No es fácil definir con palabras a alguien
de la dimensión, de la grandeza, de la inalcanzable perfección de Katharine Hepburn. Tal vez quien más se
acercó fue el director Frank Capra
tras dirigirla en El
Estado de la Unión (1948):
“Hay mujeres y mujeres, y luego está Kate. Hay actrices y actrices, y luego
está Hepburn”. Y en efecto, como mujer fue única, vital, expansiva, indomable y
absolutamente independiente; sofisticada y elegante; desafiante y combativa;
Kate. Como actriz fue sublime, fascinante, intensa, expresiva, natural; fue
divertida y extravagante; fue disciplinada y valiente; fue generosa con sus
compañeros, exigente consigo misma (“trabajaba,
trabajaba y trabajaba hasta que todos desfallecían” afirmó Stanley Kramer); fue –es- la actriz con
más Oscars en su haber (cuatro) más ocho nominaciones. Fue… Hepburn.
Katharine,
Kate, Jimmy (sí, a los ocho años decidió que por qué no podía llamarse Jimmy)
fue una pelirroja indomable, criada en un ambiente liberal, culto y combativo
(su madre era sufragista), que estudió en los mejores colegios privados y se
codeó con la flor y nata de la alta sociedad norteamericana, política e
intelectualmente hablando. Inconformista y rebelde por naturaleza, decidió
desde muy temprana edad que ella no iba a ser como las demás mujeres y que, por
tanto, tampoco iba a vestir como ellas. Así, en una época en la que la
feminidad suponía llevar vestidos, ella desafió al stablishment vistiendo pantalones. Su marca de la casa se convirtió
en su declaración de independencia y, de paso, creó un nuevo estilo, tan único
como su creadora. Un casual chic de
cuidado desaliño (perfectamente despeinada y con un imperdible como cierre en
su abrigo de tweed, por ejemplo),
estudiada ambigüedad y prendas sport
hechas a medida que le sentaban maravillosamente. Tenía clase; su propia clase.
Su legendaria aversión a las faldas no era sino una
batalla intelectual contra los arquetipos femeninos de su tiempo; los
pantalones de perneras holgadas, los chaquetones de manga ancha y las camisas
remangadas, estilo tomboy, le
proporcionaban la libertad -de movimiento y de comportamiento- que definían su
carácter tanto como su estilo. Muy femenino, eso sí (usaba pantalones pero
derrochaba feminidad); y muy suyo. Un estilo pionero de dama moderna
independiente que se adelantó a su época en unos cuantos años. Y que no
abandonó hasta el final de sus días.
Su
interés por la moda se extendía también a su trabajo —aparte de interpretar a
la mismísima Coco Chanel en el
musical Coco (1969)—, involucrándose en el vestuario de las películas
en las que actuó, en muchas ocasiones diseñado por los más renombrados creadores
de la época. Fue necesariamente masculina en El Viaje de Silvia,
sofisticada y frágil (como una diosa de hielo) en Historias de Filadelfia,
majestuosa en El león en invierno, elegante y atolondrada en La
fiera de mi niña, excesiva y barroca en La loca de Chaillot,
multideportiva en La impetuosa, sobria y sensual (según tocara sala o casa) en La
costilla de Adán, madura y moderna de cuello Mao en Adivina
quién viene esta noche, aristocrática
desafiante, muy ella, en Vivir para gozar…
Katharine
Hepburn tampoco fue una típica star
de Hollywood. No participaba en las fiestas ni premieres, odiaba a la prensa (a
la que trataba con indisimulado desdén) y evitaba a sus fans. No acudió a
recoger ninguno de los oscars que ganó (Gloria
de un día,1933, Adivina quién
viene esta noche, 1967, El
león en invierno,1968, En
el estanque dorado, 1981), ni atendió a sus otras ocho
nominaciones. Pero es, para muchos, la mejor actriz de la historia del cine, y
parte del teatro. A lo largo de su extensísima carrera (desde su primera
película, Doble Sacrificio, en 1932, hasta la última, Un
asunto de amor, en 1994) nos ha regalado alguna de las interpretaciones
más memorables e inmortales del séptimo arte, con una versatilidad que muy
pocas actrices –si hay alguna- han logrado alcanzar. Nadie ha brillado como
ella en el drama histórico y en la comedia disparatada, en el romance
sofisticado y en la aventura desbordada, en la adaptación más teatral y en el
puro teatro. Y nadie engrandeció como ella a sus compañeros de reparto, que a
su lado llegaron a cotas a las que quizá no habían llegado antes, ni después: Cary Grant (Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña), Humphrey Bogart (La Reina de
África), James Stewart (Historias de Filadelfia), Henry Fonda (En el estanque dorado), John
Wayne (El rifle y la Biblia), Peter O’Toole (El león en invierno)… y, claro, Spencer Tracy. Spence. La costilla de Kate.
