Las nuevas generaciones -las del teclado, la consola y el
smartphone- creen, en el mejor de los casos, que la máquina de escribir no es sino
un viejo artefacto inútil con el que escribían los antiguos, allá en la era
pre-móvil, pre-internet, pre-facebook... o sea, en la era prehistórica. No
lamentarán, claro, que hace ya una década cerró la última fábrica de este
invento revolucionario, la centenaria Godrej and Boyce, que aún sobrevivía heroicamente
en este megatecnológico mundo.
Y es que la
ya extinta máquina de escribir fue mucho más que un simple artefacto para
escribir. Fue –y es- historia, revolución social, inspiración de poetas, arma
de pensadores, iniciadora de literatos, cómplice de cronistas, aliada de
oficinistas, instrumento sinfónico y heroína del celuloide. Smith-Corona, Olivetti, Adler-Royal,
Olympia, Brother, Nakajima, Remington han escrito y firmado las páginas de
la historia de todo nuestro siglo XX y finales del XIX. Sin ellas, el mundo
habría sido, con toda seguridad, mucho menos interesante.
Como todos
los grandes inventos de la
Humanidad , la máquina de escribir tiene muchos padres. Al
menos cincuenta y dos, según los expertos. Uno de los primeros fue el británico
Henry Mill, que en 1714 obtuvo una
patente de la reina Ana de Estuardo
por un artilugio descrito como “una máquina para escribir”; no se sabe mucho
más. Casi un siglo después, en 1808, Pellegrino
Turri desarrolló un ingenio que permitía escribir a los ciegos; y en 1829 William Austin Burt patentó una máquina
llamada “tipógrafo”, muy aparente, pero cuya escritura era más lenta que la
manual, razón por la que nunca se llegó a comercializar.
A lo largo de las siguientes décadas, se
patentaron innumerables máquinas de escribir en Europa y América, con idéntico
éxito comercial que el tipógrafo: el Cembalo scrivano o macchina da scrivere a tasti
de Giuseppe Ravizza en 1855; la
máquina de escribir artesana del padre
Azevedo fabricada con madera y cuchillos en 1861; o los diferentes modelos continuamente
mejorados del austriaco Peter
Mitterhofer, de 1864 a
1868. Hasta que en 1870 el reverendo danés Rasmus
Malling-Hansen inventó, patentó y comercializó la “bola de escribir”, que
escribía notablemente más rápido que las manos y fue la primera máquina de
escribir puesta oficialmente a la venta.
Una página escrita en la Historia
Sin embargo,
el primer éxito comercial es privilegio del inventor Christopher Sholes, aunque acabó repudiando su propio invento y
vendió su patente por 12.000 dólares a E.
Remington and Sons, famosos fabricantes de máquinas de coser. El 1 de mayo
de 1872 comenzó la producción en Ilion (Nueva York), montada sobre la
estructura de una máquina de coser, de suerte que el retroceso del carro se
accionaba con un pedal. Si bien este primer intento fracasó, Remington puso a
trabajar a sus mejores ingenieros y, partiendo de la idea de Sholes, acabaron
diseñando una máquina de escribir similar a la que todos conocemos: con sus caracteres
en relieve, sus teclas, su tabulador, su cinta de tela entintada (roja y negra,
para la contabilidad), su retorno de carro y su mágico timbre marginal. Y
también con su duro cliqueteo y sus atascos al pulsar más de una tecla a la vez
y su aspecto ligeramente desigual del texto.
Con el
invento de Sholes, el lento y tedioso trabajo de contables y oficinistas se
hizo menos pesado; y las mujeres lograron cierta independencia económica al
entrar en el mundo laboral. También los periodistas y los hombres de negocios
aceptaron con entusiasmo la innovadora máquina. Y los escritores, claro. Leon Tolstoi es considerado el primer literato
que utilizó el nuevo invento, en 1885; y lo que es más, instó a su hija a que
aprendiese su manejo, convirtiéndose con el tiempo en su dactilógrafa
particular. A Huxley, en cambio, le
alumbró su lado más poético-pesimista: “Mi máquina de escribir viene
escribiendo torcidamente / desde hace mucho; (...) por eso es por lo que /
estoy dejando de ser poeta”.
La máquina de escribir, estrella de cine
Pero aparte
de inspirar a poetas y novelistas, ha iluminado también a los más ilustres
cineastas, pues si hay un objeto que posea verdadero carácter cinematográfico,
es la máquina de escribir. Ha proporcionado escenas memorables en todos los
géneros y épocas, y en algunas películas ha sido incluso la indiscutible
protagonista. Escenas como la temible falta de inspiración ante el papel en
blanco de Billy Cristal en Tira
a mamá del tren (“La noche era...” acierta a escribir en horas) o el
bloqueo total de John Turturro en Barton
Fink, inerte ante su máquina Underwood; o la violenta locura de Jack Nicholson , expresada en cientos de folios que repiten febrilmente
la misma frase, “
Poldek
Pfefferberg, Mila Pfefferberg, Paul Stagel... ¡más, más!... Horowitz,
Wulkan...”. A veces, incluso una sola tecla ha sido protagonista de la trama: como
aquella ‘a’ ausente, atragantada, en El secreto de sus ojos, que Espósito
tiene que completar a mano, palabra a palabra, y que al final acaba
convirtiendo un “temo” en un esperanzador “te (a)mo”. O la ‘t’ desviada en las
notas anónimas de Al filo de la sospecha, que termina por descubrir al
encantador, millonario y manipulador asesino, con el rostro de Jeff Bridges. O la ‘n’ defectuosa de
Sinfonía para máquina de escribir y orquesta
La máquina
de escribir ha sido incluso inspiradora musical: en 1950 Leroy Anderson compuso una curiosa y simpática obra sinfónica, “Typewriter”,
en la que la máquina de escribir es el instrumento solista, acompañada por la
orquesta en pleno. Con esta pequeña obra de fondo, el cómico Jerry Lewis creó uno de sus gags más
geniales e inolvidables, en el que escribe sin máquina, pero con todos sus
sonidos; escena que interpretó en la película Lío en los grandes almacenes (1963) y también en sus famosos shows
con Dean Martin en teatros y en la
televisión.
Aquel día de
2011, en que la fábrica de Godrej and Boyce en Mombay cerró sus puertas, muchos
estuvimos de luto. De luto negro y denso, como la tinta indeleble marcada,
letra a letra, sobre el blanco
folio de nuestra memoria.
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