza
moral que le dio su familia, a su propia fuerza interior y a su profunda fe,
Bosco sobrevivió a su secuestro. Y aprendió, a lo largo de aquellos eternos,
terribles 257 días, lo que de verdad importa; en esta vida y en la otra. Una
historia de supervivencia extrema de la que Bosco sacó una lección positiva, y que forma parte de los Congresos de Valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa desde su primera edición.
Un agujero de un metro de ancho por tres de largo
En 1990 Bosco Gutiérrez Cortina tenía 33 años y en México
aún no había comenzado la epidemia de secuestros que invadió el país unos años
después. En realidad, Bosco sólo había conocido dos casos. Él fue el tercero.
Ese miércoles, 29 de agosto, empezó el día acudiendo a misa muy temprano, a las
ocho de la mañana. A la salida se dirigió hacia su coche, sin prisa; antes de
que le diera tiempo a abrir la puerta, unos fuertes brazos lo sujetaron por
detrás y la culata de un arma le golpeó con violencia en la boca; su siguiente
recuerdo es el interior de una camioneta, el sonido de una sirena de policía (los
secuestradores se hacían pasar por judiciales) y el traqueteo del vehículo
recorriendo las calles de Ciudad de México a toda velocidad. No veía nada, le habían cegado los ojos con
unas gafas de esquiar pintadas de negro. También le cortaron la ropa con un
cuchillo y lo dejaron desnudo, tirado en el suelo de la camioneta. Su mente
se debatía en un torbellino de miedo e incertidumbre, en completo shock: no era
capaz de llorar, ni siquiera de rezar. Solo piensa que lo van a matar.
Desnudo y esposado pasa al maletero de otro coche y, tras
varias dolorosas horas de camino, le tumban en un catre. Tratan de quitarle el
anillo, pero se resiste. Es lo único suyo que le dejan; la ropa, las medallas,
el reloj, todo se lo han quitado ya. También las gafas tintadas. Sus
secuestradores le fuerzan a abrir los ojos: todos van vestidos de blanco y
ocultan sus rostros tras capuchas blancas. También ve el agujero en el que permanecerá encerrado no sabe cuánto tiempo: un
metro de ancho por tres de largo y uno noventa de alto; tres paredes
recubiertas por un friso de plástico blanco; la cuarta pared es una puerta de
madera, dividida en dos mitades, la de arriba con una ventana. El suelo, de
linóleo. Una bombilla en el techo, que los secuestradores encienden y apagan a
su antojo. Una cámara, que vigilará y grabará cada minuto de su tortura. Y una
música insistente, machacona, a todo volumen, que suena una hora tras otra. Sin
descanso.
¡Soy un mierda!
“Yo tiendo a ser positivo. Pienso, esto lo resuelven mis
hermanos en 15 días”. Sabe que los otros dos secuestros duraron apenas 20 días.
“La distancia era corta, esa ilusión te tranquiliza. Pero entonces llegó un
golpe fortísimo: un interrogatorio escrito en el que me pedían el nombre de mi
esposa y el de mis hijos, amigas de mi esposa, apodos de los niños, la
peluquería, el súper, la guardería… Lo más sagrado: mi familia”. Bosco se niega
a aportar los datos de su familia, tratando de protegerlos. Pero los
secuestradores no empezarían las negociaciones hasta que lo hiciera. No hay prisa,
la decisión estaba en sus manos. El combate interior de Bosco es cruento. “¿Qué hago? ¿Les entrego a Gaby y a mis
hijos? Eso sería como traicionarles” Al final decide revelarles lo que
podrían averiguar fácilmente. Ante este acto de rendición, el secuestrador
sonríe; Bosco es entonces consciente de lo que ha hecho, y cae al suelo,
derrotado. “¡Dios mío, soy un mierda, un traidor, un cobarde!... Mi cabeza quedó
confundida en esta realidad absurda que no tenía nada que ver conmigo. No sabía
dónde estaba, ni lo que era real. En la oscuridad repasaba con mis manos la
desnudez de mi cuerpo… ‘¿Estarás muerto? ¿O quizá estás en el purgatorio?’, me
repetía mi conciencia. ‘¡No seas tonto!’
respondía mi propia Voz interior, ‘¡Estás secuestrado!’”. Desnudo, maloliente,
debilitado, perdido. Permanece en tal estado una semana, desparramado por el
suelo, física y moralmente. Su estado es
tan deplorable que los secuestradores se asustan, piensan que se les muere
allí mismo.
Bosco,
ofréceme el whisky
Uno de ellos se asoma por la ventana y le ofrece un trago.
Por reanimarle. Escribe en la libreta (no hablan, se comunican por escrito o
por señas): ‘¿Qué quiere?’ Bosco, dudoso, responde: ‘Pues… un whisky’. ‘¿Y cómo
lo quiere?’ Bosco se anima; parece que el estímulo funciona. ‘Pues deme un vaso alto, así, de puro
whisky sin agua, con un hielo grande’. Y en su interior ruega “¡Por favor,
que sea verdad, que no sea una broma!”. Tres horas —o diez minutos— después
reaparece el secuestrador con el “desproporcionadamente anhelado” vaso de
whisky. Es lo primero fresco que siente después de 15 días a oscuras, casi sin
moverse. Se queda paralizado ante la visión.
“Me arrastré a gatas hasta la puerta, alargué la mano y cogí
el vaso. Con mucho cuidado. No quería derramar ni una gota. Volví a mi rincón,
al otro extremo del zulo, y comencé un culto al whisky. Lo olía, lo tocaba,
jugueteaba con él, lo paseaba despacio por mis labios, por mis mejillas… ¡era
un placer! Y entonces la voz de mi conciencia —Dios— me dijo: ‘Bosco, ofréceme
el whisky’ Y yo, ‘no me pidas eso; te ofrezco el secuestro; el whisky no, por
favor. Es lo único que puede salvarme’. Y la voz: ‘el secuestro no depende de ti, ofréceme el whisky’. Esa lucha
interna duró unos minutos; finalmente,
ocultando mi acción a la cámara de vídeo, derramé el whisky en el excusado. Me
quedé sentado, tembloroso, sintiéndome como un estúpido, pero también sentí una
gran satisfacción. Fue un pequeño triunfo”. En un trozo de papel que había
sobrado del interrogatorio anota: “15 de
septiembre, hoy vencí en mi primera batalla. Whisky flush, sigo siendo libre,
dueño de mis actos… ¡y no soy un mierda!”
Estar perfecto
A partir de esa victoria, de ese instante glorioso, la
mentalidad de Bosco gira radicalmente. Su inteligencia empieza a funcionar, y
su voluntad también. Esa noche —o día— duerme tranquilo. Cuando despierta, come
por primera vez desde su secuestro. También reza por primera vez. Decide que lo
único que tiene que hacer, su única
responsabilidad, es cuidar su salud; estar perfecto de alma y cuerpo para el
momento de su liberación. Lo contrario sería una traición a su familia.
Escribe en la pared: “Estar perfecto”. Es su meta, y desarrolla un plan de vida
para alcanzarla:
“1. Salud Mental. Libérate de la
angustia. Acepta la situación, empezando por tu cuartito.El cuarto es tu hogar.
Es lo que hay. Ordénalo y límpialo; Aquí cubeta del agua, aquí libros, aquí
vasito, aquí boli. Eres el rey de este pequeño universo. Control del tiempo.
Ejercicios de memoria.
“2. Salud Física. Cuidar la
alimentación. Hacer ejercicio”
“3. Haz Algo. Aprovecha el tiempo, que
es oro incluso aquí. Dividir el día y hacer algo en cada momento”.
Siete maratones
Los propios secuestradores le confundían ofreciéndole
desayuno, comida o cena indistintamente; inventó un sistema para controlar los
días en la oscuridad, haciendo hoyuelos en las paredes y calculando el tiempo
según la duración de la casete (la música que sonaba ininterrumpidamente día y
noche provenía de una casete, que se daba la vuelta cada media hora). Escribe:
“Primera casete: media hora de ofrecimiento del día (santos, fallecidos,
familia…); Segunda casete: desayuno (cereales, fruta y té); Seis casetes (tres
horas) de ejercicio al día —al principio hasta le cuesta andar, después de 15
días inmóvil; pero pronto puede recorrer
los tres metros sin apoyarse en las paredes; acaba corriendo siete maratones de
42 días cada uno—. Y así sucesivamente, hasta completar todas las horas del
día: Oración y misa (“en algún lugar del mundo, en este momento, se está celebrando
una misa”); Comida: fruta, carne o pescado, verduras sin sal; yogur y fruta
para cenar (“una dieta buena, sencilla, barata y práctica; nunca la variaron y
nunca enfermé”)…
Para ejercitar la memoria dedica media hora al día a pensar
en cosas ajenas al secuestro (arquitectura, música) y a recordar juegos,
canciones, poesías o acontecimientos familiares que hubieran ocurrido en los
últimos años. Va rellenando su memoria y descubre, de paso, que hay que vivir
la vida con mayor intensidad. “Desde hoy
quiero aprovechar cada día que me quede para sacar todo el jugo al tiempo”.
Escribe infinidad de cartas a su esposa, Gaby, y a sus hijos. Probablemente no
lleguen a leerlas nunca, pero a él le hacen tanto bien.