Su costilla en el cine, sí (formaron
la pareja que científicamente tenía más química en la pantalla, según la Royal Society of Chemistry); pero por
encima de todo, en la vida real. Ambos se conocieron en 1941, durante el rodaje
de La
Mujer del Año. “Me temo que soy un poco alta para usted, señor Tracy”
dijo Kate, al ser presentados; “No se preocupe, señorita Hepburn –respondió él—
La rebajaré hasta dejarla a mi altura”. Ella, una señorita culta, de la alta
sociedad, liberal, deportista, independiente y rebelde. Él, irlandés “hasta las
uñas”, católico y convencional, terco, autoritario, alcohólico y mujeriego. A
priori, no parecían la pareja perfecta, precisamente. Y sin embargo, desde aquella
primera vez, trabajaron juntos en otras ocho películas, algunas tan memorables
como La
Costilla de Adán, La impetuosa o
El Estado de la Unión; y desde aquel
primer encuentro, vivieron una historia de amor de 27 años, lleno de trabas y
de complicidad a un tiempo. Un amor no consumado, discreto y autocensurado (él
estaba casado y sus convicciones católicas le impedían divorciarse), pero tan
entregado, tan honesto, tan devoto y tan fiel que sólo pudo separarles la
muerte.
Precisamente, fue en su última película juntos donde esas cotas de complicidad en el escenario y en la vida real alcanzan su máximo más absoluto (una cima que nadie ha alcanzado jamás en la pantalla). Adivina quién viene esta noche no es sólo una gran película, es, además, la última película que compartieron Tracy y Hepburn. Y ambos lo sabían (él estaba ya muy enfermo y murió apenas dos semanas después). Por eso, el mítico discurso final de Matt Drayton, su personaje, trasciende la película y se convierte en la declaración de amor más sinceramente conmovedora de la historia del cine, porque cada palabra, cada mirada (esa mirada de diez eternos segundos), cada sonrisa, estaba dedicada no a Christine Drayton, sino a Katharine Hepburn. Por su parte, ella, Kate, la indomable, la rebelde, nos regala su definición de Amor en su autobiografía (“Me”) y, de paso, nos desvela el secreto de esa relación que no siempre fue entendida ni comprendida: «’Te amo’ quiere decir que te pongo a ti y tus intereses y comodidad por encima de mis intereses y mi comodidad porque te amo. El Amor no tiene nada que ver con lo que esperas recibir, sino con lo que esperas dar… que es todo. Si tienes mucha suerte, tal vez te correspondan. Eso es delicioso, pero no sucede necesariamente (…) Pasamos juntos 27 años en lo que para mí era una situación de felicidad total. Se llama Amor».
Katharine
Hepburn murió en 2003 a los 96
años, tras haber superado el cáncer y haber sufrido el mal de Parkinson durante
largo tiempo. Supo envejecer con la misma independencia, con la misma energía y
con el mismo espíritu rebelde con que vivió durante toda su vida. Nunca dejó de
ser ella misma. Y nunca, nunca dejó de llevar los pantalones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario