domingo, 8 de marzo de 2020

Bosco Gutiérrez Cortina. 257 días en un agujero de 1x3 metros



Bosco es un arquitecto mexicano de gran éxito en su país. Es también hijo, hermano, esposo y padre de nueve hijos. Una familia tan grande como unida, a la que no vio durante los 257 días ­—con todos sus minutos y todos sus segundos— que permaneció secuestrado. Pero en la que no dejó de pensar uno solo de aquellos instantes de encierro. Gracias a esa fuerza moral que le dio su familia, a su propia fuerza interior y a su profunda fe, Bosco sobrevivió a su secuestro. Y aprendió, a lo largo de aquellos eternos, terribles 257 días, lo que de verdad importa; en esta vida y en la otra. Una historia de supervivencia extrema de la que Bosco sacó una lección positiva, y que forma parte de los Congresos de Valores de la Fundación Lo Que De Verdad Importa desde su primera edición.


Un agujero de un metro de ancho por tres de largo


En 1990 Bosco Gutiérrez Cortina tenía 33 años y en México aún no había comenzado la epidemia de secuestros que invadió el país unos años después. En realidad, Bosco sólo había conocido dos casos. Él fue el tercero. Ese miércoles, 29 de agosto, empezó el día acudiendo a misa muy temprano, a las ocho de la mañana. A la salida se dirigió hacia su coche, sin prisa; antes de que le diera tiempo a abrir la puerta, unos fuertes brazos lo sujetaron por detrás y la culata de un arma le golpeó con violencia en la boca; su siguiente recuerdo es el interior de una camioneta, el sonido de una sirena de policía (los secuestradores se hacían pasar por judiciales) y el traqueteo del vehículo recorriendo las calles de Ciudad de México a toda velocidad. No veía nada, le habían cegado los ojos con unas gafas de esquiar pintadas de negro. También le cortaron la ropa con un cuchillo y lo dejaron desnudo, tirado en el suelo de la camioneta. Su mente se debatía en un torbellino de miedo e incertidumbre, en completo shock: no era capaz de llorar, ni siquiera de rezar. Solo piensa que lo van a matar.

Desnudo y esposado pasa al maletero de otro coche y, tras varias dolorosas horas de camino, le tumban en un catre. Tratan de quitarle el anillo, pero se resiste. Es lo único suyo que le dejan; la ropa, las medallas, el reloj, todo se lo han quitado ya. También las gafas tintadas. Sus secuestradores le fuerzan a abrir los ojos: todos van vestidos de blanco y ocultan sus rostros tras capuchas blancas. También ve el agujero en el que permanecerá encerrado no sabe cuánto tiempo: un metro de ancho por tres de largo y uno noventa de alto; tres paredes recubiertas por un friso de plástico blanco; la cuarta pared es una puerta de madera, dividida en dos mitades, la de arriba con una ventana. El suelo, de linóleo. Una bombilla en el techo, que los secuestradores encienden y apagan a su antojo. Una cámara, que vigilará y grabará cada minuto de su tortura. Y una música insistente, machacona, a todo volumen, que suena una hora tras otra. Sin descanso.


¡Soy un mierda!


“Yo tiendo a ser positivo. Pienso, esto lo resuelven mis hermanos en 15 días”. Sabe que los otros dos secuestros duraron apenas 20 días. “La distancia era corta, esa ilusión te tranquiliza. Pero entonces llegó un golpe fortísimo: un interrogatorio escrito en el que me pedían el nombre de mi esposa y el de mis hijos, amigas de mi esposa, apodos de los niños, la peluquería, el súper, la guardería… Lo más sagrado: mi familia”. Bosco se niega a aportar los datos de su familia, tratando de protegerlos. Pero los secuestradores no empezarían las negociaciones hasta que lo hiciera. No hay prisa, la decisión estaba en sus manos. El combate interior de Bosco es cruento. “¿Qué hago? ¿Les entrego a Gaby y a mis hijos? Eso sería como traicionarles” Al final decide revelarles lo que podrían averiguar fácilmente. Ante este acto de rendición, el secuestrador sonríe; Bosco es entonces consciente de lo que ha hecho, y cae al suelo, derrotado. “¡Dios mío, soy un mierda, un traidor, un cobarde!... Mi cabeza quedó confundida en esta realidad absurda que no tenía nada que ver conmigo. No sabía dónde estaba, ni lo que era real. En la oscuridad repasaba con mis manos la desnudez de mi cuerpo… ‘¿Estarás muerto? ¿O quizá estás en el purgatorio?’, me repetía mi conciencia.  ‘¡No seas tonto!’ respondía mi propia Voz interior, ‘¡Estás secuestrado!’”. Desnudo, maloliente, debilitado, perdido. Permanece en tal estado una semana, desparramado por el suelo, física y moralmente. Su estado es tan deplorable que los secuestradores se asustan, piensan que se les muere allí mismo.





Bosco, ofréceme el whisky

Uno de ellos se asoma por la ventana y le ofrece un trago. Por reanimarle. Escribe en la libreta (no hablan, se comunican por escrito o por señas): ‘¿Qué quiere?’ Bosco, dudoso, responde: ‘Pues… un whisky’. ‘¿Y cómo lo quiere?’ Bosco se anima; parece que el estímulo funciona. ‘Pues deme un vaso alto, así, de puro whisky sin agua, con un hielo grande’. Y en su interior ruega “¡Por favor, que sea verdad, que no sea una broma!”. Tres horas —o diez minutos— después reaparece el secuestrador con el “desproporcionadamente anhelado” vaso de whisky. Es lo primero fresco que siente después de 15 días a oscuras, casi sin moverse. Se queda paralizado ante la visión.

“Me arrastré a gatas hasta la puerta, alargué la mano y cogí el vaso. Con mucho cuidado. No quería derramar ni una gota. Volví a mi rincón, al otro extremo del zulo, y comencé un culto al whisky. Lo olía, lo tocaba, jugueteaba con él, lo paseaba despacio por mis labios, por mis mejillas… ¡era un placer! Y entonces la voz de mi conciencia —Dios— me dijo: ‘Bosco, ofréceme el whisky’ Y yo, ‘no me pidas eso; te ofrezco el secuestro; el whisky no, por favor. Es lo único que puede salvarme’. Y la voz: ‘el secuestro no depende de ti, ofréceme el whisky’. Esa lucha interna duró unos minutos;  finalmente, ocultando mi acción a la cámara de vídeo, derramé el whisky en el excusado. Me quedé sentado, tembloroso, sintiéndome como un estúpido, pero también sentí una gran satisfacción. Fue un pequeño triunfo”. En un trozo de papel que había sobrado del interrogatorio anota: “15 de septiembre, hoy vencí en mi primera batalla. Whisky flush, sigo siendo libre, dueño de mis actos… ¡y no soy un mierda!”


Estar perfecto


A partir de esa victoria, de ese instante glorioso, la mentalidad de Bosco gira radicalmente. Su inteligencia empieza a funcionar, y su voluntad también. Esa noche —o día— duerme tranquilo. Cuando despierta, come por primera vez desde su secuestro. También reza por primera vez. Decide que lo único que tiene que hacer, su única responsabilidad, es cuidar su salud; estar perfecto de alma y cuerpo para el momento de su liberación. Lo contrario sería una traición a su familia. Escribe en la pared: “Estar perfecto”. Es su meta, y desarrolla un plan de vida para alcanzarla:

            “1. Salud Mental. Libérate de la angustia. Acepta la situación, empezando por tu cuartito.El cuarto es tu hogar. Es lo que hay. Ordénalo y límpialo; Aquí cubeta del agua, aquí libros, aquí vasito, aquí boli. Eres el rey de este pequeño universo. Control del tiempo. Ejercicios de memoria.

            “2. Salud Física. Cuidar la alimentación. Hacer ejercicio”

            “3. Haz Algo. Aprovecha el tiempo, que es oro incluso aquí. Dividir el día y hacer algo en cada momento”.


Siete maratones


Los propios secuestradores le confundían ofreciéndole desayuno, comida o cena indistintamente; inventó un sistema para controlar los días en la oscuridad, haciendo hoyuelos en las paredes y calculando el tiempo según la duración de la casete (la música que sonaba ininterrumpidamente día y noche provenía de una casete, que se daba la vuelta cada media hora). Escribe: “Primera casete: media hora de ofrecimiento del día (santos, fallecidos, familia…); Segunda casete: desayuno (cereales, fruta y té); Seis casetes (tres horas) de ejercicio al día —al principio hasta le cuesta andar, después de 15 días inmóvil; pero pronto puede recorrer los tres metros sin apoyarse en las paredes; acaba corriendo siete maratones de 42 días cada uno—. Y así sucesivamente, hasta completar todas las horas del día: Oración y misa (“en algún lugar del mundo, en este momento, se está celebrando una misa”); Comida: fruta, carne o pescado, verduras sin sal; yogur y fruta para cenar (“una dieta buena, sencilla, barata y práctica; nunca la variaron y nunca enfermé”)…

Para ejercitar la memoria dedica media hora al día a pensar en cosas ajenas al secuestro (arquitectura, música) y a recordar juegos, canciones, poesías o acontecimientos familiares que hubieran ocurrido en los últimos años. Va rellenando su memoria y descubre, de paso, que hay que vivir la vida con mayor intensidad. “Desde hoy quiero aprovechar cada día que me quede para sacar todo el jugo al tiempo”. Escribe infinidad de cartas a su esposa, Gaby, y a sus hijos. Probablemente no lleguen a leerlas nunca, pero a él le hacen tanto bien.
También empieza a conocer y distinguir a sus anónimos guardianes, y adjudica un apodo a cada uno: TKT, el jefe; el Greñas, el Teques, el Anteojitos, el Muchacho… Reconoce hasta sus pasos y sabe quién está de guardia, tras la puerta, a cada momento.



Me agarré a mi fe con uñas y dientes


La organización de su vida en el zulo da notables resultados, tanto para su salud mental como para su salud física. Su fe también le ayuda a mantenerse vivo. “Me agarré a mi fe con uñas y dientes y no la solté. Todo lo hacía rezando, porque no rezar en aquellos momentos era perder el tiempo. Creer en Dios es eso, aceptar Su voluntad y no discutirla”. Si Él había permitido que le ocurriera aquello, sería por alguna buena razón.

En octubre ya llevaba dos meses secuestrado, y las negociaciones no parecían avanzar con demasiada fluidez. Tuvo un sueño. Se vio en el infierno, y junto a él había un tipo que le insultaba porque no le habló de Dios en vida, y por su culpa estaban los dos ahí abajo. Se imaginó que el tipo era uno de los secuestradores y se dijo “pues que por mí no quede”. Decidió hacer apostolado con sus carceleros, primero a través de la oración (octubre: un Rosario diario por ellos), luego de la mortificación (noviembre: dejó el azúcar y la sal) y finalmente de la acción (diciembre: invitarles a leer la Biblia, que algunos aceptaron y otros no).


Feliz Navidad

Llegó el día de Navidad y Bosco se derrumbó; extrañó a sus hijos más que nunca. Y a Gaby, su mujer. Pero debía seguir luchando hasta el último aliento, por ellos, por él mismo. Sigue adelante con su plan; escribe una nota a los secuestradores: “Señores Guardianes: Es Navidad y no hay secuestradores ni secuestrados. Hoy a las 8 vamos a rezar”. Unas horas después, se abre la ventana del zulo y ve a cuatro guardianes encapuchados, con los brazos cruzados, esperando. TKT escribe en la pizarra: “Estamos listos”. Bosco abre la Biblia por el pasaje de la Navidad de San Lucas y comienza a leer. Ellos, inmóviles, en absoluto silencio (no se escuchaba ni la casete), tal vez aguardando en sus vidas un leve aliento de algo que trascendiera a la gris realidad de ese secuestro. Bosco trata de explicarles el verdadero sentido de la Navidad, el nacimiento del Niño Dios, la ilusión del niño que todos llevamos dentro. Les cuenta también lo que ahora estaría haciendo en su casa, la celebración en familia, sus hijos, Gaby…

“Les dije ‘Vamos a rezar un padrenuestro y 10 avemarías para dar gracias a Dios por esta celebración’. Comencé la primera parte y esperé a que contestaran, pero seguían guardando silencio. Continué rezando solo, en voz alta, y al finalizar exclamé: ‘¡Felicidades!’. Ellos escribieron en la pizarra ‘Muchas gracias y felicidades’. Y entonces, uno a uno, mirándome a los ojos, fueron estrechando mi mano como señal de respeto. Cuando cerraron la puerta sentí que esa había sido la Navidad más feliz de mi vida. Sentí una espiritualidad muy especial y muy profunda”. 


Ya no tengo miedo


Después de aquella experiencia navideña, el atisbo de humanidad que vio en los ojos de sus captores se materializa en unos calzoncillos, unos calcetines, una camiseta y una medalla. “Fue un lujo sentirme vestido después de tres meses”. Hubo otros regalos: le cambian, al fin, la música y le dan un reloj. Esa noche, a las doce, ve cómo acaba el año 1990, segundo a segundo, en las manecillas de su nuevo reloj. Lleva ya cuatro meses sin ver el sol, sin ver a sus hijos, sin ver a su Gaby.
El día de Reyes TKT le hace llegar un papelito: “Arquitecto, díganos de dónde saca usted la fortaleza”. Bosco permanece un minuto pensando y responde, mirando a la cámara: “Es que ya no tengo miedo. Porque no voy a vivir ni un minuto más ni un minuto menos de lo que Dios quiera. Si usted decide matarme, y Dios lo permite, me hará un gran bien porque me llevará al Cielo”.



