Antonio es periodista, la versión más
dura del periodista: corresponsal de guerra. “Por suerte o por desgracia”, como
él mismo señala. Y como buen corresponsal de guerra, va directo al grano. Su
historia, y sus historias, cuentan la realidad pura y dura y a él le gusta
contarlas como fueron, desnudas, sin filtros. No son necesarios y además
idiotizan. Bastante nos idiotizan ya la televisión y las redes sociales,
apunta. Así que lo que relata Antonio, a través de sus imágenes y sus palabras
(no tienen pleno sentido las unas sin las otras), es la cruda realidad del
mundo en que vivimos, de la sociedad global que hemos creado, y de la que somos
responsables todos y cada uno. Aunque miremos hacia otro lado. Aunque creamos
que nos queda lejos. Aunque pensemos que no nos toca. Pues sí, nos toca.
Antonio, periodista de guerra, es además de testigo víctima de esa vida siempre
en el filo, o en el punto de mira. Porque en uno de sus numerosos viajes a
Siria, fue secuestrado por Al Qaeda, retenido y torturado durante 299 días.
Aunque aquel suceso, para él, no fue más que un “accidente laboral”. Una
víctima colateral, como tantas, en esa descarnada realidad que nos
muestra.
La primera imagen que nos planta en las
narices Antonio es de Sudán del Sur. Un país joven que se fundó en 2011… y que
lleva en guerra desde diciembre de 2013. La imagen muestra gente huyendo de una
cruenta guerra civil, de una masacre en toda regla. Familias aterrorizadas
cruzando el Nilo Blanco para escapar de una muerte que las persigue con insistencia.
Cargando con lo que pueden, que es lo más parecido a nada, lo que han podido
coger en la huida desesperada; lo que pueden cargar a las espaldas en su larga
e incierta marcha. A raíz de esta imagen, la pregunta que nos plantea Antonio
es: “¿Qué te llevarías tú si tuvieras que huir de una guerra?”. Una
pregunta sencilla. La respuesta, quizá no tanto. ¿Maletas con ropa? ¿Objetos de
valor? ¿Recuerdos familiares? ¿La Play? ¿Nada? Ahí queda la reflexión…
Volveremos a ella al final.
Antonio ha sido corresponsal en muchas
guerras y conflictos, en muchos países y regiones. Siria es uno de los que más
veces ha visitado, la que él considera “la peor guerra del siglo xxi, con más de medio millón de personas
eliminadas de la faz de la tierra. Llevan en guerra desde 2011, matándose como
si no hubiera mañana.” Para los quinientos mil muertos ya no lo hay, tampoco
mucho para los vivos. Pero es algo que a nosotros nos queda lejos, ajeno. Quizá
lo hemos visto en las noticias, pero “la guerra por televisión es
imperfecta. La guerra sobre el terreno es implacable.” Lo que nos
muestran las televisiones (incluidos los reportajes del propio Antonio) está
suavizado, tamizado, “la realidad es mucho más jodida, muchísimo más”.
Un mal que deshonra al ser humano
Estar en permanente zona de conflicto,
jugándose el tipo en su jornada de trabajo, incluso habiendo sufrido un
durísimo secuestro de diez meses, “no me hace un ser especial, ni un héroe. Yo
soy un tío normal. Lo que me pasó es un accidente laboral. Punto.” Los héroes,
para Antonio, son las personas que viven en ciudades devastadas por las bombas,
entre ruinas, miseria y dolor; ciudades como Deir ez-Zor, al este de Siria,
que en 2013 pasó de 250.000 habitantes a 12.000 personas sitiadas. Eso
es lo que quedó. Un cinco por ciento de la población y una de las ciudades más
importantes de Siria completamente asolada, arrasada, muerta. Antonio nos lo
muestra en imágenes, un vídeo que le llevó cinco años de trabajo en Siria. La
revolución pacífica de 2011, en la que miles de sirios se echaron a la calle
pidiendo libertad, y que desembocó en una cruenta guerra civil; combates entre
el régimen y los rebeldes dejando un rastro de sangre por todo el país;
francotiradores, muerte, dolor, calles destruidas por las bombas, la vida entre
los escombros. Escenas desgarradoras, pánico, huida desesperada, médicos
tratando de salvar vidas en medio del caos, tumbas improvisadas, cadáveres
mirando a cámara, mirándote a ti a los ojos. También hay escenas cotidianas,
niños que tratan de olvidar, familias que intentan sobrevivir como
pueden. Pero la realidad es tozuda, y la guerra aún más, y al final lo
que queda es el horror. Y las cifras del horror: tres millones de
refugiados, seis millones y medio de desplazados, cerca de doscientos cincuenta
mil fallecidos, nueve mil de ellos niños. Lo que queda, al final, es un país
roto.