También empieza a conocer y
distinguir a sus anónimos guardianes, y adjudica un apodo a cada uno: TKT, el
jefe; el Greñas, el Teques, el Anteojitos, el Muchacho… Reconoce hasta sus
pasos y sabe quién está de guardia, tras la puerta, a cada momento.
Me agarré a mi fe con uñas y dientes
La organización de su vida en el zulo da notables resultados,
tanto para su salud mental como para su salud física. Su fe también le ayuda a
mantenerse vivo. “Me agarré a mi fe con
uñas y dientes y no la solté. Todo lo hacía rezando, porque no rezar en
aquellos momentos era perder el tiempo. Creer en Dios es eso, aceptar Su
voluntad y no discutirla”. Si Él había permitido que le ocurriera aquello,
sería por alguna buena razón.
En octubre ya llevaba dos meses secuestrado, y las
negociaciones no parecían avanzar con demasiada fluidez. Tuvo un sueño. Se vio
en el infierno, y junto a él había un tipo que le insultaba porque no le habló
de Dios en vida, y por su culpa estaban los dos ahí abajo. Se imaginó que el
tipo era uno de los secuestradores y se dijo “pues que por mí no quede”.
Decidió hacer apostolado con sus carceleros, primero a través de la oración
(octubre: un Rosario diario por ellos), luego de la mortificación (noviembre:
dejó el azúcar y la sal) y finalmente de la acción (diciembre: invitarles a
leer la Biblia, que algunos aceptaron y otros no).
Feliz
Navidad
Llegó el día de Navidad y Bosco se derrumbó; extrañó a sus
hijos más que nunca. Y a Gaby, su mujer. Pero debía seguir luchando hasta el
último aliento, por ellos, por él mismo. Sigue adelante con su plan; escribe
una nota a los secuestradores: “Señores
Guardianes: Es Navidad y no hay secuestradores ni secuestrados. Hoy a las 8 vamos
a rezar”. Unas horas después, se abre la ventana del zulo y ve a cuatro
guardianes encapuchados, con los brazos cruzados, esperando. TKT escribe en la
pizarra: “Estamos listos”. Bosco abre la Biblia por el pasaje de la Navidad de
San Lucas y comienza a leer. Ellos, inmóviles, en absoluto silencio (no se
escuchaba ni la casete), tal vez aguardando en sus vidas un leve aliento de
algo que trascendiera a la gris realidad de ese secuestro. Bosco trata de
explicarles el verdadero sentido de la Navidad, el nacimiento del Niño Dios, la
ilusión del niño que todos llevamos dentro. Les cuenta también lo que ahora
estaría haciendo en su casa, la celebración en familia, sus hijos, Gaby…
“Les dije ‘Vamos a rezar un padrenuestro y 10 avemarías para
dar gracias a Dios por esta celebración’. Comencé la primera parte y esperé a
que contestaran, pero seguían guardando silencio. Continué rezando solo, en voz
alta, y al finalizar exclamé: ‘¡Felicidades!’. Ellos escribieron en la pizarra
‘Muchas gracias y felicidades’. Y
entonces, uno a uno, mirándome a los ojos, fueron estrechando mi mano como
señal de respeto. Cuando cerraron la puerta sentí que esa había sido la
Navidad más feliz de mi vida. Sentí una espiritualidad muy especial y muy
profunda”.
Ya no tengo miedo
Después de aquella experiencia navideña, el atisbo de
humanidad que vio en los ojos de sus captores se materializa en unos
calzoncillos, unos calcetines, una camiseta y una medalla. “Fue un lujo sentirme vestido después de
tres meses”. Hubo otros regalos: le cambian, al fin, la música y le dan un
reloj. Esa noche, a las doce, ve cómo acaba el año 1990, segundo a segundo, en
las manecillas de su nuevo reloj. Lleva ya cuatro meses sin ver el sol, sin ver
a sus hijos, sin ver a su Gaby.
El día de Reyes TKT le hace
llegar un papelito: “Arquitecto, díganos
de dónde saca usted la fortaleza”. Bosco permanece un minuto pensando y
responde, mirando a la cámara: “Es que
ya no tengo miedo. Porque no voy a vivir ni un minuto más ni un minuto
menos de lo que Dios quiera. Si usted decide matarme, y Dios lo permite, me
hará un gran bien porque me llevará al Cielo”.
Un plan de huida
Pasa la Navidad, y el nuevo año transcurre día a día, semana
a semana, mes a mes, cumpliendo su plan de vida, escribiendo su diario, sus
cartas, manteniéndose fuerte y sano,
cuerdo. Y esperanzado. Como le dijo a su secuestrador, ya no tiene miedo.
