«Cuando
miras atrás / Y ves la vida que has dejado / Cuando te paras a pensarlo, ¿no te
preguntas / qué te hace estar a mi lado?» (You Love The Thunder, 1977). Empezar
esta crónica emocional con unos versos de Jackson
Browne (traducción de Alberto
Manzano) no es capricho. Primero, porque citar o escuchar a Jackson Browne
nunca es caprichoso; segundo, porque es probablemente ese amor incondicional por
el californiano lo que más me acercó a Enrique
Urquijo y familia desde mi tierna adolescencia. Especialmente cuando se
unió a la banda el gran Ramón Arroyo
y la enriqueció con ese sonido country y tex mex que tanto amábamos (ellos y
yo). Tan Browne, tan Eagles, tan Gram Parsons, tan Warren
Zevon (ahí queda esa Carmelita, agarrada/abrazada con
fuerza a la María de Enrique para la eternidad). Y tercero porque, mirando
atrás y viendo la vida que ha dejado Enrique, con sus Secretos y con sus Problemas,
con su sensibilidad y su talento, con su poesía y su fragilidad, con su
gigantesco legado, no tengo que preguntarme qué me hace seguir estando a su
lado cuarenta años después de bailar su música por primera vez, veintidós años
después de verlo sobre un escenario por última vez -aún lo veo- en el viejo Palacio de Congresos de Madrid, en
marzo del 97.
La banda más grande
Es una
pregunta que tampoco nos hicimos ninguna de las ocho mil almas agradecidas que
abarrotamos el domingo el Palacio de
Deportes (aún se me resiste lo de Wizink).
Simplemente había que estar ahí, a su lado. Por pura gratitud. Por amor a su
música. Por respeto –y gratitud también, y mucho cariño y admiración- a su
hermano Álvaro, a Ramón Arroyo, a Jesús Redondo, a Juanjo
Ramos, a Santi Fernández. Los
guardianes de la llama, los defensores del legado. Grandes, muy grandes. Si
alguien me preguntara cuál es la mejor banda de todos los tiempos, la más
influyente, la más importante, fuera de España quizá tendría dudas (Pink Floyd, Eagles, Beatles, la Credence,
Stones, The Who, Led Zeppelin), pero no aquí. Aquí no hay otra banda más
influyente, más longeva, más carismática, más constante, más querida por su
público y más admirada por sus colegas. Sólo hay que fijarse en la altura de
las decenas de artistas –de todos los palos- que han interpretado, con enorme
devoción, las canciones de Enrique, Álvaro y compañía. Echa un vistazo, por
ejemplo, al primer disco homenaje a Enrique, A tu lado (2000), o al
irrepetible concierto en Las Ventas, Gracias por elegirme, ocho años después. ¡Menuda lista de
invitados!
Y el Wizink se hizo Galileo Galilei
Todo eso
estuvo presente el domingo en el Palacio, vestido de Galileo Galilei. Las canciones, los recuerdos, las emociones, la
nostalgia, los amigos, la familia, Enrique. Sobre todo Enrique. Ahí estuvo, al
lado de su amigo Rafa Higueras, que
lleva veinte años echándole de menos –hoy exactamente igual que ayer- y
rindiéndole homenaje puntualmente cada noviembre, como el ramito de violetas de
Cecilia. Él abrió esta noche «triste
y alegre, emocionante y emotiva» con un tema de la etapa de Los Problemas, Desde que no nos vemos («Desde
que no nos vemos no sé ni donde vivo, salí de aquella casa llorando como un
niño») marcando el tono melancólico de la noche; y nos presentó también las dos
otras buenas causas por las que estábamos todos ahí, Cris contra el cáncer y Cirugía en Turkana.
¡Viva Enrique siempre!
Estuvo
Enrique al lado de Rebeca Jiménez –«¡Viva
Enrique siempre!»- cantando, reivindicando, Adiós tristeza («porque
hoy empieza el resto de tu vida, adiós tristeza, adiós soledad»). Y al lado de Jorge Marazu, sublime en Y no
amanece, que reconoció que se dedica a esto porque escuchó a Enrique
cuando tenía 15 años. Y con Vicky
Castelo –¡qué voz, qué talento!- que cantó sobre ese escenario con Antonio Vega años atrás y ahora repetía
al lado de Enrique… nunca es Demasiado tarde. Enrique estuvo
también al lado de su amigo Juanma
“Elegante”, como siempre lo estuvo, y juntos cantaron a dúo esa gran verdad
que es Siempre hay un precio, porque siempre lo hay y lo tienes que
pagar, «todo de golpe o día a día lo harás». Rafa Higueras, que también ha estado siempre al lado de Enrique,
antes de dedicarle Quiero beber hasta perder el control recordó que hace veinte
años, «Enrique nos acababa de dejar», apenas había sesenta personas en un bar
de Malasaña en aquel primer concierto homenaje. Este domingo sobrepasaban las
ocho mil.
He muerto y he resucitado
La noche
entró en su segunda parte, y ahí seguía Enrique, ahora con mayor presencia aún
al lado de sus almas gemelas e incondicionales. Álvaro, Ramón, Jesús, Juanjo,
Santi, con el último fichaje –gran fichaje- Txetxu Altube, acompañados por una orquesta sinfónica, se marcaron
tres de los himnos eternos de Enrique: Aunque tú no lo sepas, Cambio
de planes y, claro, A tu lado. Y ahí estaba Enrique,
muerto y resucitado, saboreando el fruto del árbol plantado con sus cenizas –y
regado día a día durante veinte años por su hermano Álvaro-, soñando en otra
vida, en otro mundo, pero a nuestro lado. Fue un momento mágico, intenso y
maravilloso, de lágrimas contenidas e incontenibles, que nos puso a todos en
pie y nos recordó lo grande que fue ese poeta de la tristeza que tanto nos ha
hecho sentir.
Un homenaje a la altura
Y llegaron los grandes. Los colegas que con su homenaje miden la talla de un artista cuando se va. Y allí estuvieron recordándole Mikel Erentxun («No me imagino como podré estar sin ti») y Rozalén (que aprendió a tocar la guitarra agarrándose fuerte a María) y la leyenda viva, Miguel Ríos, en plena forma (que volvió a ponernos los pelos de punta con una de las mejores frases que se han escrito jamás en el rock patrio: «Pero como explicar / que me vuelvo vulgar / al bajarme de cada escenario»). Y Coque Malla (Otra tarde), ilusionado porque se estrenaba con Los Secretos, y Manolo García (Por la calle del olvido) y Amaral (Buena chica) y el incombustible Alejo Stivel (Sobre un vidrio mojado) y, finalmente, otro amigo de los de toda la vida, David Summers (Ojos de perdida), quien también está viviendo una segunda vida. Y ahí estuvo Enrique, con todos ellos sobre el escenario. Con todos nosotros en nuestros corazones. Y en nuestra memoria intacta.
La noche
llegaba a su fin. Y estuvo a punto de acabar con una gran mentira, cuando
todos, público, anfitriones, invitados, y hasta el hermano pródigo, Javier, coreamos
como una sola voz Déjame. Y digo mentira, porque jamás dejaremos a Enrique ni
dejaremos que nos deje, porque a su lado sí volveremos, sí volveremos. Así que,
Los Secretos también volvieron al escenario para terminar con algo más propio
del momento. No pudieron elegir mejor.
«Te he echado de menos hoy,
exactamente igual que ayer,
confío en que siempre estaré,
contigo aunque no estés».
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