Esto es la guerra. Un mal que deshonra al
ser humano, en palabras del teólogo y escritor francés François Fénelon. Es
una curiosa y cruel ironía, pero “las guerras son lo más democrático que hay en
el mundo. Mueren soldados, mueren mujeres, mueren hombres, mueren periodistas y
mueren niños.” Los niños son las víctimas más vulnerables en cualquier guerra.
No solo por todos los que mueren, también por los que sobreviven. Niños a los
que una bomba les ha robado la infancia o una pierna, solo por ir a comprar el
pan. O que han quedado huérfanos y abandonados a su suerte en un minuto. O han
sido raptados y vendidos. Es la vida que existe al otro lado de un muro
invisible, que no vemos ni queremos ver, y que separa ese mundo de nuestro
mundo, esa brutal tragedia de nuestras pequeñas tragedias. “Como dice
mi madre, en Occidente tenemos problemas de gente sin problemas.”
Da igual el país o la región. Las guerras
son todas iguales. Gente que muere y gente que llora a sus muertos.
Combatientes que caen en campos de batalla y víctimas civiles que caen en las
retaguardias. Ciudades convertidas en cementerios. Parques infantiles donde
antes había vida, niños jugando, risas, y ahora solamente hay muerte, dolor,
sufrimiento. Y es lo mismo en Sudán, en Siria, el Congo. O en Somalia. Un país
que lleva en guerra desde 1991. ¡Casi treinta años! “Esta foto está tomada en
el hospital Banadir, en Mogadiscio, capital de Somalia. Es un hospital que se
conoce entre los somalíes como la fábrica de muertos; por cada diez niños que
entran, ocho no salen y se mueren de hambre. De hambre.” En Somalia, la
mortalidad infantil de cero a cinco años es de ciento trece por cada mil
nacidos; en España, por ejemplo, son dos por cada mil. No es una
estadística. Cada uno de esos niños que sufre y que muere es un ser humano y es
un drama para sus madres, para sus familias. No hay coraza que evite ese dolor.
“Esta es la vida real, no lo que vivimos desde aquí. Cuando os hablen de
hambre, pensad que es verdad. La gente se muere de hambre. Así que, por favor,
pensad en ellos cuando vayáis a tirar la comida”. El problema es que aquí, en
nuestro mundo privilegiado, hemos perdido la empatía con ese mundo ajeno y
molesto. Y es algo que urge recuperar.
Los niños de la guerra
Otra imagen (otro bofetón). El Congo, en
guerra desde 1994. La excusa para matarse desde hace décadas es un
mineral que se llama coltán y que sirve para fabricar smartphones. ¿Cuál es
el problema? Que el ochenta por ciento del coltán que hay en el mundo se
encuentra en el Congo. Una riqueza que es al mismo tiempo su bendición y su
perdición. Por cada kilo de coltán que se extrae, dos personas mueren
directa o indirectamente por su causa. “Dos. Directamente, porque trabajan
en las minas, hay un derrumbe y se mueren. Indirectamente, porque en el Congo
hay ciento veinte grupos armados que manejan las minas de coltán. Coltán que
viene a occidente. A nuestros móviles.” La realidad del país, que no vemos en
nuestros móviles, es devastadora: masacres, violaciones masivas, niños robados,
niños soldados.
Niños como Trésor, “que tiene once años y
tiene la mirada más triste que he visto en mi vida”. Su historia es la de
muchos otros niños. Un grupo armado entra en su aldea, asesina a doscientas
personas a machetazos, unos logran huir, otros son capturados. A Trésor lo
secuestraron durante tres meses para convertirlo en niño soldado. Porque en estas guerras sin reglas ni convenciones los niños son los mejores
soldados, no cuestionan la orden de un adulto, no se plantean si está bien o está mal, hacen lo que se les dice que hagan,
punto. “La primera prueba que tienen que pasar estos niños en países como el
Congo, Somalia, Etiopía o Sudán del Sur es "súper sencilla": matar
a su padre. Porque cuando matas a tu padre después puedes matar a quien
sea.” No importa que solo tengas once años. Y si tienes la suerte de ser
salvado de ese calvario y te dan una segunda oportunidad, una nueva vida, aún
te queda superar el estigma de la sociedad, que no perdona a los niños soldados
lo que han hecho. Son culpados, apartados, repudiados. Y les dejan muy
pocas opciones, ninguna buena: engancharse al pegamento, volver a la guerrilla,
prostituirse. “Hay que sentarse con la gente y hablar, comprender por
qué hacen las cosas. Ese es el problema que tienen en el Congo, que no se
perdona. Y es una de las cosas que tenéis que aprender, el valor de perdonar a
los demás.”
Una reflexión que cobra aún más valor
cuando quien lo dice permaneció 299 días secuestrado por un grupo
terrorista, sufriendo tortura física y psicológica, en completa
soledad durante 204 de esos 299 días. Y aun así, Antonio no alberga odio ni en
su corazón ni en su cabeza. “¿Para qué odiar, qué sentido tiene? ¿Sirve para
algo? ¿Os beneficia? No sirve para nada. Odiar no tiene sentido. Y
si odias te conviertes en uno de ellos. Y yo no quiero ser como ellos.” A lo
mejor tenían sus razones, sus motivos, reflexiona Antonio. A lo mejor, la
solución es sentarse frente a frente y hablar. Y tratar de entender. “El
diálogo es la solución. Desde luego, el odio nunca, porque el odio lleva a la
venganza.”
Dignidad
Antonio es reacio a hablar de su
secuestro. No porque no tenga importancia para él, sino porque piensa que, hoy,
su mensaje no va de Antonio Pampliega, sino de esa otra realidad que él vio y
vivió en tantos países y quiere que también nosotros veamos, sin filtros, y que
esa realidad nos remueva y nos despierte y nos movilice y cambie nuestra
percepción del mundo –el propio y el ajeno- y nos ayude a reordenar nuestras
prioridades. Son muchas las imágenes que carga Antonio a su espalda, escenas
muy duras, complicadas de asumir, a veces insoportables; más incluso por lo que
hay detrás que por lo que muestran. Pero, además del dolor y la
tragedia, siempre hay dignidad en esas imágenes, en esos rostros. Niños
que tratan de sonreír a la cámara de Antonio, que eligen la camiseta que menos
se ensucia para posar “porque no quieren salir feos en las fotos, porque les da
vergüenza. Sí, ellos también tienen vergüenza.” Mujeres que, después de haber
sido violadas por una manada de guerrilleros son repudiadas por sus maridos
-por haber mancillado el honor del marido- y expulsadas de la casa junto con
sus hijos, y que, a pesar de todo el dolor y la humillación y la impotencia y
el miedo, su única preocupación no son ellas, sino sus hijos. Dignidad.
Como la imagen de una madre afgana primeriza, con sus dos gemelos y la abuela,
tratando de aportar algo de normalidad, algo de dignidad, en medio de una
guerra. O como Fide, que padece una enfermedad terrible llamada piel de
mariposa, y posa con sus manos vendadas (y ensangrentadas) en su nueva silla de
ruedas, feliz porque ya puede ir al colegio sin que su madre tenga que cargarlo
a hombros cada día; un chaval de diecisiete años, amante del fútbol (sigue cada
fin de semana la liga española), que no ha podido correr en su vida. Felices
también están los niños de Kobane, al norte de Siria, en su primer día de
colegio, tras nueve meses bajo el asedio de Estado Islámico, viviendo en un
campo de refugiados. Felicidad. Dignidad.