Tal vez solo tema quedarse enterrado vivo si sus captores huyen y lo dejan ahí,
abandonado. Por eso comienza a pensar en
un plan de huida. Dedica a ello media hora al día durante dos meses,
fantaseando cada detalle, estudiando las posibilidades al milímetro. Por ahora
es sólo eso, una fantasía. Pero va guardando y ocultando tras el plástico de la
pared cualquier pequeño objeto que cae en sus manos.
Llega Semana Santa y pide una figura de Cristo. “Me había
convertido en un atleta de la oración. Me dieron un Cristo bastante feo y
cursi, de pasta, pero ante su imagen me puse a llorar como un niño. Lloro por
la impresión que me causa la escena de Cristo sufriendo hasta el límite por mí,
pagando con su vida el rescate de vida eterna”. Ese pensamiento le lleva a una
profunda reflexión: el rescate que van a pagar sus hermanos es el de su vida
mortal, tal vez por unos años más; pero el sacrificio del Hombre es por su
salvación eterna. Y esa es la deuda que tiene contraída con Él. “Yo aquí estoy
de paso y en deuda con Dios.”.
Tengo que salir de aquí
Han transcurrido ya 8
meses, 246 noches en su negro agujero de tres metros cuadrados. Es el 1º de
Mayo y se afeita por segunda vez desde el día de su secuestro. Le hacen una
nueva fotografía como prueba de vida para sus hermanos, con nuevas instrucciones
para pagar el rescate (que se estaba complicando por razones ajenas a su
familia). “Calculaba que iba a salir el 16 de mayo y comencé una cuenta atrás.
El día 11 se abrió la ventana del zulo; se les notaba tensos. Había sido imposible cerrar la negociación
en Brasil. Permanecí toda la noche despierto, rezando el rosario, pensando
en mi madre (el 12 de mayo es el aniversario de sus padres). Noté que se
encendió la luz fuera, pero luego no se oyó nada. ¿Se habrían ido?” Con un gancho
que se había fabricado semana tras semana, con infinita paciencia y con piezas
de diferentes objetos, logra desprender el pestillo al otro lado de la puerta.
Sale de su agujero y ve capuchas y batas blancas colgadas en una pared. Sobre
la mesa hay un reloj, que marca las 8:30 de la mañana (no solían encenderle la
luz hasta las 10). Tiene miedo de que le pillen, puede que los secuestradores aún estén ahí y verle significaría su
muerte inmediata. Regresa a su celda, pero no puede cerrar la puerta desde
dentro. Vive momentos de verdadera angustia. No sabe qué hacer. Ninguna opción
parece segura. Y al final toma la decisión: ¡tiene que salir de ahí!
¡Lléveme
a México. Le pago lo que sea!
“Pasé por delante de
un secuestrador, dormido junto a su AK 47. Caminé
por un pasillo; los demás estaban ahí, uno en la cocina, otro en la ducha. Yo
seguí caminando, de puntillas, y alcancé la puerta. La abrí y salí a la calle. ¡Era
libre! Me dije, ¡patas, para qué os quiero! Comencé a correr y me refugié
en la primera casa que vi. Había una niña en el portal y le dije que era
víctima de un secuestro. Ella empezó a gritar, acudió su padre y me echó a
patadas. Entonces vi un taxi y me metí dentro a escondidas. ‘¡Lléveme a México, por favor. Le pago lo
que sea!’ El taxista pensó que estaba loco, pero finalmente lo convencí.
Tenía un Rosario colgado del retrovisor. ‘¿Es para rezar o es de adorno? ¿Por
qué no lo rezamos juntos?’ le propuse. Él asintió con la cabeza, arrancó el
coche y emprendimos camino a casa”.
A las once de la mañana Bosco llega a la casa de sus padres.
Los gritos de alegría se escuchan en toda la manzana. Lágrimas, abrazos, risas.
La emoción, largamente contenida, se desborda sin límite. “¡Tócame, estoy
bien!” Después de casi nueve meses secuestrado, Bosco ha vuelto a nacer.
Durante
257 días, Bosco vivió cada minuto en total aislamiento, sin escuchar una voz
humana, sin ver un rostro humano. Pero
no estuvo solo. Gaby permaneció todo el tiempo junto a él. Y Dios. Él fue quien
lo mantuvo vivo, cuerdo, sano; y quien le ayudó a escapar: “Estoy más
convencido que nunca que con Él lo podemos todo, y sin Él no podemos hacer ni
la más mínima cosa.”
La historia de Bosco Gutiérrez Cortina la escribí originalmente para el primer volumen del libro Lo Que De Verdad Importa (Ed. Lunwerg). Lo puedes conseguir aquí.
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