Imagina la escena: una callejuela de Londres, una
mujer apoyada sobre la pared y un skinhead corriendo en su dirección. Cambio de
plano: el skinhead en realidad se dirige a toda velocidad hacia un hombre
trajeado que se vuelve aterrorizado y se protege con su cartera (o protege su
cartera) del violento agresor. Cambio de plano: una tonelada de ladrillos está
a punto de caer sobre la cabeza del hombre trajeado y el skinhead se abalanza
sobre él para salvarle, literalmente, la vida. «Solo cuando ves la imagen
completa puedes entender realmente lo que sucede», concluye el mítico spot “Point of view” (1986) del diario
británico The Guardian. Bastan tres planos y treinta segundos para
lanzarnos un mensaje demoledor. La enorme facilidad que tenemos todos
–todos- para juzgar por las apariencias. Y generalmente para mal. Será que
tenemos tendencia natural -o adquirida- a lo negativo.
Maquiavelo, que era un tipo sabio y en realidad nada malvado
–los malos eran los príncipes sobre los que escribió- lo expresó con
claridad: «En general, las personas juzgan más por los ojos que por la
inteligencia, pues todos pueden ver pero pocos comprenden lo que ven». Y
tenía toda la razón. Y aún se quedaba corto. Porque además de juzgar –y
condenar- por las apariencias, por lo que ven nuestros ojos, juzgamos guiados
por nuestros prejuicios. Y ese sistema de evaluación basado en
prejuicios –casualmente siempre negativos- es uno de los grandes males del
mundo desde que es mundo.
Yo juzgo, tú
juzgas, él juzga… Todos juzgamos
Pero cuidado, no es solo cosa de padres reaccionarios
que no comprenden a sus hijos o son incapaces de entender los nuevos tiempos,
como cantaba Dylan: Come mothers and fathers / Throughout
the land / And don't criticize / What you can't understand. Es cosa de
todos y cada uno de nosotros. ¿O es que acaso tú mismo -sí, tú- no has pensado
alguna vez que ese tipo con rastas es un antisistema, o que esa pija es facha
por llevar una pulsera rojigualda, o que esos gitanos están trapicheando con
droga, seguro, que es que se les ve…? O que esa rubia buenorra se ha operado,
fijo; y ese cachas seguro que es un machista violento y estúpido; o que esos
adolescentes que se ríen tanto van puestos hasta las cejas; o que ese negro es
un inmigrante ilegal y una amenaza real…
Sí. Todos los días juzgamos con malos ojos,
con prejuicios y superficialidad. Porque es más cómodo reafirmarnos en
nuestra visión que reconocer otra verdad, otro punto de vista. Aunque estemos
ciegos. Quizá por eso nos guste tanto aparentar y mirar por encima en lugar de
profundizar, conocer, entender. En esta sociedad de haters sin
fronteras, de calumnias virulentas y vanidad ilimitada, la empatía debería ser
asignatura obligatoria. En los colegios, en las universidades, en las
empresas, en las canchas y, sobre todo, en la política.
Porque, para tener perspectiva (el “big picture” del
spot de The Guardian), también es muy importante detenerse en los detalles. En
los motivos. En las razones. Ver de cerca, mirar adentro, más allá del
envoltorio. El árbol y el bosque. Y así entender los diferentes puntos de
vista, que pueden ser tan válidos como el nuestro, o más. Porque nadie tiene la
razón absoluta. Nadie. Y menos tú o yo. Así que, antes de juzgar (de
opinar, de tuitear, de criticar, de machacar, de insultar), trata de ver el cuadro
completo.
Si todos pusiéramos nuestro granito de arena, quizá el
mundo sería un poco más amable. Y ya, si en cada opinión o comentario, en cada
juicio, tratáramos de aportar en lugar de patear (o sea, mirar en positivo),
significaría que aún tenemos remedio. «Odio los juicios que sólo
aplastan y no transforman», nos dijo el escritor Elias Canetti.
Y unos siglos antes, Sócrates nos sugería: «Sé amable con todo
el mundo, pues cada persona libra algún tipo de batalla». Sobran las
explicaciones.
El incidente
del ascensor
Y ya que estamos en positivo, viene al caso una
divertida anécdota presuntamente verídica (aunque con múltiples versiones y
protagonistas) sobre esto de los prejuicios y las apariencias. Las Vegas. Una
señora de mediana edad, Karen, entra en el ascensor de un hotel-casino. Lleva
un cubo lleno de monedas que acaba de ganar en la máquina tragaperras, con la
intención de guardarlas en su habitación. Pero –¡horror!- dentro del
ascensor la esperan dos hombres negros –uno de ellos realmente alto y
fuerte- que mantienen la puerta abierta para que ella entre. Y ella entra.
Agarrada a su cubo de monedas como si en ello le fuera la vida, Karen ve cómo
se cierran las puertas del ascensor. Uno de los hombres le pregunta por su piso
(“Hit the floor, lady”), pero ella, en su pequeña paranoia mental,
entiende: “¡Tírese al suelo, señora!” Y Karen se tira al suelo
y todas sus monedas se desparraman por el ascensor.
Los dos hombres negros, aguantando la risa como
pueden, ayudan a la pobre –y avergonzada- Karen a recoger sus ganancias y le
explican que solo quieren saber a qué planta va para apretar el botón. Cuando
el ascensor se detiene en la planta de Karen, ambos, muy galantes, la acompañan
hasta su habitación. Karen entra y cierra la puerta. Suspira, entre el alivio y
el bochorno. Y tras la puerta, escucha las carcajadas –ya sin disimulo-
de los dos hombres negros. A la mañana siguiente, Karen recibe en su
habitación una hermosa docena de rosas. Y una nota que dice: «Gracias
por la mejor carcajada que he tenido en muchos años. Eddie Murphy». (Según
esta versión, el amigo "alto y fuerte" era el mismísimo Michael
Jordan).
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