Porque todos ellos son personas. “Da
igual el color de piel, da igual el idioma, da igual la religión, son seres
humanos como nosotros. Exactamente iguales. Que nacen sin odiar a nadie.” Esos
“valores” los aprenden a posteriori de sus mayores. Y eso sucede en todas
partes, no solo en África o en Oriente Medio. También en Europa. La última, en
2014, en Ucrania; el país donde España ganó la Eurocopa. Así de cerca. Diez mil
muertos al año desde que empezó la guerra, cientos de miles de refugiados,
miles de niños que viven entre escombros, a merced de los bombardeos. Lo mismo
en Afganistán, que lleva enlazando una guerra tras otra desde 1979. Y claro,
cuando vives rodeado de guerra, al final te conviertes en guerrero, en niño
soldado. Y cuando la guerra ha arruinado el país, entonces no te queda otra que
multiplicar las plantaciones de opio (de 550 hectáreas con los talibanes a las
110.000 actuales), que acabará en las venas de los jóvenes españoles y europeos
en forma de heroína. La cruel ironía, es que los occidentales fuimos allí para
acabar con ello. “Eso es lo que nos vendieron. La prensa está muy bien, yo soy
periodista, pero también levanto la mano y digo: os manipulamos a
nuestro antojo. ¿Por qué? Porque no exigís, porque os da igual. Os lo creéis. No,
no puede ser así, no os podéis creer los mensajes de la prensa.” Hay que ser
crítico, hay que dudar, hay que pensar. Surge inevitablemente la vieja cuestión
moral de retratar o no esta realidad, la delgada línea –a veces invisible-
entre ética y morbo. ¿Prima la información o la intimidad de las víctimas? “¿En
qué momento debemos bajar la cámara y respetar el dolor ajeno? ¿Todo vale en
aras de remover conciencias?” Lo cierto es que cuando se juzga de esta manera
la labor de los corresponsales de guerra o los fotoperiodistas se hace
injustamente, porque se juzga desde la distancia, desde la ignorancia y sin la
menor empatía. En el caso de Antonio, además de su finalidad loable
–abrirnos los ojos-, cada foto desprende una extraordinaria humanidad,
porque cada situación, cada persona es retratada con una extraordinaria dignidad.
Escapar del infierno
Después de este viaje en imágenes por el
infierno –“un infierno light, tengo fotos y vídeos mucho más explícitos, mucho
más reales”-, la gran pregunta: ¿Os quedaríais a vivir en esos países? Por
supuesto que no. Ellos tampoco. Por eso huyen, y tratan de llegar a Europa para
salvar sus vidas. Y en esa huida también se juegan la vida. Vienen en frágiles
pateras, que salen todos los días de la costa africana, desde Libia hacia
Lampedusa. Trescientos kilómetros por el Mediterráneo Central, hacinados, sin
comida, sin agua, sin chalecos salvavidas; hombres, niños, mujeres, bebés.
Probablemente han estado un año caminando hasta llegar a la costa, atravesando
desiertos y zonas de guerra, a merced de las mafias. Lo que sea con tal de escapar
de la guerra y del hambre, en busca de un poco de refugio, de un futuro que
seguramente no tenga más horizonte que el top manta. Eso, los que tienen
suerte. No son terroristas, aunque haya quien lo piense. Son
víctimas. Y cuando llegan, los que llegan –muchos se quedan en el
Mediterráneo- su primera preocupación es enviar noticias a casa, un selfie a su
familia para decirles que están bien, vivos. “Porque la familia siempre es
lo primero. La familia es el pilar fundamental de todos nosotros. Siempre.” Otros,
más conscientes del peligro, llevan encima un número de teléfono, por si
alguien encuentra su cuerpo flotando en el mar, para que puedan avisar a su
madre, decirle que su hijo ya no va a volver. Que llore lo que tenga que
llorar, pero que deje de angustiarse.
La madre de Antonio recibió esa llamada. “A
mi madre le dijeron: su hijo no va a volver a casa. No sabemos si vive, pero no
va a volver, en una semana, en un mes.” Fueron 299 días de dolor, de
angustia indescriptible. También la angustia de Antonio, en su encierro, de no
tener noticias de su familia, de no saber qué tal estaban su madre, su padre,
su hermana cuando recibieron la noticia –el shock- de su secuestro. “Durante
diez meses lo peor es eso, la incertidumbre de no saber qué ha ocurrido fuera.
Porque la vida sigue girando, no se para, aunque te metan a ti en una celda. Y
yo tenía una pesadilla que se repetía todas las noches, y era que no iba a
volver a ver a mi madre nunca más con vida. Porque mi madre tiene un problema
del corazón. Ni las palizas, ni los interrogatorios, ni las amenazas de muerte
ni las simulaciones de ejecución. A mí lo que me daba miedo era regresar a
casa y que ya no estuviera mi madre.”
Un accidente laboral
A Antonio aún le cuesta hablar del
secuestro. Revivirlo es demasiado doloroso (“La oscuridad nunca se llega a
vencer del todo”). Ocurrió en julio de 2015, durante uno de sus muchos viajes
de trabajo a Siria, el duodécimo, para cubrir el conflicto. Otro viaje de
tantos. Solo que esta vez algo salió mal. O simplemente sucedió lo que tenía
que suceder (cuestión de probabilidad…). Antonio lo llama “accidente laboral”.
En realidad, su persona de contacto en la zona los traicionó, a Antonio y a sus
dos compañeros (José M. López y Ángel Sastre), y los vendió a la rama de Al
Qaeda en Siria. Durante un breve tiempo, compartió secuestro con sus amigos,
pero pronto los separaron y Antonio quedó completamente solo, aislado,
en una oscura celda situada en algún punto de la frontera entre Siria y
Turquía. Encerrado durante diez meses con todos sus miedos y la peor
de las incertidumbres, sin saber si iba a sobrevivir un día más o iba a ser
ejecutado, como lo fue su gran amigo James Foley, el periodista
asesinado en directo por el Dáesh en 2014, a manos del célebre fanático John
el Yihadista.
Diez meses sin saber si sus compañeros
estaban muertos o vivos, o si habían sido vendidos. Diez meses sin esperanza de
salir con vida de su agujero, hundido en la desesperación hasta tal punto que
pensó seriamente en acabar con su vida. Viviendo en la más absoluta soledad,
salvo por las puntuales visitas de sus carceleros, que entraban una o dos veces
al día para llevarle comida, golpearle o humillarle, según les diera. Vejado,
torturado, aislado de todo contacto humano. Sufriendo a diario amenazas de
muerte, burlas, interrogatorios, golpes. En esa angustiosa realidad, Dios y el
recuerdo de su madre son sus únicas compañías. Y el diario que escribe a su
hermana pequeña, Alejandra, es su tabla de salvación, el único muro que lo
separa de la locura y de la rendición total. “Sueño con el día en que nos
volvamos a ver. Te has convertido en mi salvavidas en este lugar de mierda. Trato
de no decaer, te lo prometo. Aguanto porque no pierdo de vista ese objetivo:
volver a verte”, escribe Antonio en su libro, En la oscuridad. Eso
fue para él lo peor del secuestro. “La posibilidad de no volver a ver a mi
familia me reconcome por dentro (…) Solo soy un periodista que ha venido a
hacer su trabajo, a contar lo que está ocurriendo en esta maldita guerra.” Pero
ellos, los secuestradores, creen que es un espía y que trabaja para el Gobierno
de Al Assad. Una perversa confusión que le arrebata a Antonio toda esperanza,
que le roba impunemente toda su ilusión, su alegría, su risa…
Sin embargo, siempre hay un atisbo
de esperanza, incluso en los momentos peores. Una luz, más allá del mortecino
brillo del led colgado en la pared de su celda. Cuando te lo quitan todo, y
crees que no vas a volver a ver a tu familia, es el momento de pensar: ¿cuándo
es la última vez que le he dicho a mi madre ‘te quiero’? ¿Cuándo fue la última
vez que abracé a mi padre? “Yo me acordaba de la última vez que le di un abrazo
a mi padre, ocho de julio de 2015, el día de su cumpleaños. El día que me dejó
en el aeropuerto de Barajas para que viajara a Siria. Así que no penséis que se
lo vais a dar luego o mañana. La vida se acaba así de rápido. Así de rápido. De
verdad.”
Por suerte, la vida de Antonio –y la de
sus dos compañeros- no acabó en aquel secuestro. Y diez meses después de
aquella terrible primera llamada telefónica, el siete de mayo de 2016
su madre recibió otra bien distinta. “Mamá, se acabó. Vuelvo a
casa”. Pocos días después Antonio bajaba de un avión de las Fuerzas
Armadas y pisaba suelo español. Sus padres, su hermano Goyo, su hermana Alejandra
–“mi faro en la oscuridad”- le esperaban a los pies del avión, temblorosos,
expectantes. Aquel reencuentro con su familia, su sostén durante diez largos y
angustiosos meses, fue el momento más intenso y feliz de su vida, una erupción
de emociones que iban del llanto a la risa y al abrazo y al beso y al alivio
infinito… Fue el fin de una pesadilla.
Y el despertar de un nuevo Antonio Pampliega, que supo sacar luz de aquella densa oscuridad. Una lectura positiva que le ha enseñado a mirar la vida de otra manera. “El secuestro me ha enseñado muchísimas cosas. Una de ellas es valorar todo lo que de verdad importa, que es tu familia (que se amplió el 2 de septiembre de 2020 con la feliz llegada de Ariana, la hija de Antonio y María), y también las cosas pequeñas, cosas que tenemos tan al alcance de la mano que no les damos valor. También el secuestro me dio dos opciones la vida: seguir por el camino de antes o cambiar diametralmente mi forma de vivir. Intento cambiarla. No siempre lo consigo, pero sí que intento ser un Antonio diferente al de antes del secuestro.” También ha multiplicado su capacidad de empatizar, y de perdonar. “Creo que es un acto de valentía perdonar a aquellos que me han hecho tantísimo daño. Lo sencillo es odiar. Me pongo en la piel de esa gente y pienso en lo que les ha tocado vivir. Pienso en sus circunstancias y en su contexto. ¿No haríamos nosotros lo mismo? ¿No nos convertiríamos en monstruos si viviéramos en el mismísimo infierno?” Una pregunta que Antonio deja ahí, flotando en el aire, esperando que todos la enfrentemos con sinceridad y valentía. Esperando una reflexión honesta y una respuesta digna la próxima vez que nos veamos ante una víctima de la guerra, de cualquier guerra.
Él tiene clara su respuesta. Siempre la ha tenido. Comprender la situación desesperada de los que viven atrapados en ese infierno, ayudarles a escapar dentro de sus posibilidades, darles un poco de esperanza (como ha hecho recientemente con decenas de hombres, mujeres y niños de Afganistán) y, a nosotros, abrirnos los ojos y el corazón a esa realidad despiadada, descarnada y casi siempre tan alejada y tan ajena que apenas la percibimos de pasada en nuestras empequeñecidas conciencias. Una manera rápida y eficaz, leer su última novela: Flores para Ariana, un retrato crudo y valiente de Afganistán a través de los ojos de una niña, que son todas las niñas que Antonio ha conocido de primera mano. Un libro que nació en los oscuros días de su secuestro y que acaba de ver la luz hace apenas unos días. Un libro lleno de verdad, de belleza, de sentimientos, de empatía, de dignidad... y de descarnada y muy actual realidad.
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