Un plan de huida


Pasa la Navidad, y el nuevo año transcurre día a día, semana a semana, mes a mes, cumpliendo su plan de vida, escribiendo su diario, sus cartas, manteniéndose fuerte y sano, cuerdo. Y esperanzado. Como le dijo a su secuestrador, ya no tiene miedo. Tal vez solo tema quedarse enterrado vivo si sus captores huyen y lo dejan ahí, abandonado. Por eso comienza a pensar en un plan de huida. Dedica a ello media hora al día durante dos meses, fantaseando cada detalle, estudiando las posibilidades al milímetro. Por ahora es sólo eso, una fantasía. Pero va guardando y ocultando tras el plástico de la pared cualquier pequeño objeto que cae en sus manos.

Llega Semana Santa y pide una figura de Cristo. “Me había convertido en un atleta de la oración. Me dieron un Cristo bastante feo y cursi, de pasta, pero ante su imagen me puse a llorar como un niño. Lloro por la impresión que me causa la escena de Cristo sufriendo hasta el límite por mí, pagando con su vida el rescate de vida eterna”. Ese pensamiento le lleva a una profunda reflexión: el rescate que van a pagar sus hermanos es el de su vida mortal, tal vez por unos años más; pero el sacrificio del Hombre es por su salvación eterna. Y esa es la deuda que tiene contraída con Él. “Yo aquí estoy de paso y en deuda con Dios.”.



Tengo que salir de aquí


Han transcurrido ya 8 meses, 246 noches en su negro agujero de tres metros cuadrados. Es el 1º de Mayo y se afeita por segunda vez desde el día de su secuestro. Le hacen una nueva fotografía como prueba de vida para sus hermanos, con nuevas instrucciones para pagar el rescate (que se estaba complicando por razones ajenas a su familia). “Calculaba que iba a salir el 16 de mayo y comencé una cuenta atrás. El día 11 se abrió la ventana del zulo; se les notaba tensos. Había sido imposible cerrar la negociación en Brasil. Permanecí toda la noche despierto, rezando el rosario, pensando en mi madre (el 12 de mayo es el aniversario de sus padres). Noté que se encendió la luz fuera, pero luego no se oyó nada. ¿Se habrían ido?” Con un gancho que se había fabricado semana tras semana, con infinita paciencia y con piezas de diferentes objetos, logra desprender el pestillo al otro lado de la puerta. Sale de su agujero y ve capuchas y batas blancas colgadas en una pared. Sobre la mesa hay un reloj, que marca las 8:30 de la mañana (no solían encenderle la luz hasta las 10). Tiene miedo de que le pillen, puede que los secuestradores aún estén ahí y verle significaría su muerte inmediata. Regresa a su celda, pero no puede cerrar la puerta desde dentro. Vive momentos de verdadera angustia. No sabe qué hacer. Ninguna opción parece segura. Y al final toma la decisión: ¡tiene que salir de ahí!

 

 ¡Lléveme a México. Le pago lo que sea!


 “Pasé por delante de un secuestrador, dormido junto a su AK 47. Caminé por un pasillo; los demás estaban ahí, uno en la cocina, otro en la ducha. Yo seguí caminando, de puntillas, y alcancé la puerta. La abrí y salí a la calle. ¡Era libre! Me dije, ¡patas, para qué os quiero! Comencé a correr y me refugié en la primera casa que vi. Había una niña en el portal y le dije que era víctima de un secuestro. Ella empezó a gritar, acudió su padre y me echó a patadas. Entonces vi un taxi y me metí dentro a escondidas. ‘¡Lléveme a México, por favor. Le pago lo que sea!’ El taxista pensó que estaba loco, pero finalmente lo convencí. Tenía un Rosario colgado del retrovisor. ‘¿Es para rezar o es de adorno? ¿Por qué no lo rezamos juntos?’ le propuse. Él asintió con la cabeza, arrancó el coche y emprendimos camino a casa”.

A las once de la mañana Bosco llega a la casa de sus padres. Los gritos de alegría se escuchan en toda la manzana. Lágrimas, abrazos, risas. La emoción, largamente contenida, se desborda sin límite. “¡Tócame, estoy bien!” Después de casi nueve meses secuestrado, Bosco ha vuelto a nacer.


Durante 257 días, Bosco vivió cada minuto en total aislamiento, sin escuchar una voz humana, sin ver un rostro humano. Pero no estuvo solo. Gaby permaneció todo el tiempo junto a él. Y Dios. Él fue quien lo mantuvo vivo, cuerdo, sano; y quien le ayudó a escapar: “Estoy más convencido que nunca que con Él lo podemos todo, y sin Él no podemos hacer ni la más mínima cosa.” 


La historia de Bosco Gutiérrez Cortina la escribí originalmente para el primer volumen del libro Lo Que De Verdad Importa (Ed. Lunwerg). Lo puedes conseguir aquí.




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